sábado, 5 de enero de 2013

JESÚS



 

CREO EN JESUCRISTO,

HIJO ÚNICO DE DIOS

“Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que  todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”           (Juan 3, 16)
  
Movidos por la gracia del Espíritu Santo y atraídos por el Padre, creemos y confesamos que, Jesús de Nazaret, hijo de María, nacido en Belén en tiempo de Herodes el Grande, crucificado en Jerusalén en tiempo de Poncio Pilato, y que resucitó de entre los muertos, es el Hijo único de Dios y nuestro Salvador.
JESÚS
El ángel Gabriel anunció a María que su Hijo, el Hijo de Dios, se llamaría Jesús: “Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” (Lucas 1, 31).
Jesús quiere decir “Dios salva”. Este nombre nos revela la identidad y la misión de Jesús: es el Hijo de Dios y viene a salvarnos de nuestros pecados. 
Dios es el único que puede perdonar los pecados de los hombres y darnos la salvación. Jesús nos salva de nuestros pecados, porque es el Hijo de Dios y Dios está presente en Él y actúa por Él.   
 CRISTO
 La palabra “Cristo” es la traducción griega del término hebreo “Mesías”, que quiere decir “ungido”.  En Israel eran ungidas todas aquellas personas que eran consagradas para una misión especial, recibida de Dios, como los reyes, los sacerdotes, y en algunos casos los profetas.
El Mesías que Dios enviaría a Israel para establecer definitivamente su Reino en el mundo, había sido anunciado por los profetas como descendiente del Rey David. El sería el “ungido” por excelencia, con una triple misión: sacerdote, profeta y rey. El profeta Isaías lo expresa con gran claridad: 
“El Espíritu del Señor, Yahvé, está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahvé. Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos;a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad” (Isaías 4, 21).
El ángel anunció a los pastores el nacimiento de Jesús, como el nacimiento del Mesías prometido a Israel: “Les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo, Señor” (Lucas 2, 11). 
Numerosos judíos, e incluso, algunos paganos que compartían la esperanza de los judíos, reconocieron en Jesús al Mesías, descendiente de David, prometido por Dios a Israel. Al ver sus milagros, “toda la gente atónita decía: ¿No será este el Hijo de David?” (Mateo 12, 23). 
Jesús aceptó el título de Mesías, al cual tenía derecho, algunas veces con ciertas reservas, porque sus contemporáneos tenían una concepción política del Mesías prometido.  La realeza mesiánica de Jesús se manifestó plenamente en la cruz.
HIJO ÚNICO DE DIOS 
Jesús es también el Hijo único de Dios y como tal, la imagen de Dios su Padre. En Él, Dios se hace visible como un Dios con rostro humano. El Prólogo del Evangelio de San Juan expresa bellamente esta verdad: 
“En el principio existía la Palabra,  y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. (…) Y  la  Palabra  se hizo  carne  y  puso  su  morada  entre  nosotros,  y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. (…) A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único que está en el seno del Padre, Él lo ha contado” (Juan 1, 1.14.18).
Jesús tenía conciencia de su condición de Hijo de Dios, y de su misión salvadora. Los Evangelios nos lo muestran en diferentes pasajes, aunque esta verdad pasó desapercibida para sus contemporáneos. En el Evangelio de San Juan leemos sus palabras: “Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien ustedes dicen: ‘Él es nuestro Dios’, y sin embargo no lo conocen, yo sí que lo conozco” (Juan 8, 54-55a).
Solamente después de la resurrección e iluminados por ella, los apóstoles comprendieron plenamente la filiación divina de Jesús, es decir, su condición de Hijo de Dios, y comenzaron a hablar de Él en este sentido. 
SEÑOR 
En el Antiguo Testamento se emplea la palabra “Señor”, para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento usa el término “Señor”, para hacer alusión a Jesús, reconociéndolo así como Dios. En Jesús aparece la soberanía de Dios, en Él se hace presente Dios. Jesús se atribuye a sí mismo este título de “Señor”, con todo lo que significa: “Ustedes me llaman el Maestro, el Señor, y dicen bien porque lo soy” (Juan 13, 13). 
A lo largo de toda su vida pública, Jesús mostró su soberanía divina con sus milagros sobre la naturaleza, sus curaciones, la expulsión de los demonios, y su dominio sobre la muerte y el pecado. 

VIDA DE JESÚS

Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros…” (Juan 1, 14a.)
El Misterio de la Encarnación de Jesús se despliega y desarrolla en los acontecimientos de su vida, y alcanza su plenitud en el Misterio Pascual: su pasión, su muerte, y su gloriosa resurrección y ascensión al cielo.

LOS EVANGELIOS Y LA VIDA DE JESÚS

Los Evangelios no son una biografía de Jesús, no narran estrictamente toda su vida. Muchos datos de su vida en Nazaret y muchos hechos de su vida pública, no aparecen en ellos. San Juan nos dice en su Evangelio que lo que en él leemos, fue escrito “Para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre” (Juan 20, 31).
Las acciones, los milagros y las enseñanzas de Jesús, reunidos en los Evangelios, nos muestran quién es El. Su humanidad nos hace visible su condición divina y su misión de Salvador.
Jesús nos revela, nos hace presente a Dios Padre. Su presencia en nuestro mundo es manifestación del amor que Dios Padre nos tiene. Su tarea es conseguir la salvación para todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Su vida entera es Misterio de Salvación.

MISTERIOS DE LA INFANCIA DE JESÚS

La venida de Jesús al mundo fue preparada por Dios durante siglos. La anunció al pueblo de Israel por medio de los profetas. Y en el corazón de los paganos despertó una espera confusa de esta venida.
Juan Bautista, el hijo de Isabel, fue su precursor inmediato, el último profeta y el mayor de ellos. Desde el seno de su madre, Juan saludó la venida de Jesús y se alegró por ella.
Durante el Tiempo de Adviento, anterior a la Navidad, los católicos celebramos en la Iglesia la preparación para esta primera venida de Jesús y renovamos nuestra esperanza en su “Segunda venida” al final de los tiempos.

EL NACIMIENTO

Cumplido el tiempo, Jesús nació en Belén, en la pobreza y humildad de un establo, y unos sencillos pastores fueron los primeros testigos de este gran acontecimiento.
No teman… les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo el Señor, y esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre… Los pastores fueron a toda prisa y encontraron a María, a José, y al niño acostado en el pesebre… Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel Niño; y todos los que los oyeron se maravillaban de lo que los pastores decían” (Lucas 2, 10-12.16.17-18).
Cada Navidad que celebremos, Jesús nace de nuevo entre nosotros y nos invita a hacerlo presente en el mundo, por el testimonio de nuestra vida.

LA CIRCUNCISIÓN

Al octavo día de su nacimiento, Jesús fue circuncidado, como mandaba la Ley. La circuncisión era señal de pertenencia a la descendencia de Abrahán en el pueblo de la Alianza. “Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarlo, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno materno” (Lucas 2, 21).

ADORACIÓN DE LOS MAGOS

El Evangelio de San Mateo nos habla de la manifestación de Jesús a unos magos de Oriente, que guiados por una estrella buscaban al rey de los judíos. “La estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo encima del lugar donde estaba el Niño… Entraron en la casa, vieron al Niño con María su Madre y postrándose lo adoraron; abrieron luego sus cofres y les ofrecieron dones de oro, incienso y mirra” (Mateo 2, 9b-11).
Esta primera manifestación de Jesús como el Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo, la llamamos EPIFANÍA. Jesús se manifiesta y ofrece su salvación también a los paganos, a cuyos sabios atrae a su luz.
La Iglesia celebra la Epifanía el 6 de Enero. En Colombia, por una concesión especial la celebramos el domingo entre el 2 y el 8 de Enero.

PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO

Como todos los hijos primogénitos, Jesús fue llevado al Templo de Jerusalén, cuarenta días después de su nacimiento. “Cuando se cumplieron los días de la purificación…, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley del Señor…” (Lucas 2, 22-23).
En el Templo, Jesús fue reconocido por el anciano Simeón y por la profetisa Ana, como el Mesías esperado por Israel, “Luz para iluminar a los gentiles y gloria de su pueblo Israel” (Lucas 2, 32), y también como “señal de contradicción” (Lucas 2, 34), para muchos.

HUIDA A EGIPTO

La huida a Egipto y la matanza de los inocentes ordenada por Herodes, manifiestan la oposición de las tinieblas, que aparece a lo largo de toda la vida de Jesús.
Muerto Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel… Y fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret” (Mateo 2, 19.20a.22).
El regreso de Egipto nos presenta a Jesús como el libertador definitivo de Israel y de toda la humanidad, de la esclavitud del pecado.

VIDA OCULTA EN NAZARET

En Nazaret, Jesús llevó una vida ordinaria, semejante a la de cualquier persona. El Evangelio de San Lucas nos dice que “el niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre El” (Lucas 2, 40).
El único suceso que rompe el silencio de los Evangelios sobre los años de la vida oculta de Jesús, es su visita a Jerusalén cuando tenía 12 años, para celebrar allí la Fiesta de la Pascua. “El niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres” (Lucas 2, 43). En este episodio de su vida, Jesús dejó entrever el Misterio de su consagración total a una misión derivada de su condición de Hijo de Dios. “¿No sabían que debía estar en la casa de mi Padre?” (Lucas 2, 49). María y José no comprendieron estas palabras, pero las acogieron con fe, y“María conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón” (Lucas 2, 51b).

MISTERIOS DE LA VIDA PUBLICA DE JESÚS

Jesús comenzó su vida pública con su Bautismo en el Jordán. “Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu en forma de paloma bajaba a El. Y se oyó una voz que venía de los cielos: ‘Tú eres mi Hijo amado, en Ti me complazco’” (Marcos 1, 9-11).
De esta manera, Jesús aceptó e inició su misión de Salvador.

LAS TENTACIONES

Inmediatamente después del Bautismo, los Evangelios nos hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto, al final del cual, Satanás lo tentó tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. “El Espíritu lo empuja al desierto y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás…” (Marcos 1, 12.13a.).
En el desierto, Jesús se reveló como el Siervo de Dios totalmente obediente a la Voluntad divina. Jesús abre el verdadero camino de la salvación, un camino que no es de confianza en sí mismo y de facilidad, sino de obediencia y de abnegación.
Todos los años los católicos nos unimos a este Misterio de Jesús en el desierto, durante el Tiempo de Cuaresma.

EL ANUNCIO DEL REINO DE DIOS

Cuando Juan Bautista fue hecho prisionero, Jesús se fue a Galilea y proclamaba la Buena Nueva del Reino de Dios. “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Marcos 1, 15).
El Reino de Dios es el “proyecto de Dios” sobre el hombre, los hombres de hoy y los hombres de siempre, los hombres del pasado, los hombres del presente y los hombres del futuro. Este “proyecto de Dios” sobre el hombre, involucra lo personal o individual, lo histórico, y lo último o definitivo. El Reino de Dios es liberación del hombre del pecado, lucha por la justicia social, y la salvación eterna.
Todos los hombres estamos llamados a entrar en este Reino de Dios, anunciado primero al pueblo de Israel. Lo único necesario es acoger con corazón humilde las palabras de Jesús: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mateo 5, 3).
Desde el pesebre hasta la cruz, Jesús compartió la vida de los pobres, se identificó con ellos, e hizo del amor efectivo hacia ellos, la condición para entrar en su Reino. “Vengan, benditos de mi Padre, reciban la herencia del reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber; era forastero y me acogieron; estaba desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y vinieron a verme… cuanto hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicieron…” (Mateo 25, 34-36.40).

EL MANDAMIENTO DEL AMOR

El centro del mensaje de Jesús, es el Mandamiento del amor: amor a Dios sobre todas las cosas, y amor al prójimo como a sí mismo. Donde hay amor todo lo demás está incluido.
Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mateo 22, 37-40).
Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a lo otros. Que como Yo los he amado, así también se amen ustedes, los unos a los otros. En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros” (Juan 13, 34-35).

JESÚS Y LOS PECADORES

Jesús invitó a los pecadores a la conversión, necesaria para poder entrar en su Reino, y les mostró de palabra y con hechos, la misericordia ilimitada de Dios Padre. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Marcos 2, 17). “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lucas 15, 7).
La prueba suprema de este amor de Dios Padre y de Jesús, por los pecadores, será el sacrificio de su propia vida, ofrecida “para el perdón de los pecados” (Mateo 26, 28).

LOS MILAGROS, SIGNOS DEL REINO

Jesús acompañó sus enseñanzas con numerosos milagros que atestiguaban que El era el Mesías anunciado, enviado por el Padre, e invitaban a creer en El. Decía: “Las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de Mí, de que el Padre me ha enviado (Juan 5, 36).
Entre los milagros de Jesús se destacan las expulsiones de demonios, que anticipaban la gran victoria de Jesús sobre Satanás y la instauración definitiva del Reino de Dios. “Si por el espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a ustedes el Reino de Dios” (Mateo 12, 28).
A pesar de todo, Jesús fue rechazado por algunos y se le llegó a acusar de obrar movido por los demonios.

LOS DOCE APÓSTOLES

Desde el comienzo de su vida pública, Jesús eligió doce hombres para que estuvieran con El y participaran de su misión. “Les dio autoridad y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar” (Lucas 9, 2). El Evangelio nos da sus nombres. “Sucedió que por aquellos días se fue Jesús al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien también llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote que llegó a ser un traidor” (Lucas 6, 12-16).
Entre los doce, Jesús escogió a Pedro y le confió la misión de guiar a los demás y ser cabeza de su Iglesia. “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos, y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mateo 16, 18-19).

LA TRANSFIGURACIÓN

Cuando ya estaba próximo el momento de su pasión y muerte, Jesús anunció a sus discípulos lo que iba a suceder, pero ellos no lo entendieron. En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración.
Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante… Conversaban con El dos hombres, que eran Moisés y Elías, y hablaban de su partida que se iba a cumplir en Jerusalén… Después una nube los cubrió… y se escuchó una voz que decía: ‘Este es mi Hijo, mi Elegido, escúchenlo’” (Lucas 9, 28-31.34.35.).
La Transfiguración dio a los apóstoles una visión anticipada de la gloria de su Maestro. Esta visión estaba destinada a fortalecerlos para afrontar con valor los acontecimientos dolorosos que estaban por suceder.

SUBIDA A JERUSALÉN

Como se iban cumpliendo los días de su ascensión, Jesús se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lucas 9, 51). Estaba dispuesto a morir en ella y hacia ella se encaminó sin temor.
El Evangelio de San Mateo nos cuenta que “fueron los discípulos e hicieron como Jesús les había encargado: trajeron el asna y el pollino. Luego pusieron sobre ellos sus mantos, y El se sentó encima. La gente, muy numerosa, extendió sus mantos por el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían… y la gente que iba delante y detrás de El, gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió ‘¿Quién es este?’, decían. Y la gente respondía: ‘Este es el profeta, Jesús de Nazaret de Galilea’” (Mateo 21, 6-11).
La entrada de Jesús en Jerusalén, manifiesta la venida del Reino, que el rey Mesías llevará a cabo en el Misterio Pascual de su gloriosa pasión, muerte, resurrección y ascensión.
En la Iglesia celebramos este acontecimiento tan importante en la vida de Jesús, cada año, el Domingo de Ramos, cuando empieza la Semana Santa.

EL MISTERIO PASCUAL DE JESÚS

 “Les transmití lo que a mi vez recibí: que Jesucristo murió por nuestros pecados,
según las Escrituras, que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras”  
(1 Corintios 15, 3-4)
La muerte de Jesús para salvarnos, y su resurrección de entre los muertos, son el centro del mensaje que los apóstoles anunciaron en los primeros tiempos de la Iglesia, y que la Iglesia sigue proclamando hoy, por todos los rincones de la tierra.

LOS ENEMIGOS DE JESÚS

Desde que Jesús inició su vida pública, los fariseos, los partidarios de Herodes, los sacerdotes y los escribas, “se confabularon contra El para ver cómo eliminarlo” (Marcos 3, 6).
Los motivos que ellos esgrimían para perseguir a Jesús, eran muy diversos. Unas veces señalaban sus milagros, particularmente las expulsiones de demonios; otras, las curaciones en sábado, que era el día de reposo, según lo señalaba la Ley de Moisés; y otras, el perdón de los pecados que correspondía sólo a Dios; su familiaridad con publicanos y pecadores públicos, excluidos por ellos del círculo de quienes iban a salvarse; y su interpretación de la pureza de la Ley.
Con su modo de proceder, Jesús parecía estar en contra de las instituciones esenciales del pueblo de Israel; era visto por sus enemigos como un blasfemo y un falso profeta, crímenes religiosos que la Ley castigaba con la pena de muerte a pedradas.
San Juan nos refiere lo que sucedió en una ocasión: “Los judíos trajeron otra vez piedras para apedrearlo. Jesús les dijo: ‘Muchas obras buenas que vienen del Padre les he mostrado. ¿Por cuál de esas obras quieren apedrearme? Los judíos le respondieron: No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia, y porque Tú, siendo hombre, te haces a Ti mismo Dios’” (Juan 10, 31-33). Esta supuesta blasfemia de Jesús, según el parecer de los judíos, fue lo que finalmente, lo llevó a la muerte.

EL PROCESO CONTRA JESÚS

Las autoridades religiosas de Jerusalén no fueron unánimes en su conducta respecto a Jesús. El fariseo Nicodemo y el notable José de Arimatea, eran discípulos de Jesús en secreto, y durante mucho tiempo hubo discusión a propósito de El. “Algunos fariseos decían: ’Este hombre no viene de Dios porque no guarda el sábado. Otros decían: Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes señales?. Y había discusión entre ellos” (Juan 9, 16).
Frente a esta situación, los fariseos y los Sumos Sacerdotes, temerosos de lo que pudiera pasar, convocaron un consejo. Caifás, el Sumo Sacerdote de aquel año, les propuso: “Les conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación… Desde ese día decidieron darle muerte. Por eso, Jesús no andaba ya en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana del desierto, a una ciudad llamada Efraín, y allí residía con sus discípulos” (Juan 11, 50. 54).
Entonces Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era de los Doce; y se fue a tratar con los Sumos Sacerdotes y los jefes de la guardia, del modo de entregárselos. Ellos se alegraron y quedaron con él en darle dinero. El aceptó y andaba buscando una oportunidad para entregarlo, sin que la gente lo advirtiera” (Lucas 22, 3-6).
Cuando Jesús fue hecho prisionero, lo llevaron ante el Sanedrín, el Consejo de los ancianos. “El Sumo Sacerdote le dijo: ‘Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Y Jesús le respondió: Sí, tú lo has dicho. Y Yo les declaro que a partir de ahora verán al Hijo del hombre sentado a la derecha del Padre y venir sobre las nubes del cielo. Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestidos y dijo: ¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ellos respondieron diciendo: Es reo de muerte’” (Mateo 26, 63.66).
Como el Sanedrín no tenía poder para condenar a muerte a nadie, llevaron a Jesús ante Pilato, el gobernador romano, acusándolo de revoltoso y enemigo de los romanos. Después de juzgarlo y tratar de defenderlo, Pilato, presionado por los Sumos Sacerdotes, se los entregó para que lo crucificaran. La crucifixión era la pena que la ley romana reservaba para los esclavos.

CRUCIFIXIÓN Y MUERTE DE JESÚS

Tomaron, pues, a Jesús, y El, cargando con la cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota; y allí lo crucificaron y con El a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio” (Juan 19, 16-18).
Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del santuario se rasgó por medio, y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: ‘Padre, en tus manos pongo mi espíritu’. Y dicho esto, expiró” (Lucas 23, 44-46).
Al atardecer vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se lo entregaran. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego hizo rodar una piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue” (Mateo 27, 57-60).

LA MUERTE DE JESÚS Y EL DESIGNIO DE DIOS

La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar o de las circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios. Dios, en su infinita sabiduría, permitió que la ceguera de los judíos frente a Jesús, ayudara a realizar su designio de salvación.
Entregando a Jesús, su Hijo, por nuestra salvación, Dios nos muestra que su designio sobre nosotros es un designio de amor, y de amor gratuito, anterior a todo mérito nuestro. San Juan nos lo dice claramente: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4, 10). Y San Pablo lo confirma: “La prueba de que Dios nos ama es que, Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Romanos 5, 19).
Este amor de Dios, no excluye a nadie. No hubo, ni hay, ni tampoco habrá, hombre alguno, por quien no haya padecido Jesús.

JESÚS SE OFRECIÓ AL PADRE POR NUESTROS PECADOS

Desde el primer instante de su Encarnación, Jesús aceptó el designio de Dios sobre El. Así lo dijo a sus discípulos: “Mi alimento es hacer la Voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Juan 4, 34).
Esta decisión de aceptar y realizar el designio del Padre, anima toda la vida de Jesús, hasta el instante mismo de su muerte. “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10, 45). Jesús aceptó libremente su pasión y su muerte, por amor a Dios, su Padre, y por amor a los hombres a quienes el Padre quiere salvar. “Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente” (Juan 10, 18).
En la Ultima Cena con los apóstoles, Jesús expresó, con toda la fuerza que podía hacerlo, su ofrenda libre al Padre, en la institución de la Eucaristía como memorial de su sacrificio. “Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por ustedes” (Lucas 22, 19). “Esta es mi sangre de la alianza que va a ser derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mateo 26, 28).
Finalmente, en la agonía de Getsemaní, Jesús puso su vida en las manos de su Padre y aceptó definitivamente su muerte como salvadora. La muerte de Jesús es el sacrificio que lleva a cabo la salvación definitiva de todos los hombres. Dios Padre nos entrega a su Hijo para reconciliarnos con El. Y Jesús, el Hijo de Dios, se ofrece a su Padre, libremente y por amor, para reparar nuestra desobediencia.
El “amor hasta el extremo” (Juan 13, 1), que Jesús siente por cada uno de nosotros, es el que da a su sacrificio el valor de redención y reparación, de expiación y de satisfacción por nuestros pecados.

SEPULTURA DE JESÚS

Jesús murió realmente y fue sepultado. Este es el Misterio que la Iglesia contempla el Sábado Santo.
La muerte de Jesús fue verdadera muerte, porque puso fin a su existencia humana en la tierra. Con ella Jesús no sólo siguió el destino que nos espera a todos los hombres, sino que también sufrió el abandono radical y la soledad propia de la muerte.
En la muerte de Jesús, la omnipotencia de Dios penetró en la debilidad más extrema del hombre, para sufrir así el vacío de la muerte, y romper sus lazos. La muerte de Jesús significó la muerte de la muerte y la victoria pascual de la vida.
A partir de la muerte de Jesús, nuestra propia muerte adquiere un nuevo sentido. Deja de ser simplemente un destino irrevocable, un castigo por el pecado, para constituirse en un acontecimiento vivificante que nos une al Señor. San Pablo lo dice: “Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos” (Romanos 14, 8). Y el libro del Apocalipsis va más allá: Con Jesús la muerte deja de ser angustiosa y llega a ser objeto de bienaventuranza: “Bienaventurados los que mueren en el Señor. Descansen ya de sus fatigas” (Apocalipsis 14, 13).

LOS INFIERNOS: EL REINO DE LA MUERTE

Para los judíos y para los griegos antiguos, morir era bajar al “sheol”, al “hades”, al mundo subterránea, al “reino de la muerte”. Esto es, precisamente, lo que significa la palabra “infiernos”, distinta a “infierno” que se entiende como el lugar de castigo de los condenados.
Los “infiernos” eran un lugar totalmente distinto del mundo, donde todo estaba muerto. Allí los muertos permanecían separados de Dios, apartados de su presencia.
En nuestro modo actual de entender las cosas, cuando decimos que “Jesús descendió a los infiernos”, estamos afirmando, en primer lugar, que Jesús estuvo realmente muerto, excluido del mundo de la vida. Pero hay otro aspecto también muy importante: en su “descenso a los infiernos”, en su muerte, Jesús se “juntó a la masa de los muertos”. En este sentido, la fe nos dice que Jesús comunicó la salvación a todos los justos que lo habían antecedido en la muerte.
En su obediencia absoluta al Padre, Jesús fue solidario con todos los hombres. Esta solidaridad de Jesús con el destino de la humanidad, manifiesta la universalidad de la salvación. Por la muerte de Jesús quedan también redimidas las generaciones que murieron en tiempos anteriores. Su muerte salvífica penetra y transforma todos los sufrimientos y sacrificios de la historia.
El descenso de Jesús a los “infiernos”, al reino de la muerte y de los muertos, es la última fase de su misión de Mesías Salvador, el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. La muerte de Jesús es una muerte salvadora. Con ella, Jesús logra liberar a los hombres de un alejamiento definitivo de Dios, de una muerte permanente.
En su muerte, Jesús vence a la misma muerte y al pecado, y abre para todos los hombres, nuevamente, el camino del cielo. Nos devuelve la esperanza en la vida eterna y en la visión permanente de Dios. Se vislumbra ya aquí, la alegría de la Pascua, la gloria de la resurrección.

LA RESURRECCIÓN

Jesús había unido de tal modo su mensaje – la venida del Reino de Dios – a su persona, que el cumplimiento de este mensaje parecía sencillamente imposible después de su muerte. Sin embargo, poco tiempo después, el Evangelio de Jesucristo comenzó a propagarse por todo el mundo conocido, con un dinamismo verdaderamente inimaginable. El secreto de esta propagación fue, precisamente, la resurrección.
Mediante la resurrección, Dios mismo confirmó el mensaje y la misión de Jesús como el Mesías prometido. La resurrección de Jesús es la verdad culminante, el corazón mismo de nuestra fe en Dios. Así lo entendieron los apóstoles que iniciaron su predicación anunciándola por todas partes como un acontecimiento excepcional, y así lo entiende la Iglesia de hoy.
Con la resurrección se sella el cumplimiento de la promesa de salvación. San Pablo lo afirma en su predicación a los judíos: “Les anuncio la Buena Nueva de que la promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús” (Hechos de los Apóstoles 13, 32-33).
Este Misterio de la resurrección de Jesús, tuvo manifestaciones especiales con las apariciones de Jesús resucitado a los apóstoles y a algunos de sus amigos más cercanos, que nos narran los Evangelios.

EL SEPULCRO VACÍO

El primer dato que se encuentra en el marco de los acontecimientos de la Pascua, es el sepulcro vacío, que aunque no es una prueba directa de la resurrección de Jesús, ha llegado a ser un signo claro de ella.
Las primeras en encontrar el sepulcro vacío, fueron las mujeres que en la mañana del domingo se acercaron a la tumba para ungir el cuerpo de Jesús, como se acostumbraba hacerlo antes de la sepultura. No lo habían hecho, por la prisa con que Jesús había sido sepultado.
Después, avisado por las mujeres, Pedro corrió al sepulcro y “sólo vio las vendas y se volvió a su casa asombrado por lo sucedido” (Lucas 24, 12).
Finalmente, Juan, que había ido con Pedro, entró en la tumba, y él mismo dice en su Evangelio que “vio y creyó” (Juan 20, 8).

LAS APARICIONES DEL RESUCITADO

Una prueba directa y clara de la resurrección de Jesús, son sus apariciones a sus apóstoles y discípulos. Los cuatro Evangelios nos presentan algunas de ellas, y, aunque no son unánimes en los detalles, su variedad es, precisamente, manifestación de la antigüedad de los testimonios y de su realidad histórica.
El Evangelio de San Juan afirma que Jesús se apareció primero a María Magdalena que estaba llorando en los jardines aledaños a la tumba, porque había encontrado el “sepulcro vacío”, y la envió como mensajera para anunciar a los apóstoles su resurrección. “Vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Juan 20, 17).
El Evangelio de San Mateo habla de la aparición de Jesús resucitado a las mujeres que habían ido al sepulcro para embalsamar el cuerpo del Señor, entre quienes indudablemente se encontraba María Magdalena. También en este relato Jesús envía a las mujeres para anunciar el acontecimiento a los apóstoles. “No teman. Vayan y avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán” (Mateo 28, 10).
Después, según otros relatos, Jesús se apareció a dos discípulos en el camino de Emaús, y a Pedro y los demás apóstoles, en diferentes lugares y circunstancias. San Pablo, por su parte, habla de una aparición a él mismo, en el camino de Damasco.
En todas estas apariciones Jesús se manifestó a sus interlocutores de tal manera que ellos no pudieran dudar de su realidad: les hablaba, los invitaba a tocarlo, y comía con ellos. San Lucas nos refiere que en una ocasión, “estando los apóstoles reunidos, Jesús se presentó en medio de ellos, y les dijo: ‘La paz sea con ustedes. Sobresaltados y asustados creían ver un espíritu, pero El les dijo: ¿Por qué se turban y por qué se suscitan dudas en su corazón? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Pálpenme y vean que un espíritu no tiene carne ni huesos como ven que yo tengo. Y diciendo esto les mostró las manos y los pies. Como ellos no acababan de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados, les dijo: ¿Tienen algo de comer? Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió con ellos” (Lucas 24, 36-46).
Todas las apariciones de Jesús resucitado a los apóstoles, son encuentros personales y hechos de revelación, por los cuales Jesús se comunica con sus discípulos. Estas apariciones, sin embargo, no son experiencias puramente privadas, sino que se dan en comunión con la misión que tienen los apóstoles de ser testigos del Evangelio. Los apóstoles quedan constituidos en fundamento de la fe de la Iglesia y en autoridades competentes para la Iglesia de todos los tiempos.

ESTADO DE LA HUMANIDAD RESUCITADA DE JESÚS

¿Cómo sucedió el hecho mismo de la resurrección? Nadie lo sabe. Ninguna persona estuvo presente y los Evangelios no nos dicen nada sobre este momento. Sus relatos se concentran en las manifestaciones del acontecimiento: el sepulcro vacío y los testimonios de las apariciones de Jesús resucitado, que ya vimos.
Sin embargo, hay un hecho cierto: la resurrección de Jesús no fue, simplemente, un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que El mismo había realizado antes de la Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím y Lázaro. Estas resurrecciones eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvieron a tener una vida terrena ordinaria, y finalmente murieron. La resurrección de Jesús fue esencialmente diferente.
Jesús resucitó glorioso, para nunca más morir. En su cuerpo resucitado, Jesús pasó de la muerte a otro estado de vida más allá del tiempo y del espacio, una vida eterna, la verdadera vida. Su cuerpo natural, frágil, se transformó en un cuerpo espiritual incorruptible (cf. 1 Corintios 15, 44)
El cuerpo de Jesús, resucitado y glorioso, es un cuerpo auténtico y real, espiritualizado y transfigurado por la gloria de Dios. Este cuerpo no está situado ni en el espacio ni en el tiempo, pero Jesús puede hacerse presente cuando quiere y donde quiere, porque su humanidad ya no está sometida a las leyes que rigen el mundo físico. San Juan nos da testimonio de esto, en su Evangelio: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde estaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos” (Juan 20, 19).

SENTIDO Y ALCANCE SALVÍFICO DE LA RESURRECCIÓN

San Pedro en su primera predicación a los judíos después de Pentecostés, anunció la resurrección de Jesús como una acción misteriosa de Dios sobre su Hijo muerto en la cruz.
La resurrección significa que Jesús de Nazaret fue exaltado con su cuerpo a la gloria de Dios, mediante una especialísima intervención divina, y que ahora vive en Dios. El Misterio de la resurrección está estrechamente unido al Misterio de la Encarnación. Es su plenitud, según el designio de Dios.
Por otra parte, cuando el Nuevo Testamento afirma que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos, quiere darnos a entender que ya ha comenzado el final de los tiempos. La muerte de Jesús no fue un final absurdo, sino el comienzo de la vida definitiva, de la verdadera vida.
La resurrección de Jesús es el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, y de las promesas del mismo Jesús en su vida terrena. Así lo dijeron los ángeles a las mujeres que fueron a la tumba al amanecer del domingo: “Recuerden cómo les habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: es necesario que el Hijo del hombre sea crucificado, y al tercer día resucite” (Lucas 24, 6-7). Y es también la confirmación de todo lo que Jesús hizo y enseñó. Con su resurrección, Jesús dio la prueba más clara de su autoridad y de su divinidad. Así lo había anunciado: “Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo soy” (Juan 8, 28).
Por su muerte, Jesús nos libera del pecado, y por su resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. La resurrección de Jesús es garantía de nuestra propia resurrección. Esta esperanza no sólo afecta nuestro espíritu, sino que abarca también nuestro cuerpo y el cosmos entero; es esperanza de una transformación de todo, que da paso a una nueva creación.
Ahora, mientras permanecemos en el mundo, Jesús resucitado vive en el corazón de cada uno de nosotros, y con su gracia y su protección, orientamos nuestra vida hacia el encuentro definitivo con El, el día de nuestra propia resurrección.

JESÚS SUBIÓ A LOS CIELOS

Después de su resurrección, Jesús volvió a la gloria del Padre, de donde había salido para encarnarse. Este regreso de Jesús a la gloria de Dios es lo que se quiere dar a entender con la expresión “subió a los cielos”.
Jesús resucitado y glorioso entró en el Misterio de Dios que está más allá del espacio y del tiempo, e inauguró un nuevo modo de vida. Jesús abrió para todos nosotros el acceso a la “Casa del Padre”.
Como cabeza de la Iglesia, Jesús nos precede en el Reino glorioso del Padre, para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con El, por toda la eternidad. Así lo anunció cuando todavía estaba en el mundo: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones, si no, se los hubiera dicho; porque voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde Yo esté, estén también ustedes” (Juan 14, 2-3).

RESURRECCIÓN Y ASCENSIÓN AL CIELO

La resurrección de Jesús y su ascensión al cielo, son dos aspectos de un mismo misterio: el Misterio de Jesús muerto en la cruz y glorificado por Dios Padre. Sin embargo, los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas), y los Hechos de los Apóstoles, separan estos dos aspectos del Misterio Pascual de Jesús, como si fueran dos acontecimientos diferentes, con una finalidad pedagógica; entre uno y otro hablan de las apariciones de Jesús resucitado. El libro de los Hechos incluso, señala un intervalo de cuarenta días entre la resurrección y la ascensión.
¿Qué quisieron enseñarnos los Evangelios con la separación de estos dos sucesos? Desde el momento mismo de su resurrección, Jesús entró en la gloria del Padre, y desde allí se hacía tangible y visible a los apóstoles y discípulos. La ascensión marca, simplemente, el momento en el cual cesaron las apariciones del resucitado y los coloquios familiares de Jesús con sus amigos.
Los cuarenta días que menciona San Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, son un elemento simbólico. El número cuarenta designa en la Sagrada Escritura, un tiempo especialmente sagrado, y en nuestro caso es el tiempo en el cual el Señor glorificado se apareció corporalmente a sus discípulos.
La nube que cubrió a Jesús y lo ocultó a los ojos de sus discípulos, es símbolo de la presencia de Dios, en cuya gloria penetra Jesús. Los términos “subir” y “ascender”, son términos simbólicos que hacen relación a la bóveda celeste que con su luz, su inmensidad y su libertad, simbolizan maravillosamente la morada de Dios y su realidad.
La ascensión señala el comienzo del tiempo de la Iglesia, en el cual Jesús, después de haber vuelto al Padre, permanece con los suyos de un modo nuevo, los envía el Espíritu Santo, y por medio de El les comunica la fuerza que necesitan para continuar su obra en el mundo. Todavía hoy resuenan las palabras de Jesús en su despedida: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20b)

A LA DERECHA DE DIOS PADRE

El mensaje de la exaltación de Jesús “a la derecha de Dios”, lo encontramos en el discurso de San Pedro el día de Pentecostés. “A este Jesús, Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la derecha de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, y ha derramado lo que ustedes ven y oyen” (Hechos de los Apóstoles 2, 32-33).
Lo que se quiere decir con esta expresión “a la derecha de Dios Padre”, es que Jesús participa de la gloria, de la majestad, del poder y de la divinidad de Dios su Padre. Es “Nuestro Señor”.
Sentarse a la derecha del Padre” significa la inauguración del Reino del Mesías, con el cual se cumple la visión del Profeta Daniel, respecto al Hijo del hombre. “A El se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Daniel 7, 14).
En el cielo, “a la derecha del Padre”, oculto a los hombres en espera de su manifestación última en el momento de la resurrección universal, Jesucristo, Rey y Señor del universo, intercede por nosotros sin cesar. Es el mediador que nos asegura la efusión del Espíritu Santo, luz y fuerza en nuestro caminar hacia la Casa del Padre.

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