miércoles, 14 de diciembre de 2011

La Alegría de la Navidad





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Hace ya algunas semanas que las calles de las ciudades y pueblos están adornadas con luces de colores; las tiendas muestran los escaparates repletos; muñecos rojos con cinturones blancos y de aspecto saludable tocan alegremente la campana; los hogares se engalanan con árboles cubiertos de guirnaldas durante estos días de fiestas. Los niños hacen cola, carta en mano, ante unos curiosos personajes que parecen sacados de un tiempo de ensueño. Rostros sonrientes, una música bulliciosa y un no sé qué de especial alegría nos va contagiando casi sin darnos cuenta.

Si alguien nos preguntara por el motivo de todo esto le responderíamos con cierto asombro: ¡Es Navidad! Estas dos palabras ya lo dicen todo: no es preciso explicar más al despistado preguntón... Pero podemos hacer la prueba de imaginar que un humano de tierras muy lejanas o un ser de otra galaxia nos preguntara: ¿Y qué es Navidad? ¿Cual es la causa de tanta fiesta? ¿Por qué esta alegría? Estas preguntas pueden resultar incómodas para el que se limita a "dejarse llevar" por las Navidades, pero para un cristiano que "vive" la Navidad son interrogantes que tocan el centro mismo de su fe. La alegría de estas fechas va más allá de un convencionalismo social; no es tan sólo una conducta "políticamente correcta". La alegría cristiana que nace de la Navidad es algo íntimo y profundo: necesario, que se extiende a toda la existencia de la persona.

La Revelación cristiana nos enseña que al comienzo Dios creó cielo y tierra, junto a todas las criaturas que la pueblan. Entre esas criaturas, en un lugar excelente se encuentra el hombre, imagen y semejanza del Creador, y llamado a una especial amistad con ÉL. Sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para ese fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad, como se enseña el Catecismo de la Iglesia Católica. Esa relación de amistad confiada se rompe con el pecado orginal, pecado de desobediencia y soberbia –querer ser como Dios, pero sin Dios–; pecado de desconfianza en su infinita Bondad. Desde entonces se estableció la enemistad entre el Creador y el género humano: el pecado entró en la vida de los hombres. Se manifiesta así el fracaso del hombre que está hecho para Dios, pero sin poder, de hecho, gozar de Él. Esta enemistad entre Dios y el hombre sólo puede reestablecerse con el pago de un rescate por parte del hombre: en eso consiste la Redención: la ofrenda de un sacrificio perfecto que recompusiera la justicia original. Dios no puede renunciar a la justicia si sige siendo Dios...; pero su misericordia y su ingenio van mucho más lejos de lo que podemos soñar los hombres.

Sólo Dios podía pagar la deuda debida a la ofensa hecha a Dios mismo; y, al mismo tiempo, debía ser un hombre el que, en nombre de toda la Humanidad, ofreciera el sacrificio de reparación. Podemos imaginar –afirmaba san Josemaría, para acercarnos de algún modo a este misterio insondable– que la Trinidad Beatísima se reúne en consejo, en su continua relación íntima de amor inmenso y, como resultado de esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de Dios Padre asume nuestra condición humana, carga sobre sí nuestras miserias y nuestros dolores, para acabar cosido con clavos a un madero. ¡Sólo un Dios que fuera hombre podía redimirnos! ¡Y sólo Dios podía hacerse hombre sin dejar de ser Dios! Por eso, el Verbo, la Segunda persona de la Trinidad, se hizo hombre y puso su morada entre los hombres. El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres, según afirma Tomás de Aquino.

En la Navidad se manifiestan muchos atributos de Dios: su Providencia y Sabiduría infinita, que es capaz de convertir el mayor mal de la Historia humana en la causa del mayor bien para el hombre. La Omnipotencia por la que se hace posible que un Dios se haga hombre sin perder por eso su condición divina. Pero todos los atributos se resumen en uno sólo: el Amor. Sólo el amor a los hombres explica la locura de la Encarnación. Un Dios que para rescatar nuestra amistad no se ahorra ningún esfuerzo: un Dios que se humilla, un Dios que se abaja tanto, un Dios que quiere pasar frío, y persecución, y desprecio, ... Como afirma el propio Cristo, porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

La Navidad es el misterio del exceso del amor de Dios por los hombres. Un Dios que es capaz de amarnos mucho más de lo que somos capaces de amarnos a nosotros mismos. De aquí arranca el motivo profundo de la alegría cristiana; una alegría que se vuelca en villancicos, luces y regalos. Una alegría que para con Dios sólo puede traducirse en agradecimiento y en obras, según cantamos en un clásico villancico: Ante al que nos ha amado así, ¿cómo no devolver amor con amor?

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