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Isidro Labrador, Santo |
Campesino
Cuarenta años antes de que ocurriera, había escrito Cicerón: “De
una tienda o de un taller nada noble puede salir”.
Unos años después, en el año primero de la era
cristiana, salió de un taller de carpintero el Hijo de
Dios. Las mismas manos que crearon el sol y las
estrellas y dibujaron las montañas y los mares bravíos, manejaban
la sierra, el formón, la garlopa, el martillo y los
clavos y trabajaban la madera. Desde entonces, ni la azada
ni el arado ni la faena de regar y de
escardar tendrían que avergonzarse ante la pluma ni ante el
manejo de los medios modernos de comunicación, ni ante las
coronas de los reyes. El patrón de aquella villa recién
conquistada a los musulmanes, Madrid, hoy capital de España, no
es un rey, ni un cardenal, ni un rey poderoso,
ni un poeta ni un sabio, ni un jurista, ni
un político famoso. El patrón es un obrero humilde, vestido
de paño burdo, con gregüescos sucios de barro, con capa
parda de capilla, con abarcas y escarpines y con callos
en las manos. Es un labrador, San Isidro. Como el
Padre de Jesús, cuyas palabras nos transmite San Juan en
el evangelio 15,1: “Yo soy la verdadera vid, y mi
Padre es el labrador”.
SE POSTRARON LOS REYES
Ante su se-pulcro
se postraron los reyes, los arquitectos le construyeron templos y
los poetas le dedicaron sus versos. Lope de Vega, Calderón
de la Barca, Burguillos, Espinel, Guillén de Castro, honraron a
este trabajador madrileño. El historiador Gregorio de Argaiz le dedicó
un gran libro: "La soledad y el campo, laureados por
San Isidro". Fue su misión, laurear el campo, frío, duro,
ingrato, calcinado por los soles del verano y estremecido por
los hielos de los inviernos. El campo quedó iluminado y
fecundado por su paciencia, su inocencia y su trabajo. No
hizo nada extraordinario, pero fue un héroe.
Fue un héroe
que cumplió el “Ora et labora” benedictino. La oración era
el descanso de las rudas faenas; y las faenas eran
una oración. Labrando la tierra sudaba y su alma se
iluminaba; los golpes de la azada, el chirriar de la
carreta y la lluvia del trigo en la era, iban
acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y
gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando
la cruz, aprendió a empuñar la mancera. He ahí el
misterio de su vida sencilla y alegre, como el canto
de la alondra, revolando sobre los mansos bueyes y el
vuelo de los mirlos audaces.
TAN POBRE
Alegre y, sin embargo,
tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña;
cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada
noche se descubría para preguntarle: "Señor amo, ¿adónde hay que
ir mañana?" Juan de Vargas le señalaba el plan de
cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, limpiar los sembrados,
vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba,
Isidro uncía los bueyes y marchaba hacia las colinas onduladas
de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas
del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca
de la Almudena o frente a la ermita de Atocha,
el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba
y musitaba palabras de amor. Y las horas del tajo,
sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades, esperando el fruto
de la cosecha “Tened paciencia, hermanos, como el labrador que
aguanta paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe
la lluvia temprana y tardía” Santiago 5, 7. Así, todo
el trabajo duro y constante, ennoblecido con las claridades de
la fe, con la frente bañada por el oro del
cielo, con el alma envuelta en las caricias de la
madre tierra.
NO SABÍA LEER
El Cielo y la tierra eran
los libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer.
La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus
aguas claras, el gorjeo de los pájaros, el ventalle de
sus alamedas y el arrullo de sus fuentes; la tierra,
fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios,
se renueva año tras año en las hojas verdes de
sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en
los estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus
tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados.
Isidro se quedaba quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos
de lágrimas, porque en aquellas bellezas divisaba el rostro Amado.
Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su
llanto era la exclamación del contemplativo en la acción, con
la jaculatoria del poeta místico Ramón Llull: "¡Oh bondad! ¡Oh
amable y adorable y munificentísima bondad!". O del mínimo y
dulce Francisco de Asís, el Poverello: “Dios mío y mi
todo”. “Loado seas mi Señor por todas las criaturas, por
el sol, la luna y la tierra y el agua,
que es casta, humilde y pura”. O también con el
sublime poeta castellano como él: “¡Oh montes y espesuras -
plantados por las manos del Amado - oh prado de
verduras, de flores esmaltado - decid si por vosotros ha
pasado!!!. “El que permanece en mí y yo en él
ese da fruto abundante” Juan 15,5. Así, el día se
le hacía corto y el trabajo ligero. Bajaban las sombras
de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se
envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo
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Isidro Labrador, Santo |
la marcha cachazuda de la pareja de bueyes.
UNA SANTA
Empezaba
la vida de familia. A la puerta le esperaba su
mujer con su sonrisa y su amor y su paz.
María Toribia era también una santa, Santa María de la
Cabeza. Un niño salía a ayudar a su padre a
desuncir y conducir los bueyes al abrevadero. Era su hijo,
que lo era doblemente, porque después de nacer, Isidro le
libró de la muerte con la oración. Luego arregla los
trastos, cuelga la aguijada, ata los animales, los llama por
su nombre, los acaricia y les echa el pienso en
el pesebre, pues, según la copla castellana: “Como amigo y
jornalero, - pace el animal el yero, - primero que
su señor; - que en casa del labrador, - quien
sirve, come primero”. Hasta que llega María restregándose las manos
con el delantal: "Pero ¿qué haces, Isidro, no tienes hambre?
-le dice cariñosamente-. Ya en la mesa, la olla de
verdura con tropiezos de vaca. Pobre cena pero sabrosa, condimentada
con la conformidad y animada con la alegría, la paz
y el amor. Y eso todos los días; dias incoloros
pero ricos a los ojos de Dios. Sin saber cómo,
Isidro se ha ido convirtiendo en santo. “Será como un
árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en
su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto
emprende tiene buen fin” Salmo 1,1. “Yo soy la vid,
vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo
en él, ese da fruto abundante” Juan 15,6
Ya su
aguijada tiene la virtud de abrir manantiales en la roca,
porque: “Mucho puede hacer la oración intensa del justo...Elías volvió
a orar, y el cielo derramó lluvia y la tierra
produjo sus frutos” Santiago 5, 17. “Si permanecéis en mí,
y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis
y se realizará” Juan 15, 7. Ya puede Isidro rezar
con tranquilidad entre los árboles aunque le observe su amo,
porque los ángeles empuñan el arado. ¡Oh arado, oh esteva,
oh aguijada de San Isidro, sois inmortales como la tizona
del Cid, el báculo pastoral de San Isidoro y la
corona del rey San Fernando!, exclama el poeta. Con la
pluma de Santa Teresa habéis subido a los altares. Así
es como la villa y corte, centro de España, tiene
por patrón a un labrador inculto, sin discursos, ni escritos,
ni hechos memorables, sólo con una vida escondida y vulgar
de un aldeano, hombre de aquella pequeña villa que se
llamaba Madrid, recién reconconquistada al Islam. En 1083 Alfonso VI
había entrado por la cuesta de la Vega. El contraste
es instructivo y proclama el estilo de Dios cuando nos
regala sus santos. “Escondiste estos secretos a los sabios, y
los revelaste a las gentes sencillas”. San Isidro labrador era
un simple; reconocerlo es admirar los planes de Dios.
EL
DIÁCONO DE SAN ANDRÉS
Lo que sabemos de su vida se
debe al diácono de San Andrés, que conoció a su
paisano y sólo ocupa media docena de páginas. ¿Quién es
capaz de extender más la descripción de un labriego sencillísimo
que cruza por esta vida sin ninguna aventura externa y
sin más complicación que la personalísima de ser santo a
los ojos de Dios? Fue un hombre sencillo, su villa
era pequeña. Madrid era rica en aguas y en bosques,
con su docena de pequeñas parroquias, sus estrechas calles y
en cuesta, su alcázar junto al río, su morería y
sus murallas. Un puñado de familias cristianas, entre ellas, la
de los Vargas, que era la más rica, alrededor de
la parroquia de San Andrés, a cuyo servicio estaba Isidro.
San Isidro nos ofrece todo un programa de vida sencilla,
de honrada laboriosidad, de piedad infantil aunque madura, de caridad
fraterna, ejemplo para esta sociedad compleja, y llena de mundo,
de vida callejera, de codicia y de egoísmo, que lamenta
hoy el zarpazo del terrorismo atroz y espera el nacimiento
del nuevo Infante heredero. Ambos acontecimientos, tan dispares, laten en
el corazón celeste de San Isidro, en su calidad de
Patrón de Madrid que lo es, en cierto modo, de
España.
Si quieres saber más consulta San Isidro
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