viernes, 7 de octubre de 2011

LA MUERTE


"Ayer viernes enterraba a un hombre de 48 años muerto en accidente de tráfico, hoy a una mujer de 85, mañana celebraré dos oficios de difuntos más. Los sacerdotes nos encontramos con esta realidad cada día, el tener que presidir las honras fúnebres de nuestros hermanos en la fe. Unas veces, cuando el difunto es de cierta edad, 80 ó más años, es más fácil, a pesar del lógico dolor de la familia y amigos, el asumir la muerte del ser querido y decir algunas palabras de consuelo y esperanza. En otros, debido a la juventud o a las especiales circunstancias de la muerte, se nos hace mucho más difícil elevar nuestra oración a Dios y dirigir una exhortación a aceptar la voluntad divina y esperar con fe el cumplimiento de las promesas de Dios. Todos sabemos que tenemos que morir, sin embargo nos cuesta aceptar esta realidad. Tenemos la certeza de nuestro inevitable fin aquí en la tierra, sabemos que al igual que nacemos la muerte es algo connatural a nuestro ser de hombres. Recuerda que eres polvo y al polvo has de retornar, nos dice el sacerdote en la liturgia del Miércoles de Ceniza mientras nos signa en la frente con la señal de la cruz untándonos con ceniza. Dios formó del barro de la tierra al primer Adán, eso significa adamá, en hebreo, tierra, y le insufló su espíritu para que viviera. Les retiras el aliento y vuelven al polvo, dice también la Escritura santa. ¿Porqué pues nos conmueve e inquieta el hecho de la muerte? El poverello de Asís, San Francisco, llamaba a la muerte, la hermana muerte y la santa de Avila, afirmaba que moría porque no moría. Morir es con mucho lo mejor, afirma el Apóstol. ¿Dónde está muerte tu victoria, dónde tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado. El hombre terreno, aquel que sigue postrado en el pecado, que vive en las tinieblas, teme la muerte porque vive en la muerte y no espera nada más allá de sus umbrales. Para el hombre caído, la muerte es el final de la existencia. Sin embargo la muerte ha sido vencida en la victoria de la cruz y resurrección de Cristo. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, dice el Señor. El es la Resurrección y la Vida. ¿Crees ésto?, le preguntó Jesús a la hermana de Lázaro. ¿Crees ésto hombre?, nos pregunta el Señor a y a mí. ¿Porqué buscáis entre los muertos al que vive?, preguntaron los ángeles a las mujeres en el santo sepulcro. El mundo no tiene una respuesta para el interrogante de la muerte porque el mundo vive para la muerte, pero el que muere para el mundo alcanzará la luz de la vida. Muertos al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios. Si por la desobediencia de un hombre, del primer Adán, entró el pecado y la muerte en el mundo, por la obediencia del hombre nuevo, del nuevo Adán, hemos entrado en la victoria de la Vida sobre la muerte, pues está ha sido vencida en la misma naturaleza en la cual había vencido. Cristo muriendo por nuestros pecados destruyó nuestra propia muerte, porque la muerte no tenía dominio sobre él. Los que morimos con Cristo, resucitaremos con El, pues llevamos en germen la semilla de la Vida. Dios no es Dios de muertos sino de vivos. Miremos pues a Cristo vencedor de la muerte, muramos al pecado, para resucitar también con El. La muerte será pues para nosotros, la hermana muerte, la puerta del misterio desvelado, la que tras abrirse para nosotros, nos introduzca en la Jerusalén del Cielo. Traspasemos pues el velo del Templo rasgado en dos de arriba abajo por la muerte redentora de Cristo. El Cielo y la Tierra se han unido en El, no existe ya separación con la divinidad, traspasando ese velo, que es Cristo mismo traspasado en el madero de la cruz, contemplamos la gloria de Dios. Cerramos los ojos a la luz ilusoria de este mundo y los abrimos para contemplarte a Señor, Luz verdadera, luz sobre toda luz.

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