viernes, 7 de octubre de 2011

FUEGO HE VENIDO A TRAER A LA TIERRA...


"Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Estas palabras de Cristo en el evangelio nos muestran la fuerza del amor que el Señor tiene dentro de sí por los hombres. El deseo ardiente de dar la vida por la humanidad. Frecuentemente en la Biblia el fuego aparece como la imagen del amor divino. Ese amor alcanza su punto más álgido en la expresión del apóstol: tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito. Es un amor total por su criatura, incomprensible, inconmensurable. Cristo lo expresa con este deseo de que el mundo arda con el fuego que El trae. Pero el fuego además de calentar y alumbrar, también consume y destruye, por eso Cristo sigue diciendo: Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta que se lleve a cabo! Este bautismo es su Pasión y Muerte en la Cruz. El amor que le consume por los hombres es un incendio devorador que le llevará a inmolarse por nosotros en el ara de la Cruz. A dejarse consumir y aniquilar en ella por amor y en el amor hacia los hombres. Nadie me quita la vida, dice el Señor, sino que Yo la doy voluntariamente. También nosotros en el bautismo somos asociados a esta muerte de Cristo y renacidos a una vida nueva. Somos consumidos en este fuego ardiente del amor de Dios para renacer desde nuestra propia muerte al hombre viejo a una vida nueva, como el ave fénix que renace de sus propias cenizas. Nosotros también, los cristianos, estamos llamados a ser fuego que inflame los corazones de los hombres, pues al consumirnos nosotros en la hoguera inextinguible del amor de Dios, nos hacemos llamarada divina de ese mismo amor. El salmo 39 afirma: Me ardía el corazón en mi interior, se encendía el fuego en mi meditación... ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo? Fuego que prende en los corazones de los hombres como la chispa en un cañaveral e incendia el mundo. Fuego de apostolado que transmite ese amor divino a los hombres. Los cristianos tenemos que arder en nuestro interior como Cristo, inflamados del amor de Dios, del deseo de prender fuego a los corazones de los hombres para que también ellos ardan en ese mismo fuego de amor. Es una imagen fuerte, impactante, que refleja la fuerza del sentimiento de Cristo, el ansia por cumplir la voluntad de su Padre. Para eso he venido al mundo, para traer este amor ígneo a los hombres, para consumirme por ellos, para incendiar sus corazones, y que de estas cenizas, dónde se ha consumido el hombre viejo, pecador, ..., renazca un hombre nuevo, el hombre redimido por la gracia divina. Ese fuego es como el fuego de la zarza ardiente de Moisés que ardía sin consumirse y desde él habló Dios. Cristo es también como esa zarza ardiente que dirige su Palabra no ya a Moisés como representante del Pueblo de Dios, sino directamente a su nuevo Pueblo, al Pueblo de la Nueva Alianza sellada con su sangre. Fuego de caridad por nosotros, porque se conmueve ante nuestra miseria. ¡Ojalá sintamos nosotros también en nuestro pecho ese mismo amor! Amor para que todos descubran en Cristo a Aquel que los ama hasta el extremo, Aquel que se consume de amor por nosotros. Los discípulos de Emaús tuvieron esta experiencia en su encuentro con el Resucitado: ¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras por el camino? La Palabra de Dios es como una espada de fuego que abrasa nuestro corazón encendiéndolo en el fuego del amor divino. La Palabra de Cristo inflamó el corazón de los discípulos que abandonaban Jerusalén camino de Emaús descorazonados por que habían pasado ya tres días desde la muerte del Señor y pensaban que todo había acabado. Y sin embargo todo comenzaba ahora. ¿No ardía nuestro corazón?, se dicen el uno al otro, escuhándole, y ¿no lo hemos reconocido al partir el pan? Hay están las dos formas de encender nuestro corazón si está apagado y frío, de hacer de él un horno ardiente de caridad. Basta escuchar al Señor y recibirlo en nosotros. Es suficiente dejar entrar al Señor en nuestro corazón por la Palabra y la Eucaristía, para que arda en el amor de Dios, para que se inflame y prenda en otros corazones, porque el amor de Dios es tan grande, es una hoguera tan enorme, que nada ni nadie podrá contenerla. Será un incendio que no podrán apagar los mares, ni anegarlo los ríos. Un amor ardiente, porque será el mismo amor ardiente de Cristo ardiendo en nuestro corazón.

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