miércoles, 30 de noviembre de 2011

Que mi corazón aprenda a amarte




Suene, pues, oh Jesús, tu voz en mis oídos, para que mi corazón aprenda a amarte, para que te ame mi mente, para que te amen las mismas entrañas de mi alma. Adhiérase a ti en apretado abrazo lo más íntimo de mi corazón; a ti, mi único y sólo verdadero bien, mi dulce y deleitable alegría. Pero, ¿qué es el amor Dios mío?
Si no me engaño es una admirable delectación del alma, tanto más dulce cuanto más puro, tanto más suave cuanto más sincero, tanto más alegre o gozoso cuanto más extenso y duradero. El paladar del corazón te saborea porque eres dulce; el ojo te contempla porque eres bueno; el corazón puede contenerte a pesar de que eres inmenso. Quien te ama te goza, y tanto más te goza cuanto más te ama, porque tú mismo eres amor, caridad.
Esta es aquella abundancia de tu casa en la que se embriagan de amor tus predilectos, perdiéndose a sí mismos para encontrarse en ti. Y, ¿cómo, Señor, sino amándote a ti totalmente? Te suplico, Señor, que descienda a mi alma una partecita siquiera de esa tu gran suavidad, para que con ella se torne dulce el pan de su desolada amargura.
Guste de antemano algún pequeño sorbo de aquello que anhela, de aquello que ansía, de aquello por lo que suspira en esta peregrinación. Pruébelo para que le dé hambre; bébalo para que de ello sienta sed, pues los que te coman tendrán todavía hambre y los que te beban aún tendrán sed. Se saciarán, sí, cuando aparezca tu gloria, cuando se manifieste la gran abundancia de tu dulzura, que tienes escondida para los que te temen y no revelas sino a los que te aman.
Mientras tanto, Señor, te buscaré, y te buscaré amándote, porque el que avanza amándote, ciertamente te busca, y el que te ama perfectamente, ese es, Señor, el que te encuentra.

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