viernes, 9 de diciembre de 2011

Reflexiones sobre la muerte

Reflexiones sobre la muerte (I)


St. Therese of Lisieux on her death bed

La muerte es una realidad tan cercana y propia al mismo hombre que no puede ser ocultada a los ojos de los hombres. Aunque el hombre moderno ha rechazado y expulsado de su visión más próxima el tema de la muerte ésta es una realidad inevitable a la conciencia humana, «la especie humana –dice Voltaire− es la única que sabe que ha de morir, y lo sabe sólo por la experiencia».

La palabra «muerte» y sus sinónimos han desaparecido de nuestro vocabulario y han sido sustituidos —con mayor o menor acierto— por eufemismos que intentan quitarle hierro al asunto. Se vive, en la sociedad contemporánea, una auténtica tanatofobia (el tanatorio es un establecimiento funerario habilitado para el velatorio de difuntos, en algunos países de América latina se le conoce bajo el nombre de funeraria. En Chile y Argentina, se conocen como velatorios).

Antes, la experiencia directa de la muerte, constituía una parte de la experiencia vital completa, de la experiencia del ser humano y de su ciclo vital. Sin embargo, ahora, la muerte ha quedado excluida de la sociedad, ya no se quiere «meter al muerto en casa» y la muerte ha quedado recluida a hospitales y tanatorios.

La muerte se intenta ocultar de nuestros ojos con una estética superficial, complaciente a corto plazo. Grandes y lujosos tanatorios se construyen a las afueras de las ciudades. Se vive una represión social de la muerte, una falta de actitud consciente ante ella.

El ser humano, en el trabajo, la diversión, el alcohol, las drogas... únicamente busca —en el fondo— evadirse del sentimiento trágico y angustioso ante la muerte. Muchos apartan la idea de la muerte de su cosmovisión, la muerte parece ser uno de los grandes tabú de nuestros días, la realidad que, más que cualquier otra, se arrincona de la vida social.

En nuestros días vuelve a resurgir de sus cenizas el sofisma epicureísta sobre la inexistencia de la muerte: la muerte no es nada en relación con nosotros. Si existimos, ella aún no existe; si existe, nosotros ya no existimos. Aunque en el ámbito de la reflexión este dilema está más que superado, no es así en el ámbito de la vida cotidiana.

En la mentalidad de muchos hombres y mujeres se ha borrado y eliminado de su horizonte vital cualquier mención, reflexión o meditación sobre la experiencia de la propia muerte. Justamente este ejercicio, el de ser conscientes, el de tener experiencia de muerte nos diferencia del resto de los animales. Si algo es propio del hombre es que es mortal y lo sabe. Este hecho de olvido de esta condición mortal contrasta y convive con el profundo miedo y repulsa a la vivencia de la muerte que experimenta el corazón humano.

Con la Edad Moderna ha desaparecido el anhelo de adquirir, a lo largo de la vida, lo que los antiguos llamaban ars moriendi, es decir, la tradición de raíces cristianas de prepararse durante la vida para la muerte. El modernismo y la industrialización eliminaron del pensamiento moderno este antiguo anhelo.

Se vive evitando y esquivando la muerte y todo camino que nos conduce a ella: sufrimiento, dolor, enfermedad... Se busca arrancarle a la muerte su aguijón, olvidarla, borrarla de nuestra concepción de la vida y de nuestra sociedad. Con la idea de progreso y modernidad se introduce la convicción de un aplazamiento de la muerte y del dolor.

Desde el blog saber esperar se quiere recuperar una reflexión seria sobre la muerte, que ayude a vivir esta realidad, a pensarla, como hacían tantos santos, siempre conscientes del hecho de que la muerte no tiene la última palabra, ésta ha sido vencida para siempre por Jesucristo.


Reflexiones sobre la muerte (II)

¿Por quién doblan las campanas?


Son versos de un poema de un escritor inglés del siglo XVI llamado John Dunne. El texto completo dice así:


«Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; cada hombre es un trozo del continente; si un terrón fuese arrastrado por el mar (y Europa es el más pequeño), sería lo mismo que si fuese un promontorio, que si fuese una finca de tus amigos o tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo estoy involucrado en la humanidad; y, en consecuencia, no envíes nunca a preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti. Ni podemos tampoco llamar a esto un pedido de miseria o un préstamo de miseria, como si no fuéramos lo bastante miserables en nosotros mismos, sino que debiéramos ir a buscar más a la casa de al lado, haciéndonos cargo de la miseria de nuestros vecinos.»

La muerte del otro me destruye y afecta en lo más profundo a mi existencia. Cada vez que muere alguien muero yo también. Pero la muerte del otro no sólo me destruye, también me construye o me re-construye, me humaniza y me capacita y posibilita para amar. Me explico: hay un texto impresionante de Miguel de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida, con trasfondo autobiográfico. En 1896 nace Raimundo Jenaro, hijo de Miguel de Unamuno y Concha, que fue víctima de meningitis y tras siete años de penosa vida, murió a causa de su hidrocefalia. Unamuno, que vivía el problema de su angustia metafísica y veía reflejada en la cabeza gruesa del niño enfermo el símbolo de su propia crisis intelectual, había escrito estos versos: «oigo en su silencio aquel silencio/ con que Dios responde a nuestra encuesta». Sobre dicho telón de fondo, cala hondo el siguiente texto:

«Los amantes no llegan a amarse con dejación de sí mismo, con verdadera fusión de sus almas, y no ya de sus cuerpos, sino luego que el mazo poderoso del dolor ha triturado sus corazones remejiéndolos en un mismo almirez de pena. El amor sensual confundía sus cuerpos, pero separaba sus almas; mantenía extraña una a otra; mas de ese amor tuvieron un fruto de carne, un hijo. Y ese hijo engendrado en muerte, enfermó acaso y murió. Y sucedió que sobre el fruto de su fusión carnal y separación o mutuo extrañamiento espiritual, separados y fríos de dolor sus cuerpos, pero confundidas de dolor sus almas, se dieron los amantes, los padres, un abrazo de desesperación y nació entonces, de la muerte del hijo de la carne, el verdadero amor espiritual... Porque los hombres sólo se aman con amor espiritual cuando han sufrido juntos un mismo dolor, cuando araron durante algún tiempo la tierra pedregosa uncidos al mismo yugo de un dolor común...»

En la obra de Unamuno —como refleja este texto— aparece siempre unido de manera íntima el amor y la muerte. Eros y Thanatos aparecen unidos de una manera casi obsesiva. Para Unamuno existe un tipo de amor que brota del dolor y la muerte que es capaz de dar un sentido profundo a ambas realidades. Así se constituye el amor como dador de sentido, clave de comprensión del enigma de la muerte. El sentido de la muerte —la propia y la del prójimo— viene dado y va íntimamente unido al sentido de la propia vida y a la esperanza en la vida. La lógica del amor y de la vida es la única que puede dar razón del origen de la vida, esperanza en la hora de la muerte y sentido a la propia muerte y a la del otro.



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