viernes, 9 de diciembre de 2011

El fraile que pisaba donde los ángeles no se atrevían pasar




El fraile Venard Kanfush era un sacerdote singular. No era alto como el padre Leo, su colega de parroquia, o particularmente simpático, pero era grande a su manera. Cualquiera que lo observara caminando por las calles del viejo San Juan con su hábito marrón de capucha cosida al cuello, y cuerda blanca atada a la cintura, habría notado alguno de los rasgos especiales que lo caracterizaban. Tal vez fueran los modales con que se conducía, quizá su español suavemente acentuado, o acaso su calvicie y su chiva tan franciscanas. Donde quiera que pusiera un pie, su presencia dominaba.

Con suma destreza navegaba las callejuelas menos transitadas de la antigua ciudad y conocía su miseria. Su apostolado no se desarrolló en el San Juan de boutiques o restaurantes, sino en el de los tugurios apestosos, lo bares de mala muerte y los hospitalillos olvidados. La Perla era su segunda casa. Con la misma destreza que predicaba sermones que atrapaban a los mayores, asi mismo transitaba con sigilo los callejones olvidados del pecado y de la pobreza. Estaba igualmente a gusto en la puerta de un confesionario que en la puerta de un colmadito. Sabía muy bien que si los pecadores no iban a la iglesia, la iglesia iría tras de ellos, así fuera a lugares oscuros y con música de vellonera. Nada parecía espantarle, nada, excepto la injusticia, el abandono y la destitución que lo movían siempre a la acción precisa y contundente. Con todos hablaba sin prejuzgarles y a todos brindaba el consuelo de su verbo y el apoyo de una mano amable.

Sus actos era un eco retumbante de sus palabras. Sabía muy bien que la respuesta a los desafíos sociales requería de ofertas culturales que educaran las mentes y amansaran los demonios del espíritu. Para eso creó el Centro nacional de las artes en un edificio del Callejón de la Capilla, para impartir clases de arte y música que contrarrestaran las carencias materiales, y despertaran conciencias, con una cierta sensibilidad “hippy.” Ante los ojos de los niños que lo observábamos, su liderato tenía un efecto poderoso que nos inspiraba a soñar con un mundo menos cruel y más liberado de las taras del prejuicio. Algunos lo tildaban de loco. Nosotros lo celebrábamos por atrevido y hasta por irreverente.

Pude quererlo más cuando me hice monaguillo en la iglesia de San Francisco para aminorar el tedio de sus interminables misas, pues a mis diez años era más interesante verlo de cerca que escucharlo de lejos. Además, en el altar me mantenía ocupado y atento ante todo lo que acontecía en la iglesia, en vez de mirar incesantemente el reloj esperando la bendición final. Cierta mañana de domingo, mientras se realizaban las lecturas en medio de la misa se me acercó al oído y sacando dos dólares del bolsillo me dijo: “¿Ves aquel caballero sentado frente a la entrada de la sacristía? Esta es la segunda misa corrida que escucha. Tiene hambre. Ve y dale este dinero de mi parte y dile que se vaya a desayunar a La Bombonera.” Todavía recuerdo la cara de asombro cuando bajé del altar a completar mi encomienda. El hombre tomó el dinero, bajó la cabeza y salió del templo. Nunca supe quien era pero supongo que al menos esa noche se acostó satisfecho.

Hoy que las fiestas de la calle San Sebastián cumplen cuarenta años, lo imagino parado en una esquina observando en medio de la gente y sin llamar la atención. En una mano el rosario y en la otra, alguna bebida de su predilección. Acaso pensará en lo mucho que ha cambiado el festejo, mientras disfruta un momento de los panderos antes de lanzarse de nuevo a las calles oscuras, decidido a buscar a los que no están en la fiesta para brindarles alguna oportunidad de redención.



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