miércoles, 31 de agosto de 2011

Introduccion al Antiguo Testamento



Antiguo Testamento

Nombre

La palabra "testamento", hebreo berîth, griego diatheke, significa primariamente la alianza que Dios pactó primero con Abraham, luego con el pueblo de Israel. Los profetas conocían sobre la nueva alianza a la cual daría paso la del Monte Sinaí. En consecuencia, Cristo en la Última Cena habla de la sangre de la nueva alianza. El apóstolSan Pablo se declara a sí mismo (2 Cor. 3,6) ministro “de una nueva alianza”, y llama (3,14) “el antiguo testamento” a la alianza pactada en el Monte Sinaí. La Versión de los Setenta emplea la expresión griega diatheke por el hebreo "berîth". Los intérpretes posteriores, Aquila y Símaco, sustituyeron a diatheke con la más común syntheke, que probablemente concordaba más con su gusto literario. El término en latín es "fædus" y más a menudo “testamentum”, una palabra que corresponde más exactamente al griego.

Respecto a los tiempos del cristianismo, en un período temprano la expresión vino a significar toda la revelación de Dios según exhibida en la historia de los israelitas, y debido a que esta antigua alianza se incorporó a los libros canónicos, fue un paso fácil hacer que el termino significara las Escrituras Canónicas. Incluso el texto antedicho (2 Cor. 3,14) señala a eso. Así, Melito de Sardes y Clemente de Alejandría llaman a las Escrituras “libros del Antiguo Testamento” (ta palaia biblia; ta tes palaias diathekes biblia). No es claro si en estos dos autores “Antiguo Testamento” y “Escrituras del Antiguo Testamento” significan lo mismo. Orígenes muestra que en su época la transición era completa, aunque en sus escritos todavía se pueden trazar signos del gradual establecimiento de la expresión, pues cuando él quiere decir Escrituras, habla repetidamente del “llamado” Antiguo Testamento. Todavía no se puede probar que los más antiguos escritores occidentales usaran este término. Para el abogado TertulianoCiprianocristiandad. En este artículo, la expresión “Antiguo Testamento” se usará con el sentido de escrituras canónicas del Antiguo Testamento los Libros Sagrados son, sobre todo, documentos y fuentes de argumento, y por lo tanto él los llama frecuentemente “vetus and novum instrumentum”. menciona una vez la "scripturæ veteres et novæ". Subsiguientemente el uso del término se establece también entre los latinos, y es a través de ellos que se volvió propiedad de la

Historia del Texto

El canon del Antiguo Testamento, sus manuscritos, ediciones y versiones antiguas se tratan en los artículos: Biblia, Biblia Hebrea, Canon del Antiguo Testamento, Códice Alejandrino, Masora, Manuscritos de la Biblia, Versiones de la Biblia, etc. Asuntos relativos al origen y contenido de los libros individuales se proponen y contestan en los artículos respectivos de cada libro. Este artículo se circunscribe a una introducción general sobre el texto de las partes del Antiguo Testamento escritas en hebreo; para los pocos libros compuestos originalmente en griego (Sabiduría, [[2 Macabeos) y aquellos cuyo original semítico se perdió (Judit, Tobías, Eclesiástico, 1 Macabeos) no requieren tratamiento especial.

Texto de los Manuscritos y Masoretas

El punto de partida seguro para una correcta evaluación del texto del Antiguo Testamento es la evidencia que se obtiene de los manuscritos. Respecto a esto, lo primero a observar es que no importa cuan antiguos sean los manuscritos más viejos---los primeros son del siglo IX d.C.---desde el tiempo en que los libros fueron compuestos, hay una tradición uniforme y homogénea respecto al texto. El hecho es todavía más sorprendente, pues la historia del Nuevo Testamento es muy diferente. Tenemos manuscritos del Nuevo Testamento escritos a menos de 300 años después de la composición de los libros, y en ellos hallamos numerosas diferencias, aunque pocas de ellas son importantes. Las variantes textuales en los manuscritos del Antiguo Testamento se limitan a diferencias bastante insignificantes de vocales y muy raramente de consonantes. Aun cuando tomamos en cuenta las discrepancias entre las escuelas orientales, o babilónicas, y occidentales, o palestinas, no se hallan diferencias sustanciales. La prueba para la concordancia entre los manuscritos fue establecida por B. Kennicott después de comparar más de 600 manuscritos ("Vetus Testamentum Hebraicum cum cariis lectionibus", Oxford, 1776, 1780). De Rossi ha añadido bastante a dicho material ("Variæ lectiones veteris Testamenti", Parma, 1784-88). Es obvio que la notable uniformidad no se puede deber el azar; es única en la historia de la tradición del texto, y todavía más notable puesto que el imperfecto sistema de escritura hebreo no podía sino ocasionar muchos y variados errores y deslices. Además muchas peculiaridades en el método de escritura los muestran uniformes en todos lugares. Las variantes falsas se retienen iguales, de modo que el texto es claramente el resultado de igualamiento artificial.

Ahora surge la pregunta: ¿Hasta dónde podemos remontar este cuidado en manejar el texto para la posteridad? Filo Judeo, muchas autoridades sobre el Talmud y rabinos y letrados judíos de los siglos XVI y XVII favorecían la opinión de que el texto hebreo, como se lee hoy día en los manuscritos, nos fue escrito y legado desde el principio sin adulteración. Las obras de Elías Levita, Morino, Capelo han demostrado que esta opinión es insostenible; e investigaciones posteriores han establecido la historia del texto en sus rasgos esenciales. La uniformidad de los manuscritos es esencialmente el trabajo de los masoretas, que no fueron finalizados hasta después de la escritura de los manuscritos más antiguos. El trabajo de los masoretas consistía principalmente en la preservación fiel del texto transmitido. Ellos realizaban esto al mantener estadísticas exactas sobre el estado completo de los Libros Sagrados. Se contaban los versos, las palabras, las letras; se compilaban listas de palabras similares y de la forma de las palabras con el deletreo completo y real, y se catalogaban las posibilidades de posibles errores. La invención de los signos para vocales y acentos---cerca del siglo VII---facilitó la fiel conservación del texto. Las separaciones incorrectas y la conexión de sílabas y palabras fueron casi excluidas desde entonces.

Los masoretas usaron la crítica textual muy moderadamente e incluso lo poco que la utilizaron muestra que hasta donde fuera posible dejaron intacto todo lo que había sido transmitido. Si una interpretación parecía insostenible, no corregían el texto mismo, sino que se contentaban con anotar la variante apropiada en el margen como "Qerê" (leído) en oposición a "Kethîbh" (escrito). Tales correcciones fueron de varias clases. Antes que nada fueron correcciones de errores reales, ya fuese de letras o de palabras completas. Una letra o palabra en el texto, según la nota en el margen, tenía que ser o cambiada, o insertada u omitida por el lector. Tales eran los llamados "Tiqqunê Sopherîm", correcciones de los escribas. El segundo grupo de correcciones consistía en cambiar una palabra ambigua---en la Masora se registran dieciocho de éstas. Pero sus compiladores estaban conscientes del "Itturê Sopherîm", o borraduras de la waw conectora, que había sido hecha en varios sitios en oposición a los Setenta y las versiones samaritanas. Cuando luego los masoretas hablan sólo de cuatro o cinco casos, debemos decir con Ginsburg que éstos son meramente registrados como típicos. No eran raros los casos en que consideraciones de orden moral o religioso llevó a la sustitución de una palabra mal sonante por un eufemismo menos dañino. Las vocales de la expresión a ser leída se anexan a la palabra escrita del texto, mientras que las consonantes se anotan sobre el margen. Es bien conocido el recurrente "Qerê" AdonaiYahveh; parece remontarse al tiempo de antes de Cristo, y probablemente incluso antes de que los primeros intérpretes griegos se relacionaran con él. en vez de

El hecho de que los masoretas no se atrevieran a insertar los cambios descritos en el Texto Sagrado mismo muestra que éste ya estaba establecido; otras peculiaridades apuntan a la misma reverencia por la tradición. Repetidamente hallamos en el texto el llamado Nun invertido (por ejemplo, Números 10,35-36). En Isaías 9,6 hay una Mêm final dentro de la palabra. Se interrumpe una waw o se hacen más grandes las letras, mientras que otras se sitúan más arriba---las llamadas letras suspendidas. No pocas de estas rarezas están ya registradas en el Talmud, y por lo tanto deben ser más antiguas. En el “Mishna” se mencionan incluso letras con puntos. El conteo de las letras pertenece probablemente a un período anterior. Existen registros para la crítica textual de ese mismo tiempo. En lo esencial la obra se complete con el tratado post-talmúdico “Sopher m”. Este tratado, el cual da una cuidadosa introducción al Texto Sagrado escrito, es una de las pruebas más concluyentes de la escrupulosidad con que generalmente se trataba el texto en el tiempo de su origen (no antes del siglo VII).

Primeros Testigos

La condición del texto previo a la época de los masoretas es garantizada por el “Talmud”, con sus notas sobre crítica textual y sus innumerables citas, que sin embargo, eran sacadas frecuentemente sólo de la memoria. Otra ayuda eran los Tárgums o versiones arameas libres de los Libros Sagrados, compuestas desde los últimos siglos a.C. hasta el siglo V d.C. Pero el estado del texto se evidencia principalmente por la versión de la Vulgata hecha por San Jerónimo a finales del siglo IV y comienzo del V. Él siguió el hebreo original, y sus notas ocasionales sobre cómo se deletreaba o leía una palabra nos permite llegar a un juicio seguro sobre el texto en el siglo IV. Como debía esperarse de las declaraciones del Talmud, el texto consonántico de los manuscritos concuerda casi en todos los aspectos con el original de San Jerónimo. Aparecen mayores discrepancias en la vocalización, lo cual no debe sorprender, pues en esa época no se conocía el marcado de las vocales. Así la interpretación es necesariamente a menudo ambigua, como expresamente declara el santo. Su comentario sobre Isaías 38,11 muestra que esta declaración no sólo debe ser tomada como una nota sabia, sino que de ese modo la interpretación debe a menudo ser influenciada prácticamente. Cuando San Jerónimo habla ocasionalmente de vocales, él quiere decir letras vocales o mudas. Sin embargo, puede ser errónea la opinión de que en el siglo IV la pronunciación era todavía fluctuante. Pues el santo conocía cómo, en un caso definido, se debía vocalizar la palabra ambigua; él apeló a la costumbre de los judíos oponiéndose a la interpretación de los Setenta. Una pronunciación fija había resultado ya de la práctica, en boga por siglos, de leer la Sagrada Escritura públicamente en la sinagoga. Puede haber duda en casos particulares, pero en la totalidad, incluso el texto vocálico era seguro.

Los manuscritos de ese tiempo se escribían en letras de “caracteres cuadrados”, como se puede ver en las notas de San Jerónimo. Esta escritura distinguía la forma final de las muy conocidas cinco letras (Prologus galeatus), y probablemente suponía la separación de las palabras que, excepto en unos pocos lugares, es la misma que en la Masora. Algunas veces la Vulgata sola parece haber conservado la separación correcta en oposición a los masoretas y la versión griega.

Es muy lamentable la desaparición de la Hexapla de Orígenes. Esta obra en sus dos primeras columnas nos habría transmitido tanto el texto consonántico como la vocalización, pero de esta última sólo quedan unos cuantos remanentes dispersos. Ellos muestran que la pronunciación, especialmente de los nombres propios, en el siglo III muchas veces no concuerda con la usada posteriormente. El alfabeto en tiempos de Orígenes era el mismo que el de un siglo y medio después. En cuanto a las consonantes, hubo poco cambio y el texto no muestra una transformación esencial.

Las versiones griegas que se originaron en el siglo II nos remontan aún más atrás. La más valiosa es la de Aquila, pues está basada en el texto hebreo, y lo interpretó a la letra con la mayor fidelidad, permitiéndonos así llegar a conclusiones confiables sobre la condición del original. La obra es muy valiosa porque Aquila no se ocupa de la posición griega de las palabras y del idioma peculiar griego. Además, él difiere conscientemente de la Versión de los Setenta, tomando el entonces texto oficial como su norma. Había sido un discípulo del Rabí Aqiba, presumiblemente él mantuvo las opiniones y principios de los escribas judíos a principios del siglo II. Las otras dos versiones del mismo período son de menor importancia para la crítica. Teodoción dependió de Los Setenta, y Símaco se permitió mayor libertad en el tratamiento del texto. Sólo nos han llegado muy pocos fragmentos de las tres versiones. La forma del texto que se ha podido reunir de ellos es casi la trasmitida por los masoretas; las diferencias naturalmente se volvieron más numerosas, pero permanece como la única recensión conocida de los manuscritos. Sin embargo, debe ser adscrita por lo menos a principios del siglo II, e investigaciones recientes de hecho la asignan a ese período.

Pero eso no es todo. La perfecta concordancia de los manuscritos, incluso en sus notas críticas y aparentemente irrelevantes y casuales peculiaridades, ha llevado a la suposición de que el texto presente no sólo representa una sola recensión, sino que esta recensión está construida a partir de un arquetipo que contiene las mismas peculiaridades que nos sorprenden en los manuscritos. Se ha presentado evidencia que parece abrumadora a favor de esta hipótesis, la cual, desde tiempos de Olshausen, ha sido defendida y basada sobre un argumento más profundo, especialmente por De Lagarde. Por lo tanto no es sorprendente la afirmación de que esta opinion había sido desde hacía tiempo un hecho admitido en la crítica textual del Antiguo Testamento. Aun así, a pesar de lo persuasivo que el argumento parezca a simple vista, su validez ha sido impugnada constantemente por autoridades tales como Kuenen, Strack, Buhl, König y otros distinguidos por su conocimiento sobre el asunto. La condición presente del texto hebreo es sin duda el producto de una labor sistemática durante el curso de varios siglos, pero la pregunta es si el supuesto arquetipo existió alguna vez.

Desde el principio es tan improbable la presunción de que cerca de 150 d.C. sólo había disponible una copia para la preparación del texto bíblico, que apenas merece consideración. Pues incluso si durante la insurrección de Bar-Cocheba un gran número de rollos bíblicos perecieron, sin embargo nunca existieron suficientes de ellos en Egipto y Persia, de modo que no hubo necesidad de basarse en una copia defectuosa. ¿Y cómo pudo esta copia, cuyos defectos peculiares no pudieron ser pasados por alto, lograr tan indiscutible autoridad? Esto pudo haber pasado sólo si tenía mucho más peso que las otras, por ejemplo, porque fuera un rollo del Templo; esto pudo haber implicado que había textos y copias oficiales, y así la uniformidad se remonta más atrás. Suponiendo que fuese sólo un rollo privado, preservado meramente por azar, sería imposible explicar cómo retuvo los errores obvios. Por ejemplo, ¿por que tendrían todas las copias una Qoph cerrada, o una letra casualmente más grande, o una Mem final dentro de una palabra? Tales improbabilidades surgen necesariamente de la hipótesis de un solo arquetipo. ¿No es mucho más probable que los supuestos errores no fueran realmente errores, sino que tuviesen algún significado crítico? Para muchos de ellos ya se ha dado una explicación satisfactoria. Así la Nun invertida señala a la incertidumbre de los pasajes respectivos: en Proverbios 16,28, por ejemplo, la Nun pequeña, como Blau conjetura correctamente, puede deber su origen a la enmienda textual sugerida por el sentimiento prevaleciente luego. Las letras grandes servían quizás para marcar la mitad del libro. Posiblemente algo similar debe haber dado inicio a las otras peculiaridades que no podemos explicar hoy día. En tanto exista la posibilidad de una explicación probable, no podemos hacer al azar responsable por la condición del texto, aunque no negamos que aquí y allá la casualidad ha estado en juego. Pero la concordancia completa fue surgiendo gradualmente. Mientras más antiguos los testigos, más difieren, aunque la recensión se quede igual. Y aun así, se podría haber esperado que mientras más antiguos fuesen se volviesen más uniformes.

Además, si un códice fue la fuente de todos los demás, no se puede explicar por qué rarezas simples se tomaron fielmente por doquier, mientras que el texto consonántico se cuidó menos. Si, además, en tiempos posteriores las escuelas orientales y occidentales mantuvieron las diferencias, es claro que el supuesto códice no poseía necesariamente la autoridad decisiva.

El presente texto, por el contrario, parece haber resultado de la labor crítica de los escribas desde el siglo I a.C hasta el siglo II d.C. Considerando la interpretación de la Biblia en la sinagoga y las declaraciones de Flavio Josefo (Contra Apionem, I, VIII) y de Platón (Eusebio, "Præp. Evang.", VIII, VI) sobre el tratamiento de las Escrituras, podemos suponer correctamente que los cambios mayores del texto no ocurrieron en esa época. Incluso la palabra de Jesús en Mt. 5,18 sobre la i o la tilde que no pasarán, parece apuntar a un cuidado escrupuloso en la preservación de la misma letra; y la autoridad incondicional de la Escritura presupone una alta opinión de la letra de la Sagrada Escritura.

No podemos asegurar cómo se llevó a cabo en detalle el trabajo de los escribas. Algunas declaraciones de la tradición judía sugieren que estuvieron satisfechos con investigación y criticismo superficial, el cual sin embargo, es todo lo que se podía esperar en un tiempo cuando la crítica textual seria no estaba ni siquiera pensada. Cuando surgían dificultades, se dice que se contaban los testigos y la cuestión se decidía según la mayoría numérica. Sin embargo, simple e imperfecto como era este método, bajo las circunstancias de una explicación objetiva del estado actual del asunto, era mucho más valioso que una serie de hipótesis, cuyos reclamos no podemos ahora examinar. Ni hay ninguna razón para suponer, con algunos escritores cristianosjudíos y los cristianos sobre el texto de la Escritura fueron una de las razones por la cual los primeros apresuraron el trabajo de unificar y establecer el texto. antiguos, cambios conscientes o falsificaciones del texto. Pero estamos justificados, quizás, al afirmar que las disputas entre los

Los manuscritos de esa época probablemente mostraron poca diferencia de aquellos de la época subsiguiente. El texto consonántico estaba escrito en la forma más antigua de los caracteres cuadrados; las llamadas letras finales presumiblemente comenzaron a usarse entonces. El Papiro Nash (los Diez Mandamientos) podría dar alguna información si sólo fuera cierto que realmente pertenece al siglo I. La cuestión no puede ser decidida, pues nuestro conocimiento de la escritura hebrea de los siglos I al III es bastante imperfecta. El papiro está escrito en caracteres cuadrados bien desarrollados, exhibe división cuidadosa de las palabras y siempre usa las “letras finales”. Como en el Talmud, todavía está viva la memoria de la relativamente tardía distinción de las formas dobles de las cinco letras, su aplicación a la Sagrada Escritura no se puede remontar mucho tiempo atrás. Incluso la Masora contiene un número de frases que tienen letras finales divididas en forma diferente en el texto y en el margen, y por lo tanto, deben pertenecer a un período cuando todavía no se usaba la distinción. Por el Nabat n e inscripciones palmirianas sabemos que en tiempos de Cristo ya existía la distinción, pero no se deduce que el mismo uso prevaleciera en la tierra al oriente del Jordán, y en particular en los Libros Sagrados. Las inscripciones palmirianas de los siglos I al III aplican la forma final de sólo una letra, a saber, Nun, mientras que el Nabat puede ir más lejos que el hebreo y usar, aunque no consistentemente, formas dobles también para Aleph y Hê. Todavía permanece una pregunta incontestada el tiempo cuando los copistas judíos comenzaron a distinguir las formas dobles. Además, el término “letras finales” no parece muy apropiado, considerando el desarrollo histórico. No son las formas finales inventadas entonces, sino más bien las otras, las que parecen ser producto de una nueva escritura. Pues, con la sola excepción de Mêm, las llamadas formas finales son la de los antiguos caracteres según exhibidas parcialmente, por lo menos en las inscripciones más antiguas, o de cualquier modo en uso en el papiro arameo del siglo V a.C.

El Texto de la Biblia antes de Cristo

En cuanto a los siglos precedentes, estamos relativamente bien informados. En lugar de los faltantes manuscritos, tenemos la antigua versión griega del Antiguo Testamento, la llamada Versión de los Setenta o Versión Alejandrina. El Pentateuco fue traducido en la primera mitad del siglo III, pero no se puede determinar en qué orden y a qué intervalos siguieron los demás libros. Aun así, en el caso de la mayoría de los libros el trabajo fue completado probablemente cerca de mediados del siglo II a.C. Es de vital importancia la cuestión del estado del texto al momento de la traducción. Como la versión no es obra de un solo hombre---ni siquiera el Pentateuco tuvo un solo traductor---ni el trabajo se realizó en una sola época, sino que se extendió por más de cien años, no puede ser juzgado por el mismo criterio; lo mismo es cierto de su original griego. Al momento de la traducción, algunas de las Escrituras del Antiguo Testamento ya existían desde hacía miles de años, mientras que otras habían sido recién compuestas. Considerando este desarrollo histórico, al juzgar los textos, no debemos simplemente oponer toda la Masora por un lado y Los Setenta en el otro; sólo se pueden obtener resultados de algún valor práctico por un estudio separado de los diferentes libros de la Sagrada Escritura.

El más antiguo, el Pentateuco, presenta considerables diferencias con la Masora sólo en Éxodo 36 - 40, y en Números. Aparecen mayores divergencias en Samuel, Jeremías, Job, Proverbios y Daniel; el texto masorético de los Libros de Samuel ha sufrido en muchos pasajes. La versión griega a menudo sirve para corregirlo, aunque no siempre. En Jeremías la tradición del texto no está establecida. En la versión griega faltan no menos de 2,700 palabras en el texto masorético, alrededor de un octavo del total. Las adiciones a la Masora son insignificantes. Algunas de las partes faltantes en Los Setenta pueden ser adiciones posteriores, mientras que otras pertenecen al texto original. Las transposiciones en el texto griego parecen ser secundarias. No obstante, el orden de la Masora es objetable, y algunas veces Los Setenta está correcto en oposición a él. En JobEclesiástico griego, una traducción que se debe considerar hecha por el nieto del autor, es diferente por completo a la recensión hebrea recién descubierta. Estos hechos pruebas que durante el siglo III a.C. circulaban textos que manifestaban rastros de tratamiento descuidado. Pero se debe recordar que algunas veces los traductores pueden haber tratado el texto más libremente y que incluso nuestra versión griega no nos ha llegado en su forma original. Es difícil determinar cuán lejos podemos reconocer el texto oficial del período en la forma presente del texto griego. La leyenda de la misión solemne a Jerusalén y la delegación de los traductores a Egipto no pueden ser tratadas como históricas. Por otro lado, es arbitrario asumir que el original de la versión griega representa un texto corrupto todo el tiempo si difiere de la Masora. Tenemos que distinguir varias formas del texto, si las llamamos recensiones o no. el problema textual es bastante similar. El texto griego es considerablemente más corto que en la Masora. La interpretación griega de los Proverbios]] difiere aún más del texto hebreo. Por último, el

Para un juicio sobre Los Setenta y su original es indispensable el conocimiento de la escritura hebrea común en ese entonces. En el caso de los Profetas Menores, Vollers ha hecho intentos por descubrir los caracteres empleados. Wellhausen y Driver han investigado los libros de Samuel; Köhler, a Jeremías; Cornill, a Ezequiel; Beer, a Job; Peters, al Eclesiástico. Todavía no se ha obtenido certeza completa sobre los caracteres de los rollos hebreos del siglo III a.C. Según una tradición judía, cuando Esdras regresó del Exilio trajo consigo la nueva escritura (asiria), en la cual se transcribieron los Libros Sagrados luego. Es poco probable un cambio súbito. No es posible que la escritura del siglo IV fuera bastante similar a la del Papiro Nash o a la de las inscripciones del siglo I. La escritura aramea del siglo V muestra una tendencia indiscutible hacia las formas posteriores, no obstante muchas letras están todavía cercanamente relacionadas al antiguo alfabeto: como Bêth, Caph, Mêm, Samech, Ayin, Tasade. ¿Cómo se realizó este cambio? ¿Acaso pasó por el alfabeto samaritano, que claramente muestra su conexión con el fenicio? Conocemos las letras samaritanas sólo después de la época de Cristo. Las inscripciones más antiguas pertenecen, quizás, al siglo IV d.C.; otro, el de Nablo, al VI. Pero esta escritura es indudablemente decorativa, despliega cuidado y arte, y no ofrece, por lo tanto, una base segura para una decisión. Sin embargo, presumiblemente hubo un tiempo en que las Sagradas Escrituras fueron escritas en una forma antigua de caracteres samaritanos que estaban estrechamente relacionados con los de la inscripción en la moneda hasmonea.

Otros sugieren el alfabeto palmiriano. Ciertamente algunas letras concuerdan con los caracteres cuadrados; pero Ghimel, Hê, Pê, Tsade, y Qôph difieren tanto que es inadmisible una relación directa. En resumen, considerando la naturaleza local de esta escritura artificial, es apenas creíble que ejerciera una vasta influencia hacia occidente. Los caracteres cuadrados hebreos se acercan más al nabateano, cuya esfera se extendió más y estaba inmediatamente adyacente a Palestina.

Como el cambio de alfabeto probablemente se realizó paso a paso, debemos contar con los escritos de transición, cuya forma y relación puede quizás ser determinada aproximadamente por comparación. La versión griega ofrece un material excelente; hasta sus errores son una inestimable ayuda; pues los errores en interpretación o escritura ocasionados, o ya supuestos, por el original, a menudo encontrarán su razón y explicación en la forma de los caracteres. Un grupo de letras que aparezcan erróneas repetidamente dan una pista en cuanto a la forma del alfabeto original. Pues las bien conocidas posibilidades en la escritura cuadrada de las confusas Daleth con Rêsh, Yôdh con Waw, Bêth con Caph no existen del mismo modo en los escritos de transición. El intercambio de Hê y Hêth, de Yôdh y Waw, tan fácil con los nuevos caracteres, es apenas concebible con los viejos; y se excluye completamente la confusión de Bêth por Caph. Por otro lado, Aleph y Tau pueden ser confundidas fácilmente. Ahora bien, en Crónicas reciente en sí mismo y traducido del griego mucho después del Pentateuco, Waw y Tau, Yôdh y Hê, Caph y Rêsh han sido confundidas una con otra. Esto se puede explicar sólo si se usó una forma de escritura más antigua. Por tanto estamos obligados a suponer que el alfabeto antiguo, o una forma de transición como él, estuvo en uso hasta el siglo II ó I a.C. Por las palabras de Cristo sobre la tilde (Mt. 5,18) se ha concluido que Yôdh debe haber sido considerada como la más pequeña de las letras; esto cuadra bien con los caracteres cuadrados. Sabemos otramente que en tiempos de Cristo la nueva escritura estaba casi desarrollada; por lo menos lo atestiguan suficientemente las inscripciones del Benê Chezîr y de muchos osarios. Pero en estas inscripciones Zayin y Waw son tan pequeñas o incluso menores que la Yôdh.

En adición a la forma de los caracteres, la ortografía es de mucha importancia. El texto consonántico no puntuado puede volverse esencialmente más claro al escribir “plene”, es decir, al usar las llamadas letras mudas (matres lectionis). Este método fue usado a menudo en el original de la Versión de los Setenta. En el texto de los profetas menores Aleph parece no haber sido escrita como una vocal; así sucedió que los traductores y la Masora difieren, según supongan a Aleph o no. Si se hubiese escrito la vocal, sólo hubiese sido posible una interpretación. Lo mismo se aplica al uso de Waw y Yôdh: su omisión ocasiona errores de uno y otro lado. La libertad prevaleciente a este respecto es expresamente testificada incluso para un período más tardío, pero es ir demasiado lejos el considerar la omisión de las vocales como una regla comúnmente observada. Las inscripciones más antiguas (Mesa, Siloé) y la historia completa de la escritura semítica prueban que este artificio ya se conocía.

En casos particulares la posibilidad de conectar o separar las letras de forma diferente puede ser considerada como otra fuente de interpretaciones diversas. No se puede demostrar por testimonios directos si los manuscritos antiguos expresaban o no la división de las palabras. Las inscripciones Mesa y Siloé, y algunas de las más antiguas arameas y fenicias, dividen las palabras con un punto. Los monumentos posteriores no se atienen a este uso, sino que marcan la división aquí y allá con un pequeño intervalo. Esta costumbre es universal en el papiro arameo desde el siglo V en adelante. Los fragmentos hebreos no son la excepción, y la escritura siríaca le aplica a los escritos la división de palabras en los manuscritos más tempranos. Por lo tanto, la conjetura que la división de palabras se usaba en los rollos antiguos no se debe rechazar desde el principio. No obstante, los intervalos deben haber sido tan pequeños que se producían fácilmente conexiones falsas. No faltan ejemplos, y tanto la Masora como la versión griega testifican esto. Así Génesis 49,19-20 está correctamente dividido en el griego y en la Vulgata, mientras que la Masora erróneamente lleva el Mêm, que pertenece al final del versículo 19, a la siguiente palabra “Asher”. El pasaje, además, es poético y una nueva estrofa comienza con el verso 20. De aquí que en el arquetipo de nuestro texto masorético no se aplicó la escritura en verso, conocida quizás en un período anterior y usado en los manuscritos más recientes

Los errores debidos al intercambio de letras, a la incorrecta vocalización o conexión, muestran cómo se originó la corrupción del texto, y así sugiere modos de reparar los pasajes afectados. Otras faltas que siempre ocurren al transmitir los manuscritos, tales como la haplografía, ditografía, inserción de glosas, transposición, incluso de columnas completas, también se deben tomar en consideración al estimar el texto de los Libros Sagrados. En libros o pasajes de naturaleza poética, el metro, el orden alfabético de los versos y estrofas y su estructura proveen los medios para la enmienda textual, la cual sin embargo se debe seguir con gran prudencia, especialmente donde los manuscritos parecen desorganizados.

Sin embargo, debemos tener cuidado de comparar Los Setenta como unidad con la Masora. En la crítica textual debemos distinguir entre las preguntas: ¿Cuál es la relación de la versión griega de las Escrituras en general con el hebreo? Y, ¿cuán lejos en un caso particular se debe corregir un texto con el otro? Los Setenta puede diferir en el todo considerablemente del texto masorético, y aun así a menudo aclarar un pasaje oscuro en el hebreo, mientras que lo contrario sucede con igual frecuencia. Aparte de Los Setenta hay muy poco que nos pueda ayudar. El texto samaritano arroja luz sobre el Pentateuco, por lo menos hasta el siglo IV, quizás hasta el tiempo de Esdras. Aun así hasta que aparezca la edición crítica permanecerá una interrogante abierta si el texto samaritano no fue influenciado por los Setenta en un período posterior. Respecto a pasajes más cortos, los textos paralelos permiten comparación. Las desviaciones observadas en ellos muestran que se han realizado cambios, que demuestran descuido o variaciones accidentales o intencionales. La tradición judía narra que Esdras realizó una restauración de las Sagradas Escrituras. Subyacente a esta narrativa puede haber una recolección de eventos históricos que probaron ser desastrosos tanto para la vida política y religiosa de Israel como para sus Libros Sagrados. Las consecuencias no se muestran tanto como en los libros de Samuel y Jeremías, por ejemplo, pero son tales que se necesita la aplicación de medios críticos para llegar a un texto legible. A veces a pesar de todo no se puede hacer nada y el pasaje está irremediablemente desfigurado. Será imposible hacer que el texto masorético concuerde completamente con los Setenta hasta que no seamos favorecidos con algún descubrimiento inesperado. Sin embargo, todas estas discrepancias no alteras los Textos Sagrados a tal grado que se afecte el contenido religioso del Antiguo Testamento.



parte 1

Tomado de http://www.apologetica.org



En este artículo:

El canon del Antiguo Testamento entre los judíos:

1. Libros protocanónicos

2. ¿Fue Esdras el autor del canon judío?

3. Los libros deuterocanónico

El canon del Antiguo Testamento entre los cristianos:

1. Cristo y los apóstoles

2. La Iglesia primitiva

3. Período de dudas acerca de los deuterocanónicos (s. III-V)

4. Retorno a la unanimidad (s. VI y posteriores)

5. Decisiones de la Iglesia respecto al canon bíblico

6. El canon del Antiguo Testamento en las otras Iglesias cristianas.

Nota de la versión digital: hemos simplificado grandemente las abundantes notas del libro. Para una referencia precisa y una bibliografía exuberante, ver la versión original (también puede pedir la referencia que necesita a nuestro sitio)

No sabemos con certeza cuándo comenzaron los judíos a reunir los Libros Sagrados en colecciones. Pero sí sabemos con plena seguridad que los judíos poseían libros que consideraban como sagrados y los rodeaban de gran veneración. El canon judío de los Libros Sagrados ignoramos cuándo fue definitivamente cerrado. Para unos sería en tiempo de Esdras y Nehemías (s. V a.C.); para otros, en la época de los Macabeos (s. II a.C.). Lo cierto es que los judíos tenían en el siglo I de nuestra era una colección de libros Sagrados, que consideraban como inspirados por Dios, y contenían la revelación de la voluntad divina hecha a los hombre. En este sentido tenemos testimonios clarísimos de Josefo Flavio, del cuarto libro de Edras y del Talmud.

Jesucristo, los apóstoles y la Iglesia primitiva recibieron de los judíos el canon del Antiguo Testamento. Por consiguiente, parece conveniente estudiar los testimonios históricos que han llegado hasta nosotros acerca dela formación del canon del Antiguo Testamento.

I. El canon del Antiguo Testamento entre los judíos.

1. Los libros protocanónicos.- Primeramente hablaremos de la formación del canon de los libros protocanónicos del Antiguo Testamento, que eran aceptados por todos los judíos. Ateniéndonos a los testimonios bíblicos, parece que la formación del canon tuvo la siguiente evolución.

Antes del destierro existen muchos lugares en la Sagrada Escritura que demuestran que los hebreos tuvieron especial cuidado en conservar ciertos libros escritos por Moisés, Josué, Samuel y otros grandes hombres del pueblo israelítico. En diversas ocasiones Dios manda a Moisés que ponga por escrito las leyes, tanto civiles como cultuales (cf. Ex 17,14; 34,27; Núm 33,2; Deut 31,9-14). También escribió el libro de la alianza (Ex 24,4; Deut 27,8; cf. Ex 20,22-23,19). La Ley mosaica, dada por el gran legislador al pueblo elegido, fue posteriormente aumentada con n8evas leyes y adaptada a las necesidades del os tiempos. Esta Ley, designada por los hebreos con el nombre de “Torah”, gozó siempre de gran autoridad entre ellos. Josué, el sucesor de Moisés, añadió nuevas leyes y ordenaciones, “escribiéndolas en el libro de la Ley de Dios” (Jos 24,25). Samuel, profeta, “escribió el derecho real en un libro, que depositó ante Yahvé” (1 Sam 10,25). Ezequías, rey, mandó coleccionar las sentencias de Salomón (Prov 25,1).

Pero es sobre todo en la época de Josías, rey (640-608 a.C.), cuando se comienza a hacer recurso a la autoridad de un texto escrito, cuyo carácter de código sagrado parece que había sido reconocido oficialmente. Antes del reinado de Josías no consta que la Ley mosaica haya gozado de una autoridad “canónica” universalmente reconocida. Según el testimonio de la Sagrada Escritura, antes de la reforma de Josías existían muchas prácticas de culto que no eran conformes con las prescripciones del Levítico (cf. 2 Re 23,4-15). Sin embargo, después que el sumo sacerdote Helcías encontró en el templo de Yahvé “el libro de la Ley” (cf. 2 Re 22-23; 2 Crón 34,35), las cosas cambiaron radicalmente. No se sabe si el libro encontrado ha de ser identificado con el Pentateuco entero, o más bien con sólo el Deuteronomio. Pero el hecho es que, a partir de este momento, “el libro de la Ley” fue considerado como algo muy sagrado y como la colección de las leyes dadas por Dios a Israel. En los libros de los Reyes encontramos ya las primeras citas explícitas de “la Ley de Moisés” (cf. 1 Re 2,3 = Deut 29,8; 2 Re 14,6 = Deut 24,26).

Los profetas Isaías (Is 30,8; 34,16) y Jeremías (Jer 36, 2-4.27-32) escribieron sus profecías. Y la obra del profeta Jeremías está inspirada indudablemente en el espíritu de la reforma de Josías. Este mismo profeta tiene citaciones de profetas anteriores (Jer 26,18s; 49,14-16 = Miq 3,12; Abd 1.4), lo cual parece indicar que ya existían colecciones de profecías.

Después del destierro tenemos testimonios escriturísticos importantes, de los cuales podemos deducir que casi todos los libros protocanónicos estaban ya reunidos en colecciones y eran considerados como canónicos. Los textos bíblicos de esta época nos dan a conocer tres clases de Libros Sagrados: la Ley (Torah), los Profetas (Nebi’im) y los Escritos o Hagiógrafa (Ketubim).

El primer testimonio en este sentido es el del libro de Nehemías (c. 8-9). En él se narra que Esdras, sacerdote y escriba, leyó y explicó la Ley de Moisés delante del pueblo (444 a.C.). Y, después de escuchar su lectura, el pueblo prometió con juramento observarla, lo cual parece indicar que reconocían autoridad canónica al Pentateuco.

El profeta Daniel afirma que “estaba estudiando en los libros el número de los setenta años... que dijo Yahvé a Jeremías profeta” (Dan 9,2; cf. Jer 25,11; 29,10). Esto demuestra con bastante claridad que en aquel tiempo ya existía una colección de Libros Sagrados.

El libro del Eclesiástico, escrito en hebreo en Palestina hacia el año 180 a.C. por Jesús, hijo de Sirac, y traducido al griego por su nieto hacia el año 130 a.C., contiene un prólogo añadido por el traductor que es de la máxima importancia para la historia del canon. En él el nieto de Jesús ben Sirac habla de su abuelo, el cual “se dio mucho a la lección de la Ley, de los Profetas y de los otros libros patrios” (Eclo prólogo; el traductor emplea por tres veces la misma expresión en el prólogo). De aquí podemos deducir que la Biblia ya estaba dividida por aquel entonces en tres grupos. Dos de los cuales, la Ley y los Profetas, es muy posible que ya estuvieran definitivamente completos y cerrados. El tercero, en cambio, designado con un término indefinido, los otros libros, parece como insinuar que aún estaba en etapa de formación y que todavía no había alcanzado la meta final. Además, Jesús ben Sirac, en el himno de alabanza a los padres (Eclo c. 44-49), sigue ordinariamente el orden de los escritos bíblicos, probando de esta manera que conocía todos los libros que los hebreos colocaban bajo el título de profetas anteriores y posteriores. Por otra parte, de las citas que tiene de otros libros del Antiguo Testamento se puede concluir que conocía casi todos los libros del canon hebreo. De los únicos que parece no hacer referencia alguna son el Cantar de los Cantares, Daniel, Ester, Tobías, Baruc, Sabiduría.

En el libro segundo de los Macabeos, escrito en griego hacia el año 120 a.C., se encuentra una carta de los judíos de Jerusalén, escrita poco después del 164 a.C., dirigida a Aristóbulo y a los judíos de Egipto (cf. 2 Mac 1,10-2,19). En ella se habla de un ejemplar de la Ley, que el profeta Jeremías habría entregado a los deportados (2 Mac 2,1). También se hace referencia a los escritos sagrados que Nehemías había reunido en su biblioteca, y a los que Judas Macabeo –siguiendo su ejemplo- había juntado, después de haber sido desperdigados por la guerra (2 Mac 2,13-15). Los libros que reunieron tanto Nehemías como Judas Macabeo se designan bajo los títulos generales de “libros de los reyes”, “libros de los profetas”, “libros de David” y “las cartas de los reyes sobre las ofrendas” (2 Mac 2,13).

El libro primero de los Macabeos habla de Daniel y de sus tres amigos: Ananás, Azarías y Misael, que por su inocencia y su gran fe fueron librados de la boca de los leones y del horno de fuego (1 Mac 2,59s). Esto nos demuestra que el libro de Daniel ya formaba parte del canon de las Sagradas Escrituras hacia el fin del siglo II (cf. 1 Mac 12,9).

Siglo I de nuestra era.- En este tiempo se nos da ya claramente el número de los Libros sagrados y su triple división: Ley, Profetas y Hagiógrafos. Sin embargo, en algunos ambientes judíos existían ciertas dudas sobre la canonicidad del Cant, Eclo, Prov, Ez y Est. Para unos debían ser excluidos de la colección de los Libros Sagrados y de la lección pública de la sinagoga; para otros tenían la misma autoridad que los demás Libros Santos. Esto supone que ya por aquel entonces habían sido recibidos en la canon del Antiguo Testamento.

Filón (+38 d.C.), el filósofo judío alejandrino, no trata ex professo del canon del Antiguo Testamento, pero cita el Pentateuco –al que atribuye mayor grado de inspiración-, Jos, Jue, Re, Is, Jer, los Profetas Menores, Salmos, Prov, Job, Esd.

El Nuevo Testamento contiene innumerables citas del Antiguo Testamento, aunque no nombra explícitamente los libros. Parece que no se alude a los libros de Rut, Esd-Neh, Est, Ecl, Cant, Abd, Nah y a los deuterocanónicos del Antiguo Testamento. Pero es indudable que los autores del Nuevo Testamento admitían y usaban los libros canónicos recibidos por los judíos.

Josefo Flavio (a. 38-100 d.C.), en su libro Contra Apión (1,7-8), compuesto hacia el año 97-98 d.C., escribe que los judíos no tenían millares de libros en desacuerdo y contradicción entre sí, como sucedía entre los griegos, sino sólo veintidós, que eran justamente considerados como divinos y contenían la historia del pasado. Los 22 libros los distribuye de la siguiente manera: cinco de Moisés, trece de los profetas y otros cuatro libros que contenían himnos de alabanza a Dios y preceptos de vida para los hombres. Este texto de Josefo Flavio es de gran importancia, aunque no nos dé los nombre de los libros.

El cuarto libro de Esdras, escrito hacia el final del siglo I d.C., afirma que el número de los libros sagrados es de veinticuatro. El autor de este libro de Esdras nos da una descripción de tipo legendario sobre la manera como Edras, escriba y sacerdote, logró rehacer los libros sagrados destruidos por Nabucodonosor. Movido por el espíritu profético, estuvo dictando a cuatro escribas, durante carente días consecutivos, noventa y cuatro libros. De éstos, veinticuatro debían ser leídos por los dignos y los indignos, y los otros setenta había que entregarlos a los hombres instruidos (4 Esd 14,44s). El número de veinticuatro libros corrobora evidentemente la cifra de 22 libros que nos da Josefo Flavio, y que se consigue juntando Rut con Jueces y las Lamentaciones con Jeremías. En consecuencia, la pequeña diferencia de veinticuatro y de veintidós es sólo aparente y depende del cálculo que se siga.

Siglo II después de Cristo.- El Talmud babilónico nos da finalmente el canon completo del Antiguo Testamento. Enumera 24 libros según el orden y da los nombres de los autores. El número coincide, pues, con el que nos da el 4 Esd y Josefo Flavio. Lo cual nos indica que en aquel tiempo ya se encontraba cerrado el canon de los judíos. Este hecho parece que tuvo lugar, según la tradición rabínica, en el sínodo de Yamnia (hacia el año 100 d.C.). Después de la destrucción de Jerusalén, los judíos doctos se consagraron con gran ahínco a conservar lo que aún subsistía del pasado, en modo especial las Sagradas Escrituras. A partir del sínodo de Yamnia, que fijó definitivamente el canon ya admitido desde hacía dos siglos, la gran preocupación de los rabinos fue la conservación del texto sagrado. Los trabajos de los Masoretas no perseguían más que este fin.

El testimonio del Talmud babilónico está contenido en una Baraita del ensayo titulado Baba Bathra (la “última puerta”). El texto es posterior al siglo II d.C., pero recoge una tradición de época bastante anterior. Dice así: “Nuestros doctores nos transmitieron la enseñanza siguiente: El orden de los Profetas es éste: Jos, Jue, Sam, Re, Jer, Ez, Is y los Doce (Profetas Menores)... El orden de los hagiógrafos es el que sigue: Rut, Sal, Job, Prov, Ecl, Cant, Lam, Dan, Est, Esd y Crón. ¿Y quién fue el que los escribió? Moisés escribió su libro y la sección de Balaam y Job. Josué escribió su libro y los ocho últimos versículos de la Ley. Samuel escribió su libro, el de los Jueces y Rut. David escribió su libro por medio de los diez ancianos: Adán, Melquisedec, Abrahán, Moisés, Hemán, Jedutun, Asaf y los tres hijos de Coré. Jeremías escribió su libro, el libro de los Reyes y las Lamentaciones. Ezequías y sus asociados escribieron los libros de Isaías, Proverbios, Cantar de los Cantares y Eclesiastés. Los miembros de la Gran Sinagoga escribieron Ezequiel, los Doce (Profetas Menores), Daniel y Ester. Esdras escribió su libro y las genealogías de las Crónicas hasta su época, y Nehemías las completó”.

En este catálogo no se dice nada de los siete libros deuterocanónicos: Tobías, Judit, Baruc, Eclo, 1 y 2 Macabeos y Sabiduría.

De lo dicho podemos concluir que el canon judío fue formado sucesivamente. Que contenía los libros protocanónicos, siguiendo el canon palestinense. Sin embargo, es muy posible que los libros deuterocanónicos no estuvieran absolutamente excluidos del canon judío palestinense, pues, como veremos después, algunos deuterocanónicos eran usados por los judíos de Palestina. El canon, fijado definitivamente en el sínodo de Yamnia, debía de estar ya terminado muy probablemente en el siglo II a.C., como nos lo demuestra la versión del os Setenta, empezada en el siglo III y terminada a fines del siglo II a.C.

2. ¿Fue Esdras el autor del canon judío?.- Son bastantes los autores antiguos que atribuyen el canon de 24 libros del Antiguo Testamento a Esdras. Por eso se le suele llamar canon esdrino. Esta opinión fue de nuevo resucitada en el siglo XVI por el judíos Elías Levita (+1549), el cual afirmó que Esdras había sido ayudado en su labor por los “miembros de la Gran Sinagoga”. A Elías Levita siguieron muchos protestantes y católicos, de tal forma que se convirtió en la opinión común hasta nuestros días. Hoy, sin embargo, ha sido abandonada por todos los autores. Para los protestantes, Esdras habría cerrado de modo definitivo el canon, de tal manera que en lo futuro no se permitió añadir más libros; para los católicos, en cambio, la compilación canónica de Esdras no había sido definitiva. Por eso, los judíos alejandrinos pudieron añadir más tarde los libros deuterocanónicos.

Varios eran los argumentos en que se apoyaba esta opinión. En primer lugar, el celo de Esdras por la Ley. El 2 Mac 2,13 afirma que Nehemías hizo una biblioteca para recoger los Libros Sagrados. Josefo Flavio atribuye la formación del canon al tiempo de Artajerjes I Longímano (a. 465-425 a.C.), es decir, al período en que tuvo lugar la actividad religiosa de Esdras y Nehemías. Y el relato del 4 Esd 14,18-47 demuestra que era creencia común entre los judíos que el canon había sido determinado por Esdras.

Sin embargo, las dificultades que se opone a esta teoría son muy fuertes. Si Esdras fue el que cerró el canon de los libros protocanónicos, no se explicarían las dudas que surgieron más tarde a propósito de ciertos libros protocanónicos. Además, los libros de las Crónicas y de Esdras no fueron escritos hasta el tiempo de los griegos, es decir, bastante después de la muerte de Esdras; y, sin embargo, son enumerados entre los Libros Sagrados del canon esdrino. Por otra parte, ¡cómo nos explicaríamos la introducción posterior de los libros deuterocanónicos en le canon de los judíos alejandrinos? En cuanto a los testimonios de 2 Mac 2,13-14, de Josefo Flavio, del 4 Esdras y del Talmud, tan sólo demuestran que en tiempo de fueron coleccionados los libros protocanónicos y desde entonces se los trató con gran veneración. La afirmación de un grupo de Padres que atribuyen a Esdras la formación del canon del Antiguo Testamento no tiene valor probativo, ya que se apoya en la leyenda del 4 Esd, a la que aluden frecuentemente.

Los judíos palestinenses admitían, en tiempo de Cristo, todos los libros protocanónicos como sagrados. Esto parece estar fuera de toda duda. Existen incluso algunos indicios que parecen indicar que los mismo judíos palestinenses conocían y usaban algunos de los libros deuterocanónicos. En Qumrán se han encontrado algunos fragmentos de tres libros deuterocanónicos: del Eclesiástico (gruta 2), de Tobías (gruta 4) y de Baruc (gruta 7).

Los judíos alejandrino, en cambio, consideraban como canónicos no solamente los libros protocanónicos, sino también los deuterocanónicos, tal como se encontraban en la versión de los Setenta. De aquí ha nacido la división del canon en palestinense y alejandrino, como veremos a continuación.

3. Los libros Deuterocanónicos.- La versión griega de los Setenta, ejecutada en Egipto entre el 300-130 a.C., contenía, además de los libros protocanónicos, recibidos por todos los judíos, otros siete libros llamados deuterocanónicos: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, 1 y 2 Macabeos, Sabiduría y fragmentos de Ester (10,4-16,24) y Daniel (3,24-90; 13; 14).

La Iglesia cristiana, ya desde los tiempos apostólicos, recibió, entre los Libros Sagrados, los deuterocanónicos, sin hacer distinción alguna entre libros protocanónicos y deuterocanónicos. De este modo, el canon de los judíos alejandrino se convirtió en el canon de la Iglesia católica.

Pero podemos preguntarnos, ¿qué autoridad tenían los libros deuterocanónicos entre los judíos palestinenses y helenistas? ¡Eran recibidos también como sagrados por los judíos de Palestina?

Opiniones:

a) Según la sentencia de varios autores, el canon judío habría sido único para todos los judíos. Y sería el canon breve, que no abarcaría los libros deuterocanónicos. Este modo de pensar es muy común entre los protestantes, y también es seguido por algunos católicos. Pero éstos suponen que no es necesario que la Iglesia haya recibido el canon de los judíos. Basta que lo haya recibido de los apóstoles y éstos de Cristo, el cual habría dado instrucciones particulares a sus discípulos respecto de la inspiración de los deuterocanónicos. Propuesta de esta forma la hipótesis, es totalmente ortodoxa; pero no parece apoyarse en los datos históricos, como veremos después.

b) Para otros autores, el canon del Antiguo Testamento habría sido único tanto para los judíos palestinenses como para los alejandrinos. Ente canon único contendría todos los libros protocanónicos y deuterocanónicos. Solamente en tiempo posterior (s. I-II d.C.), los fariseos habrían rechazado los deuterocanónicos por motivos particulares. Los judíos helenistas, por el contrario, los habrían conservado.

c) Una tercera opinión, que nos parece la más probable, sostiene que entre los judíos existió un doble canon. El canon breve de los judíos de Palestina, que no contenía los libros deuterocanónicos, y el canon amplio de los judíos alejandrinos, que comprendía los libros deuterocanónicos.

Esta divergencia entre los judíos palestinenses y alejandrinos se explica fácilmente si tenemos en cuenta el ambiente en que cada grupo vivía. Los judíos alejandrinos tenían un concepto más amplio de la inspiración bíblica que los palestinenses. Estaban convencidos que poseían la sabiduría divina, y ésta, derramándose a través de las edades en las almas santas, puede suscitar dondequiera y cuandoquiera amigos de Dios y profetas. Por otra parte, esta divergencia era provocada en cierto sentido por la gran estima y reverencia que algunos grupos de judíos palestinenses tenían por ciertos libros deuterocanónicos.

Es indudable que la versión griega alejandrina, llamada de los Setenta, contenía los deuterocanónicos. El lugar que ocupan en los Setenta no es al final, como si fueran un apéndice o de un género inferior, sino que están mezclados con los libros protocanónicos. Lo cual parece ser un indicio claro de que se les reconocía la misma autoridad y dignidad y se les atribuía el mismo valor.

Hay, además, testimonios que nos demuestran que la mayor parte de los deuterocanónicos del Antiguo Testamento eran leídos y venerados por los judíos palestinenses y de la diáspora.

El Eclesiástico fue escrito en hebreo y conservado durante mucho tiempo en esta lengua. Es alabado por el Talmud con frecuencia y citado muchas veces por los rabinos hasta el siglo X d.C. En algunos lugares incluso se le cita como escritura canónica. De donde parece deducirse que en la antigüedad el Eclesiástico fue tenido como canónico, al menos por ciertos círculos de judíos.

Tobías y Judit eran muy leídos por los judíos, como se ve por los Midrashim, en donde se les comenta. En tiempo de San Jerónimo, todavía se usaba el texto arameo o el hebreo.

Baruc era leído públicamente por los judíos, aun en el siglo IV, en el día de la Expiación, según el testimonio de las Constitutiones apostolicae. Además, la versión griega de Bar fue hecha por el mismo autor que hizo la de Jer 29-41. En consecuencia, Bar paree que ya estaba unido a Jer cuando hicieron la versión griega de este último.

El 1 de los Macabeos, según el testimonio del Talmud babilónico, era leído entero en la fiesta de las Encenias o de la dedicación del templo (Hanukkah). También es citado por Josefo Flavio, y en tiempo de Orígenes y de San Jerónimo se conservaba aún el texto hebreo del 1 Mac.

El 2 de los Macabeos fue escrito originariamente en lengua griega, por cuyo motivo es menos citado por los escritores judío-palestinenses.

El libro de la Sabiduría, cuya lengua original también fue el griego, es citado varias veces en el Nuevo Testamento, lo cual supone que era conocido de los judíos. San Epifanio nos informa que los judíos de su tiempo (s. IV) disputaban acerca del libro de la Sabiduría. Lo que parece indicar que algunos admitían su canonicidad, como se deduce de las palabras de San Eustacio de Antioquía.

Las partes deuterocanónicas de Ester (10,4-16,24) pertenecen probablemente al texto original. Esto parece confirmado por el hecho de que en los Setenta los fragmentos deuterocanónicos no están formando un apéndice a la parte protocanónica, como en la Vulgata, sino mezclados con ella. Son usados por Josefo Flavio.

Los fragmentos deuterocanónicos de Daniel (3,24-90; 13; 14), escritos en lengua hebrea o aramea, también debieron de formar parte del texto original. Es de suma importancia el que estas partes deuterocanónicas se encuentren en la versión de Teodoción (finales del s. II d.C.), hecha directamente del he reo. San Jerónimo tomó estos fragmentos deuterocanónicos de Daniel de la versión de Teodoción y los incorporó a su versión latina hecha sobre el original hebreo. Es también probable que la historia de Susana se encontrara en la versión de Símaco.

De lo dicho podemos concluir que muchos de los deuterocanónicos del Antiguo Testamento gozaban de gran autoridad entre los judíos palestinenses. Esto no quiere decir, sin embargo, que los considerasen como canónicos. Lo más verosímil parece ser que los libros deuterocanónicos fueron recibidos en el canon de las Sagradas Escrituras por los judíos helenistas, independientemente de los judíos palestinenses. Más tarde la Iglesia, guiada por la autoridad de Jesucristo y de los apóstoles, aprobó este canon y lo hizo suyo, como veremos en su lugar. De este modo, el canon más amplio de los judíos alejandrinos se vino a convertir en patrimonio de la Iglesia de Cristo. La Iglesia en su elección no se dejó guiar por el espíritu particularista de los fariseos, sino por el espíritu universalista de Jesucristo y de los apóstoles.

II. El canon del Antiguo Testamento entre los cristianos.

1. Cristo y los apóstoles.- En tiempo de Cristo, como ya hemos visto, existía ciertamente entre los judíos una colección de Libros Sagrados del Antiguo Testamento, a la que se atribuía la máxima autoridad normativa. Jesucristo y los apóstoles recibieron también esta colección de libros con suma reverencia y la aprobaron, considerándola como sagrada y normativa. Esto se deduce de la manera de proceder de Cristo y de sus discípulos. Con frecuencia recurren al testimonio de las Sagradas Escrituras, considerándolas como palabra de Dios.

La colección de Libros Sagrados aceptada por Cristo contenía sin duda alguna todos los libros protocanónicos admitidos entonces por los judíos. Entre éstos hay que incluir también siete libros protocanónicos (Rut, Esd-Neh, Est, Ecl, Cant, Abd, Nah) que no son citados en ningún lugar del Nuevo Testamento. Cristo y los a apóstoles se conformaron en esto indudablemente a la opinión que era común entonces entre los judíos palestinenses. Y si bien a veces son citados sin ir precedidos de la fórmula introductoria que indicaba el carácter divino del libro, esto no quiere decir que negasen ese carácter divino a los libros así citados.

Por lo que se refiere a los deuterocanónicos, es más difícil determinar si eran admitidos por Cristo y sus discípulos como canónicos. Porque si bien los autores del Nuevo Testamento conocían los libros deuterocanónicos, sin embargo nunca los citan con la fórmula “está escrito”. De aquí que no podamos concluir con absoluta certeza que los escritores neotestamentarios los consideraban como inspirados y canónicos. No obstante, podemos demostrar de un modo indirecto que los apóstoles los consideraban como de origen divino. En efecto, el texto sagrado usado por los apóstoles fue la versión de los Setenta, como se desprende del hecho de que de unas 350 citas del Antiguo Testamento que aparecen en el Nuevo, unas 300 concuerdan con el texto de los Setenta. Esto demuestra que los apóstoles se servían del texto griego de los Setenta como del texto sagrado por excelencia. Lo cual indica que era aprobado por los mismos apóstoles, como afirma San Agustín. Y, por consiguiente, admitían como canónicos e inspirados todos los libros en ella contenidos, incluso los deuterocanónicos, que formaban parte de dicha versión. Como los apóstoles eran los custodios del depósito de la fe, cuya fuente es la Sagrada Escritura, si no hubieran considerado los libros deuterocanónicos como inspirados, tendrían obligación estricta de advertirlo a los fieles. Tanto más cuanto que los deuterocanónicos estaban mezclados con los protocanónicos en la versión de los Setenta. Ahora bien, en ningún documento antiguo encontramos la mínima huella de una tal advertencia. Todo lo contrario, los testimonios antiguos afirman que la Iglesia recibió la colección completa de los libros del Antiguo Testamento de los apóstoles, como vamos a ver en seguida.

No se dan en el Nuevo Testamento citas explícitas de los libros deuterocanónicos. Pero se encuentran frecuentes alusiones que demuestran que los autores neotestamentarios conocían los deuterocanónicos del Antiguo Testamento. Basten los siguientes ejemplos:

Eclo 5,13 - Sant 1,19

Eclo 24,17 (23) - Jn 15, 1

Eclo 24,25 - Mt 11,28s

Eclo 28,2 - Mt 6,14

Eclo 51,1 - Mt 11,25-27

Eclo 51,23s - Mt 11, 28s

2 Mac 6,18-7,42 - Heb 11,35

Sab 2,13.18-20 - Mt 27,43

Sab 3,8 - 1 Cor 6,2

Sab 5,18-21 - Ef 6,13-17

Sab 6,18 - Rom 13,9s

Sab 7,25 - Heb 1,3

Sab 12,12 - Rom 9,20

Sab 13-15 - Rom 1,19-32

Sab 17,1 - Rom 11,33

2. La Iglesia primitiva (S. I-II).- Nadie pone en duda que la Iglesia primitiva haya recibido como libros canónicos e inspirados- siguiendo el ejemplo de Jesucristo y de los apóstoles- todos los protocanónicos del Antiguo Testamento. En cambio, no sucede lo mismo con los libros deuterocanónicos. A propósito de éstos se han dado ciertas discusiones en la edad patrística.

Primeramente hubo un período de unanimidad (s.I-II), durante el cual no aparece ninguna duda acerca de la autoridad y la inspiración de los libros deuterocanónicos. Al menos no ha llegado hasta nosotros ningún rastro de dudas en los escritos de los Padres. Los escritores cristianos antiguos citan los libros proto y deuterocanónicos sin hacer ninguna distinción. Tenemos testimonios muy importantes de los Padres de los siglos I-II. Los Padres apostólicos, aunque no afirman explícitamente que los deuterocanónicos son inspirados, citan, sin embargo, sus palabras con las mismas fórmulas que las demás Escrituras.

La Didajé (hacia 90-100) 4,5 alude claramente al Eclo 4,31 (36). También Didajé 5,2 se refiere a Sab 12,7, y Didajé 10,3 a Sab 1,4.

San Clemente Romano (+101) aduce el ejemplo de Judit y la fe de Ester. También alude al libro de la Sab y al Eclo.

La Epístola de Bernabé (hacia 93-97 d.C.) parece aludir en 6,7 a Sab 2,12, y en 19,9 a Eclo 4,36.

San Policarpo (+ 156) cita, aunque no expresamente, en la Epistola ad Pililippenses 10,2 a Tob 4,11, o bien 12,9.

San Ignacio de Antioquía (+ 109) alude al libro de Judit 16,14 en su Epistola ad Ephes. 15,1.

El Pastor de Hermas (hacia 140‑154) tiene bastantes alu­siones a diversos libros deuterocanónicos: al Eclo, a To­bías, al 2 Mac y a la Sab.

Cuando comenzaron en el Oriente las disputas de los cris­tianos con los judíos, los apologistas se vieron obligados a ser­virse únicamente de los libros protocanónicos, porque los ju­díos no admitían la canonicidad de los deuterocanónicos. Así nos lo dice expresamente San Justino.

San Justino (+ 165), en su Apología 1,46, alude a las partes deuterocanónicas de Dan 3. Y en el Diálogo con Trifón 71 acusa a los judíos de rechazar de la versión griega de los Setenta las Escrituras que testificaban en favor de Cristo.

Atenágoras (hacia 177), en su obra Legatio pro Christianis 9 cita explícitamente a Bar 3,36, considerándolo como uno de los pro­fetas.

San Ireneo (+ 202) cita a Baruc bajo el nombre de Jeremías. Aduce los capítulos 13 y 14 de Daniel, atribuyéndolos a este profe­ta. También se sirve frecuentemente del libro de la Sabiduría.

Clemente Alejandrino (+ 215) conoce todos los libros y pasajes deuterocanónicos, si exceptuamos el 1 y 2 Mac, y los considera como sagrados y canónicos.

Orígenes (+ 254) se sirve con frecuencia de todos los libros deute­rocanónicos, que él considera como inspirados, siguiendo en esto ‑como él mismo confiesa‑ la autoridad de la Iglesia: “Ausi sumus uti in hoc loco Danielis exemplo, non ignorantes, quoniam in hebraeo positum non est, sed quoniam in Ecclesiis tenetur” (“...sabemos que este ejemplo de la vida de Daniel no está en el texto hebreo, pero lo usamos porque es aceptado en las Iglesias”).

Tertuliano (+ hacia 225) cita todos los libros deuterocanónicos, excepto Tob y las partes deuterocanónicas de Est. Acusa, además, a los judíos de rechazar muchas cosas de los Libros Sagrados que eran favorables a Cristo

San Cipriano (+ 258) coloca entre las Escrituras canónicas todos los libros deuterocanónicos, a excepción de Judit.

San Hipólito Romano (+ 235) admite todos los deuterocanónicos, exceptuando Judit y las partes deuterocanónicas de Ester.

Esta tradición unánime acerca de los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento es confirmada por el testimonio de los monumentos, de las pinturas y esculturas, con las cuales se adornaban los cementerios cristianos de los primeros siglos. En las pinturas, sobre todo, se representan hechos y personajes de los cuales nos hablan los libros deuterocanónicos. Se han en­contrado tres pinturas y dos esculturas de Tobías. Se representa a los tres jóvenes del libro de Daniel en el horno con los brazos levantados en ademán de orar. De esta escena se nos han conservado 17 pinturas y 25 esculturas. Se muestra también a Susana entre los dos viejos en 6 pinturas y 7 esculturas, y a Daniel en actitud de pronunciar la sentencia contra los dos viejos malvados (dos pinturas y una escultura). También se ve con frecuencia a Daniel en el lago de los leones (39 pinturas Y 30 esculturas).

Esto nos demuestra que los cristianos a partir del siglo II d.C. se servían tanto de los libros protocanónicos como de los deuterocanónicos. Y les atribuían igual autoridad que a los protocanónicos.

La unanimidad de la tradición cristiana acerca de los libros deuterocanónicos en los dos primeros siglos de nuestra era es admirable. Y esta unanimidad aún resalta más si tenemos en cuenta que la Iglesia todavía no había dado ninguna decisión oficial sobre el canon de las Sagradas Escrituras.

Historia del canon del

Antiguo Testamento, parte 2


3. Período de dudas acerca de los deuterocanónicos (s. III-V). Al final del siglo II y comienzos del III empiezan a manifestarse las primeras dudas sobre la inspiración de los deuterocanónicos. Estas dudas, más bien de tipo teórico, per­durarán hasta finales del siglo V. Las llamamos de tipo teórico porque los autores que dudan de la autoridad divina de los deuterocanónicos, en la práctica continúan citando y sirvién­dose de ellos al lado de los protocanónicos como escritura sagrada.

Las causas que originaron estas dudas debieron de ser va­rias. En primer lugar, las disputas con los judíos. Como éstos ne­gaban la autoridad de los deuterocanónicos, los apologistas, al disputar con ellos, se veían obligados a servirse sólo de los libros protocanónicos. Esto debió de influir sobre ciertos escritores que comenzaron a dudar de la autoridad divina de los deu­terocanónicos. Y estas dudas se fueron extendiendo más y más en diversas regiones. Los primeros testimonios son:

San Melitón de Sardes (hacia el año 170 d.C.), después de un viaje a Palestina para conocer exactamente los lugares en que tuvieron lugar los hechos narrados en el Antiguo Testamento y para saber cuáles y cuántos eran los libros de la antigua economía, manda la lista de ellos al obispo Onésimo. En esta lista solamente están presentes los libros protocanónicos, excepto Ester, seguramente porque en aquel tiempo algunos judíos dudaban de la autoridad divina de Ester.

Orígenes (+ 254) refiere -hacia el año 231- que muchos cristianos dudaban de la inspiración de ciertos libros del Antiguo Testamen­to. El mismo, escribiendo al diácono Ambrosio, no juzga suficien­te apoyar sus razones con argumentos tomados de dos libros deute­rocanónicos. Lo cual indica que en aquel tiempo había bastantes cristianos que dudaban de los deuterocanónicos o los rechazaban. En el comentario al salmo 1 da la lista de 22 libros, es decir, la de los protocanónicos. Y en su obra De Principiis 4,3 afirma que el li­bro de la Sabiduría es escritura, pero no canónica, porque “no todos le reconocen autoridad”. En la práctica, sin embargo, Orígenes em­plea con frecuencia los deuterocanónicos sin hacer distinción alguna con los protocanónicos.

En el siglo III encontramos otra causa que debió de influir poderosamente sobre el ánimo de muchos escritores de aquella época: los libros apócrifos. Estos se divulgaban amparados en nombres de gran autoridad que, sin embargo, nada tenían que ver con dichos libros. De aquí surgieron mayores dudas aún acerca de los deuterocanónicos, de los que ya se dudaba.

En el siglo IV, muchos Padres griegos admiten solamente los libros protocanónicos y atribuyen a los deuterocanónicos menor autoridad, al menos teóricamente. Sin embargo, en la práctica no hacen apenas distinción entre los proto y deutero­canónicos.

San Atanasio (+ 373) enumera solamente 22 libros del Antiguo Testamento, es decir, los protocanónicos. Además, omite Ester, pero añade Baruc con la carta de Jeremías. Después cita otros libros no canónicos (gr: “ou kanonizómena”), compuestos por los Padres, que han de ser leídos a los catecúmenos: la Sabiduría, Eclo, Est, Jdt, Tob, Didajé, Pastor de Hermas. De éstos han de ser distinguidos los apócrifos, que no deben ser leídos. En la práctica parece que también San Atanasio usa los deuterocanónicos como inspirados, sin distin­guirlos de los protocanónicos.

San Cirilo de Jerusalén (+ 386) admite solamente los 22 libros protocanónicos, incluyendo entre ellos a Baruc y la carta de Jeremías. También conoce los libros apócrifos y aquellos “de los cuales se duda” (gr. “amfiballómena”), probablemente los deuterocanónicos, los cuales son casi todos citados en su Catequesis como inspirados. San Cirilo prohíbe a los catecúmenos leer tanto los libros apócrifos como los inciertos o deuterocanónicos. Sin embargo, esta prohibición no le impide usar los deuterocanónicos como Libros Sagrados con fuerza probativa.

SAN EPIFANIO (+ 403), de igual manera, nos da la lista de los libros protocanónicos del Antiguo Testamento, que, según él, son 22, conforme a las letras del alefato hebreo. Entre los protocanónicos enumera a Est, Bar y la carta de Jer. Respecto del libro de la Sabiduría y del Eclesiástico afirma que son dudosos (gr. “en amfilekto”). Los demás los considera como apócrifos (enapókryfa). En la práctica también cita los deuterocanónicos con frecuencia, y a veces con la fórmula: “movido por el Espíritu Santo”, o “dicho del Espíritu Santo”.

San Gregorio Nacianceno (+ 389) sólo admite 22 libros del An­tiguo Testamento, de entre los cuales falta Ester. No alude para nada a libros de otras categorías. En sus obras, sin embargo, usa con cierta frecuencia muchos de los deuterocanónicos.

San Anpiloquio (+ después de 394) habla de tres, categorías de libros: los ciertos (gr. “asfaléis”), que son los protocanónicos, menos Es­ter. Todos los demás son pseudónimos (gr. “pseudónymoi”). Pero entre éstos hay dos grupos: “los intermedios y próximos a la verdadera doctrina”, que tal vez sean los deuterocanónicos, y los “apócrifos”, que son falsos y seductores. Pero, a semejanza de los anteriores Padres, cita también los deuterocanónicos.

Durante el siglo V las dudas acerca de los deuterocanónicos van disminuyendo bastante sensiblemente. Sólo encontramos algún que otro testimonio de escritores orientales que todavía rechazan los deuterocanónicos. Sin embargo, las dudas de los Padres orientales fueron penetrando en Occidente, logrando influir sobre ciertos Padres latinos, que llegaron a dudar o re­chazar la inspiración de los libros deuterocanónicos. Así pien­san, entre otros:

San Hilario de Poitiers (+ 366), que admite solamente los 22 li­bros protocanónicos, según las letras hebreas. Pero él mismo advierte que algunos añaden Tobías y Judit, con lo que obtienen el número 24 de las letras griegas. En la práctica, empero, usa casi todos los libros deuterocanónicos, considerándolos corno Escritura sagrada o profecía.

Rufino (+ 410) distingue tres clases de libros: los que fueron reci­bidos por los Padres en el canon, es decir, los protocanónicos, de los que enumera 22; los eclesiásticos, que han de ser leídos en la iglesia, pero que no pueden ser aducidos como autoridad para confirmar la fe. Estos son: Sab, Eclo, Tob, Jdt, 1-2 Mac. Y, finalmente, los apócri­fos, que no pueden ser leídos en la iglesia. Sin embargo, también él cita los deuterocanónicos, y a veces como Escritura sagrada. Por otra parte, es de Rufino la siguiente afirmación: “Id pro vero so­lum habendum est in Scripturis divinis, quod LXX interpretes tran­stulerunt: quoniam id solum est quod auctoritate apostolica confirma­tum est” (“debemos considerar como verdadero en las Escrituras divinas sólo aquello que los traductores de la versión de los LXX nos transmitieron, ya que sólo eso ha sido confirmado por la autoridad apostólica”). Ahora bien, la versión griega de los LXX contenía tam­bién los libros deuterocanónicos; luego parece que Rufino admitía de algún modo la autoridad canónica de dichos libros.

San Jerónimo (+ 420) parece que en un principio consideró todos los deuterocanónicos como sagrados y canónicos, pues seguía la ver­sión de los LXX, que los contenía todos. Sin embargo, a partir del año 390 en que empezó su versión directa del hebreo, influido, según parece, por sus maestros judíos, sólo admite los libros conte­nidos en la Biblia hebrea. En este sentido nos dice en el Prólogo galeato: “Hic prologus Scripturarum, quasi galeatum principium, omni­bus libris, quos de hebraeo vertimus in latinum, convenire potest, ut scire valeamus, quidquid extra hos est, inter apocrypha esse ponen­dum. Igitur, Sapientia quae vulgo Salomonis inscribitur, et lesu filii Sirac liber (Eclo) et Iudith et Tobias et Pastor non sunt in canone. Machabaeorum primum librum hebraicum repperi. Secundus grae­cus est” (“este prólogo de las Escrituras, como inicio galeato, lo encuentro oportuno en este lugar, donde traducimos los libros del hebreo al latín, de modo que sea a todos conocido que lo que no se encuentra entre estos libros debe ser considerado entre los apócrifos. Y así, la Sabiduría que popularmente se atribuye a Salomón, y el Eclesiástico o libro del Ben Sirach, y Judit y Tobías y el Pastor no están en el canon. El primer libro de los Macabeos lo encontré en hebreo, el segundo en griego”). Hacia el año 397 confirma su pensamiento negando a los deuterocanónicos todo valor probativo en materia dogmática: “Sicut ergo Iudith et Tobi et Machabaeorum libros legit quidem Ecclesia, sed inter canonicas scripturas non recipit: sic et haec duo volumina (Eclo y Sab) legat ad aedificationem plebis, non ad auctoritatem ec­clesiaticorum dogmatum confirmandam” (“Y así como la Iglesia lee sin duda los libros de Judit, Tobías y Macabeos, pero no los recibe en las Escrituras canónicas, del mismo modo estos dos volúmenes -Eclesiástico y Sabiduría- los lea la Iglesia para la edificación de los fieles, pero no para confirmar la autoridad de los dogmas eclesiásticos”). En el año 403, en una carta a Leta, en la que le da instrucciones para la educación cristiana de su hija, después de proponer el canon de los hebreos, añade esta advertencia: Caveat omnia apocrypha. Et si quando ea non ad dogma­tum veritatem, sed ad signorum reverentiam legere voluerit, sciat... multa his admixta vitiosa” (“Tenga cuidado con todos los apócrifos. Y si de todos modos quisiera leerlos, no para fundamentar la verdad de los dogmas, sino por la reverencia de lo que representan, sepa que… en ellos hay mucho de defectuoso”). Rechaza las partes deuterocanónicas de Ester y de Daniel (en los prefacios a ambos libros), lo mismo que Baruc y la carta de Jeremías, porque los hebreos no los consideran como sagrados y canónicos.

En otros lugares de sus obras no se muestra tan tajante respecto de los deuterocanónicos. De ahí que traduzca hacia 390-391 el libro de Tobías a instancias de algunos amigos. Advierte, sin embargo, que los hebreos lo consideraban como apócrifo; pero justifica su decisión de traducirlo diciendo: “melius esse iudicans pharisaeorum displicere iudicio et episcoporum iussionibus deservire” (“es mejor oponerse al juicio de los fariseos y obedecer las ordenanzas de los obispos”). De igual modo tra­duce Judit, después que varios amigos se lo hablan pedido, pero pro­testa que los hebreos lo tenían por apócrifo, y afirma que su “auctori­tas ad roboranda illa quae in contentionem veniunt, minus idonea iudicatur” (“la autoridad de estos libros para fundamentar aquellas verdades que se ponen en discusión es tenida por menos idónea”). En el año 394 dice refiriéndose a Judit: “Legimus in Iudith, si cui tamen placet volumen recipere” (“Leemos en el libro de Judit –si se quiere aceptar este libro- que…”); en 397 pone el libro de Judit al lado de Rut y Ester: “Rut et Esther et Iudith tantae gloriae sunt, ut sacris voluminibus nomina indiderint” (“Rut, Ester y Judit son nombres de tanta gloria que llegaron a dar sus nombres a los libros santos”).Y hacia 405, hablando del mismo libro de Judit, escribe: “Hunc librum syno­dus nicaena in numero sanctarum Scripturarum legitur computas­se” (“el concilio de Nicea consideró que este libro forma parte de las Sagradas Escrituras”). De Tobías dice también en otra ocasión: “Liber... Tobiae, licet non habeatur in canone, tamen usurpatur ab ecclesiasticis vi­ris” (“El libro de Tobías, si bien no está en el canon, sin embargo lo usan frecuentemente los hombres de iglesia”).

El santo Doctor cita también frecuentemente los deuterocanónicos, considerándolos como Escritura sagrada. Han sido contadas alrededor de unas doscientas citaciones de los libros deuterocanónicos en San Jerónimo.

Sin embargo, es hoy opinión bastante común que San jerónimo, después del año 390, negó la inspiración de los deuterocanónicos del Antiguo Testamento y los excluyó del canon. Téngase en cuenta que ésta era una opinión suya personal y privada, que nada tenía que ver con la doctrina y la enseñanza de la Iglesia, como veremos.

Se debe advertir, sin embargo, que la opinión que rechazaba los deuterocanónicos o les atribuía menor autoridad fue patri­monio de una minoría de Padres. La mayor parte de los Padres griegos y latinos de los siglos IV y V consideran los deuterocanó­nicos como sagrados e inspirados. Entre estos podemos con­tar a San Basilio Magno (+379), San Gregorio Niseno (+395), San Ambrosio (+396), San Juan Crisóstomo (+407), Orosio (+ hacia 417), San Agustín (+430), San Círilo Alejandrino (+444), Teodoreto de Ciro (+458), San León Magno (+461), San Isidoro de Sevilla (+636) y los Padres de la Iglesia siríaca, Afraates y San Efrén.

Los Padres citados, y otros más que pudiéramos citar, con­sideran los deuterocanónicos como Libros Sagrados. Pero no todos citan el catálogo completo de los libros deuterocanónicos, porque se sirven de ellos de ordinario de una manera ocasional. Basta que citen alguno de los deuterocanónicos como Escritura sagrada para que se salve el principio de que los deuterocanóni­cos tienen la misma autoridad que los protocanónicos.

Los códices griegos de los siglos IV y V que han llegado hasta nosotros confirman la tradición patrística, pues contienen los deuterocanónicos. Pero éstos no están puestos al final, como en apéndice, sino en su lugar determinado. Así nos los presentan los códices principales Sinaítico (S), Vaticano (B) y Alejandrino (A).

Otra prueba fuerte de la canonicidad de los deuterocanóni­cos nos la dan los concilios provinciales africanos de Hipona (año 393 d.C.) y el III y IV de Cartago (años 397 y 419), que nos presentan el catálogo completo de los Libros Sagrados, incluyendo también los deuterocanónicos. El papa S. Ino­cencio I, en una carta al obispo de Tolosa, Exuperio, del año 405, da también el catálogo completo de los libros canó­nicos.

4. Retorno a la unanimidad.- (s. VI y posteriores).- A par­tir de fines del siglo V las dudas acerca de los deuterocanónicos van desapareciendo. De este modo se restablece en el siglo VI la unanimidad, que no es oscurecida por algunas voces discor­dantes, las cuales todavía dudan de la inspiración de los deu­terocanónicos. Estas son bastante raras en Oriente; menos ra­ras en Occidente, en donde la autoridad de San Jerónimo ejerció un gran influjo, haciendo que algunos dudasen hasta la época del concilio Tridentino. Sin embargo, ya en el siglo VII, San Isidoro de Sevilla expresaba muy bien el sentir de la Iglesia con estas palabras: “Quos (deuterocanonicos libros) li­cet Hebraei inter apocrypha separent, Ecclesia Christi tamen inter divinos libros et honorat et praedicat” (“aunque los hebreos cuenten a estos libros –los deuterocanónicos- entre los apócrifos, sin embargo la Iglesia de Cristo los honora y predica como libros divinos”).

Entre los griegos todavía no admiten el canon comple­to los siguientes Padres: Teodoro de Mopsuestia (+428), Leoncio Bizantino (+ 543), San Juan Damasceno (+ hacia 754) y Nicéforo Constantinopolitano (+829). Entre los latinos dudan aún de la canonicidad e inspiración de los deuterocanónicos: Yunilio Africano (+ hacia 550), San Gregorio Magno (+604), Walafrido Estrabón (+849), Roberto de Deutz (+1135), Hugo de San Víctor (+1141), Hugo de San Caro (+1263), Nicolás de Lira (+1340), Alfonso Tostado (+1455 ), San Antonino de Florencia (+1459), Dionisio Cartujano (+1471) y el cardenal Tomás de Vío Cayetano (+1534).

Santo Tomás de Aquino (+1274) equipara los deuteroca­nónicos a los demás libros de la Sagrada Escritura, como se ve claramente por un discurso académico del 1252, descubierto en 1912 por el P. Salvatore, en el cual menciona todos los libros de la Biblia tanto los proto como los deuterocanónicos. Por eso, las dudas expresadas con anterioridad por algunos autores respecto del pensamiento de Santo Tomás 219, no tie­nen apoyo alguno.

5. Decisiones de la iglesia respecto del canon bíblico.- La Iglesia cristiana ha considerado siempre los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento como inspirados, y los ha recibido con la misma reverencia y veneración que los protocanónicos. Esta fue la causa de que dichos libros fueran leídos en las asambleas litúrgicas ya desde los primeros siglos de la Iglesia.

Las primeras decisiones oficiales de la Iglesia de nosotros conocidas son del siglo IV. El concilio Hiponense (año 393) establece, en efecto, que “praeter Scripturas canonicas nihil in Ecclesia legatur sub nomine divinarum Scripturarum” (“en la Iglesia no se lea con el nombre de Escrituras divinas nada sino sólo las Escrituras canónicas”), y a continuación da el catálogo completo de los Libros Sagrados. Este mismo canon es propuesto por los concilios III y IV de Cartago, celebrados los años 397 y 419 respectivamente, y por el papa San Inocencio I en una carta suya al obispo tolosano Exuperio (año 405).

Los griegos recibieron el canon completo del concilio IV de Cartago en el concilio Trulano II (año 692). Y lo mismo hizo Focio (+891). Hay ciertos autores que afirman que el sínodo Niceno (año 325) ya había determinado el canon de los Libros Sagrados; sin embargo, parece más verosímil negar esto, ya que en los cánones conciliares que han llegado hasta nosotros nada se dice del canon de los Libros Sagra­dos. En cuanto al canon 60 del concilio Laodicense (ha­cia 360), que enumera del Antiguo Testamento solamente los libros protocanónicos, incluyendo Baruc, se sabe hoy que no es auténtico, sino una adición antigua hecha a los cánones de dicho concilio.

El Decreto Gelasiano da el canon completo de las Sagradas Escrituras. Este decreto es atribuido también a San Dá­maso I (366-384) y a San Hormisdas (514-523). Sin embargo, hoy día los críticos suelen negar su autenticidad. No se trata­ría de un documento proveniente de una autoridad pública, como un concilio, o un papa, sino de una obra privada compues­ta por un clérigo en la Galia meridional o en la Italia septen­trional a principios del Siglo VI. Otros críticos, en cambio, defienden su autenticidad.

También son testimonios de la tradición eclesiástica de esta época los catálogos de los Libros Sagrados que se encuentran en algunos antiguos códices de la Sagrada Escritura. El códice Claromontano (DP), compuesto en el siglo V-VI, contiene el canon del siglo III-IV, con los libros deuterocanónicos. El Canon Mommseniano, del siglo IV, también nos presenta el canon completo.

La enseñanza tradicional sobre el canon fue confirmada solemnemente por el concilio Florentino, el cual en el decreto pro Iacobitis (4 febrero 1441), da el canon completo de los Libros Sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento, incluyen­do todos los deuterocanónicos. “(La Iglesia) profesa-afir­ma el concilio-que el mismo y único Dios es el autor M Antiguo y del Nuevo Testamento.... ya que bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo hablaron los santos de uno y otro Testamento, cuyos libros recibe y venera ...”.

Y, finalmente, el concilio Tridentino, para salir al paso de los protestantes, que negaban los deuterocanónicos del Anti­guo Testamento, define solemnemente el canon de las Sagradas Escrituras. En la sesión 4ta., del 8 de abril de 1546, se promul­ga el solemne decreto, que dice: “El sacrosanto ecuménico y general concilio Tridentino... admite y venera con el mismo piadoso afecto y reverencia todos los libros, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento... Y si alguien no recibiera como sagrados y canónicos estos libros íntegros con todas sus par­tes, como ha sido costumbre leerlos en la Iglesia católica, y se contienen en la antigua versión Vulgata latina, o si desprecia­re a ciencia y conciencia las predichas tradiciones, sea ana­terna”.

El concilio Vaticano I, con el propósito de disipar algunas dudas aisladas, que aún subsistían en algún que otro autor católico acerca de la autoridad de los libros deuterocanónicos, renovó y confirmó el decreto del concilio Tridentino. Y de­claró solemnemente: “Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura íntegros, con todas sus partes, como los describió el santo sínodo Tridentino, o negase que son divinamente inspirados, sea anatema”.

Finalmente, el concilio Vaticano II vuelve a repetir y con­firmar la doctrina de los dos precedentes concilios, con estas palabras: “La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Tes­tamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia” (Const. dogmática Dei Verbum c.3 n.11).

6. El canon del Antiguo Testamento en las otras iglesias cristianas.-

a) La Iglesia siríaca: Entre los sirios ha existido una tradición bastante parecida a la de la Iglesia cató­lica, en lo que se refiere a los libros deuterocanónicos del An­tiguo Testamento. La mayor parte de sus escritores los consi­deran como inspirados y canónicos. El monofisita Jacobo Ede­seno (+ 708) admite Bar, Est, Jdt, Sab, Eclo. Gregorio Barhebreo (+ 1286) comenta en sus escritos Dan 3 y 13, Sab, Eclo y también cita Bar y Mac. El escritor nestoriano Iso'dad (+852) presenta un canon de 22 libros; Pero Ebed Jesu (+1318) enumera en su catálogo la mayoría de los deutero­canónicos, lo mismo que Ibn Chaldun (+ 1406). La antigua Iglesia siríaca también admitía los deuteroca­nónicos, como nos lo prueba el catálogo de los Libros Sagrados del siglo IV que ha llegado hasta nosotros.

b) La Iglesia etiópica también admite el canon completo del Antiguo Testamento, al cual ha incorporado algunos libros apócrifos, como el 4 Esd, 3 Mac, Henoc.

c) La Iglesia copta y la armena admiten el canon completo del Antiguo Testamento. Pero, a semejanza de los etíopes, admiten ciertos libros apócrifos. Los coptos añaden el sal­mo 151 y el 3 Mac, y los armenos incluyen el 3 Esd, 3 Mac, Testamento de los XII patriarcas, etc.

d) Griegos ortodoxos. La Iglesia griega admitió el canon completo del Antiguo Testamento desde el concilio de Trulo (año 692) hasta el siglo XVII. Focio mismo, autor del cisma, admitió los deuterocanónicos. Sin embargo, en el siglo XVII, bajo la influencia de los protestantes, comenzaron a aparecer ciertas dudas acerca de dichos libros. Fue principalmente Ci­rilo Lucaris (+ 1638), patriarca de Constantinopla, el cual, contagiado de calvinismo, rechazó los deuterocanónicos con­siderándolos como apócrifos. Empero, el sínodo de Cons­tantinopla celebrado el año 1638 bajo el sucesor de Cirilo Lucaris, Cirilo Contar¡, y los sínodos de Yassi (año 1642) y de Jerusalén (1672), condenaron la sentencia de Cirilo Lucaris y aceptaron el canon completo de los Libros Sagrados, incluyendo los deuterocanónicos.

A mediados del siglo XVIII, bajo la influencia de la Iglesia rusa, comenzaron a reaparecer las dudas sobre los deutero­canónicos, que encontraron eco en bastantes teólogos grie­gos. Hoy la canonicidad de estos libros es rechazada por mu­chos. Y como no ha habido todavía una decisión oficial de la Iglesia griega a este respecto, la admisión o la negación de los deuterocanónicos es en la actualidad una opinión libre.

e) La Iglesia rusa hasta el siglo XVII aceptó el canon com­pleto del Antiguo Testamento. Pero a finales del siglo XVII el emperador Pedro el Grande (1689-1725), por razones nacio­nalistas, separó la Iglesia rusa de la griega ortodoxa y suprimió el patriarcado, instituyendo en su lugar el Santo Sínodo. En esta obra fue ayudado eficazmente por el obispo Teófanes Pro­kopowitcz, el cual, entre otras cosas, negaba la canonicidad de los deuterocanónicos del Antiguo Testamento. Esta opinión fue aceptada por muchos teólogos, e incluso llegó a ser apro­bada por el Santo Sínodo. De ahí que hoy día sean muchos los que rechazan la canonicidad de los deuterocanónicos 251.

f) Los protestantes, por el hecho de negar la autoridad de la Iglesia, se vieron obligados a determinar el canon apoyán­dose en testimonios históricos o en criterios internos y subjetivos. Por esta razón, los protestantes conservadores, siguiendo la autoridad de San Jerónimo, rechazan todos los deuterocanónicos del Antiguo Testamento, considerándolos como apó­crifos. El primero en negar la canonicidad de los deuterocanóni­cos fue Carlostadio, en 1520, cuyo nombre verdadero era An­drés Bodenstein. Por eso, la Biblia de Zurich de 1529 los coloca en apéndice. Pronto le siguió Lutero, el cual, en su pri­mera traducción alemana de la Biblia (año 1534), los coloca en apéndice bajo el título de apócrifos. En 1540 también Calvino rechazó los deuterocanónicos.

Las diversas confesiones protestantes rechazaron igualmen­te la canonicidad de los deuterocanónicos. No obstante, la Confesión galicana (1559), la Confesión anglicana (1562), la Confesión belga (1562) y la II Confesión helvética (1564) aún los conservan en apéndice al final de la Biblia. En el sí­nodo de Dordrecht (Holanda), año 1618, algunos teólogos calvinistas pidieron que los libros apócrifos, es decir, los deuterocanónicos, fueran eliminados de las Biblias. El sínodo decidió seguir un camino medio, ordenando que en adelante se imprimieran en caracteres más pequeños. Esta costumbre la han seguido en general los luteranos hasta hoy día. En­tre los años 1825-1827, y de nuevo en los años 1850-1853, tuvieron lugar en Inglaterra duras controversias acerca de la recepción en la Biblia de los deuterocanónicos. Esto llevó a la Sociedad Bíblica Inglesa a la determinación (3 mayo 1826) de no imprimir en adelante los libros deuterocanónicos junto con el resto de la Sagrada Escritura. Los protestantes liberales mo­dernos, como niegan el orden sobrenatural, también niegan el concepto de inspiración y de canonicidad. Para éstos, todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento son escritos meramente humanos, y el canon se ha ido formando bajo el influjo de causas fortuitas, como puede suceder en cualquier otra literatura profana.


EL ANTIGUO TESTAMENTO

¿QUÉ ES LA BIBLIA?

La Biblia es el libro que año tras año bate el récord de ediciones a nivel mundial: millones de ejemplares salen de las imprentas tanto católicas como protestantes, en cientos de idiomas, en diversas traducciones y presentaciones y se venden "como pan caliente". ¿Qué es la Biblia? ¿ Por qué tanto éxito?

La razón de ello es que la Biblia es un libro extraordinario, totalmente distinto de los libros que los hombres escribimos: su Autor es Dios mismo, es Palabra de Dios.

En el presente Folleto daremos a conocer el Antiguo Testamento, dejando para el 461 los Evangelios y para el 462 los demás libros de la Biblia, que en su conjunto suman 72 ó 73, según se subdivida o no el Libro de Jeremías.

Pero la Biblia no cayó del cielo. El Pueblo de Dios, Israel, pacientemente, a lo largo de 18 siglos recogió por escrito su Pueblo. Experiencias positivas o negativas de su historia nacional, inquietudes y oraciones, fueron consignadas por otros autores en los libros que los responsables de Israel recibieron, escogieron y acreditaron integrándolos al Libro Sagrado.

Estos documentos fueron la herencia más preciosa entregada por Dios a su pueblo escogido; era todo un Testamento, que conocemos como el Antiguo Testamento.

Pero llegó el momento en que Dios quiso llevar a su pueblo a la madurez de la Fe y para eso vino Jesucristo como la última Palabra de Dios a la humanidad. Su vida, sus predicaciones, sus acciones, milagros, muerte y resurrección, fueron a su vez relatados por sus discípulos formando el Nuevo Testamento.

LA TRADICIÓN

Toda la Biblia, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, son el resultado de la conciencia del Pueblo de Dios de la necesidad de transmitir a todos los hombres las maravillas que Dios ha hecho por nosotros. Son el resultado de una viva Tradición milenaria. Es el Pueblo de Dios el que nos entrega la Historia de la Salvación con todos sus detalles.

Sin embargo, los libros de la Biblia no revelan su mensaje sino al que viene a compartir la experiencia de la comunidad en que se originaron dichos libros: Israel nos entrega el Antiguo Testamento, la Iglesia redacta el Nuevo y nos transmite fielmente la Biblia completa. Hay una manera de entender la Biblia que es propia del nuevo Pueblo de Dios: es lo que llamamos la Tradición de la Iglesia. Jesús mismo recibió de su propia familia y de su pueblo esta tradición. Luego enseñó a sus Apóstoles una nueva manera de comprender esta Historia: por eso se habla de la Tradición de los Apóstoles o Tradición de la Iglesia.

La predicación de los Apóstoles debería conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua. Los apóstoles mismos amonestan a los fieles cristianos que conserven las tradiciones que ellos mismos recibieron: "Por eso, hermanos, manténganse firmes y guarden fielmente las tradiciones que les enseñamos de palabra o por carta" (2 Tes.2,15).

La Tradición precede a la Biblia, ya que es por la Tradición que la tenemos. La Biblia es fruto de la Tradición y no al revés.

La Tradición Católica, es el resultado de la asistencia del Espíritu Santo que por la contemplación y el estudio, ha permitido a la Iglesia la comprensión cada vez más profunda de las cosas de Dios. En el decurso de los siglos, la Iglesia tiende constantemente a la plenitud de la Verdad Divina.

Las enseñanzas de los santos Padres testifican la presencia vivificante de esta Tradición, cuyos tesoros comunican a los creyentes, pues la Escritura y la Tradición se entrelazan y comunican íntimamente entre sí.

Toca a la Iglesia Católica custodiar celosamente este Depósito de la Fe y por medio del Magisterio servir a la humanidad en la verdad inmutable de la Palabra de Dios.

Es por lo tanto una imprudencia el rechazar la Tradición en aras de la interpretación privada de la Biblia. Tradición, Sagrada Escritura y Magisterio forman un tripié indispensable para comprender el designio de Dios para la humanidad.

Es por eso que el gran San Atanasio, en su primera carta a Serapión, dice lo siguiente:

"Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua Tradición, de la Doctrina y la Fe de la Iglesia Católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservan los Santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquel que se aparta de esta Fe, deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de tal".

Por tanto, para poder comprender la Biblia hay que tener en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y recordar además, que hay que leerla toda entera, pues muchos pasajes sólo se comprenden a la luz de la misma Biblia. Es un error fatal tomar un texto aislándolo y absolutizándolo, que es lo que ha dado origen a múltiples herejías antiguas y modernas. Todo lo que se refiere a la Sagrada Escritura está sometido, en última instancia a la Iglesia Católica que tiene el mandato y el ministerio de conservar e interpretar fielmente la palabra de Dios en el transcurso de los siglos.

Podemos decir que la Biblia es Católica ya que todos los autores sagrados del Nuevo Testamento pertenecieron a la Iglesia que Cristo fundó y que históricamente es la Iglesia Católica. Además fue la Iglesia, de acuerdo con la Tradición Apostólica la que determinó cuáles eran los libros inspirados por Dios tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento formando una lista llamado "Canon", rechazando los llamados apócrifos y después, siglo tras siglo, con gran paciencia, laboriosidad y amor, copió a mano en los monasterios de Europa y de Oriente Medio los Libros Sagrados hasta la invención de la Imprenta. Si tenemos actualmente el Libro Sagrado es ciertamente gracias a la Iglesia Católica. Hasta los protestantes deben reconocer que si Lutero y los demás fundadores del Protestantismo tuvieron conocimiento de la Palabra de Dios, fue porque la Tradición de la Iglesia Católica la puso a su alcance.

Para entender bien la Biblia, no podemos fiarnos de cualquier predicador que la expone a su antojo. Debemos recibirla tal como la entiende la Iglesia Católica, Nuevo Pueblo de Dios, que Jesucristo fundó en sus Apóstoles y que siempre ha sido fiel a sus normas.

No solamente debemos tener en casa una Biblia Católica, sino leerla y estudiarla en y con la Iglesia Católica. Para saber si una Biblia es Católica o no, es preciso buscar en sus primeras páginas lo que se llama el "imprimátur" o sea el aval de un Obispo. Si la Biblia proviene de Estados Unidos de Norteamérica, de organizaciones o iglesias de dudosa procedencia, sin el "control de calidad" del imprimátur, debemos desecharlas porque pueden contener adulteraciones gravísimas como la de los Testigos de Jehová o la de los Mormones.

No conviene por tanto, leer o estudiar la Biblia cada quien por su cuenta o en grupos vagamente "cristianos" o "evangélicos" que no tienen en cuenta el valor de la Tradición que dio origen a la misma Biblia, pues es sumamente fácil equivocarse. Aún los libros que nos enseñan a comprender la Biblia, como este Folleto EVC, deben tener el Imprimátur de las Autoridades Eclesiásticas.

Y el asunto no carece de importancia ya que el principio protestante de la Libre Interpretación de la Biblia, según el cual el Espíritu Santo inspira personal y automáticamente al que toma una Biblia en sus manos, ha dado origen a la absurda proliferación de iglesias y sectas protestantes. Entre todas ellas, ¿quién tiene la razón? ¿Cómo el Espíritu Santo puede "inspirar' a los Adventistas una cosa y a los Presbiterianos otra? ¿Por qué los Metodistas o los Luteranos (y no digamos los Testigos de Jehová) pueden pretender que su interpretación de la Biblia es la correcta?

A Dios gracias, avaladas por la Autoridad Eclesiástica, tenemos muchas versiones o traducciones de la Biblia en diversos formatos y de variados precios y abundantísima literatura muy segura para comprender la Palabra de Dios. El Católico que se deja desorientar por algún grupo mal llamado "evangélico" o "cristiano" (como si la Iglesia Católica no fuera por antonomasia y excelencia lo uno y lo otro), es culpable en cuanto nunca buscó en su Parroquia o comunidad un encuentro con Dios en su Palabra Revelada.

¿QUÉ ES LA REVELACIÓN?

El hombre, desde siempre, como una constante en la historia, ha buscado a Dios. Comprendiendo por la sola luz de la razón que no todo acaba con la muerte, de que hay un más allá, de que existen seres espirituales y de que debe existir un Creador absoluto, ha ideado toda una gama de religiones naturales.

Compadecido Dios de estos esfuerzos humanos, se dignó abrir un camino a la salvación manifestándose personalmente a un pueblo especial a partir del Patriarca Abraham. Por los Patriarcas, Moisés y los Profetas, se fue revelando como el Dios único, vivo y verdadero, Padre providente y justo juez y fue preparando a Israel a través de largos siglos para la última y definitiva revelación: Jesucristo su Hijo Amado.

Jesús, como la Palabra de Dios hecha Hombre, nos manifiesta totalmente la intimidad de Dios. Por sus palabras, sus acciones y milagros, por su muerte y resurrección y finalmente por el envío del Espíritu Santo, que nos conduce a la Verdad completa, es la Imagen del Dios invisible por lo que ver a Cristo es ver al Padre. (Jn. 14,19).

Después de Cristo, por tanto, no hay que esperar ya ninguna revelación pública, antes de la manifestación gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo en su segunda venida al final de los tiempos.

A las palabras de los hombres, es prudente ponerlas en tela de juicio, ya que pueden contener errores involuntarios o mentiras. Pero cuando Dios se revela, hay que prestarle "la obediencia de la Fe" (Rom.16,26) porque Dios ni quiere ni puede equivocarse y equivocarnos. Ante la Palabra de Dios, todas las demás intentonas del hombre por conocerle, pierden su importancia.

LA INSPIRACIÓN DIVINA

Las verdades reveladas por Dios, que se contienen en la Biblia, fueron escritas por inspiración del Espíritu Santo.

Dios eligió a hombres que inspiró, usando ellos de sus propias facultades, conocimientos y medios, de modo que obrando Dios en ellos y por ellos, escribieron como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería.

Hay que confesar, por tanto, que todo lo que los autores humanos de la Biblia afirman, es afirmado por el Espíritu Santo y por consiguiente es Palabra de Dios.

LA INTERPRETACIÓN DE LA BIBLIA

Habiendo hablado Dios en la Sagrada Escritura por medio de hombres y a manera humana, hay que saber interpretar lo que Dios quiso comunicarnos. De ahí la importancia de conocer y distinguir los "géneros literarios" de la Biblia. La verdad revelada puede expresarse de diversas maneras si se trata de libros históricos, proféticos, poéticos u otros géneros literarios.

El intérprete debe investigar el sentido que intentó el autor del libro en cuestión, según las condiciones de su tiempo, de sus circunstancias y cultura, de los géneros literarios usados en su época. Por eso la Iglesia Católica ha puesto tanto empeño en el estudio de la Sagrada Escritura. Leer la Biblia es fácil, comprenderla o interpretarla no.

La misma Biblia nos pone en guardia en contra de interpretaciones privadas. San Pedro en su segunda carta nos advierte: "Sépanlo bien: nadie puede interpretar a su gusto una profecía de la Escritura, ya que ninguna profecía proviene de una decisión humana, sino que los hombres de Dios hablaron movidos por el Espíritu Santo". (2 Pe.1,20).

En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos el pasaje de un etíope que leía en su carruaje al Profeta Isaías y cuando San Felipe le pregunta si entiende lo que va leyendo, contesta con sencillez: "Si nadie me lo explica, cómo lo voy a entender' (Hech.8,31).

LENGUAJE ORIGINAL Y TRADUCCIONES DE LA BIBLIA.

La mayoría de los libros del Antiguo Testamento fueron escritos en Hebreo, salvo algunos pasajes de Daniel y de Esdras, que lo fueron en Arameo y algunos libros sapienciales en Griego.

Los del Nuevo Testamento fueron escritos por lo general en Griego, que era la lengua popular de los primeros siglos de Cristianismo. El Evangelio de San Mateo fue redactado en arameo.

La primera traducción del Antiguo Testamento fue hecha tres siglos antes de Cristo por orden del rey de Egipo Ptolomeo Philadelfo que encomendó a 70 sabios tradujeran al griego 39 libros escritos en Hebreo y por eso se llama la "Traducción de los Setenta".

Las primeras traducciones al Latín se hicieron en el Norte de Africa cerca del año 250 d.C. y después otras en la Galia, la actual Francia. Fue sin embargo el gran San Jerónimo el que revisó en 383 el texto antiguo de los Evangelios y después en 384, emprendió una versión latina de todo el Antiguo, Testamento. Es la traducción conocida como la "Vulgata".

Es comprensible cómo antes de la invención de la imprenta, pocas personas podían darse el lujo de poseer una Biblia completa. Tenemos en los museos Biblias hermosísimas, enormes, escritas a mano e ilustradas espléndidamente, pero eran privilegio de catedrales, monasterios o personas de la nobleza. Además había muchos cristianos analfabetas que dependían totalmente de la predicación oral de los sacerdotes y religiosos.

Con la llegada de la imprenta en el siglo XV, se empezaron a publicar Biblias en diversos idiomas. Ya 50 años antes de que Lutero en 1522 tradujera el Nuevo Testamento al alemán, la Iglesia había publicado en ese mismo idioma nada menos que 16 ediciones completas.

Las versiones en español no tardaron en aparecer siendo las más conocidas las de Felipe Scio de San Miguel y las Félix Torres Amat, pero gracias sobre todo al Concilio Vaticano II que impulsa fuertemente al estudio de la Sagrada Escritura, abundan las traducciones en nuestro idioma: la Biblia de Jerusalén, Straubinger, Nacar-Colunga, Latinoamericana, Mateos-Schokel, etc...

La versión en la cual nos hemos inspirado para elaborar este Folleto EVC, ha sido la LATINOAMERICANA, que mucho recomendamos porque ha sido preparada con nuestro modo de hablar (aunque en algunos casos no sea muy elegante) y sus notas explican muchas cosas para la gente sencilla. El orden de los libros también es el de esta versión, ya que puede variar en las diversas ediciones.

Los protestantes de habla hispana se basan mucho en una traducción realizada por Cipriano de Valera en el siglo XVI y de Estados Unidos de Norteamérica cada iglesia o secta tiene su versión, algunas de muy dudosa calidad. Además, en algunas ediciones protestantes, han suprimido mañosamente algunos libros, como los Macabeos que afirman la existencia del Purgatorio y que ellos niegan, aduciendo que no son inspirados. Dichas Biblias deben ser rechazadas por no tener el Imprimátur de la Iglesia Católica.

LOS LIBROS DEL ANTIGUO TESTAMENTO

El Antiguo Testamento tiene libros de distinto carácter, pudiendo clasificarse en Históricos, Proféticos y Sapienciales, aunque en algunos libros se entremezclan dichos caracteres.

LIBROS HISTÓRICOS

Los Primeros cinco son llamados el Pentateuco: Génesis, Exodo, Levítico, Números y Deuteronomio.

GENESIS: Lo primero que aprendimos en el Catecismo para prepararnos a la Primera Comunión, es el relato de la Creación con la caída de nuestros primeros padres y la promesa del Salvador. Todo eso está en los primeros 11 capítulos de este libro, pero es importantísimo tener en cuenta de que no se trata de una historia en el sentido moderno de la palabra, ya que no es la descripción de hechos históricos. Son relatos alegóricos, comparaciones (como las Parábolas de Jesucristo) que encierran verdades religiosas de gran profundidad. Los personajes Adán, Eva, Noé, etc. representan en realidad a los hombres de ayer y de hoy.

El propósito de estos capítulos es enseñarnos el sentido de la historia y del mundo en que vivimos. El Universo, ¿de dónde, para qué? ¿Qué es el hombre? ¿Porqué la muerte? ¿Qué es el pecado? ¿Quién es Dios?

El Génesis no tuvo un solo autor sagrado sino varios que recogieron textos más antiguos de los Babilonios pero les dieron un sentido nuevo para que expresaran los designios de Dios sobre la Creación.

Tomar en sentido literal estos relatos lleva a muchos a un conflicto indebido entre Fe y Ciencia, ampliamente aprovechado por los maestros de la escuela laica para apartar a sus alumnos de la Iglesia.

A partir del capítulo 12, el Génesis nos pone ya en contacto con personajes de carne y hueso, como el Patriarca Abraham. Podemos decir que se trata de historia aunque con las reservas del estilo usado en aquellos tiempos. Es el nacimiento del Pueblo de Dios y de la Alianza que Dios hace con los hombres.

EXODO: El libro del Exodo es el corazón del Antiguo Testamento. Nos relata la salida del Pueblo de Israel de Egipto, liberado de la esclavitud por "el brazo fuerte de Dios". Cinco siglos han pasado desde los tiempos de Abraham e Israel se ha asentado para sobrevivir en el fecundo delta del río Nilo, donde ha prosperado. En tiempos del Faraón Ramsés II, son oprimidos y explotados cruelmente. Dios escucha sus gemidos y los libera suscitando un gran líder: Moisés.

La liberación, el éxodo relatado en este libro, se realiza la noche de la primera Pascua, que sigue siendo la celebración litúrgico más importante tanto de judíos como de cristianos.

El texto está formado por varias versiones antiguas y aunque tienen gran valor histórico, contienen ampliaciones de tipo poético o exageraciones de tinte épico. lmportantísimo es el capítulo 20, en donde se relata la proclamación de la Ley de Dios, LOS DIEZ MANDAMIENTOS, en el monte Sinaí. Dios, además de liberar a su Pueblo de la esclavitud de Egipto, lo libera con su ley de la peor de las esclavitudes: el pecado.

LEVITICO: Tanto la Sagrada Familia como el mismo Jesucristo, vivieron y cumplieron "la ley de Moisés". Israel es un pueblo con una religión muy bien organizada, con autoridades religiosas, fiestas e ideas muy precisas de lo que agrada a Dios.

La mayoría de las leyes de la Biblia están en el Levítico, los Números y el Deuteronomio, Al Levítico se le nombró así porque contiene las Leyes que los sacerdotes de la tribu de Leví debían conocer, practicar y enseñar y contiene tres partes:

Ley de los Sacrificios: capítulos 1 al 8

Ley referente a lo puro y lo impuro: 11 al 15

Ley de la santidad: 17 al 23.

San Pablo nos enseña cómo la Ley era propia de la cultura judía y no se debía imponer a los paganos que se convertían a Cristo.

NUMEROS: Este libro toma su nombre porque empieza por las cifras de un censo del pueblo hebreo. Para él vale lo que se dijo para el Levítico: los censos, sucesos y declaraciones de Yahvé a Moisés son solamente una manera de presentar las leyes que reunieron o redactaron los sacerdotes después de él.

Los capítulos 11 al 14 y 20 al 25 conservan tradiciones y recuerdos muy antiguos referentes al tiempo del desierto, completando lo leído en Exodo.

DEUTERONOMIO: Este libro fue redactado en el siglo VII antes de Cristo, más de 500 años después del encuentro de Moisés con Dios. Israel ha sufrido muchos reveses y la ley había sido olvidada en el templo durante la persecución de Manasés. Fue redescubierta en 622 A.C. y originó la reforma de Josías.

Los autores del Deuteronomio ponen en boca de Moisés los discursos que ellos mismos dirigían al pueblo y le atribuyen las advertencias y las leyes que lo podían salvar. Recoge la predicación de los profetas referente a la justicia y al amor. Es el primer esfuerzo que se haya hecho en el mundo para crear una sociedad solidaria y fraternal.

JOSUE: Moisés condujo a los Israelitas hasta las llanuras de Moab, al otro lado del Jordán. A pesar de la recia dirección de Moisés, Israel no era todavía una nación organizada: era el agrupamiento de varias tribus o familias unidas en una común aventura. Será Josué, después de la muerte de Moisés, el líder que condujo al pueblo a la Tierra Prometida instalándose muchas veces pacíficamente entre las ciudades fortificadas de los cananeos. Vivieron al lado de agricultores y pastores y se relacionaron con ellos, adoptando en muchos casos sus costumbres y hasta sus dioses, corriendo el peligro de desaparecer como pueblo.

Los que salvaron a Israel de la desaparición, fueron un grupo de valientes que con Josué a la cabeza, decidieron conquistar las ciudades de Canaán, conquista que consumaría dos siglos más tarde el rey David.

El libro fue redactado por los profetas en el siglo VII antes de Cristo, cinco siglos después de Josué, reuniendo documentos sin el propósito de narrar una historia exacta y completa.

JUECES: Este libro narra los problemas de Israel para instalarse en la tierra de Canaán, dejando de ser solamente pastores itinerantes para convertirse en agricultores. Se destaca sobre todo la tentación de la idolatría, rodeados como estaban de cananeos paganos, entregados al culto de los Baales con ritos de prostitución sagrada, todo ello muy atractivo.

Surgen entonces hombre llamados Sofetim, que quiere decir Jueces y Jefes, aunque nunca se sentaron en un tribunal. En medio de las crueldades de asesinar a un rey enemigo o guerrear contra los filisteos, Israel vio en ellos a sus salvadores e instrumentos de la justicia de Dios.

Las hazañas de los Jueces, fueron motivo de alegría para aquellos que las relataban y las transformaron poco a poco en leyendas. La secuencia de los acontecimientos es la siguiente:

- Los israelitas se apartan de Yahvé y caen en la idolatría.

- Por eso, Dios los entrega en manos de sus enemigos.

- Los israelitas reconocen sus errores y claman a Yahvé.

- Dios responde en la persona de un libertador.

SAMUEL: El libro de Samuel está dividido en la Biblia en dos y nos descubre la obra de Dios en el corazón de los hombres y la manera como estos cooperan al reino de Dios. Con serenidad se narran tanto las hazañas como las faltas de David, que siendo débil en algún momento, es sin embargo, modelo de creyente. La profecía de Natán será decisiva para el porvenir: el reinado de David en Jerusalén y Palestina, desembocará en el Reino universal de Dios: Jesucristo, Hijo de David, es el Rey del Universo.

REYES: David tomó Jerusalén 1000 años antes de Cristo y a la muerte de su hijo Salomón, el Pueblo de Dios, en 932, se dividirá. El reino del norte, llamado de Israel, durará tan solo dos siglos mientras que el sur, Judá, durará hasta 587, año de la destrucción de Jerusalén, del Templo y del Destierro a Babilonia por Nabucodonosor. Abarca el libro cuatro siglos en total.

Es un tiempo muy importante porque surgen los grandes Profetas, Isaías, Jeremías, etc. y un grupo de profetas que narran gran parte de la historia del Pueblo de Dios. Los capítulos referentes a Elías y Eliseo forman un conjunto aparte.

CRONICAS: El autor de las Crónicas quiso demostrar que el porvenir del pueblo judío dependía de la fidelidad a la Ley de Moisés y a las prescripciones del culto. Repite lo que ya estaba relatado en Samuel y los Reyes acerca del pueblo de Judá, haciendo a un lado totalmente lo acontecido en el reino de Israel.

El provecho que el creyente puede sacar de este libro un tanto aburrido es la certeza de que lo importante es cumplir la voluntad de Dios: lo demás vendrá como regalo suyo.

ESDRAS Y NEHEMIAS: Cuando Nabucodonosor invadió Palestina, se llevó a Babilonia secuestrados a los principales de los judíos el año 587. El destierro en Babilonia duró hasta 538, pero no toda la población fue desterrada: quedaron en Palestina pequeños agricultores sin jefes ni responsables espirituales. La nación desapareció prácticamente pero resurgió gracias a los desterrados que volvieron liberados por el persa Ciro en 538 y se organizaron bajo la dirección de Esdras y Nehernías.

El peligro al regresar era que al encontrarse entre extranjeros y judíos poco conscientes de su misión, se perdiera el entusiasmo. Esdras y Nehemías los mantuvieron unidos entre sí sobretodo entorno a la obra bíblica reuniendo por primera vez todos los libros sagrados y hacerlos la base de la religión. Esdras dió los rasgos propios a la comunidad manteniéndolos apartados de los gentiles como un pueblo consagrado a Dios.

MACABEOS: Después de Esdras y Nehemías, bajo el imperio Persa los israelitas pudieron vivir en paz y establecer sus comunidades comerciales por todo el Mediterráneo. Pero cuando Alejandro Magno se adueñó de todo el mundo conocido, la cultura griega fue impuesta por sus sucesores. Los Tolomeos fueron condescendieses con la religión y costumbres de los israelitas, pero en el año 197 A.C. Los Antíocos desataron una feroz persecución. Fue cuando surgieron los Macabeos que preferían la muerte antes que renegar del Dios de sus padres. Estos dos libros, nos relatan las hazañas de los cinco hermanos Macabeos entre los años 170 al 130 a.C.

LIBROS PROFETICOS

En el Pueblo elegido se produjo un fenómeno único: Dios habla al hombre por medio de los profetas, para educarlo en la Fe, orientarlo a su plenitud, corregir sus desviaciones, preparar la venida del Hijo de Dios.

ISAIAS: El más grande de los Profetas es sin duda Isaías, no tan solo por la extensión de sus escritos, sino por el mensaje que entrega y la belleza incomparable de sus poemas.

Isaías vivió siete siglos antes de Cristo, cuando Israel se vió envuelto en las guerras entre Asur y Egipto. Por los años 701 - 691, Senaquerib, rey de Asur, viene a someter a Judá. El rey Ezequías, animado por Isaías, le resiste y sucede la célebre liberación milagrosa de Jerusalén.

No todo el libro de Isaías fue escrito directamente por él, ya que fue completado por sus discípulos siglo y medio más tarde.

De importancia excepcional en este libro son la profecía del Mesías nacido de una Virgen y el poema del Siervo de Yahvé, que rompe con los esquemas mentales que los judíos tenían de un Mesías guerrero y liberador de imperios temporales.

JEREMIAS: Un muchacho de Anatot, llamado Jeremías, recibe de Dios el llamado en 626 a.C. de profetizar no tan solo a Israel, sino a todas las naciones. Y no tan solo para predicar, sino para "arrancar y destruir, edificar y plantar". Se trata de acelerar la historia, apresurar la venida de Jesucristo.

En algunas versiones Bíblicas aparecen las "Lamentaciones de Jeremías" como un libro aparte y es por eso que los libros de la Biblia pueden ser 72 o 73.

EZEQUIEL: Las palabras duras que Ezequiel pone en boca de Dios, no deben hacernos olvidar otras páginas de la Biblia en que Dios nos habla con cariño. Un verdadero padre, también debe corregir y castigar al hijo que se ha portado mal. Así sucedió con el Pueblo de Israel.

Ezequiel es un joven sacerdote que fue deportado en 598 y anunciando la destrucción de naciones extranjeras, profetiza el retorno de Israel a Jerusalén porque Dios no quiere que su Pueblo desaparezca.

OSEAS: El amor de Dios por la humanidad es expresado en el libro de Oseas comparándolo con el amor conyugal. Y así como el Profeta sufre en carne propia las infidelidades de su esposa y es obligado a perdonar, Dios perdona los desvaríos de su Pueblo y perdona una y otra vez.

En el capítulo 14 se abre una esperanza para el futuro.

JOEL: Los Profetas saben que lo que pasa es providencia divina y ante la devastación de una plaga de langostas, Yahvé hace oír su voz. Joel es quien anuncia el día de Pentecostés.

AMOS: Ocho siglos antes de Cristo, Amós un humilde pastor es enviado por Dios a denunciar la injusticia social reinante: mientras algunos nadan en la riqueza, el pueblo padece miseria. Amós nos revela a un Dios que defiende el derecho de los pobres.

ABDIAS: Escrito probablemente entre el año 500 a.C. y antes de la conquista de Edom en el año 312. Sus poemas están llenos de gritos de venganza que en el fondo demuestran su fe en la justicia de Dios.

JONAS: El autor del libro de Jonás bien merece el título de Profeta, ya que en este relato no histórico sino semejante a las parábolas de Jesucristo, habla de verdades que olvidaban los de su tiempo. No critica a los idólatras sino más bien a los judíos que encerrados en su nacionalismo, olvidaban que Yahvé es Dios para todos los hombres del mundo.

MIQUEAS: Es contemporáneo de Isaías pero es hombre de campo al que Dios llamó y le dio "fuerza, justicia y valentía" para denunciar los pecados de Israel y anunciar la prosperidad de Jerusalén en tiempos futuros.

NAHUM: Nahúm es un Profeta patriótico y además poeta. Vivió cuando el Imperio Asirio se desmoronaba. Muchos pueblos los odiaban, entre ellos los Judíos, cuando en 612 a.C. los Medos y los Babilonios destruyeron Nínive, capital de los Asirios. Nahúm nos dice que Dios es quien gobierna la historia de los pueblos.

HABACUC: Es el Profeta que se atreve a pedirle cuentas a Dios, Su justicia no se ve clara: de una opresión, Israel pasa a otra peor. Yahvé nos pide solamente que nos mantengamos fieles.

SOFONIAS: Por el año 630, Sofonías habla para decir que la paciencia de Yahvé no soporta más y va a destruir a Jerusalén. Pero también anuncia que Dios va a formar un "pueblo de pobres" en medio de los cuales vivirá.

AGEO: Encabeza a los Profetas posteriores al destierro. Habiendo pasado la prueba, la comunidad judía debe reconstruir antes que nada el Templo. La madurez del pueblo se dará en la fidelidad a la Ley y al culto.

ZACARIAS: Participa como Ageo en la "restauración" del pueblo y del Templo 520 a.C. El Templo es un símbolo: un tiempo nuevo ha empezado y hay que preparar el Día de Yahvé.

MALAQUIAS: Interviene para corregir varias costumbres malas de la comunidad. Yahvé discute con los razonadores que le piden cuentas y no reconocen su amor.

DANIEL: Fue costumbre en dos siglos anteriores a Cristo, hablar de los hechos que estaban sucediendo como si Dios los hubiera dado a conocer en tiempos anteriores. Es el caso del libro de Daniel que en realidad fue escrito en tiempo de los Macabeos durante la persecusión de Antíoco Epifanes. El mensaje puede resumiese así:

- La gran persecución contra los judíos hace parte del plan de salvación.

- No conseguirán destruir al pueblo creyente.

- Después de la persecución vendrá el Reino dé Dios.

Es una ficción literaria en donde por medio de visiones, números misteriosos, colores simbólicos, etc., (estilo apocalíptico) se afirma que el plan de Dios se está cumpliendo.

Muy importante es el pasaje en que el texto habla del Hijo del Hombre (7,9-14), título que Jesús se aplica en varias ocasiones. Se afirma igualmente la resurrección de los muertos (1 2,1-3) y en 9,21-27 hay una profecía que se ha prestado para especular acerca del fin del mundo, pero que en realidad está relatando los hechos sucedidos entre 587 y 171 a.C. Es inútil. manipular las crifras para calcular el fin del mundo que ni el mismo Cristo quiso revelar.

LIBROS SAPIENCIALES

JOB: Como en el caso de Jonás, Job es un personaje no histórico. El autor aborda uno de los interrogantes más preocupantes de la humanidad: el mal. Reducido Job a la más terrible de las miserias, este bellísimo poema nos lleva a reflexionar sobre lo insatisfactoria que es la vida del hombre.

Job clama a Dios con toda su fuerza y la respuesta de Dios no deja de ser asombrosa.

PROVERBIOS: Todos los pueblos, de cualquier tiempo, han tenido hombres que reflexionan sobre las cosas de la vida: la riqueza, la fortuna, la conducta de los hombres, etc. En Israel, en tiempos de Salomón, se desarrolló la literatura sapiencial y surgió el libro de los Proverbios. Es Palabra de Dios, como los libros proféticos, pero de otro tipo. la mayor parte del libro es muy antigua, pero se extiende hasta el siglo II a.C. Es célebre el capítulo 8.

ECLESIASTES: El autor de este curioso libro vivió probablemente entre los siglos IV y III a.C. y toma el seudónimo de "Eclesiastés" personificándolo como el Rey Salomón, notable por su sabiduría. El tono un tanto pesimista resalta las deficiencias y limitaciones del ser humano, invitándolo a vivir plenamente el día presente y dejando el resto en manos de Dios.

CANTAR DE LOS CANTARES: Una pareja de enamorados dialoga como en un sueño lleno de figuras sensuales sin mencionar siquiera a Dios y sin embargo este libro es parte de la Biblia. El amor humano no era cantado así en las culturas de oriente. El Cantar nos entrega el mensaje religioso de toda la Biblia, que es la búsqueda del amor. Todo amor verdadero viene de Dios y es algo de Dios.

RUTH: Esta encantadora novela nos entrega una tradición muy antigua que afirmaba que entre los antepasados de David, había una mujer extranjera, moabita. Nos relata la cultura sencilla de los campesinos y abre el nacionalismo celoso propiciado por Esdras, al aceptar a una extranjera en la comunidad de Dios.

ESTER: Las novelas reflejan con personajes ficticios, situaciones históricas, angustias o logros, modos de pensar en un momento dado. Es lo que sucede con Ester: habían muchos Judíos en países extranjeros, lejos del templo, siempre en peligro, discriminados y perseguidos, sostenidos en la fe tan solo por la Palabra de Dios. Gracias a la intervención de Mardoqueo y Ester, el pueblo judío es salvado del exterminio.

TOBIAS: Como el libro de Ester, Tobías es una novela bellísima que nos deja ver muchas de las costumbres y virtudes, no exentas de peligro, del pueblo de Israel. Valores como la fidelidad a Dios, la familia, honestidad, paciencia en las penas, confianza en Dios, etc... se entretejen hacia un final feliz.

JUDIT, Cuando el pueblo fuera fiel a la Ley, Dios lo defendería de sus enemigos (Gén.12,2-3). En esta novela, Dios suscita a una mujer, Judit, para que con tanta astucia como heroísmo, libere a Israel del peligro que lo amenazaba.

BARUC: Es de los últimos libros escritos antes de Cristo en una de esas comunidades judías que vivían fuera de Palestina, Como tiene algunos párrafos al estilo de Jeremías, se le atribuyó falsamente a su secretario Baruc.

SABIDURIA: la cultura griega había llegado a Palestina a partir de Alejandro Magno, y el Pueblo de Dios, sin renunciar a la Revelación, tiene que presentarla de una manera nueva, dando una respuesta a la angustiosa cuestión del mal, del dolor y de la muerte. Habla de la existencia de Dios (cap. 13) inspirando a San Pablo. Fue escrito en Egipto entre 80 y 50 a.C.

SIRACIDES: También llamado "Eclesiástico", fue escrito dos siglos antes de Cristo por Jesús-Ben-Sirá (hijo de Sirá) y muestra una síntesis de las tradiciones y enseñanzas de los sabios de Israel. Era necesario rescatar a sus contemporáneos que atraídos por la cultura griega, consideraban anticuada a la religión judía.

Ningún pueblo aparte de Israel, tiene la"sabiduría" venida de Dios. La Ley de Dios lleva a una vida personal y social más humana, más inteligente y responsable.

SALMOS: ¡Cuánto se ha escrito acerca de esta colección de 150 oraciones inspiradas, de gran contenido poético! Tanto Israel como la Iglesia han orado por más de 3000 años con el Salterio que contiene himnos, acciones de gracias, súplicas colectivas o individuales o lamentaciones.Escritos por varios autores (algunos salmos se atribuyen al Rey David), en circunstancias diversas del Pueblo de Dios, no siempre es fácil su comprensión o rezar con ellos, pero siempre encontraremos el modo de orar aplicándolos a nuestras propias vidas y vicisitudes.

"En los Libros Sagrados, el Padre que está en el Cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos".

Canon del Antiguo Testamento

I. Canon del Antiguo Testamento

A. El canon de los judíos palestinos
B. El canon entre los judíos de Alejandria

II. El canon del Antiguo Testamento en la Iglesia Católica

A. El canon Antiguo Testamento (Incluyendo los Deuteros) en el Nuevo Testamento
B. El Canon del Antiguo Testamento en la Iglesia de los tres primeros siglos
C. El canon del Antiguo Testamento durante el siglo cuarto y la primera mitad del quinto
D. El canon del Antiguo Testamento desde la mitad del siglo quinto al fin del siglo séptimo
E. El canon del Antiguo Testamento durante la Edad Media
F. El canon del Antiguo Testamento y los concilios generales

III. El canon del Antiguo Testamento fuera de la iglesia

A. Entre los ortodoxos orientales
B. Entre los protestantes

I. Canon del Antiguo Testamento

La forma como se ha aplicado la palabra canon a las Escrituras ha tenido desde hace mucho un significado especial y sagrado. En su sentido más amplio significa la lista autorizada o el número definido de los escritos compuestos bajo inspiración divina y destinados al bienestar de la Iglesia, utilizando esta última palabra en el sentido amplio de la sociedad teocrática que empezó con la revelación que hizo Dios de si mismo al pueblo de Israel y que encuentra su madurez y perfección en el organismo católico. El canon bíblico total, por tanto, consiste del Antiguo y del Nuevo Testamentos. La palabra griega kanon significa primariamente una caña o vara de medición. Por analogía esa palabra fue usada por los escritores de la antigüedad, tanto profanos como religiosos, para denotar una regla o medida. Encontramos la primera aplicación del sustantivo en la Escritura Sagrada, hecha por San Atanasio, en el siglo IV. A causa de sus derivaciones, el Concilio de La odisea, en el mismo período, habla de kanonika biblia. Atanasio usa las palabras biblia kanonizomena. La última frase prueba que el sentido pasivo de canon- colección definida y reglamentada- ya estaba en uso entonces y que es esa connotación de la palabra la que ha prevalecido en la literatura eclesiástica.

Los términos protocanónico y deuterocanónico, de uso frecuente entre los teólogos y exegetas católicos, piden una palabra de advertencia. Dichas palabras no son gratuitas ni se puede inferir de ellas que la Iglesia ha poseído dos cánones bíblicos distintos en forma sucesiva. Sólo se puede hablar de un primer y un segundo canon en forma parcial y restringida. “Protocanónico” (de protos, primero) es una palabra convencional que señala aquellos escritos que han sido siempre aceptados sin discusión. por el cristianismo. Los libros protocanónicos del Antiguo Testamento corresponden a los de la Biblia hebrea y al Antiguo Testamento reconocido por los protestantes. Los deuterocanónicos (deuteros, segundo) son aquellos cuya autenticidad fue debatida por alguna razón, pero que desde hace mucho tiempo ganaron un lugar seguro en la Biblia de la Iglesia Católica, aunque los protestantes consideran “apócrifos” los que quedaron incluidos en el Antiguo Testamento. Esos libros son siete: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, Sabiduría, I y II de Macabeos. También algunas adiciones a los libros de Ester y Daniel.

Se debe hacer notar que protocanónico y deuterocanónico son términos modernos que no fueron usados sino hasta el siglo XVI. Dado que son palabras muy largas, la última de ellas (usada con mayor frecuencia) se abreviará en su forma deutero en el presente trabajo. El objeto de un artículo respecto al canon sagrado se puede ver ahora convenientemente delimitado al proceso de

lo que se puede afirmar sobre el proceso de recopilar los escritos sagrados en cuerpos o grupos tales que, desde su inicio mismo, han sido objeto de un cierto grado de veneración;

las circunstancias y formas en que dichas recopilaciones fueron canonizadas o juzgadas como poseedoras de una calidad singularmente divina y autoritativa;

las vicisitudes que ciertas composiciones sufrieron en la opinión de personas o localidades antes de que se estableciera universalmente su carácter escriturístico.

De ese modo podemos concluir que la canonicidad es algo correlativo a la inspiración, al constituir la dignidad extrínseca que pertenece a los escritos que han sido declarados oficialmente como poseedores de origen y autoridad divinos. Es muy probable que cada libro pasaba a formar parte de una colección sagrada y alcanzaba una posición canónica de acuerdo a la fecha temprana o tardía en que era escrito. De ahí parten las apreciaciones tradicionalistas o críticas (sin querer con ello implicar que los tradicionalistas no puedan ser críticos) respecto al paralelismo del canon, que igualmente reciben influencia de sus respectivas hipótesis acerca del origen de los elementos que lo componen.

A. El canon de los judíos palestinos

(Los libros protocanónicos)

Ya se insinuó que existen un Antiguo Testamento menor, o incompleto, y uno mayor, o completo. Ambos nos fueron transmitidos por los judíos. El primero, por los judíos palestinos; el segundo, por los alejandrinos o helenistas.

La actual Biblia judía está compuesta por tres divisiones, cuyos títulos combinados forman el nombre completo de las escrituras del judaísmo: Hat-Torah, Nebiim, wa-Kethubim, o sea la Ley, los Profetas y los Escritos. Esta es una tríada muy antigua; se cree que fue establecida hace mucho en la Mishnah, o código judío de leyes sagradas no escritas y que fue escrita finalmente alrededor del año 200 d.C. Un agrupamiento semejante es mencionado en las palabras del mismo Cristo en el Nuevo Testamento, en Lc. 24,44: “Todas las cosas que fueron dichas respecto de mí deben ser cumplidas, las que se encuentran escritas en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”. Si vamos al prólogo del Eclesiástico, que fue fijado en éste cerca del año 132 a.C., encontramos que se mencionan “la Ley, los Profetas y otros que los han sucedido”. La Torah, o ley, consiste de los cinco libros mosaicos: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Los Profetas fueron subdivididos por los judíos en Profetas Anteriores (i.e. los libros profético-históricos: Josué, Jueces, Samuel, [Reyes I y II], y Reyes [Reyes III y IV], y Profetas Posteriores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y los doce profetas menores, a los que los hebreos cuentan como un solo libro). Los Escritos, mejor conocidos por un título prestado de los Padres Griegos, Hagiographa (escritos sagrados), abarcan todos los libros restantes de la Biblia hebrea. Nombrados en el orden en el que aparecen en el texto hebreo actual, son: Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras, Nehemías, o Esdras II, Paralipomenon.

Postura tradicional del canon de los judíos palestinos.

Proto-canon.

Opuestos a las visiones más recientes de algunos estudiosos, los conservadores no admiten que los Profetas y los Hagiographa representen dos etapas sucesivas de la formación del canon palestino. Según la vieja escuela, el principio rector de la separación entre los Profetas y los Hagiographa no era de naturaleza cronológica, sino algo que se encuentra en la naturaleza misma de las respectivas composiciones sagradas. Esa literatura quedó agrupada en los Ké-thubim, o Hagiographa, ninguno de los cuales era producción directa del orden profético, o sea, de los personajes comprendidos en los Profetas Posteriores, ni tampoco contenía la historia de Israel interpretada por los mismos maestros profetas: narraciones clasificadas como Profetas Anteriores. El profeta Daniel fue relegado a los Hagiographa como si fuera solamente una obra del don de profecía, pero no como la obra del oficio permanente de profeta. Los mismos estudiosos conservadores del canon- hoy día con escasa representación fuera de la Iglesia- defienden, en lo que toca a la inclusión en la literatura israelita de los documentos que conforman esos grupos, fechas muy anteriores a las admitidas generalmente por los críticos. Para ellos, la terminación práctica, no la formal, del canon palestino se ubica en la era de Esdras (Ezra) y Nehemías, a mediados del siglo V a. C., aunque por otra parte, siempre fieles a la autoría mosaica del Pentateuco, insisten en que la canonización de los cinco libros sucedió poco después de su composición.

Habida cuenta que los tradicionalistas infieren la autoría mosaica del Pentatecuco a partir de otras fuentes, pueden encontrar prueba de una colección más temprana de esos libros en Deuteronomio 31, 9-13, 24-26, donde se trata acerca de un cierto libro de la ley, entregado por Moisés a los sacerdotes con el mandato de guardarlo en el Arca y de leerlo al pueblo en la fiesta de los Tabernáculos. Pero el esfuerzo por identificar este libro con el Pentateuco entero no convence a quienes se oponen a la autoría mosaica.

El resto del canon Palestino-judío

Sin estar totalmente seguros del tema, quienes abogan por las posturas antiguas consideran muy posible que se hayan hecho varias adiciones al repertorio sagrado en el período que va de la canonización de la Torah mosaica, descrita más arriba, al exilio (598 a.C.). Para ello citan, especialmente, a Isaías, 34,16; II Paralipómenos, 29,1; Daniel, 9,2. Respecto al período que siguió al exilio babilónico, los conservadores arguyen con más seguridad. Se trata de una era de construcción, un parte aguas en la historia de Israel. La terminación del canon judío, mediante la adición de los Profetas y de los Hagiographa como cuerpos de la Ley, se atribuye a conservadores como Esdras, el sacerdote-escriba y líder religioso de ese período, apoyado por Nehemías, el gobernador civil, o al menos a la escuela de escribas fundada por el primero. (Cf. II Esdras, 8-10; II Macabeos, 2, 13, en el original griego). Favorece mucho más claramente la formulación hecha por Esdras de la Biblia Hebrea el famoso pasaje de Josefo, “Contra Apionem”, I, 8, en el que el historiador judío, quien escribe en el año 100 d. C., deja sentada su convicción, y de sus correligionarios- probablemente basada en la tradición-, de que las escrituras de los hebreos palestinos formaban una colección cerrada y sagrada que data de los días del rey persa Artajerjes Longiamanus (465-425 a.C.), un contemporáneo de Esdras. Josefo es el más antiguo escritor que numera los libros de la Biblia Judía. Su ordenamiento actual contiene 40; Josefo llegó artificialmente a 22, para coincidir con el número de letras del alfabeto hebreo, a través de combinaciones tomadas parcialmente de los Setenta. Los exegetas conservadores encontraron un argumento confirmativo en una afirmación del apócrifo libro IV de Esdras (XIV, 18-47), bajo cuyo legendaria cobertura ellos ven una verdad histórica. Ven otra más en una referencia encontrada en el texto Baba Bathra del Talmud babilónico sobre la actividad hagiográfica de los “hombres de la Gran Sinagoga”, y de Esdras y Nehemías.

Pero los escrituristas católicos que admiten un canon esdriano están lejos de admitir que Esdras y sus colegas pretendían cerrar la biblioteca sagrada para impedir cualquier futura intromisión. El Espíritu de Dios pudo, y de hecho lo hizo, soplar en los escritos posteriores, y la presencia de los libros deutero en el canon de la Iglesia responde a los teólogos protestantes de la generación anterior, quienes aseguraban que Esdras fue un agente divino elegido para determinar y sellar inviolablemente el Antiguo Testamento. Al menos en este punto los escritores católicos difieren del cauce del testimonio de Josefo. Y aunque existe lo que se podría llamar un consenso de los exegetas católicos del tipo conservador acerca de la formulación esdriana o cuasi esdriana del canon en la medida que el material existente lo permitía, no se trata de un acuerdo total. Kaulen y Danko, postulando una compilación posterior, son las excepciones entre los académicos mencionados.

Visiones críticas de la formación del canon palestino.

La Ley, los Profetas y los Hagiographa, sus tres cuerpos constitutivos, representan un grado de crecimiento y corresponden a tres períodos más o menos extensos. Los Hagiographa se encuentran separados de los Profetas por causas puramente cronológicas. La única división señalada por razones intrínsecas es el elemento legal del Antiguo Testamento, o sea, el Pentateuco.

La Torah, o Ley

Dicen los exegetas críticos que hasta el reinado de Josías y el descubrimiento del “libro de la Ley” en el templo, hecho que hizo época (621 a.C.), no había en Israel ningún códice legal escrito, ni ninguna otra obra que fuese reconocida universalmente como procedente de la suprema autoridad divina. Ese “libro de la Ley” era prácticamente idéntico al Deuteronomio, y su reconocimiento y canonización consistieron en el pacto solemne echo por Josías y el pueblo de Judá, según se describe en el IV libro de los Reyes, 23. Quedó demostrado por la evidencia negativa de los profetas anteriores y por la ausencia de factores debidos a la reforma religiosa decidida por Exequias (Hezekiah), que en Israel no se conocía previamente ninguna Torah sagrada escrita, mientras que ésta sí constituyó el motor principal de la reforma que realizó Josías. Finalmente, también lo demostró la sorpresa y consternación de este último gobernante al encontrar tal obra. Este argumento, de hecho, es el pivote del actual sistema de crítica del Pentateuco. Además, el tema va a ser desarrollado con mayor detalle en el artículo referente al Pentateuco. Como lo será, igualmente, la tesis que ataca la autoría mosaica y la promulgación de ese último libro en su totalidad. La publicación de todo el código mosaico, según la hipótesis dominante, no ocurrió sino hasta los días de Esdras, y está narrada en los capítulos VIII-X del segundo libro que lleva ese nombre. En ese contexto, debe mencionarse el argumento del Pentateuco samaritano para dejar establecido que el canon esdriano no adoptó nada fuera del Hexateuco, i.e., el Pentateuco más Josué. (Vea PENTATEUCO; SAMARITANOS.)

Los Nebiim o Profetas

No hay forma de aclarar directamente el tiempo o modo en que se terminó la segunda etapa del Canon Hebreo. La creación del mencionado Canon Samaritano (c. 432 a.C.) puede proporcionar un terminus a quo. Quizás un mejor punto de referencia sea la fecha de la terminación de la profecía cerca del fin del siglo quinto antes de Cristo. Para el otro terminus la fecha inferior es la del prólogo del Eclesiástico (c. 123 a.C.), que habla de la “Ley” y los “Profetas y los demás que los han seguido”. Pero compárese el mismo Eclesiástico, capítulos 46-49 para ver una fecha anterior.

Los Kéthubim, o Hagiographa, completan el Canon Judío.

Las opiniones de los críticos referentes a su fecha de redacción varían desde el año 165 a.C. a la mitad del siglo segundo de nuestra era (Wildeboer). Los estudiosos católicos Jahn, Movers, Nickes, Danko, Haneberg, Aicher, sin compartir las opiniones de los exegetas más avanzados, consideran que los Hagiographa hebreos no quedaron definitivamente terminados sino hasta después de Cristo. Es algo indiscutible que el carácter sagrado de ciertas partes de la Biblia palestina (Ester, Eclesiatés, Cantar de los Cantares) aún era puesto en duda por algunos rabíes en fecha tan tardía como el siglo segundo de la era cristiana (Mishna, Yadaim, III,5; Talmud Babilonio, Megilla, fol. 7). A pesar de las diferencias de fechas, los críticos concuerdan en que la distinción entre los Hagiographa y el Canon Profético es esencialmente cronológica. Se debe a que los Profetas ya habían formado una colección cerrada a la que no tenían acceso Rut, Lamentaciones y Daniel, aunque pertenecieran naturalmente a ellos y, consecuentemente, tuvieron que aceptar un lugar en la formación más nueva, los Kéthubim.

Los Libros Protocanónicos y el Nuevo Testamento

La ausencia de citas de Ester, Eclesiastés y Cántico se puede explicar razonablemente por su poca utilidad en los objetivos del Nuevo Testamento, y se justifica más por la ausencia de los dos libros de Esdras. Abdías, Nahum y Sofonías, aunque no son honrados directamente, quedaron incluidos en las citas de los otros profetas menores gracias a la unidad tradicional de esa colección. Por otro lado, términos muy frecuentes como “la Escritura”, las “Escrituras”, “las Sagradas Escrituras”, aplicadas en el Nuevo Testamento a otros escritos sagrados, nos pudieran hacer pensar que éstos ya formaban una colección fija. Pero, por su parte, la referencia en San Lucas a “la Ley, los Profetas y los Salmos”, aunque demuestra la fijación del Torah y de los Profetas como grupos sagrados, no nos garantiza la misma fijación para la tercera división, los Hagiographa judeo-palestinos. Si, como parece ser la verdad, el contenido exacto del catálogo amplio de las Escrituras del Antiguo Testamento (el que abarcaba los libros deutero), no puede ser establecido desde el Nuevo Testamento, no existe razón a fortiori para esperar que reflejase la extensión del canon judío, de menor amplitud. Estamos seguros que todos los Hagiographa fueron en algún momento, antes de la muerte del último apóstol, entregados en forma divina a la Iglesia como escrituras sagradas. Claro que esto lo sabemos como verdad de fe, por deducción teológica, no por la evidencia documental del Nuevo Testamento. Este hecho tiene fuerza en contra de la postura protestante que afirma que Jesús aprobó y transmitió en bloc la ya previamente definida Biblia de la sinagoga Palestina.

Autores y estándares de canonicidad entre los judíos

Aunque el Antiguo Testamento no revela noción formal alguna de inspiración, los judíos de los tiempos posteriores deben por lo menos haber poseído una idea semejante (cf. II Tim, 3,16; II Pe. 1,21). Se menciona el caso en el que un doctor talmúdico que distinguía entre una composición “entregada por la sabiduría del Espíritu Santo” y otra, presumiblemente creada por la simple sabiduría humana. Pero en lo tocante a nuestro claro concepto de canonicidad debemos decir que es un concepto moderno, del que ni siquiera el Talmud tiene evidencia alguna. Con el fin de definir un libro que no tenía lugar reconocido en la biblioteca divina, los rabíes hablaban de él como “manchas en las manos”, un término técnico muy curioso procedente quizás del deseo de impedir cualquier tocamiento profano del rollo sagrado. Sin embargo, a pesar de que entre los judíos no existía la idea formal de canonicidad, sí se daba el hecho. En cuanto a la fuente de canonicidad entre los antiguos hebreos, nos vemos forzados a asumir una analogía. Existen razones tanto psicológicas como históricas para rechazar la suposición de que el canon del Antiguo Testamento nació espontáneamente de una especie de reconocimiento público de los libros inspirados. Cierto, parece razonable pensar que el oficio profético en Israel contaba con sus propias credenciales, y que éstas se extendían en gran medida a sus composiciones escritas. El problema es que existían muchos seudo profetas en el país, lo que hacía necesario que hubiese alguna autoridad para separar los escritos proféticos genuinos de los falsos. Del mismo modo se hacía necesario un tribunal final que pusiese su sello sobre la variadísima y confusa literatura comprendida en los Hagiographa. La tradición judía, según lo describen los mencionados Josefo, Baba Bathra y los datos del seudo Esdras, indica la existencia una autoridad que funcionaba como árbitro final de qué era escriturístico y qué no. Se dice que el así llamado Concilio de Jamnia (c. 90 d.C.) había ya resuelto la disputa que existía entre las escuelas rabínicas rivales en torno a la canonicidad del Cántico. De modo que, mientras la intuición y la cada vez más reverente conciencia del elemento de la fe de Israel podía dar- y probablemente daba- un impulso general y una dirección a la autoridad, debemos concluir que fue la voz de la autoridad oficial la que realmente fijó los límites del canon hebreo, y aquí, hablando en forma muy general, los exégetas conservadores y los avanzados encontraban un terreno común. Sea como haya sido en el caso de los Profetas, la evidencia favorece mayoritariamente un período posterior para el caso del cierre de los Hagiographa. Un período en el que el cuerpo de los escribas dominaban el judaísmo, sentados sobre la “cátedra de Moisés”, y detentaban solitariamente la autoridad y el prestigio de tal actividad. El término “cuerpo de los escribas” ha sido utilizado en forma precautoria, bajo la sospecha grave y, a veces, el rechazo total de los académicos contemporáneos, para señalar la “Gran Sinagoga” de la tradición rabínica, pero este asunto cae fuera de la jurisdicción del Sanedrín. La clave para discriminar las obras canónicas de las no canónicas estaba influenciada por la Ley del Pentateuco. Este fue siempre el canon par excellence de los israelitas. Para los judíos de la Edad Media la Torah era el santuario más íntimo, el Santo de los Santos, mientras que los Profetas eran el Lugar Santo y los Kéthubim constituían únicamente el patio exterior del templo bíblico, y esta concepción medieval encontraba su fundamento en la preeminencia que los rabíes de la época talmúdica daban a la Ley. Desde el tiempo de Esdras la Ley, en cuanto era la parte más antigua del canon y la expresión formal de los mandatos de Dios, recibió el mayor grado de veneración. Los cabalistas del siglo segundo después de Cristo, y otras escuelas posteriores, veían en la otra parte del Antiguo Testamento una mera expansión e interpretación del Pentateuco. Por ello podemos estar seguros que la prueba mayor de canonicidad, al menos para el caso de los Hagiographa, era su conformidad con el canon par excellence, el Pentateuco. Es algo evidente, además, que ningún libro que no hubiese sido compuesto en hebreo, y que no poseyese las características de antigüedad y prestigio de la edad clásica, o algo de renombre por lo menos, no era admitido. Tales criterios son negativos y exclusivos, más que directivos. El empuje del sentimiento religioso y del uso litúrgico deben haber sido el factor decisivo en la decisión. Pero los criterios negativos eran parcialmente arbitrarios y la simple intuición no puede ser prueba definitiva de certificación divina. No fue sino mucho después que la Voz infalible habló, y fue para declarar que el canon de la sinagoga, aunque permanecía sin adulterar, estaba incompleto.

B. El canon entre los judíos de Alejandria

(Los libros deutorocanónicos)

La diferencia más notable entre las Biblias católica y protestante es la presencia en aquélla de ciertos escritos que faltan tanto en ésta como en la Biblia hebrea, la cual se convirtió en el Antiguo Testamento del protestantismo. Dichos escritos son siete: Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, I y II de Macabeos y tres documentos añadidos a los libros protocanónicos. Éstos son: el suplemento de Ester, del versículo 4 del capítulo 10 al final, el Cántico de los Tres Jóvenes en Daniel, 3, y las historias de Susana y los ancianos y de Bel y el dragón, que forman los capítulos finales de la versión católica de dicho libro. De esas obras, Tobías y Judit fueron escritos originalmente en arameo, quizás en hebreo; Baruc y Macabeos I, en hebreo; Sabiduría y Macabeos II fueron definitivamente compuestos en griego. Las probabilidades favorecen al hebreo como lengua original de la adición de Ester, y al griego como lengua del añadido de Daniel.

El viejo Antiguo Testamento griego conocido como los Setenta fue el vehículo que llevó esas escrituras adicionales a la Iglesia Católica. La versión de los Setenta era la Biblia de los judíos de habla griega, o helenistas, cuyo centro literario e intelectual se encontraba en Alejandría (vea SETENTA). De entre las copias existentes de esa versión las más antiguas datan de los siglos IV y V de nuestra era, lo cual nos dice que fueron elaboradas por manos cristianas. Sin embargo, los investigadores generalmente admiten que tales copias representan fielmente el Antiguo Testamento de acuerdo a como éste era conocido entre los helenistas o judíos alejandrinos de la era inmediatamente anterior a Cristo. Los venerables manuscritos de los Setenta varían un poco con respecto al canon palestino, mostrando con ello que en el círculo de los judíos alejandrinos el número admisible de libros extra no estaba determinado puntualmente por la tradición o la autoridad. Si bien los Macabeos están ausentes en el Codex Vaticanus (la copia más antigua del Antiguo Testamento griego), todos los manuscritos enteros contienen todos los escritos deutero. Donde los manuscritos de los Setenta muestran diferencias entre si, con la excepción ya mencionada, es en ciertos excesos que van más allá de los libros deutero. No deja de ser significativo que en todas las Biblias alejandrinas el orden hebreo tradicional es roto por la inserción de la literatura adicional entre los otros libros, en forma ilegal, con lo que aseguran a los escritos extra una importante igualdad de rango y privilegio. Conviene preguntarse acerca de los motivos que llevaron a los judíos helenistas a canonizar, virtualmenet al menos, esta considerable cantidad de literatura. Alguna de ella es muy reciente y se separa muy radicalmente del canon palestino. Algunos opinan que no fueron los alejandrinos sino los palestinos quienes se separaron de la tradición bíblica. Los escritores católicos Nickes, Movers, Danko y, más recientemente, Kaulen y Mullen, han defendido la posición de que originalmente el canon judío contenía todos los libros deuterocanónicos y que así se mantuvo hasta el tiempo de los apóstoles (Kaulen, c. 100 d.C.) cuando, a consecuencia de que los Setenta habían llegado a ser el Antiguo Testamento de la Iglesia, fue prohibido por los escribas de Jerusalén, movidos por su hostilidad a la generosidad helenista (según Kaulen, especialmente) y por la redacción griega de nuestros libros deuterocanónicos. Esos exégetas dan mucho realce a la afirmación de San Justino Mártir acerca de que los judíos habían mutilado la Sagrada Escritura. Tal afirmación no descansa sobre evidencia positiva. Aducen que ciertos libros deutero siempre han sido citados por doctores palestinos y babilonios con veneración e incluso como si fueran parte de las Escrituras. Pero las aseveraciones particulares de algunos rabíes no pueden pesar más que la constante tradición hebrea del canon, atestiguada por Josefo- aunque él se inclinaba al helenismo, y por el autor judeo-alejandrino del IV libro de Esdras. Nos vemos forzados a admitir que los líderes del judaísmo alejandrino mostraron una clara independencia de la tradición y autoridad de Jerusalén al permitir la ruptura de los límites sagrados del canon, fijado ya por los Profetas, al insertar un libro de Daniel ampliado y la epístola de Baruc. Si se asume que los límites de los Hagiographa palestinos permanecieron sin definir hasta una fecha relativamente tardía, entonces hubo mucho menos innovación al adicionar los otros libros, pero la eliminación de las líneas de la triple división revela que los helenistas estaban preparados para ampliar el canon hebreo o para crear ellos uno nuevo.

Estas innovaciones pueden explicarse humanamente a causa del espíritu libre de los judíos helenistas. Bajo la influencia del pensamiento griego ellos habían concebido una visión mucho más amplia de la inspiración divina que sus hermanos palestinos y se rehusaban a restringir las manifestaciones literarias del Espíritu Santo a un límite de tiempo y a la forma hebrea de lenguaje. El libro de la Sabiduría, decididamente helenista en su carácter, nos presenta una Sabiduría divina que fluye de generación en generación santificando a las almas y a los profetas. (7,27, en su versión griega). Filón, un pensador típicamente judeo-alejandrino, tiene incluso una noción exagerada de la difusión de la inspiración (Quis rerum divinarum hæres, 52; ed. Lips., III, 57; De migratione Abrahæ, 11,299; ed. Lips. II, 334). Pero aún Filón, aunque denota cierta familiaridad con la literatura deutero, nunca la cita en sus voluminosos escritos. Cierto que son varios los libros del canon hebreo que él no utiliza, pero se puede suponer naturalmente que si él hubiese considerado las obras adicionales como si estuvieran en el mismo plano que las otras, no hubiera dejado de citar una obra tan estimulante y agradable como es el libro de la Sabiduría. No sólo eso, sino que, como lo han hecho notar varias autoridades en la materia, el espíritu independiente de los helenistas no podía haber llegado tan lejos como a establecer un canon oficial distinto del de Jerusalén sin haber dejado huella de ello en la historia. Así que, de los datos con los que contamos, podemos concluir en justicia que aunque los deuterocanónicos fueron admitidos como libros sagrados por los judíos alejandrinos, siempre tuvieron un grado inferior de santidad y autoridad que los que habían sido aceptados desde antes, i.e., los Hagiographa y los profetas palestinos, que era inferiores, a su vez, que la Ley.

II. El canon del Antiguo Testamento en la Iglesia Católica

La definición más explícita del canon católico es la que dio el Concilio de Trento, en su sesión IV, en 1546. Su catálogo del Antiguo Testamento es como sigue:

Los cinco libros de Moisés (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), Josué, Jueces, Rut, los cuatro libros de los Reyes, dos de los Paralipómenos, Esdras I y II (que después se llamó Nehemías), Tobías, Judit, Ester, Job, el salterio de David (que tiene 150 salmos), Proverbios, Esclesiatés, El Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico, Isaías, Jeremías, con Baruc, Ezequiel, Daniel, los doce profetas menores (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías), dos libros de los Macabeos, el I y el II.

El orden de los libros sigue el del Concilio de Florencia, de 1442, y el plan general de los Setenta. La divergencia de los títulos respecto a los que se encuentran en las versiones protestantes se debe al hecho que la Vulgata Latina oficial retuvo las formas de los Setenta.

A. El canon Antiguo Testamento (Incluyendo los Deuteros) en el Nuevo Testamento

Los decretos tridentinos de los que se obtuvo la lista mencionada arriba constituyeron el primer pronunciamiento infalible y efectivo que se promulgó del canon dirigido a la Iglesia universal. Siendo de carácter dogmático, implica que los apóstoles transmitieron el mismo canon a la Iglesia como parte del depositum fidei. Pero ello no se llevó a cabo a base de tomar una decisión formal. Será en vano que se busque señal de tal acción en las páginas del Nuevo Testamento. El canon amplio del Antiguo Testamento pasó tácitamente a través de las manos de los apóstoles hacia la Iglesia a partir de su uso y de la actitud general de los fieles respecto a sus componentes. Fue una actitud que se revela en el Nuevo Testamento, en el caso de la mayor parte de los escritos sagrados del Antiguo Testamento, y en el caso del resto, se debe haber manifestado en expresiones orales o en la aprobación tácita de la reverencia especial de los fieles. Si se reflexiona a partir del estado en el que encontramos los libros deutero en las etapas más tempranas del cristianismo post-apostólico, se puede afirmar correctamente que tal estado de cosas sugiere la aprobación apostólica que, a su vez, debe haber descansado sobre la revelación, ya sea la de Cristo, ya la del Espíritu Santo. A causa de la complejidad e inadecuación de los datos proporcionados por el Nuevo Testamento, debemos recurrir a este argumento prescriptivo legítimo por lo menos en relación con los deuterocanónicos. Todos los libros del Antiguo Testamento hebreo están citados en el Nuevo, excepto aquellos que han sido apropiadamente llamados antilegomena del Antiguo Testamento, a saber: Ester, Eclesiastés y Cantar. Más aún, Esdras y Nehemías tampoco se utilizan. La conocida ausencia de cualquier cita explícita de los escritos deuterocanónicos no prueba, por tanto, que deban ser vistos como inferiores a las obras arriba mencionadas para los personajes y autores del Nuevo Testamento. La literatura deuterocanónica generalmente no se adaptaba a sus objetivos. Se debe recordar, incluso, que ni siquiera en su lugar de origen, Alejandría, era dicha literatura muy citada por los autores judíos, como ya se vio en el caso de Filón. El argumento negativo que se obtiene de la carencia de citas de los deutero en el Nuevo Testamento se minimiza por el uso indirecto que sí hace de ellos el mismo testamento. Este uso toma forma de alusiones y reminiscencias y muestra de forma clara que los apóstoles y evangelistas estaban familiarizados con el incremento alejandrino, consideraban sus obras como fuentes merecedoras al menos de respeto y escribieron bajo cierta influencia de ellos. Si se compara el capítulo 11 de la carta a los Hebreos con los capítulos 6 y 7 del II Libro de Macabeos, se manifiesta una inconfundible referencia a éste último al hablar el primero de los mártires glorificados. Hay mucha afinidad de pensamiento, e incluso de formas de lenguaje, entre I Pe. 1, 6-7 y Sab. 3,5-6; Heb. 1,3 y Sab.7,26-27; I Cor. 10,9-10 y Jud. 8, 24-25; I Cor. 6,13 y Ecco. 36,20. Sin embargo, la fuerza del uso directo e indirecto del Antiguo Testamento en el Nuevo se ve ligeramente disminuida por la desconcertante verdad que al menos uno de los autores del Nuevo Testamento explícitamente cita el “Libro de Enoch”, reconocido desde tiempo atrás como apócrifo. Vea el versículo 14. Y en el versículo 9 cita de otra narración apócrifa, la “Asunción de Moisés”. Las menciones que hace el Nuevo Testamento del Antiguo se caracterizan por cierta libertad y elasticidad en la forma y en la fuente, lo que tiende a disminuir aún más su poder probatorio respecto a su canonicidad. Pero por lo menos en lo que concierne a la gran mayoría de los Hagiographa palestinos- y a fortiori, el Pentateuco y los Profetas-, cualquier falta de conclusividad existente en el Nuevo Testamento queda superada por la abundancia de sustento sobre su estatura canónica que existe en las fuentes judías, para citar sólo unas. Estas comienzan con el Mishnah, pasando por Josefo y Filón, y llegando a la traducción de dichos libros por los griegos helenistas. En cuanto a la literatura deuterocanónica, solamente el último testimonio sirve como confirmación judía. Hay signos, empero, que la versión griega no era vista por sus lectores como una Biblia concluida, de sacralidad definida en todas sus partes, sino como algo que en sus variables contenidos perdía brillantez gradualmente a los ojos de los helenistas y pasaban desde la Ley, eminentemente sagrada, hasta obras de cuestionable divinidad, como el III Libro de los Macabeos. Este factor debe ser sopesado al considerar cierto argumento. Un gran número de autoridades católicas percibe una canonización de los deuterocanónicos en una supuesta aprobación masiva, por parte de los Apóstoles, del Antiguo Testamento griego, de mayor extensión evidentemente. No le falta fuerza al argumento. El Nuevo Testamento muestra cierta preferencia por los Setenta: de los 350 textos sacados del Antiguo Testamento, 300 prefieren el lenguaje de la versión griega al de la hebrea. Con todo, hay consideraciones que nos invitan a dudar antes de admitir la adopción apostólica de los Setenta en bloc. Como ya se señaló arriba, hay razones para creer que no se trataba de una cantidad fija en ese tiempo. Los manuscritos más antiguos y representativos que existen no son totalmente idénticos en los libros que contienen. Más aún, debe recordarse que al inicio de nuestra era, y durante un tiempo posterior, era muy raro encontrar en forma manuscrita colecciones tan voluminosas como los Setenta. Esta versión debe haberse encontrado más comúnmente en libros separados o grupos de libros, lo cual favorecía una cierta variación en la brújula. De modo que ni unos Setenta fluctuantes, ni un Nuevo Testamento poco explícito nos pueden dar la exacta extensión de la Biblia pre-cristiana que fue transmitida por los apóstoles a la Iglesia Primitiva. Es más sostenible concluir que hubo un proceso selectivo bajo la guía del Espíritu Santo, y que tal proceso fue terminado en una fecha tan tardía de la edad apostólica que el Nuevo Testamento no puede reflejar su fruto maduro respecto al número o a la santidad de los libros admitidos de fuera de Palestina. Para poder entender históricamente el canon apostólico de Antiguo Testamento debemos interrogar a otros libros posteriores aunque menos sagrados, que expresan más claramente la fe de las primeras épocas del cristianismo.

B. El Canon del Antiguo Testamento en la Iglesia de los tres primeros siglos

Los escritos subapostólicos de Clemente, Policarpo, el autor de la Epístola de Barnabás, de las homilías seudo-clementinas y el “Pastor” de Hermas, contienen citas implíctas o alusiones de todos los deutero, excepto Baruch (que antiguamente se encontraba con frecuencia unido a Jeremías), el I Libro de los Macabeos y las adiciones a David. No se puede obtener ningún argumento en contra a partir del carácter implícito, suelto, de esas citas ya que los Padres Apostólicos citan las escrituras deuterocanóncas exactamente de la misma manera.

Bajando a la siguiente época, la de los apologetas, encontramos a Baruc citado como profeta por Atenágoras. San Justino Mártir fue el primero en darse cuenta que la Iglesia poseía una versión de las escrituras del Antiguo Testamento que diferían de las de los judíos. Fue también el primero en insinuar el principio, que luego fue promulgado por escritores posteriores, de la autosuficiencia de la Iglesia para establecer el canon; su independencia de la sinagoga respecto a ese asunto. La plena comprensión de esta verdad tomó tiempo en madurar, por lo menos en Oriente, donde no faltan indicaciones de que por largo tiempo en algunos frentes no se pudo evitar la influencia de la tradición judeo-palestina. San Melitón, obispo de Sardes, fue quien primero hizo la lista de los libros canónicos del Antiguo Testamento. Dice él que en esa tarea, aunque mantuvo el orden familiar de los Setenta, verificó su catálogo a base de interrogar a los judíos. Para ese tiempo, los judíos habían ya descartado en casi todas partes los libros alejandrinos, así que el canon de Melitón consiste exclusivamente de los protocanónicos minus Ester. Debe subrayarse, sin embargo, que el documento al que se le antepuso ese catálogo se pudo haber interpretado como orientado a la polémica antijudía, en cuyo caso se entendería bajo otra luz lo del canon restringido. San Ireneo, testigo de primera categoría dado su amplio conocimiento de la tradición eclesiástica, afirma que Baruc fue juzgado con el mismo criterio que Jeremías, y que las narraciones de Susana y de Bel y el dragón se le atribuyeron a Daniel. La tradición alejandrina queda representada por el enorme peso de Orígenes. Éste, influenciado sin duda por el uso de los judíos alejandrinos de aceptar en la práctica los escritos extra mientras sostenían en teoría el canon menor de Palestina, tiene un catálogo de las escrituras del Antiguo Testamento que únicamente contiene los libros protocanónicos, aunque sigue el orden de los Setenta. Con todo, Orígenes utiliza todos los libros deutero como Sagrada Escritura, y en su carta a Julio Africano defiende el carácter sagrado de Tobías, Judith y los fragmentos de Daniel. Afirma implícitamente, además, la autonomía de la Iglesia para determinar el canon (vea las referencias en Cornely). En su edición Hexapla del Antiguo Testamento encuentran lugar todos los libros deutero. El manuscrito bíblico conocido como “Codex Claromontanus”, del siglo VI, contiene un catálogo al que ambos, Harnack y Zahn, le atribuyen un origen alejandrino, casi contemporáneo de Orígenes. Ese documento por lo menos data del período que estamos examinando y comprende todos los libros deutero, incluyendo el IV de los Macabeos. San Hipólito (m. 236) puede bien ser considerado el representante de la tradición romana primitiva. Él comenta sobre el capítulo de Susana, cita frecuentemente la Sabiduría considerándola obra de Salomón y utiliza a Baruc y a los Macabeos como Sagrada Escritura. En la Iglesia del África occidental existen dos testigos fuertes del canon mayor: Tertuliano y San Cipriano. Las obras de estos padres manejan bíblicamente a todos los deutero excepto a Tobías, Judit y la adición a Ester. (En relación al empleo de escritos apócrifos en ese tiempo vea APOCRIFOS).

C. El canon del Antiguo Testamento durante el siglo cuarto y la primera mitad del quinto

En ese período no está tan segura la posición de la literatura deuterocanónica como en la época primitiva. Las dudas que se presentaron pueden ser atribuidas mayormente a la reacción en contra de los apócrifos o de los escritos seudo-bíblicos con los que habían inundado el Oriente los herejes y otros escritores. Por otro lado, la situación se hizo posible debido precisamente a la falta de una definición apostólica o eclesiástica del canon. El trabajo de definir en forma inalterable las fuentes sagradas, como es el caso de todas las doctrinas católicas, se le dejó a la economía divina, para que lo llevara a cabo gradualmente bajo el estímulo de preguntas y oposición. Con sus escrituras flexibles, Alejandría había sido desde el principio un campo fecundo para la literatura apócrifa, y San Atanasio, el vigilante pastor de ese rebaño, queriendo proteger a éste de influencias perniciosas, elaboró un catálogo de libros señalando en él los valores que se le habían de dar a cada uno. Primero, el canon estricto y fuente autorizada de verdad es el Antiguo Testamento judío, excluido el libro de Ester. Hay, además, ciertos libros a los que los Padres señalaron como fuente de edificación e instrucción para los catecúmenos. Ellos son: la Sabiduría de Salomón, la Sabiduría de Sirac (Eclesiástico), Ester, Judit, Tobías, el Didaché o Doctrina de los Apóstoles y el Pastor de Hermas. Todos los demás son apócrifos e invenciones de los herejes (Epístola Festal, para 367). Siguiendo el precedente de Orígenes y de la tradición alejandrina, el santo doctor no reconoció más canon formal del Antiguo Testamento que el hebreo. Empero, fiel a la misma tradición, en la práctica admitió para los libros deuterocanónicos una dignidad escriturística, como puede verse en la forma como los utiliza. En Jerusalén se daba entonces un renacimiento, o quizás una sobrevivencia, de las ideas judías, cuya tendencia era claramente desfavorable para los deuterocanónicos. Desde la misma sede episcopal, San Cirilo, quien defiende el derecho de la Iglesia de fijar el canon, ubica estos últimos entre los apócrifos, y prohíbe igualmente la lectura privada de cualquier libro que no sea leído en el templo. La actitud era un poco más favorable en Antioquia y Siria. San Epifanio no muestra duda alguna acerca del rango de los deutero: los estima, pero a sus ojos no ocupan el mismo nivel que los libros hebreos. El historiador Eusebio atestigua la amplitud con la que se habían extendido las dudas en su tiempo. Él clasifica los deuterocanónicos entre los antilegomena, o libros en disputa, y a la par de Atanasio los coloca en una categoría intermedia entre los libros aceptados por todos y los apócrifos. El canon número 59 (ó 60) del concilio provincial de Laodicea (cuya autenticidad es a veces objeto de debate) propone un catálogo de la Escrituras que es totalmente acorde con las ideas de San Cirilo de Jerusalén. Por otro lado, las versiones orientales y los manuscritos griegos de ese período son más liberales. Los que aún existen contienen todos los deuterocanónicos y, en algunos casos, a ciertos apócrifos. La influencia del canon estrecho de Orígenes y de Atanasio se extendió naturalmente al Occidente. San Hilario de Poitiers y Rufino siguieron sus huellas al excluir teóricamente del rango canónico a los deuteros, aunque los admitiesen en la práctica. El último de ellos los llama “libros eclesiásticos”, aunque de menor autoridad que el resto de las Escrituras. San Jerónimo echó su considerable peso hacia el lado desfavorable a los libros discutidos. Al evaluar su actitud debemos recordar que Jerónimo vivió por mucho tempo en Palestina, en un ambiente en el que todo lo que no fuera parte del canon hebreo era automáticamente objeto de suspicacia y que, además, sentía él una reverencia exagerada hacia el texto hebreo, la “hebraica veritas”, como la llamaba él. En su famoso “Prologus Galeatus”, o prefacio de su traducción de Samuel y de Reyes, él declara que todo lo que no sea hebreo debe ser clasificado entre los apócrifos. Explícitamente afirma que Sabiduría, Eclesiástico, Tobías y Judit no pertenecen al canon. Añade que esos libros se leen en los templos para la edificación de los fieles pero no para confirmar la doctrina revelada. Si se analizan cuidadosamente las expresiones de Jerónimo, en sus cartas y prefacios, acerca de los deutero, podemos ver los siguientes resultados: primero, duda seriamente de su inspiración divina; segundo, el hecho de que ocasionalmente los cite y que haya traducido algunos de ellos como concesión a la tradición eclesiástica, es un testimonio involuntario de su parte al elevado reconocimiento que gozaban en la Iglesia en general, y a la fuerza de la tradición práctica que prescribía su uso en el culto público. Obviamente, el rango inferior al que autoridades como Orígens, Atanasio y Jerónimo los relegaban se debían a una concepción muy rígida de canonicidad, que exigía que un libro, para ser elevado a esa dignidad suprema, debería ser reconocido por todos, tener la sanción de la antigüedad judía y ser apto no sólo para edificar sino para “confirmar la doctrina de la Iglesia”, para utilizar una frase de Jerónimo.

Pero mientras eminentes estudiosos y teoréticos continuaban despreciando los escritos adicionales, la actitud oficial de la Iglesia Latina, siempre a favor de ellos, conservó el tenor majestuoso de su posición. Dos documentos de importancia capital en la historia del canon constituyen el primer pronunciamiento de autoridad papal al respecto. El primero es el así llamado “Decretales de Gelasio”, De recipiendis et non recipiendis libris, cuya parte esencial se atribuye hoy día al sínodo convocado por el Papa Dámaso en el año 382. El otro es el canon de Inocencio I, enviado en 405 a un obispo gálico como respuesta a una solicitud de información. Ambos documentos contienen a todos los deuterocanónicos, sin distinción alguna, y son idénticos al catálogo de Trento. La Iglesia africana, que siempre fue entusiasta defensora de los libros disputados, se encontró en completo acuerdo con Roma en lo tocante a esa cuestión. Su versión antigua, Vetus latina (o, menos correctamente, la Itala), había admitido todas las escrituras del Antiguo Testamento. San Agustín parece reconocer teóricamente varios grados de inspiración, pero en la práctica emplea los protos y los deuteros sin discriminación alguna. En su “De doctrina Christiana” él enumera los componentes del Antiguo Testamento completo. El sínodo de Hipona (393) y los tres de Cartago (393,397 y 419), en los cuales Agustín indiscutiblemente fue el espíritu lider, hallaron necesario tratar explícitamente del problema del canon, y elaboraron listas idénticas, sin excluir libro sagrado alguno. Dichos concilios basaron sus cánones en la tradición y el uso litúrgico. Se encuentra valioso testimonio acerca de la cuestión en la Iglesia española en la obra del hereje Prisciliano, “Liber de fide et apocryphis”. Esta obra supone una línea divisoria bien definida entre los trabajos canónicos y los no canónicos, y que el canon acepta a todos los deuteros.

D. El canon del Antiguo Testamento desde la mitad del siglo quinto al fin del siglo séptimo

Esta época deja ver un curioso intercambio de opiniones entre el Este y el Oeste, al tiempo que el uso eclesiástico no sufría modificaciones, al menos en la Iglesia Latina. Durante esta edad intermedia se divulgó mucho en Occidente el uso de la nueva versión del Antiguo Testamento de San Jerónimo (la Vulgata). Junto con el texto se incluían los prefacios de Jerónimo en los que criticaba los deutero, y bajo la influencia de su autoridad esa parte del mundo comenzó a desconfiar de ellos y a mostrar los primeros síntomas de una corriente hostil a su canonicidad. Por otro lado, la Iglesia Oriental importó una autoridad occidental que había canonizado los libros disputados, a saber, el decreto de Cartago, y desde entonces se inició una tendencia cada vez mayor entre los griegos de colocar los deuteros en el mismo nivel que los demás. Esta tendencia, sin embargo, se debió más al olvido de la antigua distinción que a una concesión hacia el concilio de Cartago.

E. El canon del Antiguo Testamento durante la Edad Media

La Iglesia griega.

El resultado de esa tendencia entre los griegos fue que cerca del inicio del siglo XII ellos poseían un canon idéntico al latino, con la única diferencia que ellos sí aceptaron el apócrifo libro III de Macabeos. El “Syntagma Canonum” de Focio señala que, en la era del cisma del siglo IX todos los deuterocanónicos estaban reconocidos litúrgicamente en la Iglesia griega.

La Iglesia latina

A través de toda la Edad Media encontramos en la Iglesia latina evidencia de dudas sobre el carácter de los deutero. Hay una corriente amigable en su favor y otra claramente desfavorable a su autoridad y carácter sagrado, y en medio de las dos hay un número de escritores cuya veneración por esos libros se modera a causa de la incertidumbre respecto a su verdadera posición. Entre ellos destacamos a Santo Tomás de Aquino. Hay pocos que reconozcan su canonicidad en forma inequívoca. La autoridad prevalente de los autores medievales de Occidente es básicamente la de los Padres griegos. La causa principal de ese fenómeno debe encontrarse en la influencia, directa e indirecta, del crítico Prologus de San Jerónimo. La compilación “Glossa Ordinaria” era ampliamente leída y sumamente estimada como tesoro de conocimientos sagrados en la Edad Media y encarnaba los prefacios en los que el Doctor de Belén había escrito de los deuteros en términos peyorativos; con ello perpetuaba y difundía su poco amistosa opinión. Empero, tales dudas deben ser vistas como algo más o menos académico. Las incontables copias manuscritas de la Vulgata que se produjeron en ese tiempo, con una excepción, muy leve, quizás accidental, abarcan uniformemente el uso eclesiástico del Antiguo Testamento y la tradición romana se mantuvo firme en torno a la igualdad canónica de todas las partes del Antiguo Testamento. Hay suficiente evidencia de que durante este largo período los textos deutero se leían en los templos del cristianismo occidental. En lo tocante a la autoridad romana, el catálogo de Inocencio I aparece en la colección de cánones eclesiásticos enviados por el Papa Adrián I a Carlomagno en el Imperio Franco. Nicolás I, en un escrito de 865 a los obispos de Francia, acude al mismo decreto de Inocencio como campo en el que todos los libros sagrados han de ser aceptados.

F. El canon del Antiguo Testamento y los concilios generales

El Concilio de Florencia (1442)

En 1442, durante la vida, y con la aprobación, de este concilio, Eugenio IV escribió varias bulas, o decretos, con el objeto de traer los grupos cismáticos orientales a la comunión con Roma. Y según la enseñanza común de los teólogos, tales documentos constituyen doctrina infalible. El “Decretum pro Jacobitis” contiene una lista completa de los libros que la Iglesia reconoce como inspirados, pero omite, quizás, deliberadamente, los términos canon y canónico. El Concilio de Florencia, por lo tanto, enseñó acerca de la inspiración de todas las escrituras pero no tocó formalmente el punto de su canonicidad.

La definición de canon elaborada por el Concilio de Trento (1546)

Fue la exigencia de la controversia lo que primero llevó a Lutero a trazar una línea divisoria entre los libros del canon hebreo y los escritos alejandrinos. En su disputa con Eck en Leipzig, en 1519, cuando su oponente defendió que el bien conocido texto del II libro de los Macabeos era prueba de la doctrina del purgatorio, Lutero respondió que el pasaje no tenía autoridad puesto que ese libro estaba fuera del canon. En la primera edición de la Biblia de Lutero, 1543, los deuteros quedaron relegados, como apócrifos, a un lugar entre los dos testamentos. Para hacer frente a esta ruptura radical de los protestantes, así como para definir claramente las fuentes inspiradas de las que la Iglesia Católica toma su postura, entre los primeros actos del concilio de Trento estuvo la solemne declaración, “como sagrados y canónicos”, de todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamentos “con todas sus partes, tal como han sido utilizados para ser leídos en los templos, y como se encuentran en la vieja edición vulgata”. Durante las deliberaciones del concilio nunca se disputó seriamente la recepción de la escritura tradicional. Tampoco- y esto es verdaderamente notable- hubo duda seria alguna durante los trabajos del concilio acerca de la canonicidad de los escritos disputados. En la mente de los Padres tridentinos esos textos ya habían sido virtualmente canonizados por el mismo decreto de Florencia, y los mismos padres se sentían particularmente vinculados por la acción del sínodo ecuménico precedente. El concilio de Trento no entró al estudio de las fluctuaciones en la historia del canon. Tampoco se cuestionó acerca de la autoría o carácter de los contenidos. De acuerdo al genio práctico de la Iglesia Latina, basó sus decisiones en la tradición inmemorial que se manifestaba en los decretos de anteriores concilios y papas, y en la lectura litúrgica, apoyándose en la enseñanza tradicional y en la costumbre para determinar una cuestión de tradición. Ya se dio arriba el catálogo tridentino.

El Primer Concilio Vaticano (1870)

El gran constructor que fue el sínodo de Trento había puesto ya para siempre fuera de la permisibilidad de la duda de los católicos la sacralidad y la canonicidad de toda la Biblia tradicional. Por su misma implicación había definido también la plena inspiración de esa Biblia. El Primer Concilio Vaticano aprovechó un reciente error acerca de la inspiración para quitar cualquier sombra de incertidumbre que pudiese haber quedado. Formalmente ratificó la acción de Trento y explícitamente definió la inspiración divina de todos los libros y sus partes.

III. El canon del Antiguo Testamento fuera de la iglesia

A. Entre los ortodoxos orientales

La Iglesia Ortodoxa Griega preservó su antiguo canon en la práctica y en la teoría hasta tempos recientes, en los que, bajo la influencia dominante de su ramificación rusa, está cambiando su actitud respecto a las escrituras deuterocanónicas. El rechazo de esos libros por los teólogos y autoridades rusas es un desliz que comenzó temprano en el siglo XVIII. Los monofisistas, nestorianos, jacobitas, armenios y coptos, aunque en realidad se interesan poco por el canon, admiten el catálogo completo y además varios apócrifos.

B. Entre los protestantes

Las iglesias protestantes continúan excluyendo de sus cánones los escritos deuteros, clasificándolos de “apócrifos”. En general, los presbiterianos y calvinistas, en especial desde el sínodo de Westminster en 1648, han sido los enemigos más reacios de cualquier reconocimiento y, a causa de la influencia de la Sociedad Británica y Extranjera de la Biblia, decidieron en 1826 rehusarse a distribuir biblias que contuvieran los apócrifos. Desde ese entonces ha prácticamente cesado en los países de habla inglesa la publicación de los deutero como apéndices de las biblias protestantes. Dichos libros aún son materiales de lectura en la liturgia de la Iglesia de Inglaterra, pero su número ha disminuido a causa de la hostilidad. Existe un apéndice de apócrifos en la versión británica revisada, en volumen separado. Los deuteros aún forman parte de apéndices en las biblias alemanas que se imprimen bajo el patrocinio de los luteranos ortodoxos.

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