martes, 20 de noviembre de 2012

ORACION ORIENTAL CRISTIANA



La mayoría de las grandes religiones han buscado modos de unión con Dios por la oración. La Iglesia Católica «no rechaza nada de lo que es verdadero y santo en esas religiones» (Vaticano II. Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, n.s 2). Al contrario, recoge de ellas todo lo que es legítimo; como la necesidad de un maestro experto en la vida de oración; la división platónica de la vida espiritual en tres etapas: purgativa, iluminativa y unitiva; la necesaria preparación ascética o purificación para poder llegar al «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8); el control de las pasiones en una «Apatheia» de auténtica libertad espiritual, la «indiferencia ignaciana» (Ejercicios 23), que no es una negación estoica. La condición para conseguirla es una «mortificación» paulina (Col. 3,5; Rom. 6,11) o negación del yo egoísta.

Ese «vaciarse», enseñado por otros maestros no cristianos, hay que interpretarlo correctamente, llenando ese vacío con la riqueza de Dios. No es un vacío ontológico, sino de todo lo que es egoísmo. San Agustín que recomienda abandonar el mundo exterior y re-entrar en uno mismo buscando a Dios, afirma también el peligro que existe en permanecer sólo dentro de sí. Hay que trascenderse para encontrar a Dios en nosotros. Es en Cristo, en quien participamos de la vida interior de Dios (Juan 14,9). Ver a Dios es posible por gracia de fe. Es una iluminación y unción en el Espíritu recibidas en el bautismo. A través de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, se nos da la unión mística de Dios. Y en ese misticismo hay que distinguir entre los frutos del Espíritu Santo y los carismas personales más flexibles y particulares.
La experiencia enseña que la postura corporal influye en el espíritu. Pero de ahí no se concluye la oportunidad de presentar esos «métodos orientales» a los que no están preparados para recibirlos bien. El «simbolismo psico-físico», valorado en la meditación oriental cristiana, la recitación rítmica y pausada de la «oración de Jesús», pueden ayudar a muchos, pero no a todos. Una supervaloración de dichos métodos podría derivar en un culto al cuerpo. Algunos de esos ejercicios físicos producen un sentimiento de paz y relajación, luz y calor, un bienestar que no puede ser equiparado a las auténticas consolaciones del Espíritu Santo. Sin negar que esas genuinas prácticas orientales de meditación pueden producir una paz interior en medio del ajetreo del mundo actual, no hay que olvidar que la habitual unión con Dios, la «auténtica oración», no se interrumpe cuando uno se dedica a la acción en favor del prójimo cumpliendo la voluntad de Dios (1 Cor, 10, 31). Precisamente así se colabora en la misión de la Iglesia. Cada uno debe buscar su camino de orar, pero todos estos caminos aun a través «de la noche oscura», desembocan en Jesucristo, Camino hacia el Padre. El amor de Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad que no se puede «dominar» por ningún método o técnica. Con los ojos fijos en Cristo, amor de Dios hasta la cruz, debemos permitir a Dios que decida el camino por el que desea participemos de su amor. Pero nunca podemos poner nuestro yo al mismo nivel de Dios, como objeto de contemplación. Cuando una criatura se acerca más a Dios, más crece en ella la reverencia hacia la santidad de Dios. Por eso escribió San Agustín en diálogo con Dios: «Tú puedes llamarme amigo y yo me reconozco como un siervo». Y María exclamó: «El ha mirado la humildad de su esclava».(Le. 1,48).

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