sábado, 10 de diciembre de 2011

Necesidad y obligación de amar




Se ha abusado mucho del concepto amar y de la palabra que lo expresa, amor. Son los más abusados en la literatura, que se ha escrito.

Para la juventud despeñada y los desvergonzados viejos verdes, amor es exclusivamente atracción y disfrute del sexo –con cualquiera. ¡Pobre concepto, que degrada una de las más bellas realidades que Dios ha puesto en el corazón del hombre y de la mujer! Si es cierto que el aspecto sexual del amor es una fuerza rica, también lo es que no se identifica con el amor.

Urgencia de amar

Más que otra cosa, el amor verdadero es blandura, esmero en hacer bien en lo que se trabaja; voluntad de agradar; deseo de dar, más que de recibir; darse, más que dar; amar, más que ser amado; aprender a amar, más que enamorarse.

Es evidente que amar de modo tan altruista no está reñido con la autoestima, con el deseo de ser reconocido, amado y alabado. La autoestima es tan importante que el no tenerla o su pérdida constituyen un verdadero desastre para la persona: el inicio de una desgraciada condición humana y cristiana.

El enamoramiento es una forma de angustia de la soledad, que busca conquistar y ser conquistado.

Cómo se aprende a amar.

Pregunta difícil de contestar pues, mientras unos dicen que “no se aprende a amar”, ya que hacerlo es una necesidad inherente a la condición humana; otros –y no sin razón- afirman que es un proceso que va pasando del estado infantil, en el que se ama porque se necesita hacerlo, al estado adulto, en el que la persona es capaz de apreciar a las personas por lo que son, tanto en lo positivo como en lo negativo. Al llegar aquí, el amor es gratificante, y se toma conciencia de pertenecer a los que necesitamos, precisamente por amarlos.

Orden en el amor

El corazón maleado sólo tiene un amor: cualquier clase de sexo y con cualquier persona. Mas la persona adulta que se respeta, piensa y respeta a los demás tiene una escala de valores, en la cumbre de la cual está Dios, que nos creó por puro amor, cuya Providencia nos guarda y provee de todo lo que necesitamos, y cuyo Hijo encarnado, Jesús de Nazaret, tuvo la corazonada de morir por nosotros -¡tan pecadores!-, a fin de que nosotros pudiéramos tener una feliz eternidad. De ahí que el primer, total y absoluto amor de la persona bien nacida sea para Dios, a quien Él nos pide que “le amemos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas’ (Mc 12, 30). ¡Con todo, con todo, con todo, con todo!

Cumplido este sagrado deber, es también voluntad de Dios “que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos” (Mc 12, 31), mandamiento casi tan difícil de cumplir como el anterior. Pero ese prójimo es, como nosotros, hijo de Dios y, por tanto, hermano nuestro en primer grado. Pensar seriamente en esa gran realidad hará más fácil su generoso cumplimiento.

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