viernes, 25 de mayo de 2012

Domingo, 27/05/2012, Solemnidad de Pentecostés, ciclo B.

Padre nuestro.
 
 
 
   ¿Cómo sabemos que el Espíritu Santo está con nosotros?
 
   Si vivimos en conformidad con el cumplimiento de la voluntad del Dios Uno y Trino, si somos justos, si evitamos el hecho de pecar, y si tenemos la costumbre de orarles a Nuestro Padre celestial y a sus Santos siervos, no podemos tener dudas, con respecto al hecho de que el Espíritu del Señor habita en nosotros.
 
   Jesús, según recordamos al meditar el Evangelio de la Solemnidad de la Ascensión de Nuestro Salvador, nos ha encomendado una gran misión que no podemos llevar a cabo por nuestro medio, que podremos realizar perfectamente, si nos dejamos conducir por las inspiraciones del Paráclito o Defensor.
 
   "Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado. Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán" (MC. 16, 14-18).
 
   Creer que Jesús ha resucitado de entre los muertos, no fue fácil para los primeros cristianos, porque, como sabemos, las autoridades de Palestina sobornaron a los soldados que vigilaban el sepulcro de Nuestro Redentor, para que se extendiera el pensamiento de que el cadáver del Hijo de Dios y María había sido robado.
 
   Aunque los primeros que se dejaron evangelizar creyeron que Jesús había vencido a la muerte de tal manera que hicieron que su vida girara en torno a tan trascendental realidad y misterio de fe, con el paso de las décadas, las persecuciones de que fueron víctimas los creyentes en Jesús, causaron la pérdida de fe de muchos de los tales. Llegó el día en que, para creer en Jesús, los creyentes necesitaban ver físicamente al Mesías, por lo que tuvieron que aprender que, para lograr lo que deseaban, tenían que ver en sus prójimos la encarnación de Dios. Con el paso de los siglos, hemos buscado a Dios en la contemplación de las imágenes del Señor, y se le han construido grandes y lujosos templos, pero pocos son los que han aprendido a ver el reflejo de la imagen de Dios en sus prójimos los hombres.
 
   A quienes contemplaron la Ascensión de Jesús al cielo, no les fue fácil creer en el testimonio de quienes vieron al Señor resucitado. ¿Nos sirven los testimonios de fe que conocemos para creer más en Dios?
 
   ¿Serán condenados quienes no sean bautizados? Cuando los judíos pensaban que para ser amigos de Dios tenían que cumplir cabalmente la Ley de Moisés, San Pablo, les escribió a los romanos:
 
   "Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados; porque no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados" (ROM. 2, 12-13).
 
   De la misma forma que San Pablo les explicó a los cristianos romanos que los no judíos debían ser evangelizados porque ello obedecía a la voluntad divina, nosotros creemos que muchos bautizados no merecerán ser salvos, mientras que muchos no creyentes, de quienes se supone que si conocieran a Dios se convertirían al Evangelio gustosamente, alcanzarán la salud de su alma.
 
   Los cristianos tenemos la misión de evangelizar a la humanidad. Tal misión es un privilegio en el sentido de que nos hace desear ardientemente vincularnos a nuestro Santo Padre, lo cual nos recuerda que debemos sentirnos orgullosos de que Dios nos haya elegido para cumplir su voluntad, pero ello no ha de lograr que nos consideremos superiores a quienes no comparten nuestras creencias, porque, si queremos que cada día seamos más los que adoramos a Nuestro Santo Padre, no podemos predicar henchidos de orgullo, ni menospreciar a quienes no comparten la fe que profesamos.
 
   ¿Podremos llevar a cabo la misión que Jesús nos ha encomendado? Jesús les dijo a quienes lo vieron ascender al cielo:
 
   "Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra" (CF. MT. 28, 18).
 
   Jesús ha recibido el poder del Padre en el sentido de que le obedece por humildad, pues no se le somete por causa de su inferioridad con respecto a Nuestro Creador. Si el poder del Señor es pleno, no debemos dudar con respecto a las posibilidades que tenemos de cumplir la misión que nos ha sido encomendada, porque Jesús está en medio de nosotros.
 
   ¿Cómo podemos resumir el Evangelio que debemos predicarles, tanto a los no creyentes, como a quienes tienen una escasa formación en el conocimiento de la fe que profesamos?
 
   "Y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas" (LC. 24, 46-48).
 
   Debemos anunciar el kerigma, e impartir cursos catequéticos avanzados en el caso de encontrar a quienes quieran conocer profundamente a Dios. No debemos desempeñar nuestra misión como quienes se limitan a hacer exposiciones sin interesarse por la acogida que tienen las mismas, sino como testigos de Jesús Resucitado, como quienes acompañaron al Señor en su vida, Pasión, muerte y Resurrección.
 
   Cuando los Apóstoles de Jesús querían saber si el Señor iba a devolverle a Israel la gloria del reinado de David, el Mesías, les dijo:
 
   "No os toca a vosotros saber el tiempo o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad" (HCH. 1, 7).
 
   A veces podemos caer en la tentación de querer que Dios cumpla nuestra voluntad, olvidando su designio sobre nosotros, pues todo lo que nos sucede nos acaece por razones que escapan a nuestra humana comprensión, que están relacionadas con la salud de nuestra alma.
 
   El Señor nos pide que vivamos unidos, y que hagamos nuestros los motivos de dicha y sufrimiento de quienes comparten la ffe que profesamos. Tengamos en cuenta que el Señor se hace presente en el mundo por nuestra mediación, y que no tenemos otro modo de demostrar esta realidad, que haciendo el bien, y viviendo como miembros de la familia del Dios Uno y Trino, con tal de poder ser testigos de Jesús Resucitado.
 
   "Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra" (HCH. 1, 8).
 
   Jesús fue oculto por una nube mientras ascendía al cielo. Como sabemos, en la Biblia, la permanencia de Dios entre sus fieles, es simbolizada por una nube. Jesús se fue al cielo, pero su ida significa que sigue estando presente entre nosotros, en los Sacramentos de la Iglesia, y en quienes cumplen la voluntad de Nuestro Santo Padre.
 
   "Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo" (HCH. 1, 9-11).
 
   La blancura de las vestiduras de los ángeles que aparecen en el texto de San Lucas que estamos considerando brevemente, significa la pureza con que debemos servir al Señor en sus hijos los hombres.
 
   No debemos pasar la vida dedicados exclusivamente a orar, porque tenemos una misión evangelizadora y caritativa que llevar a cabo, para demostrar que somos cristianos. Es cierto que si no oramos no creemos en Dios, pero, si rezamos, y no hacemos el bien, confundimos la fe que profesamos, con una serie de prácticas esotéricas, cuyo fin es liberarnos de la presión psicológica que podamos sentir en determinadas circunstancias.
 
   Los Apóstoles de Jesús, recibieron el Espíritu Santo, en la mañana de Pentecostés.
 
   "Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen" (HCH. 2, 1-4).
 
   El cambio que se operó en los Apóstoles de Jesús cuando recibieron los dones del Espíritu Santo, fue asombroso. Aquellos hombres que tenían miedo por causa de las represalias que las autoridades religiosas de Palestina podían tomar contra ellos por haber sido seguidores de jesús, se convirtieron en predicadores del Evangelio dignos de inmitar, porque el Espíritu Santo estaba con ellos, y tenían la plena seguridad de que Jesús está vivo.
 
   Nosotros recibimos el poder del Espíritu Santo cuando fuimos bautizados, pero, como apenas cultivamos nuestra fe, y difícilmente estudiamos la Palabra de Dios, no podemos constatar la presencia del Paráclito en nuestra vida. Desgraciadamente, la religiosidad solo es un sentimiento para muchos de nuestros hermanos, porque vivimos en un mundo en que los placeres tienen una gran importancia, por lo que, en ciertas situaciones, no podemos valorar el hecho de adquirir el compromiso de hacer el bien, porque el mismo nos beneficia a largo plazo, y podemos caer en la tentación de buscar placeres cuyo efecto pueda ser vivido a corto plazo.
 
   Adquiramos el compromiso de meditar la Palabra de Dios, e intentemos ser como los primeros cristianos, quienes no se cuestionaban la Resurrección de Jesús, y se relacionaban entre sí con tanto amor, que no permitían que nadie tuviera carencias espirituales ni materiales, pues esa es la única forma que tenemos de sentir que el Dios Uno y Trino no nos ha desamparado.
 

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