sábado, 5 de enero de 2013

EL DESTINO DEL SER HUMANO



LA MUERTE,

UN PASO OBLIGADO  

Todos tenemos que morir. Lo sabemos desde que tomamos conciencia de nuestro ser. La muerte es el final de la vida en el mundo y el comienzo de la eternidad.
La fe cristiana nos enseña que la muerte es una consecuencia del pecado, que afecta todo, incluyendo la misma naturaleza. Nos lo dice el libro de la Sabiduría:
“No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera… Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, lo hizo imagen de su misma naturaleza; más por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sabiduría 1, 13.14a.; 2, 23.24).
Jesús sufrió la muerte propia de la condición humana y se angustió frente a ella, pero la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad amorosa del Padre. Los evangelios nos dan su testimonio:
“Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: ‘Mi alma está triste hasta el punto de morir; quédense aquí y velen’. Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: “¡Abbá, Padre! todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Marcos 14, 33-36).
Esta obediencia de Jesús transformó, para nosotros, la maldición de la muerte, en promesa de vida eterna y feliz a su lado. Lo dice muy claramente, el Prefacio de la Misa de Difuntos:
“Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
LA MUERTE Y EL JUICIO
La muerte pone fin a nuestra vida en el mundo, como tiempo abierto a la aceptación o al rechazo de Jesús y de su mensaje de salvación. La muerte nos sitúa frente a Dios y llega el momento del examen, el juicio sobre la vida; y después, el premio o el castigo merecido por nuestras obras.
El Nuevo Testamento habla del juicio, refiriéndose principalmente al encuentro último y definitivo con Cristo en su Segunda Venida, al final de los tiempos, pero también asegura repetidamente, la retribución inmediata a cada uno después de su muerte, según la fe que haya tenido y las obras de amor que haya realizado. Recordemos las palabras de Jesús al Buen ladrón: “Yo te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43).
¿Cómo se realizará este juicio particular?
San Agustín y Santo Tomás enseñan que no se trata de un proceso judicial externo, sino de un proceso espiritual. En presencia de la verdad absoluta de Dios, se nos manifestará la verdad de nuestra vida, y nosotros veremos claramente si hemos ganado o si hemos perdido. Entonces, según el caso, entraremos en la vida bienaventurada del cielo, o en las tinieblas del alejamiento de Dios, el infierno.
CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
La resurrección de los muertos fue revelada por Dios al pueblo de Israel, de una manera progresiva. Los fariseos y muchos contemporáneos de Jesús la esperaban. Jesús mismo habló de ella en diversas ocasiones. En una de ellas dijo: “Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no han leído en el libro de Moisés en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: ‘Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob’? No es un Dios de muertos, sino de vivos” (Marcos 12, 26-27).
Además, asoció la fe en la resurrección, a la fe en su propia persona, como Hijo de Dios. Por eso afirmó: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que cree en mí, no morirá jamás” (Juan 11, 25).
Y llegó incluso a anunciar a los apóstoles, su propia resurrección, aunque ellos no entendieron sus palabras: “Miren que subimos a Jerusalén y el Hijo del hombre será entregado… lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles… lo matarán y al tercer día resucitará” (Marcos 10, 33-34).
La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente respaldada por los encuentros de los apóstoles con Jesús resucitado. Nosotros resucitaremos como él, con él, y por él.
¿CÓMO RESUCITAN LOS MUERTOS?
La fe en la resurrección sobrepasa nuestro entendimiento. Creemos que vamos a resucitar porque Jesús nos lo enseñó así, y su resurrección es prenda de nuestra propia resurrección, pero no sabemos cómo ocurrirá esto. San Pablo nos habla de un “cuerpo espiritual”, un “cuerpo de gloria”. En la Carta a los Filipenses nos dice: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transformará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas” (Filipenses 3, 20-21).
Y en la Primera Carta a los Corintios precisa: “Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano,… se siembra corrupción, resucita incorrupción…, se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual… es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad” (1 Corintios 15, 35-37.42.44.53).
Estos dos textos nos hablan de una corporeidad nueva, transformada y transfigurada por el Espíritu de Dios, y también de una identidad esencial, no material, del cuerpo. No podemos hacernos una idea concreta de cómo sucederá esta transformación. Sólo sabemos que nosotros, nuestro mundo y nuestra historia, serán los mismos, pero de una manera totalmente distinta y renovada.
CIELO, PURGATORIO E INFIERNO
Cuando hablamos del CIELO, resuenan en nuestros oídos ecos de concepciones propias del mundo antiguo, según las cuales el “cielo” está situado encima de la tierra. Sin embargo, este concepto de “cielo” es sólo una imagen de la plenitud del hombre y del estado de perfecta felicidad.
El “cielo” es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del ser humano. Es la unión eterna del hombre con Dios. “Vivir en el cielo” es estar con Jesús. Él lo dijo: “Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los llevaré conmigo, para que donde esté yo, estén también ustedes” (Juan 14, 3).
Según san Pablo, el cielo consiste en ver a Dios “cara a cara”. En su Primera carta a los Corintios leemos: “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido” (1 Corintios 13, 12).
Y San Juan dice :“Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Juan 3, 2).
La visión de Dios significa, según la fe de la Iglesia, toda la abundancia de su vida y de su amor. Es participación consumada en la vida trinitaria de Dios.
¿Cómo será todo esto? No lo sabemos con exactitud, ni podemos representarlo gráficamente, porque nuestra capacidad es limitada. Sólo podemos repetir las palabras de san Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios prepara para los que lo aman” (1 Corintios 2, 9).
La bienaventuranza del cielo incluye la unión con Jesús, con María, con los ángeles y los santos, y con los familiares y amigos, y comprende también el gozo que suscita la belleza de todas las obras de Dios en la naturaleza y en la historia, y el triunfo definitivo de la verdad y del amor. Todos alcanzarán la plenitud según sus propias capacidades, y todos encontrarán la verdadera paz. Jesús mismo nos lo dice: “El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mateo 16, 27).
LA PURIFICACIÓN FINAL O  EL PURGATORIO
La palabra PURGATORIO significa “estado de purificación”. La Iglesia nos enseña que las personas que mueren en gracia, pero lejos del ideal de perfección de Dios, aunque están seguros de su salvación eterna, “sufren” después de su muerte una purificación, que les permite obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
Generalmente cuando se habla del “purgatorio” se hace mención del fuego, que simboliza el amor de Dios que purifica y transforma, ordena, limpia, cura y completa, todo lo que en el momento de la muerte era imperfecto.
En virtud del dogma de la comunión de los santos, quienes estamos todavía en la tierra, podemos apoyar a los difuntos en su purificación, con la oración, la limosna, las buenas obras, la penitencia, y sobre todo, con la celebración de la Eucaristía.
EL INFIERNO
Morir en pecado mortal significa morir lejos de Dios y permanecer separado de él para siempre, por propia y libre elección. Este estado de auto-exclusión es lo que se designa con la palabra INFIERNO.
Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se apaga”, reservado para quienes rehúsan creer y convertirse. Dice: “El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mateo 13, 41-42).
Estas palabras de Jesús tienen un sentido metafórico que es necesario entender. El infierno no es un lugar de horribles torturas, ni un fuego físico. El fuego que Jesús menciona es el fuego devorador de la santidad de Dios frente al mal, la mentira, el odio y la violencia. Así como el cielo es Dios mismo en cuanto poseído para siempre, el infierno es la pérdida absoluta de Dios, su ausencia. La esencia del infierno es la experiencia del fracaso total de la existencia; dolor y desesperación sin límites y para siempre.
Las enseñanzas de la Iglesia sobre el infierno buscan hacernos caer en la cuenta de que es preciso que consideremos las consecuencias de nuestros actos, y que es urgente que nos convirtamos. Son un llamamiento a la responsabilidad con que debemos ejercer nuestra libertad, siguiendo las enseñanzas de Jesús:
“Entren por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso es el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; pero ¡qué estrecha es la puerta y qué angosto es el camino que lleva a la vida, y son pocos los que lo encuentran” (Mateo 7, 13-14).

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