lunes, 13 de febrero de 2012

Preparar la adolescencia


Consejos y observaciones para educadores de adolescentes sobre como prepararlos para dicha etapa.

Preparar la adolescencia

No podemos poner parches. Lo que se siembra se cosecha... Por eso queremos dejar ampliamente, en esta página, las características (y unas pautas) sobre la primera y segunda infancia, como mejor medio para entender y afrontar bien la adolescencia. El estudio más profundo y ordenado sobre la adolescencia y sobre pedagogía lo dejamos para la columna semanal: "los jueves con Edu y Marta".


PRIMERA INFANCIA
Organización del lenguaje.- Desarrollo del comportamiento.- Aprendizaje.- Conciencia moral primitiva.- Afectividad.- Mentira.- Castigos.- Escolaridad.- Lectura.- Escritura.- Dibujo.- Psicosis y Neurosis.



La primera infancia abarca desde el final del primer año hasta el sexto o el séptimo. Comprende los periodos de "expansión subjetiva" -uno a tres años- y el "descubrimiento de la realidad exterior" -tres a seis años-. La actividad del niño en el primer año es predominantemente instintiva, pero hacia el fin de este año aparecen unos nuevos factores. El niño aprende a tomar la posición erecta y a mantenerla y a dar algunos pasos; además comienza a usar el lenguaje, por lo menos en forma de sonidos lingüísticos elementales.

El que pueda ponerse en pie al final del primer año no sólo tiene importancia especial para la determinación del especial modo de percibir el espacio, sino también para las relaciones del mismo niño con el espacio. De hecho, la posición erecta le da al niño la posibilidad de acercar los objetos y las personas según el interés que le guíe hacia ellos. De este modo la vida cognoscitiva adquiere un nuevo desarrollo al ver el niño las cosas colocadas de un modo diferente en el espacio a su alrededor. Según la posición ocupada se establecen ciertas relaciones. Esta nueva relación con las cosas y las personas ejerce una nueva influencia en la vida afectiva y en la actividad motriz, que así se pone en condiciones de conocer directamente el mundo externo. El mismo, ahora, puede buscar los objetos, acercándoselos, cogerlos; puede también acercarse o alejarse de las personas. Todo esto provoca en él nuevos estados afectivos, y sobre todo actividades motrices, es decir, la vida se manifiesta como actividad en la que el niño se siente guiado por sus estados afectivos en relación con los intereses y necesidades.

El periodo de tiempo que va desde los tres a los cuatro años tiene una gran importancia para la adquisición del lenguaje. El niño ha empezado ya en el primer año, con sus gritos y balbuceo, a aprender a emitir los diversos sonidos y en varias tonalidades y a controlarlos con el oído. En las largas horas de juego del primer año, durante las cuales ha ido pronunciando continuamente el mismo fonema, aprendió, a coordinar los músculos del tubo fonatorio y a dosificarlos para poder realizar los diversos movimientos de los músculos indispensables para la fonación o emisión de los diferentes sonidos. Por consiguiente, posee, aunque en forma elemental, el material esencial para poder hablar. Interviene entonces la imitación, que le ofrece los primeros fonemas necesarios y que van desapareciendo poco a poco en cuanto el niño empieza a imitar a los demás.

Hasta que no aprende el niño a asociar el nombre a algo que el signo indica, representa o sustituye, no existe lenguaje. La madre es la que repite el primer nombre (por ejemplo: mamá), y el niño asicia el nombre de "mamá" con la persona que piensa como tal. Los demás hablan con él y aprende a asociar los nombres oídos y sus actos o los objetos de los cuales son signos.

La primera dificultad en el uso de la palabra es de naturaleza fisiológica. El niño encuentra dificultad en articular el sonido que quiere imitar porque sus músculos y las inervaciones musculares no consiguen dar aquella impostación todavía del tubo fonatorio necesaria para pronunciar aquel fonema. No encuentra la misma dificultad en pronunciar aquellos fonemas que no requieren un esfuerzo especial, o sea una rápida modificación de sus partes para articular determinados fonemas, y, por consiguiente, pronuncia primero aquellas palabras en las cuales se encuentran las sílabas labiales (b, p, m) acompañadas de vocales abiertas. Más tarde conseguirá pronunciar consonantes dentales (d, t), y sólo más tarde las guturales (g, j).

Una segunda dificultad, mucho más grave, está en el proceso que es fundamento del lenguaje. Hasta que no se consiga una estable asociación, por una parte, entre el signo verbal acústico, tal como se usa en la lengua de la sociedad humana a la que pertenece el pequeño mundo familiar en que vive el niño, y por otra parte las personas designadas, el niño se sirve para indicarlas de sonidos que él cree están asociados con ellas. Es decir, intervienen la imitación y la espontaneidad. Por esto el niño en vez de decir "perro", emite un sonido que imita al ladrar del perro: guau-guau, y en lugar de decir "reloj" imita el tic-tac que ha oído. Podríamos decir que el lenguaje infantil tiene una extensión universal.

No podemos, sin embargo, decir que el niño hable con palabras aisladas. Cada palabra, principalmente si está modificada, significa un deseo, una necesidad, órdenes, comprobaciones. El uso de las verdaderas frases sólo llegará más tarde, cuando la primera aparición de la inteligencia permita el uso de la conexión lógica de las palabras. Antes, con todo, puede formar frases solamente por imitación. En este caso no debe interpretarse esta serie de sonidos como verdaderas frases, a las cuales, entre otras cosas, les pueden faltar verbos, predicados y otros elementos lógicos.

El adulto que oye hablar al niño lo interpreta según su propio lenguaje, y puede engañarse. Para el niño, la palabra "mamá" puede equivaler a "mamá, ven aquí" o "dame de comer" o "mamá, siéntate". Pero aun teniendo estas significaciones, la palabra "mamá" no es un sustituto de una frase, sino solamente la expresión de un deseo, de una necesidad, de algún estado de ánimo.

Poco a poco el lenguaje del niño va diferenciándose, adquiriendo un valor específico. Llega el niño a usar de la palabra como instrumento de comunicación. Desde este punto de vista, el lenguaje tiene una doble función: cognoscitivo-intelectual y afectivo-volitivo. En el niño predomina casi exclusivamente, durante esta fase, la función afectiva. Aun cuando tenga también el lenguaje en el niño un fin primordialmente cognoscitivo, sirve, sobre todo, para manifestar las disposiciones afectivas del sujeto hacia los objetos y las demás personas.

Sintetizando, podemos distinguir en este período cuatro fases. La fase preparatoria comprende el primer año. Sus características son:

a) Balbuceo
b) La imitación de los fonemas complejos
c) El comienzo de la comprensión de las palabras aprendidas de los demás.

1ª fase: Empieza el niño a usar de las palabras y éstas en lugar de frases, pero agrupando dos o más palabras. Es de tipo afectivo.

2ª fase: Comprende que todas las cosas tienen su denominación. Al final de esta fase comienza el período de las preguntas, y le gusta aprender el nombre de las cosas. Predominan primero los sustantivos, más tarde empiezan a aparecer los verbos, pero escasean aún los adjetivos.

3ª fase: Introduce la flexión de palabras. Primero la conjugación, sigue la declinación y luego la comparación. Suele repetir cada vez con mayor frecuencia las preguntas "¿Donde?", "¿Qué?".Aún perdura el elemento afectivo que gradualmente va perdiendo su predominio frente al intelectual.

4ª fase: Aprende la construcción de frases complejas. Empieza a preguntar"¿Cuando?", "¿Por qué?".

En su conjunto, el lenguaje del niño difiere del adulto, pues es exclusivamente individual, cuando el del adulto es eminentemente social. Utiliza el lenguaje para expresar sus estados afectivos, sus actitudes psíquicas, también de naturaleza afectiva, sus deseos, sus necesidades. El carácter social irá paulatinamente creciendo a medida que avanza en edad.

Según STERN el número de palabras que un niño conoce en diversas edades, sería:


edad: 18 meses 2 años 3 años 4 años 5 años 6 años


palabras: 100 300-400 1000-1100 1600 2200 3000


En Psicología el concepto de MADURACION tiene un significado muy concreto. Viene a considerarse como el cambio del comportamiento determinado por el desarrollo anatómico y fisiológico del sistema nervioso, que hacen posible el ejercicio y el uso de las funciones. Se producen algunas estructuraciones constantes antes de que se manifieste una función.

Cuando las condiciones son favorables, se afirma que la función contribuye a una aceleración más amplia del desarrollo estructural del sistema nervioso. El funcionamiento de otras estructuras correlativas puede ser un factor que influya en la determinación del desarrollo estructural del todo. En este caso, cuando el crecimiento estructural no aparece directamente dependiente o ligado a una función e independiente de ella. Es imposible, evidentemente, una separación rigurosa entre estructuras y funciones como si fueran dos procesos distintos del desarrollo. No solamente son paralelas, sino que están en correlación, aunque un proceso puede avanzar respecto al otro.

Bien delimitados estos dos aspectos del desarrollo, se sigue que el conocimiento del proceso del desarrollo supone no solamente el estudio de las estructuras nerviosas y de las funciones con las que están ligadas, sino los otros aspectos del organismo en el período del crecimiento. Así en la determinación de las formas de comportamiento pueden intervenir cambios en la misma estructura, o sea en la muscular, o en la maduración de las glándulas endocrinas, o del sistema circulatorio.

Por ejemplo, la presión de la mano de un niño está condicionada no solamente a la inervación, sino también a la conformación y magnitud de la mano, las dimensiones del objeto que tiene que tomar, su forma, etc. Cambios en el equilibrio estático, importantes para aprender a tenerse en pie y caminar, están influidos por el crecimiento en longitud de los miembros inferiores en relación con el tronco. Según sea esta relación, tendrá más o menos facilidad para aprender a trepar, correr, etc.

La maduración no es un proceso particular de una actividad. Es característico de toda la personalidad. El estudio del desarrollo físico y del comportamiento han demostrado que en el crecimiento existen períodos de crisis en los cuales el niño es más sensible a determinados estímulos. El período crítico para una actividad puede aparecer en un determinado momento de la vida de un sujeto, y en otro momento para otra actividad. Esto nos hace ver el retraso de algunas funciones respecto a otras: la aceleración, aparente, en algunas, y sobre todo las diferencias que se observan en los diferentes sujetos.

La maduración interfiere con el aprendizaje, y viceversa. Pero no pueden oponerse, como hacen algunos autores, favorables unos a dar gran importancia al factor constitucional hereditario y otros al ambiental. Lo más exacto es determinar, en cada caso, cómo los dos procesos interfieren en el desarrollo de cada función.


El APRENDIZAJE es el proceso por el cual se efectúan cambios, relativamente permanentes, en el comportamiento que no pueden ser explicados por maduración, lesión o alteración fisiológica del organismo, sino que son el resultado de la experiencia. O con una definición más simplificada: aquellos procesos que intervienen en el cambio del comportamiento conseguido a través de la experiencia.

Hay que destacar algunos factores que limitan la posibilidad de aprender; entre ellos se distinguen:

a) Las características físicas del organismo: es obvio que ciertos organismos están incapacitados para realizar ciertas conductas como consecuencia de su estructura físicas. Tal es el caso de volar para los humanos o de hablar para los reptiles. Una parte importante en la determinación de los límites del aprendizaje de un organismo radica en la capacidad anatómico-fisiológica de su sistema nervioso.

b) La preparación biológica del organismo: es decir, un organismo está preparado para aprender ciertas conductas, no preparado para otras que se aprenden más difícil y lentamente e, incluso, contra preparado para algunas cuyo aprendizaje resulta tremendamente irregular.

c) Los períodos críticos: el aprendizaje de ciertas conductas se ve especialmente facilitado en determinados períodos de la vida. Por ejemplo, en relación con conductas motoras es impensable hacer de mí un campeón olímpico de natación, mientras que, por el contrario, resulta posible conseguirlo a los 15 o 16 años. La infancia, en general, es un período particularmente propicio para el aprendizaje por cuanto muchas adquisiciones posteriores se ven facilitadas si durante este período el niño se ve sometido a una estimulación rica y adecuada. No quiere esto decir que la infancia, aun siendo un período crucial, sea la edad de oro para el aprendizaje ni en relación con la rapidez y velocidad con que se aprende ni en cuanto a la profundidad y complejidad de las tareas aprendidas.

d) Por último, se ha de fijar también como límite el carácter no hereditario de las conductas aprendidas. No es posible la transmisión hereditaria de los comportamientos aprendidos.

Al avanzar la edad, la evocación sensorial se va haciendo cada vez más compleja, y se extiende a los procesos complicados y experiencias pasadas, aunque siempre de naturaleza sensorial. Con ellas adquiere el niño los diferentes conocimientos. Este proceso fundamenta el aprendizaje; para cuya obtención se requiere también el ejercicio. Por actuar sobre el aprendizaje diferentes factores, y sobre todo los procesos superiores psíquicos, un verdadero aprendizaje sólo existe en la edad que se llama eminentemente escolar, y por ello dedicada completamente al aprendizaje en la escuela. El niño entonces empieza a aprender, y entendiéndolo como acumulación de conocimientos sensoriales y motores y en cuanto se adapta a las circunstancias variables de la vida.

Siendo diferente el proceso del aprendizaje, también lo será el modo de aprender en este período y en el de la vida escolar. En este momento el niño aprende jugando; en cambio, en la vida escolar aprende conforme a unos esquemas prefijados, utilizando las experiencias de los demás y sobre todo ejerciendo su inteligencia y su voluntad. Durante la vida escolar sabe aprender el niño para un fin y posee las disposiciones afectivas y los impulsos volitivos para alcanzar este fin. En el niño de menos de seis años faltan la atención, inteligencia y voluntad indispensable para este trabajo. A lo más, puede aprender a realizar algunas tareas que implican una actividad motriz, por ejemplo lanzar y volver a coger la pelota.

El interés que tiene por todo, con que lo observa todo espontáneamente, sin necesidad de tensión volitiva, hace que el niño adquiera diversas acciones. Se muestra incansable en repetir muchas veces la misma acción. Es empujado, en realidad, a hacer, a actuar, a repetir las mismas cosas, las mismas acciones por un impulso interior. Esto se debe a la necesidad de una descarga de su exuberante energía interior. Antes de la edad escolar, y particularmente entre los dos y cuatro años, vive sumergido dentro de su mundo presente. No le interesa el pasado, ni le preocupa el porvenir.

Por consiguiente, no estando todavía en disposición de poder atender a un aprendizaje integral, la experiencia de la vida que vive le proporciona el material para la vida cognoscitiva. Cuanto ve, siente y experimenta se deposita en lo íntimo de la conciencia. Esto lo comprobamos cuando el niño revive espontáneamente todo lo que le ha impresionado. Siente con ello o bien placer o disgusto. Uno de los aspectos característicos de estas evocaciones es que a veces, aun siendo bien determinadas y precisas, no están situadas en el tiempo y muy poco en el espacio. Por esto cualquier evidencia de la experiencia pasada suele expresarla siempre con la misma palabra: "era una vez..." Con lo cual fácilmente se comprende que las horas del día, las fechas del calendario no tengan valor alguno para él, a no ser que estén unidas a un dato perceptivo, por ejemplo la tarde, la primera nevada, etc. Si a un niño de tres años se le pregunta por la tarde qué hora es, responde con indiferencia, a lo mejor, las doce de la noche. Si se le hace reflexionar que en tal hora se duerme, y que por consiguiente no es exacto cuanto ha dicho, se queda parado. Parece que está reflexionando y luego se corrige. Dice datos, horas sin pensar. Probablemente se trata de ecolalia (repetición automática de las palabras).

Mostrar a un niño un reloj y preguntarle la hora, aun cuando sepa leer los números, es exponerse a recibir una contestación al acaso, aun mirando el reloj, pero sin leer la hora o sin comprender lo que ve. Otro de los elementos que nos explican la facilidad de esta clase de errores es que el niño re-evoca las experiencias pasadas sólo por medio de una cadena asociativa.

Antes de hablar de conciencia moral primitiva hay que aclarar el concepto de MORALIDAD. La noción de moralidad responde a un conocimiento y convicción espontánea de la diferencia objetiva entre el bien y el mal y de la posibilidad de elegir entre ambos.

Es conocida la caracterización de la primera infancia hecha por PIAGET. Para él, tanto desde el punto de vista del conocimiento como desde el punto de vista moral, se caracteriza por el "egocentrismo". Este egocentrismo, desde el punto de vista moral entraña "una especie de anomía (falta de ley, defecto congénito del sentido moral), de modo que la ternura y el desinterés pueden ir a la par con un egoísmo ingenuo, sin que el niño se sienta espontáneamente mejor en un caso que en el otro.

Así como las ideas que atraviesan su espíritu se presentan a él bajo la forma de creencias, y no de hipótesis que es preciso verificar, así también los sentimientos que surgen de la conciencia del niño se le aparecen inicialmente como poseedores de un valor, y no como fenómenos que deban ser sometidos a una evaluación ulterior. Sólo mediante el contacto con los juicios y las evaluaciones de los demás cederá progresivamente terreno esa anomía intelectual y afectiva, bajo la presión de las reglas lógicas y morales colectivas.

Esta etapa del egocentrismo puro de la primera infancia es la que corresponde al período preescolar y los primeros cursos de educación básica obligatoria. En ella la presión unilateral de los adultos sobre el niño es lo total. El niño recibe las ideas de lo bueno y de lo justo, de lo malo y de lo incorrecto, de las personas con autoridad, principalmente de los padres. Bueno es todo lo que los adultos significativos aprueban y permiten; malo todo lo que prohíben y castigan.

En este estadio las fuentes de vinculación moral son las que provienen del exterior. La conducta moral del niño viene marcada por la obediencia a la autoridad.

Junto con el egocentrismo moral, entendido sobre todo como incapacidad general de comprender el punto de vista de la otra persona, hay que colocar el llamado realismo moral, como la principal característica de la moral de la heterónoma.

El realismo moral, alude a la actitud del niño frente a las normas y reglas dadas por las personas con autoridad, a la tendencia infantil a considerar las reglas y normas como valores subsistentes en sí mismos, independientes de la conciencia individual y obligatoriamente impuestos. Es lo que se ha venido en llamar la cosificación de las reglas morales, dando a las mismas un carácter absoluto, sagrado, inmutable.

El realismo moral significa una moral de obediencia y de respeto unilateral, de obediencia a las personas con autoridad o a una regla absoluta, que se ha hecho sagrada en la mente del niño, y de respeto al adulto y a la regla prescrita por el adulto. Pero esta obediencia y respeto supone también el sentido literal de las normas. El niño concibe las reglas al pie de la letra, no tiene en cuenta para nada la intención del que obra, sólo aprecia los actos morales en función de su adecuación y conformidad material con lo mandado, con las normas establecidas. Ello le llevará a una posición de responsabilidad meramente objetiva.

Esta moral basada en el miedo, unilateral en el sentido de una sola dirección hacia el adulto, es la del castigo y de las sanciones represiva y punitiva.

Para el niño de este estadio el castigo debe ser dolorosa (punitivo) y la sanción se le aparece como perfectamente legítima y necesaria. Esto está estrechamente unido al concepto de justicia inmanente, a la creencia del niño de que los castigos y sanciones son algo que emana de las cosas mismas y son automáticos. Esta creencia no brota espontáneamente en el niño. Los niños no nacen con un "código moral". Esta creencia infantil es el fruto de la presión adulta.

En este estadio de la moralidad, lo bueno, lo justo, se definen en términos de una necesidad evidente de suyo, en sí. Las normas y reglas son realidades tradicionales.

La responsabilidad objetiva, muy acentuada en los niños hasta los siete años, consiste fundamentalmente en el hecho de que el niño al estimar una acción moral sólo tiene en cuenta las consecuencias que se derivan de ella, y no la intención de la persona que la ha producido.

Cada día se vuelve más la mirada a la familia como centro en el que no sólo se establecen los cimientos de un desarrollo del razonamiento moral, sino también como lugar en el que se ofrece al individuo la posibilidad de vivir aquellas experiencias morales que al ser organizadas reflexivamente permitirán la construcción de las estructuras cognitivo-morales, al tiempo que servirán de modelo vivo de comportamiento.

Es sin embargo, en el marco de las escuelas, del aula de clase, en donde se está mirando en la actualidad, al pensar en una nueva educación moral. Y ello no sólo porque se parte de la idea de que toda educación es educación moral y de que todo profesor es a su vez un educador moral, sino porque la comunidad escolar presenta unas condiciones que permiten la aplicación de los postulados de las teorías morales, al reunir aquellos aspectos de comunidad de jóvenes y adultos, con diferentes perspectivas, roles y actividades colectivas.

Por ser la vida del niño predominantemente instintiva emergen las reacciones afectivas. Los sentimientos son propios de la vida adulta. O mejor dicho, aparecen con las primeras manifestaciones de la inteligencia. Sin embargo, la vida de los sentimientos es más precoz que la de la inteligencia, a la cual se anticipa. Así vemos aparecer en el niño sentimientos que preanuncian verdaderos sentimientos estéticos. Por esto ciertos niños sienten un gran goce escuchando cuentos, música, dibujando, aun sin llegar a comprender el verdadero significado de sus propias acciones.

El cuento interesa al niño porque corresponde a su actividad fantástica. Le importa poco si el "erase una vez" responde o no a la realidad. El vive sólo del momento actual. No le interesa saber si el protagonista o los otros personajes son reales o no. No los confronta con fines críticos. Es cierto que la trama de los cuentos no puede alejarse mucho de la vida que suele llevar el niño. Si no se tiene en cuenta esto, se corre peligro de que el niño no siga el cuento. La Caperucita Roja, Haensel y Gretel, protagonistas de los cuentos, son niños como ellos, y se encuentran en las mismas circunstancias en que ellos se hallan. Solamente después de los cuatro años pueden introducirse en los cuentos los reyes, los gigantes, las brujas.

Estos personajes, con sus vicisitudes interesan al niño porque éste, como oyente de los cuentos se cree personificado en ellos. Se siente satisfecho en sus deseos y en sus aspiraciones, que encuentran un modo de realizarse, sin obstáculos, en los cuentos solamente. El juego de la fantasía del niño no exige ni siquiera que la síntesis se realice en el cuento. Le basta la sucesión de los hechos sin lógica. Una organización elemental se exige solamente después de los cinco años, es decir, cuando empieza a aparecer la inteligencia. Hay que tener en cuenta que cuando el niño capta la estructuración del cuento empieza a contarlo él mismo, mientras que en los primeros años se contenta con escuchar, haciendo a lo más, alguna pregunta.

La afectividad intensa no diferenciada, predominantemente instintiva, hace que el niño aparezca ant4e el adulto marcadamente egoísta. En efecto, no tiene consideración por nadie ni tiene en cuenta sus necesidades: solamente se interesa y vive para sí. En realidad es un ego centrista.

Una manifestación precoz del egocentrismo es la obstinación característica del período que estamos estudiando. El origen de la obstinación infantil es evidente. El niño no puede dejar de desear con toda fuerza un objeto que ha conocido y que le ha atraído o al menos ha despertado su interés. No siempre puede comprender el valor intrínseco de este objeto y ver, por ejemplo, que puede serle nocivo o estar prohibido. Tanto menos puede comprender el por qué de la prohibición que le hace el adulto o por qué es nocivo. De ahí que surjan con frecuencia conflictos interiores entre el querer un objeto y el no poderlo poseer, conflictos que tienen el fundamento entre el querer del niño y la voluntad del mayor.

La testarudez y la obstinación se han de considerar como afirmaciones negativas, rudimentales, inconscientes del propio "yo". Este modo peculiar de reaccionar va disminuyendo con la edad, gracias a la intervención de la inteligencia y también a la experiencia.

Una segunda forma de afirmación del "yo" es la actitud que podría llamarse de orgullo. A los dos años el niño se siente humillado cuando se le elimina de la sociedad porque es pequeño. Por lo mismo, cuando puede hacer una cosa, la hace solo, y aun cuando no lo logre se obstina en hacerlo.

Aparecen ya las primeras manifestaciones del pudor. Hacia el cuarto año el instinto mueve al niño a cubrirse y a esconderse para algunos actos fisiológicos. Estas manifestaciones también son instintivas.

Al instinto de defensa se debe el que el niño se esconda cuando aparecen en el ambiente familiar personas desconocidas.

Hacia el final del cuarto año empiezan a abrirse camino el arrepentimiento y la vergüenza por haber cometido algo.

Estos son los primeros indicios de la diferenciación afectiva que precede a la organización de la fisonomía moral del hombre adulto.

Aunque el niño tiene como centro de su vida los propios intereses, todo cuanto se refiere a la propia existencia, lo que es inherente a la conservación, este egocentrismo, sin embargo, no llega a suprimir las relaciones con el ambiente de los demás, por más reducido que sea. Estas relaciones se iniciaron con la primera sonrisa dirigida a un rostro humano, la madre; se dirige incluso a todo aquel que le cuida o que tiene alguna relación con él. Por consiguiente, en el niño los afectos hacia las demás personas nada tienen de común con la sociabilidad propia del adulto. A poseer un concepto de sociedad y todos aquellos conceptos que se refieren a las relaciones sociales, el niño no llegará hasta los 8-10 años.

En esta fase que estamos describiendo, pues, la relación social del niño se reduce a la relación afectiva con alguien, muchas veces con una sola persona. Este contacto es proyección del propio yo sobre otra persona. Las mismas aparentes manifestaciones de altruismo no son más que manifestaciones de egocentrismo. El niño quiere a quien le demuestra cariño. Desea que le tomen en brazos y sea acariciado por todos aquellos que le quieren. Esto lo hace porque siente necesidad de que le quieran.

No es infrecuente que a los sentimientos o manifestaciones que parecen de verdadero amor hacia alguna persona o solamente de simpatía sucedan también rápidos movimientos reveladores de antipatía y quizá a veces de odio, estados agresivos originados principalmente por una desilusión.

Un castigo, la privación de un juguete son causas suficientes para engendrar enemistad entre el niño y el adulto. Después de los tres años, los niños de temperamento más fuerte pueden reaccionar sencillamente con una negativa, que hay que interpretar como una demostración de falta de cariño. Pueden también reaccionar con una actitud que toma el aspecto de venganza o bien con una actividad de defensa positiva,

Hay quien ha dicho que los niños son de corazón duro, fundándose en que les resulta más doloroso perder un juguete que a su madre. Hay que buscar la explicación en que el niño está muy lejos de comprender el verdadero significado de los sucesos, de la muerte de la madre, y, en cambio, la pérdida del juguete le resulta inmediata y profundamente dolorosa.

Alguien les ha acusado también de crueles poro la tendencia a destruirlo todo y a maltratar, a veces, a los animales. Lo único que en realidad pretende es ejercer su potencia sobre algo. No existen para él las diferentes gamas de acciones. Por consiguiente, fácilmente llega al extremo de destruir un objeto o matar un parajito o vengarse de un adulto con un acto que a sus ojos no es más que una afirmación de lo que es capaz de hacer. Con esta tendencia a la destrucción, sin darse cuenta, el niño puede causar daños graves a personas, sin que prevea sus efectos.

La fisonomía afectiva del niño de dos a cinco años aparece, si se mira superficialmente, poco atractiva. El que no llegue a examinar las causas podrá parecerle indicio de un carácter desagradable. Después de los tres años ya es capaz de participar en la vida de los adultos no sólo por sugestión; y llega a llorar y alegrarse con ellos.

Esta es una etapa propicia a unas relaciones fraternales especialmente complejas, sobre todo en la esfera afectiva. En principio y en teoría, el vínculo entre hermanos está basado en el amor. Pero el grupo fraterno no está constituido aisladamente, sino que nace y se desarrolla dentro de un contexto social-familiar cuya cohesión está favorecida o perturbada, involuntariamente, por los padres. En esta sociedad familiar, cualquiera de sus miembros puede sentirse amenazado al percibir que aquello que posee, bien sea seguridad, afecto, status o propiedades, puede ser usurpado por otro, en el sentido literal de la acción de usurpar. Este temor se conoce con el nombre de celos.

La amenaza alcanza un grado mayor de sutileza al presentir que ese otro puede lograr un mayor nivel de competitividad y prestigio, con lo cual la amenaza percibida sube de grado porque lesiona la autoestima. Esta segunda modalidad de temor es más peligrosa, porque, si está muy asentada, puede aparecer en cualquier situación futura, sin ningún fundamento objetivo, constituyendo la envidia, aspecto más complejo aún que el de los celos.

En la envidia, el sujeto se siente amenazado por el simple hecho de creer que su status o competencia quedan inmediatamente mermados por el status o competencia superiores de otros. El clima de envidia está favorecido en un ambiente de competitividad, como puede ser el de una sociedad industrializada, o el que propicia frecuentemente la escolaridad. También se propicia la envidia en el medio familiar, con situaciones que parecen creadas para dificultar que el sujeto valga por sí mismo, sometiéndolo constantemente a comparaciones con una norma o modelo establecidos. Algunas situaciones familiares, por el contrario, pueden paliar, e incluso contribuir, a que desaparezca el clima de competitividad hostil y sus secuelas.

Parece ser que una madre excesivamente preocupada por el reparto equitativo de su afecto a los hijos, puede crear situaciones tensas y conflictivas, mientras que una madre más despreocupada, por diversas circunstancias, por ejemplo madre de familia numerosa, al prodigar más liberalmente sus atenciones, sin ideas fijas, crea un ambiente más distendido y cordial, en el que los hijos no son tratados siempre de acuerdo a un molde de comportamiento estricto y rígido. La posibilidad de sentir celos o envidia, aun en una atmósfera competitiva, depende de otros muchos factores, como el temperamento, los rasgos de personalidad y el tipo de relación con la constelación familiar, que hacen al sujeto más o menos vulnerable y susceptible de ser afectado por los celos o la envidia.

Son numerosas las variables que pueden crear una relación fraterna propicia a los celos, envidia o cualquier otro conflicto afectivo. Así, la posición o rango, la edad, el sexo, el contexto familiar, la predisposición a la independencia o dependencia, etc.

En lo que se refiere al rango o posición que ocupa un niño respecto a sus hermanos, hay, a su vez, situaciones diversas. El primogénito ocupa una posición difícil al nacer el primer hermano, pues percibe más claramente la posible pérdida del afecto de los padres y de su situación privilegiada, que en lo sucesivo tendrá que compartir. Aun así, la situación puede variar si es el primogénito de una familia numerosa y el nacimiento de los hermanos tiene lugar en breves períodos de tiempo. También incide la edad del primogénito en el momento de nacer el hermano. Será decisivo el modo como la familia prodigue sus cuidados al pequeño y la posibilidad que el primogénito tenga de ser atendido por otros miembros de la familia, que atenúen la descompensación afectiva.

El segundo, en el rasgo o posición, parece que está en ciertas condiciones de inferioridad para algunos aspectos del desarrollo emocional, como es el proceso de identificación con la madre, en el caso de las niñas, naturalmente. Aunque no hay investigaciones suficientes, parece que las niñas primogénitas tienen mayores posibilidades de llamar la atención, atrayendo sobre sí más cuidados maternos, lo que favorece la identificación.

La investigación sobre el más pequeño de los hermanos es contradictoria, de tal modo que pareciendo, por unos autores, el más mimado, es considerado por otros como el más propicio al abandono en mimos y cuidados. Generalmente, el menor despliega una serie de rasgos afectivos relacionados con un tipo de personalidad en la que el afán de superación es constante.

Respecto a la variable sexo, conviene destacar la incidencia que en el plano emocional pueden aportar otras diferencias significativas derivadas del mismo. Así, parece ser que los niños tienen mayor tendencia a la motilidad y a la agresión, mientras que las niñas, que maduran con mayor rapidez que los niños, manifiestan un mayor control emocional. En algunas ocasiones, puede que sea menos significativo ser el primero o el último de los hermanos, como ser el primer varón, después de tres hermanas, o a la inversa. También puede influir en la percepción que el niño tenga de ser más o menos querido, la proyección que una madre haga del deseo no alcanzado de haber tenido sólo hijos y no hijas, o a la inversa.

La diferencia de edad entre los hermanos es otra variable de notable influjo. Si la diferencia es pequeña, menor de dieciocho meses, la aparición de los celos, es más rara, puesto que también el niño mayor requiere cuidados similares al pequeño. También repercute menos en la conflictividad fraterna si el hermano mayor tiene la edad suficiente como para tener ya intereses fuera del hogar (escuela, amigos, etc.), cuando nace el hermano. En este caso, el YO tiene sus propios canales de enriquecimiento ya establecidos.

El grado de dependencia-interdependencia alcanzado por un niño le hace más o menos expuesto a la percepción de amenaza derivada de la posición alcanzada por otros. Un niño inseguro percibe con mayor agudeza la amenaza de aquello que puede lesionarle en múltiples aspectos: por ejemplo, en la posesión exclusiva del cariño materno.

Tampoco conviene exagerar la imagen de rivalidad entre hermanos. No hay que olvidar que las pequeñas frustraciones o roces propios de las personas que conviven y comparten el espacio doméstico, el afecto paternal y todas las pequeñas cosas materiales que conforman un hogar, no son suficientes, para excluir unas relaciones que, en el fondo, son de verdadera amistad, entrega y, a veces, hasta de sacrificio. Una vez más, la ambivalencia es la nota dominante de la relación afectiva.


LA MENTIRA:

Una cuestión de gran interés pedagógico y que tiene que ser estudiada desde el punto de vista psicológico es la mentira. Los pedagogos tratan frecuentemente el tema de la mentira, y la consideran como una de las características de la primera infancia en sus últimos años. Este enfoque suyo del problema no tiene, sin embargo, fundamento alguno. Generalmente suelen designar con el nombre de mentira lo que no lo es en realidad. Si el fenómeno de una verdadera mentira se encuentra ya en los niños, se tiene que sospechar de aquellos que le rodean. En este caso no sería más que un fenómeno de imitación, en cuya génesis habría intervenido la sugestión.

Para comprobar si el niño tiene la costumbre de decir mentiras o de si es capaz de mentir, hemos de tener en cuenta que la mentira es una afirmación que tiene por fin engañar a otro sobre hechos sucedidos o estados anímicos para provecho propio. La verdadera mentira supone una noción elemental, al menos, de que un hecho verdadero o un estado de alma puede ser callado o falsificado. Además, es indispensable que el sujeto conozca la finalidad de los propios actos y de las propias afirmaciones. La conciencia que un sujeto tiene de la no conformidad entre lo que él ha afirmado y lo que ha pensado o ha sucedido, nos permite distinguir la mentira de la ilusión mnemónica (cultivar la memoria por medio de asociación de ideas). La finalidad que el sujeto persigue con la mentira, es decir, la utilidad que tiene para el sujeto, la distingue de las producciones de la fantasía.

Por consiguiente, existen características que distinguen la mentira, las cuales demuestran que, para decir una mentira, es necesario un grado de desarrollo mental que está muy por encima del que el niño posee. Lo que se suele llamar mentira del niño es solamente una apariencia de mentira o, a lo más, es la primera manifestación de una actitud engañadora del comportamiento, debido a la influencia del ambiente.

Son observadores superficiales los que atribuyen la mentira al niño. A ellos les parece mentira la simple superposición o confusión de datos de la realidad con los de la fantasía, tanto en el juego como en las palabras. Puede hacernos considerar como mentirosos los juicios del niño, el hecho de que la afectividad predomine todavía sobre la actividad psíquica. Mientras son muy intensos los estados afectivos, el conocimiento del mundo es todavía insuficiente. Así es muy fácil que al niño le parezca un verdadero acontecimiento lo que él piensa o desea. Faltándole el control crítico por la insuficiencia del desarrollo mental, le falta también la posibilidad de discriminar lo que es verdadero de lo deseado y de lo que piensa.

No se puede negar que en los primeros años se presentan en el niño actitudes que pueden considerarse como disposiciones para la simulación. Son éstas las primeras manifestaciones caracterológicas de la personalidad adulta. Por ejemplo, el niño dice que se siente mal para llamar la atención o bien para evitar un castigo o ganar algo que satisfaga su deseo. Estas actitudes son instintivas, inconscientes. Son las primeras manifestaciones de las disposiciones y de las tendencias caracterológicas. A veces llegan a ser como el anticipo del desarrollo de una anormalidad caracterológica. Además, en el niño existen instintos de defensa de todo cuanto es desagradable y de atracción de todo cuanto es placentero, movimientos éstos que reprime el adulto. Estas tendencias interiores aparecen a veces como socialmente reprobables, pero son siempre instintivas. Si el niño continúa mucho tiempo en esta actitud de obstinación, ya se manifiesta en esto una disposición caracterológica que podrá facilitar la mentira, cuando el niño sea capaz de reflexionar y de disimular el estado de su propio espíritu.

No son raros, en cambio, los casos de aparentes mentiras por miedo. Ordinariamente son el resultado de un tratamiento pedagógico equivocado. Los suelen causar los castigos inapropiados a la edad y a las faltas cometidas, de tal manera que provocan una actitud íntima de defensa que toma el aspecto de mentira. Pero, en realidad, no lo es, porque falta en el niño la capacidad de reflexión hecha para engañar. Estas formas aparentes de mentiras son la demostración de un tratamiento injusto por parte del adulto.

Una forma aparente de mentira la favorece el comienzo de la actitud escolar, cuando no existe una perfecta unión entre los dos ambientes del niño en cuanto a la educación: el familiar y el escolar.

Por consiguiente, el niño no es mentiroso. Puede llegar a serlo si una educación deficiente le induce a ello para defenderse o para huir de todo aquello que él cree erróneo o nocivo. El maestro o el educador, por consiguiente, tienen que dejar aparte todos los libros de pedagogía que hablan nada menos que de una terapia infantil de la mentira. Más bien hay que crear un ambiente doméstico y escolar que no obligue al niño a defenderse con subterfugios. Por tanto, no hay que excogitar medios de control o de castigos para el caso en que se haga patente una tendencia a la simulación. En este caso se trata de un caso patológico o de una influencia nociva del ambiente anormal.

Es evidente que es injusto castigar al niño no responsable. Dada la gran sugestionabilidad del niño, es aconsejable usar los cuestionarios para descubrir las mentiras, como han hecho ya algunos pedagogos. De este modo fácilmente, por su gestión, se sugiere al niño que mienta y se obtiene el resultado contrario. El único modo de educar al niño en la verdad es el de despertar en él gradualmente el sentido de responsabilidad y de control de sí mismo. Además, debe tratársele con mucha dulzura, de tal manera que inspire confianza.


LOS CASTIGOS:

Otro problema pedagógico que plantea el desarrollo psíquico de la primera infancia es el de los castigos. A algunos autores les parece indispensable para impedir muchas acciones que son nocivas y de cuyo valor no se da cuenta el niño o no comprende su significado. Entre éstas está la defensa de la salud, las exigencias de la limpieza, del orden, del porte exterior, etc. En estos casos el niño se encuentra sometido a continuas prohibiciones. Pero quien obra así olvida que el niño vive del presente y no recuerda más que aquello que se le ha prohibido momentos antes. Ordinariamente sus deseos, sus necesidades, exigen ser satisfechos, por ser instintivos.

No quiere el niño que otros le vayan con razones y le impidan algo por medio de una inhibición. El resultado podrá ser obtenido momentáneamente, pero muy pronto la necesidad y el deseo se vuelven a presentar, y la energía vital hace que estos movimientos instintivos tengan que ser satisfechos. Por este motivo el niño obstinadamente hace lo que está prohibido. Ahora bien, a primera vista parece que no exista otro medio para deshabituar al niño de una acción que el adulto juzga ilícita o inconveniente si no el de crear un complejo asociativo desagradable por medio de un castigo infligido a todo acto malo; esto no puede ser aprobado. Esta ventaja aparente anima a los educadores, no sólo a usar, sino abusar de los castigos.

El niño es castigado continuamente porque se mete el dedo en la boca, no para de hacer muecas, deja las cosas desordenadas en su habitación, toca imprudentemente los objetos de valor, etc. Castigándolo por todos estos actos, se llega a no dejarlo vivir. En lugar del proceso asociativo desagradable, que tendría que inhibir cualquier acción prohibida, se crea una disposición de ánimo completamente diferente. Según el temperamento, el niño permanece completamente inhibido, teniendo miedo de todo y dejando de actuar, o por el contrario, como si el castigo no le afectara, se comporta como si fuera insensible a él y se vuelve agresivo.

Por consiguiente, se encuentran frente a frente la voluntad del adulto y la obstinación del niño. A veces el adulto es más obstinado que el niño. Quiere el desquite a toda costa, y el niño tiene que obedecerle absolutamente. Hay que reflexionar que la obediencia, desde el punto de vista educacional, no es un fin, sino solamente un medio que tiene que conducir a un fin. Por esto la educación de la obediencia tiene que combatir los movimientos instintivos desordenados del niño; pero no tiene que matar el germen de la personalidad que está naciendo en él y que se irá afirmando con la elección voluntaria de un fin entre varios por el valor con que se presentan estos fines.

Dicen algunos autores que el castigo tendría que servir para vencer las manifestaciones menos buenas del carácter: la glotonería, la crueldad, los celos, etc. También esto es una equivocación. En los primeros años no puede hablarse todavía de carácter, no existe todavía una personalidad organizada. Las manifestaciones anteriormente enumeradas no son más que disposiciones naturales, manifestaciones instintivas. No pueden ser arrancadas, sino solamente corregidas por medio de un ambiente apropiado a los fines educativos que se tiene que proponer en cada caso.

El castigo entonces no hace más que vigorizar la tendencia natural a crear una disposición de ánimo refractaria a las influencias de la voluntad de otro y un estado de agresividad. Sobre todo, procediendo así, se rompe la posibilidad de comunicación entre el niño y el educador. El niño no tiene confianza en él, intenta escaparse siempre, a veces no cree en lo que dice. Por consiguiente, en lugar de eliminar lo que no es deseable se llega al extremo contrario.

Una de las causas de las equivocaciones educativas consiste en creer que el niño se sirve de principios y de normas de vida moral que son expresiones de la mentalidad y de las exigencias éticas y sociales del hombre adulto. Juzgándolo así, se le exige al niño una línea de conducta cuyo fundamento es incapaz de reconocer y apreciar. Así se le atribuyen culpas de las que no es responsable. Entre los efectos nocivos de esta orientación pedagógica hay que consignar que se le enseña al niño una acción no buena que desconocía. Por esto sucede, por ejemplo, que con la acusación hecha al niño de "tú eres un mentiroso", aprende qué significa la mentira y las ventajas que puede sacar de ella, cuando quizá por sí mismo hubiera tardado mucho tiempo en descubrir cuál es la conducta que tiene como fin el engaño de los demás.

Ahora bien, si el educador ha de tener por norma un conocimiento lo más completo posible de la vida mental del niño y no puede exigirle lo que exige al adulto, no por esto ha de dejarle hacer lo que quiera. Por el contrario,, conviene sacar el mayor partido de las actitudes instintivas del niño para educarlo. Sólo eventualmente, y en muy raros casos, se tendrá que recurrir al castigo. La experiencia enseña que el niño es muy sensible a las amonestaciones mientras pueda darse cuenta y esté persuadido de que sus actos merecen reprobación desde algún punto de vista. En este caso acepta el castigo como expiación del propio error. El afecto además lo puede conseguir todo.

El uso de los castigos corporales que producen dolor no tiene que consentirse más que en casos extremos, cuando, inútiles los demás medios, el niño persevera en su actitud peligrosa o nociva para su vida física. Es decir, cuando es necesario defenderlo enérgicamente, por ejemplo cuando se obstina en subir a una silla para asomarse al balcón o a una ventana abierta.

En todo caso, el castigo tiene que ser siempre un medio educativo; por esto no es necesario que sea corporal, sino más bien persuasivo. Es necesario que el niño lo reconozca como justo y proporcionado a la culpa. Si no es así, resulta ineficaz. Ha de poder captar la relación existente entre la culpa y el castigo. Este ha de ser conocido como consecuencia del acto realizado por él. Solamente así es eficaz. De este modo podrá ser útil el que la madre o la maestra niegue un beso o una caricia, o cualquier otra cosa que el niño desea.

En los castigos hay que hacer conocer al niño la proporción entre la culpa y el castigo. En esta fase de la vida evolutiva, el niño conoce ya la unión existente entre él y el adulto; el mayor castigo y el más eficaz es el aislamiento. Es suficiente demostrarle que no se interesa uno por él, que se le deja solo. Basta dejarle abandonado en una habitación para que él lo juzgue un gran castigo. Para los primeros años puede servir muy bien la privación de cualquier golosina; más tarde será más eficaz la privación de un paseo o de un juego.

Al dar los castigos no hay que perder nunca de vista dos principios: que exista proporción entre la culpa y el castigo, y que el modo de castigar sea apropiado a la edad del sujeto. Cuando se violan estos dos principios, se provoca en el ánimo de los niños reacciones que pueden ser muy peligrosas. Se puede llegar desde la ruptura entre las relaciones educativas del niño con el adulto, y por consiguiente a una imposibilidad ulterior de educación, hasta un re plegamiento del niño sobre sí mismo, estado que puede favorecer la incubación de alguna neurosis. Para que los castigos sean eficaces será bueno procurar que no sean siempre los mismos, ya que el niño se habitúa a una forma de castigo y deja de reaccionar a él.

En el acto de castigar son importantes estos momentos, que hay que tener muy presentes para apropiar el castigo al desarrollo del niño. Cuando, en los primeros años, no está en condiciones de reaccionar más que por vía asociativa, el castigo obra como un reflejo condicionado de Pavlov, en cuanto el castigo tiene un lazo asociativo con una determinada acción. Esto tiene efecto durante el tiempo que dure este lazo asociativo. En el tercer o cuarto año, aunque confusamente, el niño capta la relación de causa a efecto entre la propia acción y la punición que se le inflige. Más tarde tiene conciencia de que su culpa requiere una expiación, y si ha sido educado y no atemorizado pide espontáneamente el castigo o al menos lo encuentra justo y lo acepta serenamente. En este último período, el maestro y la madre han de tener una fina intuición de los pensamientos del niño y deben proceder con mucho tacto en la educación, para no determinar la formación de una conciencia moral errónea, o lo que es peor aún, para que no se incube una reacción de carácter patológico o sea el origen de una deformación mental también patológica.


LA ESCOLARIDAD:

Cuando el niño llega a la escuela se encuentra con un mundo completamente diferente al de su casa. Ya no es el niño de papá y de mamá, que goza de una posición de privilegio continua por parte de los mayores. Ahora tiene que convivir entre iguales y tendrá que luchar continuamente por conquistar un puesto adecuado. La relación con los iguales viene a sustituir a la relación entre desiguales propia de la familia. En realidad esta situación es para el niño completamente nueva, puesto que se encuentra con compañeros que "no tienen obligación de quererle" como sus padres. Además, tiene que habérselas con un maestro que impone normas y restricciones.

El niño suele vivir la situación escolar como extremadamente destructiva. Se siente impotente contra todo el aparato organizativo que se le impone de pronto. En su casa tenía trucos y formas de evitar la autoridad; ahora todo esto le resulta completamente inútil. Es posible que el niño, muy apegado a sus padres y preso de temores inconscientes, se niegue insistentemente a ir a la escuela. Las formas de manifestarse esta negativa es extraordinariamente diversa. La más directa son los lloros y rabietas a la hora de tener que llevarlo al colegio. Otras formas de rechazar la escuela son las manifestaciones psicosomáticas de todo tipo. Los vómitos matinales son bastantes típicos; representan una forma de rechazar la nueva situación que se le plantea: Otras veces son las más diversas "enfermedades" las que impiden que el niño haga una escolaridad regular.

Si los padres son personas hiper-protectoras y con sentimientos de culpa, reaccionarán no llevando al niño al colegio, sino al pediatra una y otra vez para que le recete "vitaminas y reconstituyentes". El niño que no puede conseguir sus finalidades egocéntricas, logra por esta vía seguir apegado a su familia y mantener una temática regresiva. En muchas de estas situaciones, que no sabemos si considerar normales, hay que actuar de forma que logremos tranquilizar los temores inconscientes de los padres para que, sin violencias, el niño se reintegre a la escolaridad.

También puede suceder lo contrario: que el niño vaya con gusto a la escuela para liberarse de los conflictos que tiene en su casa. Esto suelen expresarlo los niños diciendo que en su casa se aburren, que en la escuela tienen amigos, etc.

Aparte de toda la problemática que plantea este factor externo del nuevo ambiente escolar, en que el niño se ve arrojado, es necesario tener siempre en cuenta las analogías que el niño va a encontrar en su nuevo ambiente en relación a su familia. El niño no abandona su forma anterior de elaborar la experiencia y la desplaza a la escuela. Repite con sus compañeros y maestros las mismas relaciones que tiene en la familia. El maestro será el padre, y los compañeros, los hermanos. Es evidente que muchos niños se comportan en la escuela de una forma diferente que en su familia.

El niño dependiente y sumiso a sus padres puede plantear en el colegio problemas de disciplina, mientras que un niño nervioso y fácilmente excitable en su casa se encuentra bien adaptado al ambiente escolar.

En la escuela se encuentra en una nueva situación familiar menos comprometida que en su casa. La agresividad contra el padre, mal reprimida, se manifiesta como una continua actitud oposicionista al maestro y una negativa sistemática a colaborar en el trabajo escolar. Para el niño el maestro es una figura paterna y puede elaborarla, dependiendo también del comportamiento del maestro, como un padre bueno o como un padre malo. En cualquier caso, la dependencia de él no está tan ligada a sus conflictos como la dependencia con su padre, lo cual le permite una cierta movilidad afectiva. El razonamiento del niño sería el siguiente: "A mi padre no puedo agredirlo; al maestro, sí", o "Mi padre no es bueno, y el maestro, sí". En los niños que llegan a la escuela con una buena elaboración e identificación con la figura paterna, la relación con el maestro suele ser buena. Repite, en sus rasgos esenciales, la que tenía con el padre.

Cuando el niño se comporta bien en la escuela y mal en su casa, estamos ante niños relativamente sanos psicológicamente, pero que tienen un padre o una madre que con su comportamiento irregular, punitivo o neurótico los están continuamente excitando. La situación de la escuela les resulta mucho más sedante que las relaciones que mantienen en su casa. También estos niños están más a gusto en la escuela que en su casa.

Los niños que no han resuelto adecuadamente sus conflictos familiares previos son los que plantean problemas de adaptación escolar.

La actitud del niño dentro del grupo que forma cada clase no es ajena al comportamiento de sus compañeros. Las actitudes neuróticas de un niño representan también las actitudes reprimidas inconscientes de otros niños más equilibrados psíquicamente. Un comportamiento neurótico de un niño puede "fascinar" a otros miembros del grupo escolar, pudiendo crear una auténtica oposición dentro de la clase. Si el maestro reacciona forzando su autoridad, puede aumentar la agresividad del grupo oponente, estableciéndose un círculo vicioso de agresividad-autoridad.

Desgraciadamente, aún son muchos los maestros que hacen de la autoridad la base de la disciplina escolar. Si el niño se porta mal en la escuela, lo interpretan como; si no aprende adecuadamente sus lecciones, como "vago", etc. Con sus ideas y comportamientos autoritarios plantean a los niños problemas que no tienen capacidad de resolver. La represión, el castigo, suele solucionar muy pocas cosas en esta situación.


LECTURA:

La materia prima del conocimiento llega al niño a través de los sentidos. Como gran parte de dicha materia le llegará por medio de la lectura, todo maestro habrá de poseer un profundo conocimiento del proceso de la misma. El maestro ha de procurar que todo niño logre una capacidad adecuada en la lectura y debe vigilar para que llegue a poseer la capacitación, métodos y vocabulario indispensables para que comprenda lo que lee.

Al niño sólo le es posible dar satisfacción a sus exigencias psicológicas por medio de la lectura o audición cuando puede comprender lo que lee y oye. Sólo podrá conquistar nuevas experiencias, su auto-estimación y el prestigio ante los demás, por medio del lenguaje oral o escrito, cuando se halla capacitado para dar una interpretación a dicho lenguaje. El niño incapaz de comprender sus lecturas no se siente estimulado a entregarse a ellas.

Un niño que no sabe leer no pude alcanzar buenos resultados en geografía, en historia, en ciencias o en cualquier otro sector escolar para el que sea necesaria la lectura. Ve en constante peligro su seguridad y auto-estimación tan pronto como se sienta en una clase en que se exige la lectura. Numerosos niños provocan problemas disciplinarios simplemente porque no se ven con la capacitación precisa en la lectura para colmar sus necesidades. Un alumno retrasado en la lectura constituye una constante amenaza de entorpecer las labores escolares. Como le es imposible dar satisfacción a sus exigencias dentro de las normas corrientes en la clase, irá en busaca de atención o de seguridad ya alterando dichas normas o ya esquivándolas. No hay que crearse la ilusión de que un niño persevere en su trabajo cuando comprueba que todos sus esfuerzos están condenados al fracaso.

En el desarrollo de la lectura como proceso, podemos destacar la incidencia de dos componentes fundamentales: la identificación de los grafemas y signos gráficos y la comprensión crítica del mensaje, cuyo perfeccionamiento gradual permitirá al sujeto alcanzar niveles más elevados de competencia y desempeño en las tareas de lectura.

Los métodos que han polarizado la didáctica de la lectura, se han fundamentado o derivado del método analítico y del método sintético. El primero se fundamenta en la adquisición simultánea de la palabra percibida globalmente y su significado. El segundo postula, que el aprendizaje de la lectura debe iniciarse a partir de las letras y su posterior asociación para formar palabras.


ESCRITURA:

El lenguaje escrito se configura como un sistema de signos gráficos que representan la correspondencia entre los sonidos (fonemas) del lenguaje hablado y las letras (grafemas) del lenguaje escrito. La escritura es un sistema de signos que representan al lenguaje oral, siendo, por tanto, un simbolismo de segundo orden. En su conocimiento y desempeño interviene la acción integrada de dos importantes funciones: la simbólica y la perceptivo-motriz. La primera, como generadora de representaciones, determina la aptitud para diferenciar el significante del significado y captar el valor funcional e instrumental del signo.

La función perceptivo-motriz, permite la ejecución de la escritura en cuanto ésta supone la realización controlada de una secuencia de movimientos estructurados que son guiados por la vista y responden a esquemas producidos mediante información sensorial. La evolución de la escritura pasa por una serie de etapas, a través de las cuales el niño debe comprender que la actividad gráfica que realiza, simboliza un contenido informativo representado por una gran variedad de signos gráficos convencionales, arbitrarios y comunicativos, que se diferencian entre sí por el número de elementos, la forma y el significado.

En la primera infancia el niño estaría en la etapa pre caligráfica, durante la cual se produce la eliminación de las principales dificultades motrices y se caracteriza, por tanto, por una falta de dominio motriz para superar las exigencias impuestas por las normas caligráficas.


DIBUJO:

Una verdadera fuente de goce, que ulteriormente se convertirá en sentimiento, y por consiguiente en goce artístico, es el dibujo. Los primeros garabatos con el lápiz es algo que el niño realiza sin darse cuenta de lo que hace.

Puede hallarse cierto paralelismo entre esta actividad y el balbuceo. Así como el balbuceo no es todavía hablar, lo mismo el hacer garabatos no es ni dibujar ni escribir. Pero así como el primero favorece el desarrollo del tubo fona torio y la coordinación en el obrar de los centros nerviosos y prepara al sujeto para poder hablar, así lo segundo pone en ejercicio los órganos que luego servirán para escribir y para dibujar en realidad. Este paralelismo puede llevarse más allá. En un momento determinado el niño se da cuenta de que el sonido que emite sirve para indicar algo, y, por el contrario, que todo sonido que oye de aquellos que le rodean es señal de algo también y que cada objeto tiene su propio nombre. Lo mismo sucede con los garabatos, pues en un momento determinado comprueba que debe existir una correspondencia entre algo que tiene confusamente en la mente y el dibujo hecho en el papel.


Al principio el niño, sin tener en cuenta la realidad, le da a lo que dibuja el significado no de lo que realmente existe, sino de lo que él piensa. Los niños dibujan -y así lo hacen hasta los seis años- no lo que ven, sino lo que piensan. Realizan dibujos gráficos que demuestran su capacidad de captar y representar con sencillez de medios la realidad fenoménica. Por esto dibujan hombrecillos, flores, plantas, casas, animales.

El dibujo procura al niño un goce grande, precisamente porque es espontáneo y no está subordinado a ninguna norma. El niño es libre para hacer lo que cree y como quiere. No tiene la preocupación de un objetivo que tiene que alcanzar y por esto no siente fatiga, sino la alegría de una actividad libre. Sólo cuando está ya satisfecho lo deja.


PSICOSIS Y NEUROSIS:

La personalidad del niño es necesariamente conflictiva, y los conflictos del niño llamado normal no se diferencian esencialmente de los del anormal o enfermo. Los síntomas neuróticos son un intento de solución del desequilibrio. En ocasiones sucede, que niños que manifiestan un cierto equilibrio reaccionan ante un acontecimiento, a veces anodino, haciendo síntomas neuróticos. La reacción neurótica nos está poniendo de manifiesto que su personalidad conflictiva, aparentemente estable hasta el momento, puede desequilibrarse. Los síntomas neuróticos son una defensa de las pulsiones inconscientes que luchan por pasar a la conciencia. Reacciones neuróticas de este tipo pueden ser las fobias, los terrores nocturnos, los vómitos, las manifestaciones psicosomáticas, etc. Como el niño tenía una personalidad equilibrada, lo probable es que supere la crisis. Por eso en estos casos prefiero hablar de reacción neurótica que de personalidad neurótica, porque se trata de algo transitorio.

Los acontecimientos que desencadenan estas reacciones neuróticas pueden ser muy diversos: el nacimiento de un nuevo hermanito, el ingreso en la escuela, una intervención quirúrgica, un castigo,etc. La reacción vivencial anormal nos está indicando que nos encontramos ante un psiquismo mal estructurado que puede llegar a desequilibrarse definitivamente y que se verá seriamente comprometido con la llegada de la adolescencia y, después, de la edad adulta.

El estudio psicológico y psicopatológico de los niños que hacen una reacción neurótica debe de ser muy detenido, procurando estimar lo mejor posible la personalidad profunda del niño y recomendando un tratamiento psicoterapéutico si es necesario. Las reacciones neuróticas no se expresan única y exclusivamente a nivel psicológico, sino que en el niño es extraordinariamente frecuente la expresión psicosomática.

Cuando los síntomas neuróticos no aparecen esporádicamente, sino que están unidos a la manera de ser habitual del niño, hablamos de personalidad neurótica. Este cuadro suele ser más grave y requiere necesariamente un tratamiento de psicoterapia. No existe, naturalmente, un límite claro entre las reacciones neuróticas y las personalidades neuróticas. Hablamos de reacciones cuando nos encontramos ante una forma peculiar de elaborar una vivencia, y de personalidad neurótica para referirnos a una manera de ser especialmente conflictiva.

Las neurosis del niño no tienen los mismos caracteres de las del adulto. En el adulto se describe una neurosis histérica, de angustia, obsesiva o fóbica. Aunque los cuadros no aparecen con la rigurosidad que describen los manuales, lo cierto es que tienen una cierta tipicidad. En el niño podemos encontrar también fenómenos histéricos, obsesivos o fóbicos, pero esta clasificación esquemática no nos ayuda grandemente, sino todo lo contrario; su esquematismo nos llena de prejuicios para investigar el cuadro concreto. Por eso preferimos el diagnóstico de personalidad neurótica.

Como los conflictos de la personalidad neurótica están ubicados en fases del desarrollo en las que el niño tiene un conocimiento, aunque sea simbólico, del mundo exterior no podemos hablar de psicosis. El niño neurótico sufre precisamente por entrar en conflicto con un principio de realidad determinado. En la medida que sus conflictos inconscientes amenazan continuamente pasar a la conciencia, necesita crear síntomas neuróticos para defenderse de ellos. Los síntomas neuróticos, son también un intento de realización de deseos.

Las diversas manifestaciones neuróticas que vamos a describir podrán ser diagnosticadas de reacción neurótica cuando aparecen más o menos aisladamente, o ser incluidas en el diagnóstico general de personalidad neurótica. Por supuesto que también estas elaboraciones patológicas pueden determinar desequilibrios somáticos.

Se conoce con el nombre de enuresis a la emisión involuntaria de orina. Si es durante la noche, se habla de enuresis nocturna, y si es durante el día, de enuresis diurna. Hoy día se sabe que existen muchas enuresis íntimamente ligadas a los conflictos psicológicos. Otras serían más bien el resultado de una falta de maduración nerviosa que no posibilitaría un control suficiente del esfínter de la vejiga que, como sabemos, cuenta con una inervación vegetativa involuntaria. Si hemos descartado ya la existencia de una enfermedad somática causante de la enuresis, el problema que se le plantea al psicólogo es saber qué parte toma la predisposición constitucional en la enuresis y qué parte juegan los conflictos de tipo psicológico.

El control voluntario que ejerce la especia humana sobre el esfínter de la vejiga, que cuenta con inervación involuntaria, es el resultado de un aprendizaje forzado por el ambiente familiar y social. Encontramos familias en las que gran cantidad de sus miembros tardaron en controlar la vejiga. Parece como si el sistema nervioso no estuviese en condiciones de ejercer un control voluntario sobre lo que era involuntario. Este tipo de enuresis suele ser continua; es decir, el niño no tuvo ningún periodo de la vida en el que dejó de orinarse. La edad óptima para conseguir del niño el control del esfínter de la vejiga es el final del segundo año. Intentar prematuramente este control crea en el niño profundos sentimientos de culpa que impiden su adecuado control y son causa de conflictos neuróticos.

Debemos decir siempre a los padres que los niños no deben ser castigados o amenazados por este motivo. Es frecuente que los niños neuréticos hayan tenido un periodo de su vida -entre los tres y cuatro años- en el que controlaban bien su vejiga y luego empezaron a ser eneuréticos. Debe investigarse detenidamente cuál fue la causa desencadenante de esta regresión. El niño suele avergonzarse de su enuresis y acude con gusto al médico o psicólogo para verse libre de este síntoma molesto, que le pone en inferioridad de condiciones respecto de los compañeros de su edad. Los niños eneuréticos son bastante sensibles a cualquier sugestión terapéutica, si bien, en muchos casos, la enuresis es extremadamente rebelde.

Se conoce con el nombre de anorexia a la falta de apetito. Ya durante el primer año, muchas madres se quejan de que los niños no comen lo suficiente. Es posible que ellas los fuercen por encima de sus posibilidades y que la inestabilidad creada en el lactante termine en un rechazo de la comida. Lo frecuente es que se manifieste al final de la lactancia, cuando el niño tiene que empezar a ingerir comidas sólidas.

La onicofagia es el hábito de morderse las uñas. Pertenece a la psicopatología de la vida cotidiana. El niño que se roe las uñas no vive una situación de placidez como el que se chupa el dedo. Está angustiado, intranquilo y ansioso. Se ha comprobado que hay muchos más niños onicofágicos en los hogares tirantes que en los tranquilos. Es frecuente que este hábito comience en los alrededores del quinto año. Su duración es imprevisible, puesto que hay una gran cantidad de adultos que se muerden las uñas. Es un hábito extraordinariamente estable, contra el que fallan con frecuencia los intentos terapéuticos. Desde luego no es un síntoma psicopático o de degeneración mental tan grave como han querido presentarlo algunos psiquiatras. La onicofagia desaparece cuando logramos eliminar la temática de angustiosa tensión que vive el chico. También parece que este hábito tiene una especial incidencia familiar.


SEGUNDA INFANCIA
Evolución afectiva.- El "yo" interior.- Sentimientos sociales.- Conciencia moral.- Situación escolar.



La segunda infancia abarca el periodo de tiempo comprendido entre los seis o siete años y el comienzo de las modificaciones puberales. Esta etapa ha sido subdividida por Osterrieth en dos partes: una primera, que es el periodo de disgregación de la subjetividad primitiva -niño de seis a nueve años-, y una segunda, que es la madurez infantil -niño de nueve a once o doce años-.

La primera infancia estaba caracterizada por la subjetividad, tanto en las funciones intelectuales como, sobre todo, de las afectivas. Ahora el niño va a enfrentarse con el mundo en su realidad y va a adoptar su comportamiento a las condiciones de este mundo que se le ofrece o principio de realidad. El niño da la impresión de haber alcanzado una madurez y un equilibrio permanente. Sin embargo, este aparente equilibrio va a romperse en la pubertad. En cualquier caso, la segunda infancia es más bien un periodo de adaptación, en el que el aprendizaje parece ser mucho más decisivo que la maduración en la determinación de los caracteres psicológicos del niño.

En el periodo anterior el niño había ido desplazando sus intereses de los familiares a los compañeros de su edad. Ahora se produce una auténtica socialización por los iguales. Antes había tratado a sus compañeros casi como objetos. Ahora intentará reconstruir con ellos la vida emocional que probablemente fracasó en la familia. El niño se compromete con su situación escolar y se ve orientado claramente a una profesión y a un tipo de trabajo determinado.

Sin embargo, la estabilidad de este periodo es sólo aparente. Gesell caracteriza cada año de la segunda infancia por su rasgo más típico. Los seis años serían la edad del extremismo; los siete, la edad de la calma; los ocho, la edad cosmopolita; los nueve, la edad de la autocrítica; los diez son la cima de la infancia. Es la edad de la adaptación y del equilibrio con el medio. En los once años hay ya un deslizamiento hacia la adolescencia, que se manifiesta en una especie de inquietud interior. En los doce años crece el interés por sí mismo. Aparece el yo en su dimensión más consciente y una separación de mundo interno y mundo externo. Los trece años representan ya la salida de la infancia.

La inteligencia del niño empieza a abandonar su subjetividad para ir transformándose en lógica. El razonamiento lógico está al principio ligado a la manipulación de los objetos; se trata de una lógica concreta. Más tarde el niño será capaz de abstraer y de operar con signos, llegando al final de este periodo a la lógica abstracta.

El niño ha logrado triunfar finalmente sobre sus temáticas egocéntricas y es capaz de afrontar su conocimiento del mundo como siendo independiente de su peculiar manera de vivencia. El lenguaje empezará a ser utilizado con toda propiedad. Al final de este periodo el diálogo con el niño es perfectamente posible, siendo su forma de pensar más razonable que la de muchos adultos, pues el niño, dada su peculiar situación vital de espectador puede juzgar con más imparcialidad.

El niño está interesado en toda suerte de competiciones, físicas o psicológicas, que le hagan tomar conciencia de la potencia de su yo. Al final de este periodo su mundo interior empieza a separarse vivencialmente del exterior. La sintonía que hasta el momento tenía con el medio se resquebraja. Aparecen vivencias interiores que el niño guarda celosamente. Este mundo interno, que es su propia personalidad, trata de buscar un lugar en el mundo exterior. Ya cuenta con una inteligencia adecuada para proponerse y alcanzar sus fines. Por eso muchos psicólogos dicen que ahora nace la voluntad o, incluso la persona. Todo este mundo interior, que ahora se delimita como constituyendo la propia subjetividad, lleno de nostalgias y de historia, es la expresión de que algo que estaba reprimido está haciendo aparición. Se acerca la adolescencia.

La conciencia moral del niño mayor va a sufrir cambios fundamentales en la relación con los iguales. El niño vivía en la familia y había creado una conciencia moral de cara a las actitudes parentales de premio y castigo. Esta moralidad de los padres se transforma ahora poco a poco en la moral de los hermanos. El niño, en su relación con los compañeros, crea una serie de normas que rigen su comportamiento. Estas normas empezaron en los juegos; se hacía necesaria una regulación para que todos pudieran participar igualmente, disfrutando de análogos deberes y derechos. A lo largo de este periodo las normas que rigen las relaciones entre los niños deben ser acatadas por todos ellos. Son normas que surgen espontáneamente en el grupo de los iguales. Esta moralidad, o normas de los hermanos surgen de la interacción democrática, y además cuenta con el apoyo de la inteligencia lógica que surge en este periodo.

La socialización por los iguales no va a ser el resultado solo del distanciamiento que el niño hace de la familia, sino que en ella juega un papel muy importante la escolaridad. El niño va a estar ahora integrado en una nueva sociedad, en la que tendrá él mismo que buscar y defender su propio lugar. Ya no va a ser el niño mimado o consentido de su casa, sino que tendrá que adaptarse a una disciplina, que es igual para todos y de la que no puede evadirse.

Hacia el final de la segunda infancia el niño está perfectamente integrado en el grupo de sus iguales. La célula social es la pandilla, que termina ocupando en su vida el mismo papel que antes había tenido la familia. En todo este periodo de socialización por los iguales el niño hará experiencias de democratización y de respeto al prójimo que le serán útiles durante toda su vida.

AFECTIVIDAD:

A grandes rasgos, la estructura emocional de la etapa anterior subsiste, conservándose aún cierta propensión a determinadas emociones como la cólera, miedos específicos, tristeza, etc. Sin embargo, la maduración progresiva del niño en todos los ámbitos -biológico, intelectual, etc.- va a crear condiciones especiales en los modos de manifestar las emociones anteriores y otras nuevas. También van a contribuir al cambio de la expresión emocional las presiones de tipo sociocultural.

El cambio más significativo de la estructura emocional del niño está en relación con la modificación de la estructura cognoscitiva. Una mayor capacidad intelectual y de discriminación perceptiva -que se hacen más objetivas en esta etapa de operaciones concretas- contribuyen a modificar la susceptibilidad emocional. Estímulos que hasta ahora eran temibles para el niño, como por ejemplo la ausencia materna, la negación de un capricho, etc., dejan de serlo o, por lo menos, el niño adquiere con la maduración una mayor capacidad para afrontar conflictos y resolverlos. A la vez, otros estímulos ocupan el área afectiva, que hasta ahora carecían de fuerza estimuladora, como puede ser el temor a ciertos animales, al fracaso escolar, al ridículo, a las situaciones sociales nuevas, etc. Es decir, los excitantes emocionales se van haciendo cada vez más sutiles, y las respuestas más difusas y controladas, con eliminación progresiva de los componentes motóricos espectaculares de la fase anterior, como llorar, pegarse a la falda de mamá, esconderse, etc. Es como si el niño adquiriera un mayor pudor en la expresión emocional. Este mayor control es extensible a todas las áreas afectivas.

Aprende a inhibir la expresión de la cólera que, en ocasiones, queda reducida a una manifestación puramente verbal, incluso, a veces, ni siquiera le queda ese recurso, por temor al castigo. En estos casos el niño interioriza la cólera y la expresa por canales indirectos: con los compañeros de juego, con los juguetes, con los animales, etc. Con la cólera pasa como con el miedo, que el desarrollo cognoscitivo amplía la capacidad de percepción de situaciones nuevas, como lo que es justo e injusto, la capacidad de autoestima, la intencionalidad del otro, etc., con lo cual los motivos de cólera se hacen más abstractos.

El desarrollo cognoscitivo afecta también a la capacidad del niño para postergar una satisfacción. Aprende a tolerar la frustración, sobre todo, cuando sabe, si el medio en que vive es de benevolencia, que la negación de sus deseos es sólo temporal. El niño de la etapa preescolar necesitaba una satisfacción más inmediata de sus deseos. El niño de esta etapa, al objetivar cada vez más fácilmente la percepción del tiempo, sabe esperar, lo cual lleva aparejado el fortalecimiento de una emoción, como es la ansiedad. La emoción de la ansiedad está muy vinculada con la percepción anticipada de acontecimientos más o menos remotos, sobre todo de aquellos que puedan modificar la autoestima.

El niño, a medida que crece, sobre todo al acercarse a la adolescencia, percibe con nitidez un futuro incierto al que tendrá que hacer frente. Es la llamada ansiedad transicional que se presenta en todos aquellos periodos de crisis en el desarrollo del Yo. Los factores desencadenantes de dicha ansiedad pueden ser muy variados: las expectativas ante la consecución de un nuevo status, la obligatoriedad de tener que desempeñar determinadas tareas para las que el sujeto duda de su capacidad. El grado de ansiedad transicional depende, en parte, del nivel de dominancia o de sumisión alcanzado por el niño. Los niños mimados y dependientes perciben en mayor grado la amenaza de la situación conflictiva que aquellos más independientes de juicio y de acción, que ya les ha permitido un entrenamiento eficaz en circunstancias adversas.

La estructura emocional a esta etapa infantil queda, a su vez, muy condicionada por las presiones ejercidas por el medio social y cultural en que vive el niño. Los criterios tradicionales sobre lo que es adecuado o inadecuado, permitido o no, pesan sobre los modos de comportamiento infantil. Hay unos modelos de comportamiento en función de los sexos: se tolera mejor la agresividad en los niños que en las niñas, las manifestaciones de temor o miedo se consideran más propias de niñas, etc. Pero esta interdependencia con el medio social y cultural también enriquece y diversifica las emociones, al socializarlas. El niño va descubriendo matices más finos en el gozo emocional, como la capacidad de emocionarse en situaciones estéticas -una puesta de sol-, o éticas -comportamiento heroico de un compañero-, etc. Las emociones se racionalizan, adquieren consistencia y se estabilizan.

En sus deseos de identificarse con el padre el niño hace todo lo que está a su alcance para ser como él. Imita sus movimientos y sus gestos, se propone hacer la misma profesión que el padre, etc. Estas tendencias identificadoras son a veces forzadas excesivamente por la familia, que empieza por ponerle el mismo nombre del padre y después le van surgiendo sucesivamente que adopte comportamientos y actitudes análogas a la de su progenitor. Cuando al niño se le mete en esta especie de culto a la personalidad paterna, puede que se desarrollen en él sentimientos de inferioridad que le hagan sentirse incapaz de llegar a transformarse en un ser tan extraordinario como el padre. Ante el temor al fracaso, el niño no se compromete con el trabajo escolar, terminando por renunciar a realizar el ideal de su yo. Este mantenerse en la situación de inferioridad por no considerarse lo suficientemente potente como para igualar al padre termina dando lugar a niños y a adultos incapacitados, que sufren de fuertes sentimientos de inferioridad.

Como un símbolo del destete afectivo que se está produciendo en el niño podemos interpretar la caída de los dientes. Los dientes de leche van desapareciendo para dejar lugar a los definitivos. El niño deja su familia para empezar a establecer las relaciones sociales que constituirán su vida definitiva. En relación con sus iguales, el sentimiento por excelencia es la rivalidad.

En sus compañeros sólo ve competidores; desea saber más que ellos, ser más fuerte que ellos, etc. Cuando su proceso de socialización va progresando empieza a distinguir entre los rivales y los amigos. Hacia los rivales dirige su agresión, y hacia los amigos, su amor. La mujer -la niña- está casi completamente ausente de su vida. Aún no se considera en condiciones de afrontar a la mujer. Lo importante ahora es ser un hombre como el padre. Esto se consigue, según él vivió en su casa, imponiendo su voluntad a los demás. Los sentimientos yoicos egocéntricos alcanzan ahora su máximo. El niño sólo está interesado en su yo y experimenta gran alegría de poder vivir en un mundo que puede asimilar por entero. Cuando sus actividades egocéntricas llegan al extremo, los familiares dicen con frecuencia:"Es un niño que no quiere a nadie".

Desde el punto de vista motor nos encontramos en la edad de la fuerza y de los ejercicios violentos, que culminan hacia los nueve años. Es la edad en que comienzan en los colegios las competiciones organizadas. Se forman grupos de niños, generalmente por clases, que compiten unos con otros. La motórica del niño se encontraba desde hacía tiempo completamente desarrollada. El cambio fundamental es la aparición de la fuerza muscular implicada en el desarrollo somático. La excesiva cantidad de energías disponibles, unido al narcisismo propio de este periodo, hacen que el niño tienda una y otra vez a competir para demostrarse a sí mismo su propia potencialidad. Al mismo tiempo, la competición hace que el niño distinga entre amigos y no amigos y sienta el poder potenciante del grupo en el que se encuentra inserto. La competición le vale también para dirigir organizadamente al exterior sus propias tendencias agresivas. Como es sabido, la cohesión de un grupo, del tipo que sea, sólo se lleva a cabo si se consigue desplazar la agresión al exterior. Esto ocurrió durante el nazismo, cuando persiguió a los judíos, y le sigue ocurriendo a las naciones cuando luchan contra sus enemigos. La lucha contra el enemigo común une a los miembros del grupo.

El niño no sólo compite en este periodo, sino que se interesa en todo tipo de ejercicios físicos. Es la edad de las colonias de vacaciones, donde el niño se entrega el día por entero a toda clase de ejercicios en contacto con la naturaleza.

En la niña, la edad de la fuerza no tiene los mismos caracteres que en el niño. Los nueve años es la edad de la comba. La niña tiende a liberarse mediante una serie de movimientos rítmicos y suaves. Esto es el resultado del papel que la sociedad la impone.

Desde el punto de vista motor también hemos de tener en cuenta los progresos hechos en la escritura. La interpretación del desarrollo de la escritura se fundamenta en la evolución de los factores perceptivo-motrices y supone el paso de tres grandes etapas:
a) Pre caligráfica (5-6-7 años), durante la cual se produce la eliminación de las principales dificultades motrices y se caracteriza, por tanto, por una falta de dominio motriz para superar las exigencias impuestas por las normas caligráficas

b) Caligráfica (8-10 años), como consecuencia de un mayor control en el trazo gráfico de la escritura se regulariza y se perfecciona, esta etapa representa el fin de la evolución de la escritura.

c) Post caligráfica (10-12 años), se caracteriza por una crisis del grafismo y por un aumento notable en la velocidad.


EL YO INTERIOR:

Hacia el final de la segunda infancia el niño empieza a distinguir claramente entre su mundo interior y el mundo exterior. El tomar en cuenta las relaciones interpersonales le lleva a la conclusión de que su propia intimidad difiere bastante del mundo objetivo y neutral en que le ha tocado vivir. Sus propias peculiaridades, así como su forma personal de ver las cosas en relación a la sociedad en la que vive, hacen que el niño vaya delimitando poco a poco un mundo interno o subjetivo, en el cual se recluye de tiempo en tiempo para darse a sus fantasías.

Es cierto que el niño ha ido constituyendo un yo desde los primeros momentos de la vida. Pero la constitución de este yo no fue sinónimo de existencia de una interioridad vivida o subjetividad. El yo fue entonces la forma adecuada de relacionarse con el mundo exterior, pero que no era vivida como algo propio por el niño. La introspección era imposible en la infancia. Ahora el niño empieza a delimitar un mundo interior personal que está situado dentro de su mundo de relaciones sociales. Este yo interior tiene un pasado, constituido por todas las peripecias de su vida. Parte de este pasado está relegado al inconsciente y es el que impone, con sus imperativos, toda la actividad en su mundo interior consciente. Es la época en la que el niño quiere ser hombre y mira continuamente al futuro. El niño espera. Empieza a tocar ya con la mano la culminación de todas sus aspiraciones.

El niño se solaza en su mundo interior, le gustan los ensueños, estar solo, vagabundear, vivir su propia interioridad. En relación con los demás empieza a manifestarse inhibido y rehúye frecuentemente la compañía de los mayores. Sus ensueños empiezan a tener mucho de regusto masoquista, pues el niño puede vivir de una forma placentera todo tipo de desgracias. En su mundo interior todo tiene cabida; las cosas y las vivencias pueden sufrir las más pasmosas deformaciones. En su vida escolar suele manifestarse adaptado. Ya se pasaron los tiempos de negarse al mundo exterior. Su comportamiento es resignadamente adaptado por el momento, esperando continuamente el hacerse "grande". Hay un deseo intenso de ser mayor, pero ahora que está a punto de conseguirlo, sentimientos indefinidos de angustia le llevan casi a renunciar a sus proyectos. Son estas primeras manifestaciones de la sexualidad puberal las que le pondrán entre la tensión ambivalente de ser mayor o de renunciar para seguir siempre siendo un niño. La pubertad se insinúa.

El niño tiende a ser solitario, pero esto es mucho más evidente en relación con su familia. Es como si el niño hubiese alcanzado de pronto la perfecta autonomía. En su grupo de compañeros parece sentirse mejor. Muchas veces da la impresión de ser completamente feliz. Los niños de este periodo cambian mucho cuando están solos y cuando están en grupo. Los estudios de grupo le hacen aparecer como despreocupado, alegre y juguetón, mientras que los estudios individuales lo muestran con tensión y conflictos.

Es frecuente oír que en este período aparece la voluntad. Si entendemos por voluntad la capacidad de autodeterminación consciente, en la que se delimitan fines y medios, es cierto que aparece la voluntad. El niño empieza a saber concretamente qué es lo que será el día de mañana y empieza a poner los medios adecuados para conseguirlo. Estudia sin que nadie le diga nada, porque quiere hacer progresos. Ve en sus estudios la vía adecuada para realizar sus fines, y es muy frecuente que aparezca el miedo a los exámenes. El miedo de ser suspendido no refleja otra cosa que el miedo de fracasar en ser mayor.

Su inteligencia, ya completamente desarrollada, confiere a la voluntad todos los matices propios. Hasta ahora el niño había querido cosas de una forma indiscriminada. Ahora se propone unos fines para los que está perfectamente dotado. Su conocimiento del mundo exterior no se desenvuelve en el puro caos. Sabe perfectamente en qué consiste vivir en la interpersonalidad y se propone una forma concreta de integrarse en ella. Ya no actúa de una forma impulsiva e irracional. Gesell dice que cuando le preguntamos a un niño de este periodo algo, es frecuente que nos diga antes de responder:"Déjame pensar". El niño ya no responde inmediatamente a nuestras preguntas, sino que necesita pensar la respuesta correcta.

Los intereses del niño empiezan a superar su mundo cotidiano. Es frecuente verle cómo intenta vivir de acuerdo con sus ideas. Es la época en la que se empieza a replantear sus ideas religiosas. Puede rechazarlas por completo y adoptar una actitud negativista porque no las considera razonables, o puede, por el contrario, dar muestras de una profunda religiosidad y ascetismo. De cara a sus ideas religiosas adopta una actitud análoga que de cara a sus propios fines terrenales. Si está de acuerdo con sus ideas religiosas, procurará llevarlas a la práctica hasta sus últimas consecuencias. Todo esto se radicalizará en la pubertad.

No hay que comprender esta voluntad que nace ahora como un "apetito intelectual", es decir, como el resultado exclusivo de un desarrollo de la inteligencia. Esto podría, si acaso, ser cierto desde el punto de vista de los procesos conscientes. Pero el niño sigue teniendo un inconsciente que le propone unos fines determinados, ajeno a las actividades propiamente intelectivas, que se limitan a constatarlos y a poner a su disposición los medios adecuados para conseguirlos. Es, pues, frecuente que el niño pretenda seguir la misma profesión que el padre o que, en su defecto, elija la profesión de otra persona con la que se ha identificado.

Los sentimientos del niño se manifiestan en forma de intereses concretos dirigidos hacia la sociedad en que vive. Estos sentimientos siguen siendo aún fundamentalmente yoicos, aunque cotidianamente viva en el nosotros. El niño se interesa en sus estudios y decide ya los fines que tiene que alcanzar en la sociedad, así como los medios que utilizará para ello. En este sentido hay una auténtica alienación de sus sentimientos en las categorías del mundo social. El niño desea ser mayor, y lo imagina en forma de ser ingeniero, bombero, etc. Sus deseos de afirmación se transforman en deseos de ocupar un rol social en el que afirmarse. Sus sentimientos, así alienados en las circunstancias sociales, manifiestan una extraordinaria adaptación y colaboración con el mundo. La forma en que resuena la temática sentimental en la vida infantil de estos momentos, no es otra que la temporalidad de su yo interior. El niño se ve en el tiempo con un plazo fijo en el cual realizar su afirmación en el mundo. Todo lo que haga progresar esta afirmación será causa de profunda alegría; lo que la retrase o impida le producirá tristeza.

Pero todo esto es lo que ocurre en la conciencia. Desde el punto de vista inconsciente, el niño no puede evitar ser más que un yo luchando únicamente por su afirmación. Su adaptación al mundo exterior se va desequilibrando a medida que se aproxima la pubertad. Con la madre, que había vivido una relación bastante uniforme, empieza a manifestarse una labilidad de sentimientos extrema. Unas veces da muestras de cariño y ternura excesivos, mientras otras los ignoran por completo o incluso la agrede en una forma extraordinariamente sádica. Con el padre el distanciamiento empieza a manifestarse poco a poco. El niño tiene así sentimientos melancólicos, como si empezase a intuir de nuevo que no es comprendido por sus familiares y que siempre le ha tocado a él la peor parte.

Con el nacimiento de la vida interior la depresión adquiere ya los caracteres propios de la depresión del adulto. El niño reflexiona sobre su triste suerte. Como su mundo interior es mucho más rico, puede incluso sentir una especie de placer morboso masoquista al hacer recapitulación de todas sus desgracias. Muchas veces la depresión se manifiesta en una forma ansiosa muy parecida a la angustia. El niño tiene vivencias de peligros indefinidos y de fracasos inminentes. Esto es ya la expresión vivencial de los cambios fisiológicos puberales, que intensificando sus impulsos sexuales, empiezan a poner en peligro su yo.


SENTIMIENTOS SOCIALES:

La primera señal de sociabilidad del niño es la sonrisa. Aunque en el tercer o cuarto mes más bien tenga que considerarse como un movimiento reflejo, puede, sin embargo, ser un modo propio y exclusivo con el cual el niño corresponda a los adultos. Jamás el niño sonríe a un juguete, o a cualquier otro objeto. En los primeros meses ni siquiera sonríe solo. En el segundo año de vida, además de las manifestaciones positivas en las relaciones sociales, aparecen actitudes negativas, verdaderas manifestaciones antisociales, por ejemplo, actos de testarudez, negación de hacer algo, tentativas a huir, etc. Se deben más que a la afirmación de una voluntad, ya que no puede hablarse todavía de voluntad en esta edad, a una reacción frente al mundo en el que vive el niño. Hacia el quinto y sexto años empieza a ceder a la voluntad de los demás.


Cuando comienzan las primeras manifestaciones de la inteligencia, el niño está en condiciones de comprender el significado de su comportamiento; entonces se llega a un compromiso entre su modo de obrar y el de las personas mayores. Desde este momento puede hablarse de una actitud social del niño, aunque elemental en sus manifestaciones. Así, pupes, en los primeros años de la infancia hay sólo disposiciones sociales de naturaleza instintiva, mientras que, al iniciarse la vida escolar, ya encontramos una disposición explícita, de un modo personal de comportarse en las relaciones con los demás.

De los cinco a los siete años, los niños tienden a formar grupos. Los factores de unión no han de buscarse tanto en las disposiciones individuales cuanto en las condiciones externas y en las circunstancias más diferentes y casuales. Aunque el lazo que une a los niños en grupos es, en este momento, de naturaleza ambiental, puede hablarse de relaciones sociales lo suficiente para tener una pequeña organización social. Uno de los niños espontáneamente es el jefe. Es el pequeño rey de la clase, a lo mejor por ser el más fuerte, el más dinámico, el más audaz, etc. Los demás niños se le someten espontáneamente, le sirven. Estos rasgos de sociabilidad se van afirmando con los años. En la fase prepuberal (8-9 años), y en los dos sexos, se llega a un grado de sociabilidad que constituye ya el principio de una nueva vida.

El niño es miembro de una sociedad humana constituida por sus semejantes y por ser su actividad puramente escolar; esta sociedad la forma solamente la clase en la que él es estudiante y en la que transcurre la parte más importante de su vida. Para el niño de ocho a diez años, el colegio llega a ser el centro de sus intereses y el lugar en donde debe desarrollar sus deberes. El colegio atrae al niño, porque la formación de la capacidad intelectual le ofrece el modo de ejercer una actividad intensa y variada. La familia y la casa son, en estos momentos, de importancia secundaria para el niño, porque no encuentra en ella compañeros. Y esto, sobre todo, si el número de hermanos es reducido. Ama a su familia y su casa si hay otros niños de edad semejante a la suya. En general, y en la mayor parte de los casos, puede decirse que la vida familiar del niño es una vida que refleja la escolar, si le ofrece la manera de tener relaciones con algunos compañeros preferidos de juego.

Aun en las mismas relaciones familiares, el colegio ejerce una influencia moral importante, porque aquellas gravitan en torno a él, ya sea porque el niño cuenta lo que sucede en el colegio, ya sea porque los padres exigen su actividad escolar. En conclusión, podemos decir que para la clase media y también la baja, el niño encuentra en el colegio el ambiente adecuado para expansionar su actividad, especialmente en el ejercicio de los juegos colectivos. Para los niños de clases pobres se ha de decir lo mismo respecto a los compañeros de la calle. Por ser insuficiente la casa y pudiendo encontrar en la calle o en el patio a los compañeros de juego, que parcialmente son los de la escuela, es éste el mundo que atrae al muchacho. Se constituyen grupos cuyo lazo de unión es la afinidad. En ellos se establecen jerarquías. Existen los prepotentes, que mandan, y los débiles, que se someten. Y esta agrupación de chicos explica el hecho de que no lo hagan solamente con fines de juego, sino también para molestar a los demás, si es que no llegan a acciones crueles.

Una de las causas por las cuales en muchas familias ricas se encuentran frecuentemente niños neuróticos está en que son educados solos o casi solos, en un ambiente artificial, donde les falta aquel contacto diario con sus similares que les hace corregir y desarrollar sus disposiciones y tendencias instintivas. Su contacto continuo con adultos favorece la formación de rasgos caracterológicos ciertamente inútiles: la obstinación, la prepotencia, la simulación, etc.

Por otra parte, le ha demostrado que en las familias que tienen un solo hijo, si éste no tiene relación con otros compañeros, no se desarrollan bien sus actividades intelectuales y las tendencias, sobre todo, sociales. Por esto, fácilmente, son egoístas, celosos, envidiosos. En una palabra, el carácter se deforma.

No es fácil a un muchacho penetrar en una clase o grupo, porque sus miembros ordinariamente están unidos sólidamente entre sí, de tal manera que la entrada en el grupo de un nuevo muchacho podrá causar algún trastorno. De hecho, un niño que se presenta en una clase, ya empezado el curso, es recibido poco benévolamente, como un intruso. Si el recién llegado posee cualidades para dominar a sus compañeros, que, antes de fiarse, quieren conocer e investigar sus conocimientos y convicciones, entonces fácilmente puede incorporarse en la escuela o en el grupo y pronto podrá hacerse reconocer como jefe. En cambio, si es tardo y débil, puede muy pronto o ser objeto de burlas atroces y de un tratamiento tal vez hostil y cruel. Algo semejante puede suceder en una edad inferior en la familia con muchos niños, donde el recién nacido es recibido por los demás no siempre favorablemente, más bien con celos.

Una cuidadosa vigilancia puede ayudar al educador para obtener un resultado contrario al del comportamiento espontáneo y conseguir que el recién llegado sea objeto de cuidado y predilección. La fisonomía del grupo o de la clase constituye la causa de las reacciones, especialmente afectivas, en el periodo prepuberal y explica la formación de los ideales y de las actitudes. Así, para ser admirado de sus compañeros, el muchacho puede tomar una actitud heroica, o bien sufrir un castigo injusto para no traicionar a un compañero. Por su parte, los compañeros demuestran su solidaridad defendiéndole.


LA CONCIENCIA MORAL:

Toda la moralidad del niño era una moralidad familiar. El niño encontraba bueno o malo lo que le acercaba y lo que le apartaba de sus fines, respectivamente. Como estos fines del niño estaban incluidos en la temática familiar, resonaban en su moralidad todas las estructuras de la familia. La conciencia moral había surgido en la confrontación con el mundo de los mayores, que el niño se veía obligado a aceptar sin condiciones.

Ahora el niño empieza a relacionarse con los iguales, y de sus interacciones con ellos van surgiendo una serie de normas de convivencia que sustituyen a su antigua moralidad infantil. Ya hemos dicho que cuando el niño se integraba en el grupo de sus iguales, lo hacía con la finalidad de satisfacer sus necesidades; concretamente, las que no podía alcanzar en su familia. Pero como todos los niños querían satisfacer sus deseos, no tenían más remedio que aparecer en el grupo una serie de normas tendentes a que se beneficiasen las satisfacciones particulares lo más posible.

Esta aparición de las reglas, que tenía lugar también en el juego, no significaba otra cosa que una regulación de las diversas conductas particulares de cara al bien común, que en este caso era la suma de los bienes particulares. Para poder conseguir el apoyo del grupo, el niño necesitaba hacer una serie de concesiones y, a su vez, trataba que los demás niños fueran haciendo las mismas concesiones. Así va naciendo dentro del grupo una norma que ya no es un producto de la imposición indiscriminada de los intereses de los mayores, sino el resultado de una interacción democrática. La moralidad del niño se democratiza en la interacción con sus iguales.

Tenemos, pues, que decir que sobre la moral autoritaria infantil se montan ahora los intentos de moralidad democrática, surgida en el grupo de los iguales. La medida de la democracia de esta moralidad está dada precisamente por la igualdad de relaciones que la precedieron. Sea como fuere, lo cierto es que el niño empieza ahora a darse razones sociales para regular su comportamiento moral.

Una encuesta realizada por Piaget, en la que se preguntaba a niños de diversas edades por qué no debían mentir, dio el siguiente resultado: Los niños hasta los seis años respondían que porque le castigaban a uno. Los niños de los seis a los ocho años contestaban que porque era malo. Los niños a partir de los diez años daban razones sociales, como el que perjudica a las relaciones entre los hombres o que sería imposible la convivencia. Como puede verse, en una primera fase los niños unen directamente lo bueno y lo malo al premio y al castigo; más tarde introyectan esta temática y hablan de bueno y malo. Por último, hacen una reflexión y encuentran motivaciones sociales por las cuales debe regirse la moralidad.

Es evidente que muchos de los juicios morales que hacen los niños no son otra cosa que auténticas racionalizaciones. El niño responde lo que piensa, pero el razonamiento no explica las motivaciones emocionales profundas de su conducta moral. No hay que olvidar que en este periodo la inteligencia del niño está ya muy desarrollada y él se limita a darnos razones y no a explicarnos motivos.

Piaget, en su libro El criterio moral en el niño, hace un análisis muy detenido de cómo asimila el niño las normas en general y las normas morales en particular. En relación a las normas de juego, el niño pasaría por una serie de estadios. En el estadio motor el niño no tiene normas; se podría hablar, si acaso, de reglas motrices. En el segundo, estadio egocéntrico, que se da a partir de los dos o cinco años, el niño juega solo sin reglas o utilizándolas de una forma muy egocéntrica en su propio beneficio. En un tercer estadio de cooperación naciente (siete-ocho años) el niño tiene reglas en sus juegos, pero no las conoce a fondo. Por último, a partir de los once años, el juego está regulado y codificado. En relación a la conciencia de las reglas, el niño primeramente hace sus rituales, pero no se siente obligado; más tarde considerará las reglas como algo exterior que se le impone y las considera intangibles. Por último, el niño mayor considera ya la regla de juego como el resultado de una libre decisión, en la que se da el consentimiento mutuo.

El niño consideró primero la regla como un producto eterno de origen adulto. Posteriormente, se dio cuenta de que la regla era el resultado de una confrontación. "En el momento en que el niño decide que se pueden cambiar las reglas, deja instantáneamente de creer en su eternidad pasada y en su origen adulto" (Piaget).

Cuando el niño cree en una norma inmodificable, es que él mismo no ha intervenido en la constitución de la norma. Existe alguien superior a él que la impone, y por lo tanto, la norma tiene que vivirse como incuestionable. Cuando el niño está dispuesto a intervenir en la constitución de las normas, a las cuales se va a someter, piensa que la norma es el producto de la interacción de los seres humanos.

También los niños interrogados sobre la razón de no mentir habían realizado un proceso análogo. En un principio la mentira no debía de hacerse porque era objeto de castigo; más tarde el niño se identificaría con las normas del adulto, introyectándolas, y, por último, en su relación con el otro yo, llega a comprender en la necesidad de no mentir. Así distingue Piaget tres etapas en la evolución: "Efectivamente, en principio la mentira es algo malo porque es objeto de sanción, y si se suprimieran las sanciones, estaría permitida. Después, la mentira es algo malo en sí mismo, y si se suprimieran las sanciones, seguiría siendo así. Finalmente, la mentira se interioriza, pues poco a poco, y podemos hacer la hipótesis de que es bajo la influencia de la cooperación".

La democratización de la conciencia no es nunca lo suficientemente radical como para que el niño haga desaparecer las normas familiares. Aunque el niño y después el adulto racionalicen las causas de su comportamiento, y en muchos casos podremos descubrir fácilmente cómo detrás de sus racionalizaciones laten los imperativos de su moral familiar infantil.


SITUACION ESCOLAR:

El ingreso en la escuela supone para el niño un cambio de ambiente. Tiene que enfrentarse con una situación completamente nueva de la familiar, que no puede menos que angustiarle. El niño va a integrarse por primera vez organizadamente en el mundo de sus iguales, en el cual no resultan válidos los aprendizajes de relación hechos en la familia. La primera reacción del niño puede ser el rechazo escolar. Son muchos los niños que se oponen activamente a ser llevados a la escuela. La negativa puede manifestarse simplemente en actitudes negativistas y rabietas. El niño no quiere ir al colegio y recurre a toda serie de trucos para conseguir su finalidad. Se quejará de que le pegan sus compañeros, de que el profesor es demasiado riguroso, de que hace mucho frío por la mañana, etc.

Las madres inestables pueden colaborar en el rechazo escolar, angustiándose ante el temor de su hijo. No lo llevan a la escuela o lo hacen de un modo irregular, aprovechando cualquier situación exterior -enfermedad del niño, de algún familiar, epidemias de gripe, frío, lluvias, etc.- para que el niño se quede en casa y no vaya a la escuela. El niño que rechaza la escuela, cosa bastante frecuente, nos está indicando que no ha realizado los proyectos madurativos necesarios para relacionarse con los iguales y que, por lo tanto, sigue dependiendo emocionalmente de los mayores. Lo habitual es que, pasado un cierto tiempo, el niño se integre en el grupo de sus iguales y vaya con gusto a la escuela.

El rechazo escolar no se produce siempre de esta forma directa. Es posible que el niño recurra a una serie de mecanismos psicopatológicos para conseguir su finalidad de seguir en casa. Lo más frecuente es que se queje de enfermedades más o menos imaginarias.


La madre, entonces, se preocupará de él y no verá en la escuela el medio adecuado que mejore la salud de su hijo. Estos niños enfermizos faltan en exceso a la escuela y buscan en la enfermedad la protección que están siempre en trance de perder. Toda serie de síntomas psicosomáticos e histéricos pueden ser desarrollados por el niño con esta finalidad. Son bastante típicos los vómitos matinales. El niño se pone a vomitar por las mañanas, expresando así su rechazo de la escuela. Es frecuente que los días de fiesta, en que el niño no tiene que ir a la escuela, los vómitos estén ausentes.

Indudablemente que en el rechazo escolar influye también la personalidad del maestro o la maestra. Si son personas excesivamente poco gratificantes, el niño se sentirá angustiado ante esa nueva figura materna o paterna, que tiene ella sola que protegerle de todos los demás. Niños que se adaptaron bien a la escuela pueden presentar el rechazo que hemos descrito cuando les cambian de profesor. Ni que decir tiene que existen muchos profesores que neurotizan en exceso a los niños y que favorecen con su comportamiento neurótico el rechazo escolar de sus alumnos. Generalmente se trata de personalidades inmaduras, que ven en sus alumnos más bien rivales que niños. Incluso el motivo de su elección profesional fue probablemente el deseo de dominio.

El comportamiento escolar del niño puede adaptarse a las normas de convivencia o, por el contrario, oponer una fuerte resistencia. El niño no rechaza directamente la escuela, pero se opone sistemáticamente a todas sus normas. No cumple ninguna orden del maestro y adopta actitudes francamente negativistas. Con sus compañeros se muestra agresivo, promoviendo toda suerte de discusiones y peleas. Los castigos no consiguen otra cosa que crear un círculo vicioso. Los sentimientos de culpabilidad del niño aumentan y tiene que defenderse de ellos, dirigiendo su agresividad al exterior. Son los niños que hacen novillos, que roban, mienten y se sitúan ya al margen de las normas establecidas. Es frecuente que en estos casos se hable de comportamiento psicopático.

El cuadro opuesto es el del escolar modelo, mucho más aceptado en el ambiente escolar. Es el niño que se somete incondicionalmente a todas las normas escolares. Realiza todos los deseos del maestro. En los casos más extremos se trata de niños con actitudes masoquistas, que se someten gustosamente a las instancias superyoicas, representadas en la escuela por el maestro. Estos niños modélicos son mal aceptados por sus compañeros; es una personalidad conflictiva neurótica.

Una de las finalidades de la escuela es que el niño realice un aprendizaje escolar. Para este aprendizaje es necesario un cierto desarrollo intelectual; es inútil intentar que el niño aprenda lo que no puede; lo único que se consigue es angustiarle e impedir su adecuada escolaridad. Sin embargo, el niño que sea un subnormal va a presentar siempre dificultades de aprendizaje escolar y será necesario que siga una enseñanza especializada.

Llamamos subnormal al niño que tiene un cociente intelectual por debajo de 70. Es frecuente que estos niños, además de su inmadurez intelectual, presenten una inmadurez emocional. Se manifiestan más infantiles y prefieren jugar con los niños más pequeños. La inferioridad intelectual y emocional respecto de los compañeros de su edad les crea toda serie de conflictos, que pueden manifestarse en forma de síntomas neuróticos o de alteraciones de conducta.

Con bastante frecuencia el niño subnormal es diagnosticado por primera vez cuando empieza a ir a la escuela. A veces, incluso más tarde: cuando empieza su aprendizaje propiamente escolar, sobre los 7 años. El niño, que hasta el momento había pasado desapercibido, no hace ningún progreso escolar. Es entonces cuando se le pasa un test de inteligencia y da un resultado inferior a 70. El diagnóstico del niño subnormal debe hacerse cuanto antes, para poder realizar una pedagogía adecuada. Los padres, generalmente, ya venían observando que el niño no era como los de su edad, pero en ningún momento pensaron en un retraso, sobre todo si el niño se adaptaba bien a las normas de convivencia familiar.

Los niños que tienen un cociente intelectual entre 85 y 70 pueden ser considerados niños normales desde el punto de vista psicopatológico; sin embargo, en un lugar en el que se exige un manejo específicamente intelectual, como es la escuela, pueden manifestarse como deficientes. Son los niños que suspenden una y otra vez y que tienen que repetir curso. Nosotros podríamos diagnosticarlos de subnormalidad escolar. Su déficit intelectual se hace evidente sólo en el momento que se les exige un rendimiento específicamente intelectual. En su vida cotidiana se comportan normalmente. Estos niños poco inteligentes, si están bien equilibrados emocionalmente, no necesitan una enseñanza especial.

Los niños superdotados, que tienen un cociente intelectual por encima de 140, también plantean problemas escolares. En la clase se aburren, porque comprenden desde el primer momento las explicaciones del profesor. Lo mismo ocurre con sus compañeros: los encuentran poco interesantes y tienen dificultades de comunicación. Estos niños no deben ser separados de los compañeros de su edad, pues aunque sean más inteligentes, tienen las mismas necesidades emocionales. Se puede paliar su situación conflictiva enriqueciéndoles los programas e interesándose más activamente por sus problemas.

El niño neurótico presenta siempre problemas de adaptación escolar. Frecuentemente se trata de niños muy dependientes de la familia, que tiene dificultades para dirigir su interés hacia los compañeros. Se identifican con sus padres y adoptan respecto de los demás niños una distancia emocional, enjuiciándoles como si ellos fueran personas mayores y sus compañeros niños. Es la figura del niño repipi, que no juega con sus compañeros por considerarse superior, y del que sus compañeros se burlan siempre. El niño sigue apegado emocionalmente a su familia, con lo que los conflictos neuróticos aumentan de intensidad.

Es muy frecuente que los niños se muestren inestables en el colegio. Son los clásicos niños nerviosos que no pueden estar parados un momento y están incordiando continuamente. En muchos casos los castigos no logran resolver nada. La excitación psicomotriz es el resultado de un psiquismo desequilibrado. Se trata de niños angustiados que gastan de esta forma todas las energías que pondrían en peligro a su yo. Su rendimiento escolar suele ser bajo, puesto que carecen de la tranquilidad necesaria para seguir las explicaciones del maestro.

Los niños con manifestaciones histéricas son muy teatrales, tratan de atraer hacia sí la atención y el cariño del profesor y de sus compañeros. Presentan un ansia inadecuada de sobresalir. En un principio pueden resultar atrayentes, pero a la larga su incontrolado deseo de llamar la atención termina por granjearle la antipatía de todos. Una vez que ha sido desplazado de su papel dominante, es cuando suele recurrir a los diversos síntomas histéricos concretos para recibir la estimación de la que se encuentra necesitado.

El niño obsesivo reproduce la figura del escolar modelo. Se adapta a todas las normas y tiene un rendimiento escolar aceptable. El fracaso escolar en un niño obsesivo modélico es siempre un síntoma grave, puesto que nos está indicando que ha perdido uno de los pocos puntos de contacto que tenía con el mundo exterior.



Preguntas claves para educar al adolescente
Ruta para auto evaluarse como educador de adolescentes.
Preguntas claves para educar al adolescente
Preguntas claves para educar al adolescente
Es fácil leer temas de adolescencia; ya no es tan fácil asimilar las pautas pedagógicas leídas, y mucho menos tener una visión global y armónica de todas ellas a la hora de ponerse manos a la obra

El educador necesita lo que se llama un Checklist , una hoja de ruta que le permita auto-evaluarse constantemente, asegurarse que no se deja nada por el camino. Los pilotos de avión tienen esa hoja que les permite revisar antes de cada vuelo todos lo procedimientos; un riguroso protocolo. Tienen prohibidísimo despegar sin repasar serenamente esa lista. Por muy preparados que estén, por muy expertos que sean, es fácil que en algún momento se les olvido un "pequeño botón" que hay que apretar, pero que puede ser decisivo...

Aunque parezca farragoso, evidente, cansado, os aconsejamos tener esta lista a la mano, revisarla con frecuencia sistemática. Está elaborada en progresión, no sobra ninguna pregunta. Se sigue el esquema que usamos en la sección de los jueves con Edu y Marta.


A. Preguntas claves sobre los fundamentos de la educación:

1. ¿Estoy ya completamente decidido a poner al otro antes que a mí en todo momento? ¿Con lo que eso implica en mi propia vida, en mi trabajo, en mis horarios…?

2. ¿Ya he entendido que educar no es atiborrar de consejos, normas, conocimientos o actividades varias, sino lograr que el muchacho viva integral y armónicamente su vida, en plenitud?

3. ¿Estoy convencido que sin una visión transcendente, que invada mi ser, mi intención educadora y mis actos, nunca lograré una verdadera educación y la plena realización del muchacho?

4. ¿Entiendo que esa visión me deba llevar a buscar encuentros reales con el muchacho, suscitando en él, desde su realidad concreta, las preguntas importantespara su vida, ayudándole a encontrar las respuestas adecuadas y acompañándole para que las haga convicciones y decisiones concretas?

B. Preguntas claves sobre el papel del educador:

1. ¿He entendido que la educación implica ante todo una relación sana y un acompañamiento permanente, sin agobios ni imposiciones innecesarias?

2. ¿Cuido que el ambiente sea siempre respirable? ¿Evito conflictos y provocaciones innecesarias?

3. ¿Pongo todos los medios adecuados, cueste lo que me cueste, para educar en todos los ámbitos de la vida del chico?

4. Pero antes ¿Tengo plena conciencia de la propia misión, sintiendo el peso de la responsabilidad educativa?

C. Preguntas claves sobre las actitudes del educador:

1. ¿He optado ya por la coherencia en mi propia vida, siendo consciente de que no puedo engañarme ni engañar a las personas que debo educar?

2. ¿Pongo en manos de Dios mi labor y cuento realmente con Él a la hora de educar, con humildad y realismo?

3. ¿He logrado combinar la sana autoridad con el ascendiente y liderazgo humano, o esto se me escapa de las manos?

4. ¿Ya sé combinar el cariño con la exigencia, o acaso no logro el equilibrio?

5. ¿”Pueden” los adolescentes con mi paciencia, o ya he logrado la serenidad necesaria para que exista el ambiente formativo adecuado y el respeto a la autoridad?

6. ¿Se abren los chicos conmigo porque sé acogerles, pase lo que les pase, digan lo que digan?

7. ¿Tengo una actitud sanamente provocadora que les “despierte y empuje” a no acomodarse con su situación?

D. Preguntas claves sobre los principios pedagógicos:

1. ¿He comprendido ya que tengo que tratar a cada chico de forma diferente, sin usar tópicos ni clichés, dándole a cada uno lo que le conviene?

2. ¿Me doy cuenta si los muchachos interiorizan y hacen suyo lo que les enseño y propongo, o todavía la disciplina y la formación es meramente externa y superficial?

3. ¿Estoy resuelto a darle a los muchachos una formación integral, preocupándome no sólo por su salud física y sus conocimientos, sino también por su voluntad, su afectividad y su espiritualidad?

4. ¿Entiendo lo que significa y uso la flexibilidad y la gradualidad en la formación, para no caer en un rigorismo ineficaz y para no quebrar a los muchachos?

5. ¿Tengo claro por otro lado que no puedo dejar de exigir y ofrecer una formación creciente y permanente, nuevas propuestas para que el chico crezca más y más como persona y en todos los ámbitos de su vida?

6. ¿He entendido ya que necesito prestar especial atención a los chicos de mayor influyo para ser realmente eficaz en la labor educativa; o aún pienso que eso es favoritismo? ¿Mal interpreto este principio metodológico, despreocupándome de algunos?

E. Preguntas claves sobre los contenidos y ámbitos educativos:

1. ¿Estoy logrando que los chicos quieran saber, que valoren la búsqueda de la verdad?

2. ¿Les enseño a pensar con lógica, a saber analizar las cosas, a lograr una síntesis de lo que aprenden, que les ayude a su propia vida?

3. ¿Les hago percibir y gustar de la belleza de la Creación, y así puedan abrir su mente a la fe y a la verdad de Dios, Belleza Total?

4. ¿Educo sus sentimientos y su afectividad para que sean equilibrados? ¿Les enseño a controlar y encauzar sus pasiones? ¿Y logro que estén bajo la guía de una voluntad recia y firme?

5. ¿Voy logrando en ellos una personalidad madura y equilibrada? ¿ Se aceptan como son y construyen sobre lo que son? ¿ Agradecen lo que son y lo que tienen?

6. ¿Tengo la seguridad que son sinceros? ¿Tienen una conciencia recta de lo bueno y lo malo? ¿Valoran las virtudes morales y sociales, o son más bien burdos?

7. ¿Estoy logrando en ellos los hábitos espirituales fundamentales? ¿Han asimilado que toda su educación tiene como culmen la donación al prójimo? ¿Les doy el espacio para que puedan hacer práctica esa donación?

F. Preguntas claves sobre las habilidades y las herramientas educativas:

1. ¿Me considero y soy hábil en manejar los conceptos que me pueden ayudar a informar y formar adecuadamente a los adolescentes? ¿Dedico tiempo para estar al día?

2. ¿Tengo recursos oratorios y metodológicos para atraer y captar la atención de los adolescentes? ¿Dedico tiempo para practicar y lograr las habilidades necesarias?

3. ¿Tengo una mentalidad previsora, que anticipa acontecimientos y que así libre a los muchachos de experiencias innecesarias, aunque sin caer en la sobre protección?

4. ¿He logrado ya la habilidad necesaria para generar un clima de confianza a mi alrededor, donde los muchachos se encuentran a gusto y abiertos a lo formativo?

5. ¿Sé usar la disciplina como una herramienta pedagógica logrando que los muchachos la interioricen? ¿Mal uso o abuso de los castigos?

6. ¿He aprendido ya a motivar sin caer en los recursos fáciles, en la adulación o en la premiación constante?

7. ¿Tengo la capacidad de manejar grupos, siendo consciente de su importancia para lograr la formación completa de los adolescentes?


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