martes, 11 de octubre de 2011

Una clase de cocina



Hacía rato que José se paseaba de un lado al otro de la casa sin dejar de mirar el reloj. Eran las 12 de la noche, su hija aún no había regresado y su angustia aumentaba por momentos.

De repente, se abrió la puerta y apareció ella, con sus ojos llenos de lágrimas. José la miró y, adelantándose hacia ella, la apretó fuerte y amorosamente contra su pecho, sin decirle nada. Las preguntas vendrían después, él sabía que cualquier cosa que pudiera decir en aquel momento podría ser contraproducente…

Pero no hizo falta, la joven empezó a hablar con su padre, quejándose entre sollozo y sollozo acerca de su vida y de los obstáculos que incomprensiblemente le surgían al paso y de lo difícil que era para ella alcanzar las metas que se fijaba, por más que se había preparado: finalmente, habían desechado su solicitud para aquel puesto de trabajo…

José la escuchaba atentamente y la dejaba hablar, reteniendo en su memoria todo cuanto ella decía, para ayudarla en el momento oportuno, que él sabía que no era aquél; volcando en ella, eso sí, toda su ternura, porque sabía de la importancia que supone el poder desahogar el corazón de todo cuanto le oprime para poder empezar a buscar soluciones…

Eran cerca de la una de la madrugada cuando se retiraron cada uno a su dormitorio. Pero pasaban las horas y José seguía sin poder conciliar el sueño, porque en su pensamiento se repetía una y otra vez una de las frases que había dicho su hija: «Ya no sé que hacer papá, en ocasiones me siento que voy a desfallecer, me siento con deseos de renunciar a todo, a veces incluso hasta a la propia vida. Me siento cansada de luchar. Cuando un problema se resuelve, otro nuevo surge...»

Hasta que, finalmente, vio cómo podía ayudar a su hija, pero de una manera práctica, y la solución se la ofrecía su mismo trabajo.

José tenía un pequeño restaurante en el cual hacía de cocinero. Así es que, mientras desayunaban, le dijo a su hija:

- Hoy me acompañarás y me ayudarás en la cocina.

Al llegar al restaurante ambos se pusieron dos delantales, y el padre llenó tres cazuelas pequeñas con agua y las puso a calentar al fuego, mientras le decía a su hija que no se moviese de su lado y estuviese atenta. Cuando el agua comenzó a hervir, el hombre colocó dentro de la primera zanahorias, dentro de la segunda huevos y, dentro de la tercera, granos de café. Los ingredientes quedaron así cocinándose por varios minutos, mientras que la impaciente hija se preguntaba cuál era el significado de todo aquello…

Al cabo de veinte minutos el padre apagó los hornillos. Sacó una zanahoria de la cazuela y la colocó en un bol; hizo lo mismo con un huevo y, finalmente, tomó una tacita y la llenó de café.

Dirigiéndose a su hija, le preguntó:

- ¿Hija, que ves?

- Veo una zanahoria, un huevo y café. —le respondió ella, asombradísima ante aquella pregunta.

Entonces José le pidió a su hija que alargara la mano y tocara la zanahoria. Al hacerlo notó que la zanahoria estaba blanda y suave. A continuación le pidió que tomara el huevo y lo rompiera. Al quitarle la cáscara al huevo encontró que el interior del mismo se había endurecido. Y, por último, le pidió que probara el café. Y ella así lo hizo, deleitándose con su exquisito sabor y su rico aroma.

Entonces la hija, volviéndose hacia su padre, le preguntó:

- ¿Qué me quieres decir con todo esto, papá?

- Verás hija: cada uno de estos ingredientes se ha enfrentado a la misma adversidad, al agua caliente; sin embargo, cada uno de ellos ha reaccionado de manera distinta. La zanahoria ha ido al agua dura y fuerte, pero después de unos minutos se ha puesto blanda y débil. El huevo ha ido al agua con fragilidad; su líquido interior estaba protegido por una débil cáscara pero, después de haber experimentado el agua caliente, su interior se ha endurecido. Sin embargo, los granos de café han sido distintos: después de estar en el agua caliente, los granos han transformado el agua en café.

Dime: ¿cuál de ellos eres tú hija mía? ¿Eres la zanahoria que por fuera aparenta dureza y fortaleza, pero que con el fuego de la prueba se ablanda y pierde su fortaleza de carácter?

¿O tal vez eres el huevo, que al comienzo es suave en su interior, pero el fuego de un fracaso, de una separación, una enfermedad, una muerte, lo endurece y, aunque por fuera parezca el mismo, por dentro se has endurecido y ahora tiene un corazón amargado?

¿O eres como los granos de café? No sé si sabes que, para que el grano de café suelte todo su sabor, el agua tiene que calentarse a 100 grados centígrados; o sea, que mientras más caliente, más sabor le da al agua, hasta transformarla en café, en un delicioso y aromático café. Si tú eres como el grano de café y en esos momentos dejas que Jesús entre a formar parte de tu prueba, de tu sufrimiento, de tu adversidad, si te confías a Él, y te abandonas en su Amor, el amor de Jesús te transformará en Él y tu sufrimiento se acabará transformando en una ofrenda agradable al Padre, y acabarás haciendo de esa prueba, de esa adversidad, una alabanza, un himno de acción de gracias al Señor, pues todo cuanto Él permite que nos suceda es para nuestro bien, y desprenderás allí donde estés ese delicioso aroma de Jesús.

¿Cuál eres tú cuando la adversidad, cuando la prueba golpea a tu puerta?, ¿cómo respondes?: ¿como las zanahorias, como los huevos, o como el café?

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