jueves, 27 de octubre de 2011

El enigma Stepinac


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En vísperas del viaje apostólico del Santo Padre a Croacia, que realizará los días 4 y 5 de junio, ofrecemos, del libro “Il mio Karol” del vaticanista Aldo Maria Valli, el capítulo dedicado al último viaje de Juan Pablo II a Croacia y a la figura del cardenal Stepinac, beatificado en aquella ocasión por el Papa Wojtyla.

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Al comienzo de octubre de 1998, Juan Pablo II viaja a Croacia para visitar el santuario mariano de Marija Bystrica, donde proclama beato a Alojzije Stepinac, arzobispo de Zagreb desde 1937 a 1960, año en el que murió, mientras cumplía los dieciséis años de cárcel a los que había sido condenado en 1946 por el régimen de Tito.


El santuario es el corazón de la devoción popular de los católicos croatos. Visitado por miles de peregrinos, es conocido por la Virgen negra que proviene del siglo XV. Por temor a las invasiones otomanas, la estatua de la Virgen con el Niño fue tapada, con gran secreto, en 1545, en una pared de la iglesia parroquial y, casi cincuenta años después, apareció en la iglesia una luz que reveló el lugar donde estaba puesta la imagen ya olvidada. El arzobispo Stepinac quería hacer de Marija Bystrica el santuario nacional croata, pero con la llegada del comunismo fueron prohibidas las peregrinaciones.


Nacido el 8 de mayo de 1898, en una pequeña población, quinto de ocho hijos, ordenado sacerdote a los 33 años, Stepinac llegó a ser en 1934 el obispo más joven del mundo, de sólo 37 años. Nombrado en 1937 arzobispo de Zagreb, presenció, durante su ministerio episcopal, grandes conmociones políticas: el paso de la monarquía al Estado independiente croata (1941-1945) y de éste a la República popular. En todas estas circunstancias, exigía el respeto de los derechos humanos de toda persona, pero aquellos “tiempos de locura y de barbarie”, como él mismo los calificaba en una carta a los sacerdotes, lo pusieron en el centro de una controversia que todavía no se ha resuelto.


Acusado por los comunistas de colaboracionismo con las huestes de Ante Pavelic, sufrió un proceso de claro tinte stalinista (“proceso muy triste”, lo definió Pío XII) y fue condenado a la cárcel. Encerrado el 19 de octubre de 1946 en Lepoglav, fue trasferido cinco años después a su parroquia de origen, Krasic, donde permaneció en arresto domiciliario. Estando allí, en enero de 1952, le llegó el nombramiento de cardenal de parte del Papa Pacelli, pero Stepinac no quiso dirigirse a Roma, por el temor de que el régimen de Tito le impidiera el regreso a su patria. Un año después, los médicos le diagnosticaron una extraña enfermedad, seguida de complicaciones, que lo llevó a la tumba el 10 de diciembre de 1960.


Se ha hablado mucho de un envenenamiento, que se le habría administrado durante el tiempo de la prisión, pero éste no es el único interrogante respecto a él. Quienes acusan a Stepinac sostienen que él dio apoyo a los ocupantes nazi-fascistas, que colaboró con la dictadura ustascia, que realizó conversiones forzadas al catolicismo de serbios-ortodoxos de Croacia, Bosnia y Herzegovina, que tuvo una responsabilidad objetiva en el genocidio de serbios, hebreos y gitanos, como jefe de capellanes que asistían a las milicias, y que se alineó de parte del nacionalismo croata.


Quienes lo defienden, sostienen, en cambio, que Stepinac quiso siempre separar a la Iglesia del movimiento ustascia, prestó ayuda a todos, incluidos muchos judíos, y, si dio su asentimiento a las conversiones, fue solamente para arrancar a las personas de los campos de concentración. Como argumento para esta tesis, está la carta a los sacerdotes, en la que escribía: “Cuando lleguen a ustedes personas de la religión judía u ortodoxa, que se encuentran en peligro de muerte y desean convertirse, acójanlos para salvar su vida. No les pidan instrucciones religiosas particulares, dado que los ortodoxos son cristianos como nosotros y la religión judía es aquella de la que el catolicismo trae sus orígenes. La responsabilidad y el papel del cristiano es salvar a las personas. Cuando pasen estos tiempos de locura y de barbarie, permanecerán en nuestra iglesia los que se hayan convertido por convicción, mientras que los otros, pasado el peligro, regresarán a su propia religión”.


El motivo oficial de la condena a la cárcel fue la carta pastoral de septiembre de 1945, que el régimen comunista interpretó como un ataque al Estado. La respuesta del cardenal fue: “A todas las acusaciones que se han hecho contra mí, respondo que mi conciencia está tranquila y, dado que mi conciencia está limpia, estoy dispuesto a dar mi vida en cualquier momento”. Una vez encerrado en la cárcel dijo: “Me han quitado todo, pero no la posibilidad de levantar mis brazos en oración, como Moisés”. En 1951, en arresto domiciliario, dijo, en respuesta a la pregunta de un periodista: “Aquí como en Lepoglav cumplo mi deber de sufrir y trabajar por la Iglesia”. Cuando le llegó la noticia de su nombramiento como cardenal y se proyectó la posibilidad de dirigirse a Roma, no tuvo dudas en su decisión de quedarse en Croacia. “La púrpura cardenalicia – comentó – significa sangre”.


Por este testimonio, el Papa ha decidido proclamarlo beato en cuanto mártir de la fe. “No ha derramado su sangre en el sentido estricto de la palabra – explica durante la Misa de beatificación – “pero su muerte se produjo a causa de los largos sufrimientos padecidos: los últimos quince años de su vida fueron una continua serie de vejaciones, en medio de las cuales expuso con valentía su vida para testimoniar el Evangelio y la unidad de la Iglesia”. Ante más de trescientos mil fieles, Juan Pablo II sostiene que en la persona de Stepinac se sintetiza la tragedia de todo un pueblo, pero también la de Europa, “en el curso de este siglo marcado por los tres grandes males del fascismo, del nazismo y del comunismo”. El cardenal, dice el Papa, “sabía bien que no se pueden hacer concesiones respecto a la verdad, porque ésta no es objeto de mercado”. Por ello, afrontó el sufrimiento antes que traicionar su conciencia y su misión de pastor.


Según Wojtyla, la lección del cardenal Stepinac tiene un valor todavía actual, porque habla de perdón y de reconciliación en una tierra, como la ex Yugoslavia, en la que es más que necesario “purificar la memoria del odio, de los rencores, del deseo de venganza” y donde es indispensable “reconocer como hermano aún a aquellos que nos han hecho mal”, porque no podemos dejarnos vencer por el mal, sino que debemos “vencer el mal con el bien”.

Tanto en Zagreb como en Spalato, a las funciones del Papa asiste, en primera fila, el presidente croata Tudjman, al que Juan Pablo II no deja de enviar claros mensajes. Aún reconociendo los progresos que el país ha realizado en el difícil tiempo de la posguerra, el Papa insiste en subrayar un asunto de fondo: “Sin valores no puede haber verdadera libertad ni verdadera democracia. Fundamental entre los valores es el respeto a la vida humana, a los derechos y a la dignidad de la persona, como también a los derechos y a la dignidad de los pueblos”.


Baluarte católicos desde hace más de trece siglos, en una tierra que se ubica en el centro de contrastes religiosos, Croacia está en el corazón del pontífice. En 1992, la diplomacia vaticana fue la primera en reconocer la independencia del nuevo Estado y dos años después el Papa visitó a Zagreb. Pero, ahora Juan Pablo II no duda en recordar que el camino hacia la democracia no admite desvíos inspirados en el nepotismo o el interés por los negocios, tampoco es compatible con políticas agresivas respecto a los vecinos. Al despedirse de Croacia, en el aeropuerto de Spalato, dijo: “la democracia tiene un alto precio; la moneda con que hay que pagarlo está acuñada con el noble metal de la honradez, la racionalidad, el respeto al prójimo, el espíritu de sacrificio y la paciencia. Pretender recurrir a una moneda diferente significa exponerse al peligro de bancarrota”.

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