martes, 22 de enero de 2013

La lectura espiritual de la Biblia

 
 
1. La Escritura divinamente inspirada

En la segunda carta a Timoteo se contiene la célebre afirmación: «Toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Tm 3, 16). La expresión que se traduce: «inspirada por Dios», o «divinamente inspirada», en la lengua original es una palabra única: theopneustos, formada por dos vocablos: Dios (Theos) e inspirar (pneo). Tal palabra tiene dos significados fundamentales: uno muy conocido, el otro en cambio habitualmente descuidado, si bien no menos importante que el primero.
El significado más conocido es el pasivo, evidenciado en todas las tradiciones modernas: la Escritura es «inspirada por Dios». Otro pasaje del Nuevo Testamento explica así este significado: «Movidos por el Espíritu Santo, hablaron aquellos hombres (los profetas) de parte de Dios» (2 Pe 1,21). Es, en resumen, la doctrina clásica de la inspiración divina de la Escritura, la que proclamamos como artículo de fe en el Credo, cuando decimos que el Espíritu Santo «habló por los profetas».
Podemos representarnos con imágenes humanas este evento en sí misterioso de la inspiración: Dios «toca» con su dedo divino -esto es, con su energía viva que es el Espíritu Santo- ese punto recóndito donde el espíritu humano se abre al infinito y desde ahí ese toque -en sí sencillísimo e instantáneo como es Dios que lo produce– se difunde como una vibración sonora en todas las facultades del hombre -voluntad, inteligencia, fantasía, corazón–, traduciéndose en conceptos, imágenes, palabras.
El resultado que, en tal modo, se obtiene es una realidad teándrica, esto es plenamente divina y plenamente humana: las dos cosas íntimamente unidas, auque no «confundidas». El Magisterio de la Iglesia -encíclicas Providentissimus Deus de León XIII y Divino afflante Spiritu de Pío XII– nos dice que los dos datos, divino y humano, se han mantenido intactos. Dios es el autor principal porque asume la responsabilidad de lo que está escrito, determinando el contenido con la acción de su Espíritu; sin embargo el escritor sagrado es también él autor, en el sentido pleno de la palabra, porque ha colaborado intrínsecamente en esta acción mediante una normal actividad humana, de la que Dios se ha servido como de un instrumento. Dios -decían los Padres– es como el músico que, tocándola, hace vibrar las cuerdas de la lira; el sonido es todo obra del músico, pero no existiría sin las cuerdas de la lira.
De esta obra maravillosa de Dios se saca a la luz, habitualmente, casi sólo un efecto: la inerrancia bíblica, o sea, el hecho de que la Biblia no contiene ningún error, si entendemos correctamente el «error» como ausencia de una verdad posible humanamente, en un determinado contexto cultural, teniendo en cuenta el género literario empleado y, por lo tanto, exigible por la parte de quien escribe. Pero la inspiración bíblica funda mucho más que la simple inerrancia de la palabra de Dios (que es algo negativo); funda, positivamente, su inagotabilidad, su fuerza y vitalidad divina y aquello que san Agustín llamaba la mira profunditas, la maravillosa profundidad.
Estamos ahora preparados para descubrir el otro significado de la inspiración bíblica. En sí mismo, gramaticalmente, el participio theopneustos es activo, no pasivo. La tradición misma ha sabido captar en ciertos momentos este significado activo. La Escritura, decía san Ambrosio, es theopneustos no sólo porque es «inspirada por Dios», sino también porque ,es «expirante de Dios», ¡porque expira a Dios!.
Hablando de la creación, san Agustín dice que Dios no hizo las cosas y después se fue, sino que aquellas, «venidas de Él, permanecen en Él». Igual ocurre con las palabras de Dios: venidas de Dios, permanecen en Él y Él en ellas. Después de haber dictado la Escritura, el Espíritu Santo se ha como encerrado en ella, la habita y la anima sin descanso con su soplo divino. Heidegger dijo que «la palabra es la casa del Ser»; nosotros podemos decir que la Palabra (con mayúsculas) es la casa del Espíritu.
La constitución conciliar Dei Verbum recoge también este filón de la tradición cuando dice que “las Sagradas Escrituras inspiradas por Dios (¡inspiración pasiva!) y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra de Dios mismo, y hacen resonar en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles la voz del Espíritu Santo» (¡inspiración activa!).

2. Docetismo y ebionismo bíblico

Pero ahora debemos tocar el problema más delicado: ¿cómo acercarnos a las Escrituras de manera que «liberen» de verdad para nosotros el Espíritu que contienen? He dicho que la Escritura es una realidad teándrica, esto es, divino-humana. Ahora bien: la ley de toda realidad teándrica (como son, por ejemplo, Cristo y la Iglesia) es que no se puede descubrir en ella lo divino sino pasando a través de lo humano. No se puede descubrir en Cristo la divinidad sino a través de su concreta humanidad.
Aquellos que en la antigüedad pretendieron hacerlo de modo distinto cayeron en el docetismo. Despreciando, de Cristo, el cuerpo y las características humanas como simples «apariencias» (dokein), perdieron también su realidad profunda y, en lugar de un Dios vivo hecho hombre, se encontraron en sus manos con una idea distorsionada de Dios. De igual forma, no se puede, en la Escritura, descubrir el Espíritu sino pasando a través de la letra, esto es, a través del revestimiento concreto humano que la palabra de Dios asumió en los diferentes libros y autores inspirados. No se puede descubrir en ellos el significado divino sino partiendo del significado humano, aquél entendido por el autor humano, Isaías, Jeremías, Lucas, Pablo, etc. En esto encuentra su plena justificación el inmenso esfuerzo de estudio e investigación que rodea el libro de la Escritura.
Pero éste no es el único peligro que corre la exégesis bíblica. Ante la persona de Jesús no existía sólo el riesgo del docetismo, o sea, de descuidar lo humano; existía también el peligro de quedarse ahí, de no ver en Él más que lo humano y no descubrir la dimensión divina del Hijo de Dios. En resumen, existía el peligro del ebionismo. Para los ebionitas (que eran judeo-cristianos) Jesús era, sí, un gran profeta, el más grande de los profeta, si se quiere, pero no más. Los Padres les llamaron «ebionitas» (de ebionim, los pobres) para decir que eran pobres de fe.
Sucede así también para la Escritura. Existe un ebionismo bíblico, es decir, la tendencia a quedarse en la letra, considerando la Biblia un libro excelente, el más excelente de los libros humanos, si se quiere, pero un libro sólo humano. Lamentablemente corremos el riesgo de reducir la Escritura a una sola dimensión. La ruptura del equilibrio, hoy, no es hacia el docetismo, sino hacia el ebionismo.
La Biblia se explica por muchos estudiosos intencionadamente sólo con el método histórico-crítico. No hablo de los estudiosos no creyentes, para los que esto es normal, sino de estudiosos que se profesan creyentes. La secularización de lo sagrado en ningún caso se ha revelado tan aguda como en la secularización del Libro Sagrado. Ahora bien: pretender comprender exhaustivamente la Escritura estudiándola con el único instrumento del análisis histórico-filológico ¡es como pretender descubrir el misterio de la presencia real de Cristo en la Eucaristía basándose en un análisis químico de la hostia consagrada! El análisis histórico-crítico, aunque se llevara al máximo de la perfección, no representa, en realidad, más que el primer escalón del conocimiento de la Biblia, el referido a la letra.
Jesús afirma solemnemente en el Evangelio que Abrahán «vio su día» (Cf. Jn 8,56), que Moisés había «escrito de Él» (Cf. Jn 5,46), que Isaías «vio su gloria y habló de Él» (Cf. Jn 12,41), que los profetas y los salmos y todas las Escrituras hablan de Él (Cf. Lc 24,27.44; Jn 5,39), pero hoy día cierta exégesis científica duda en hablar de Cristo, ya prácticamente no lo entrevé en ningún pasaje del Antiguo Testamento o, al menos, teme decir que lo percibe ahí, por la cuestión de desacreditarse «científicamente».
El inconveniente más serio de cierta exégesis exclusivamente científica es que cambia completamente la relación entre el exegeta y la palabra de Dios. La Biblia se convierte en un objeto de estudio que el profesor debe «dominar» y ante el cual, como conviene a cualquier hombre de ciencia, debe permanecer «neutral». Pero en este caso único no está permitido permanecer «neutral» y no es dable «dominar» la materia; más bien hay que dejarse dominar por ella. Decir de un estudioso de la Escritura que él «domina» la palabra de Dios, pensándolo bien, es decir casi una blasfemia.
La consecuencia de todo esto es el cerrarse y «replegarse» de la Escritura sobre sí misma; vuelve a ser el libro «sellado», el libro «velado», porque -dice san Pablo– aquel velo«es eliminado en Cristo», cuando existe la «conversión al Señor», o sea, cuando se reconoce, en las páginas de la Escritura, a Cristo (Cf. 2 Co 3,15-16).
Cuando se nos pide el por qué de la pobreza y aridez espiritual que reina en algunos seminarios y lugares de formación, no se tarda en descubrir que una de las causas principales es el modo en que se enseña en ellos la Escritura. La Iglesia ha vivido y vive de la lectura espiritual de la Biblia; truncado este canal que alimenta la vida de piedad, el celo, la fe, todo se vuelve árido y languidece. No se comprende más la liturgia, que está toda construida en el uso espiritual de la Escritura, o bien se la vive como un momento desprendido, en contraste con lo que se escucha en clase.

3. El Espíritu da la vida

Un signo de gran esperanza es que la exigencia de una lectura espiritual y de fe de la Escritura comienza a ser advertida de nuevo en la Iglesia y justamente por algunos eminentes exegetas. Uno de ellos, el P. Ignace de la Potterie, ha escrito: «Es urgente que cuantos estudian e interpretan la Escritura se interesen de nuevo en la exégesis de los Padres para redescubrir, más allá de sus métodos, el espíritu que los animaba, el alma profunda que inspiraba su exégesis; en su escuela debemos aprender a interpretar la Escritura, no sólo desde el punto de vista histórico y crítico, sino igualmente en la Iglesia y para la Iglesia». El P. H. de Lubac, en su monumental historia de la exégesis medieval, sacó a luz la coherencia, la solidez y la extraordinaria fecundidad de la exégesis espiritual practicada por los Padres antiguos y medievales.
Pero es necesario decir que los Padres no hacen, en este campo, más que aplicar la pura y sencilla enseñanza del Nuevo Testamento; no son, en otras palabras, los iniciadores, sino los continuadores de una tradición que tuvo entre sus fundadores a Juan, Pablo y al mismo Jesús. Estos no sólo practicaron todo el tiempo una lectura espiritual de las Escrituras, es decir una lectura referida a Cristo, sino que también dieron la justificación de tal lectura, declarando que todas las Escrituras hablan de Cristo (Cf. Jn 5,39), que en ellas estaba ya «el Espíritu de Cristo» que obraba y se expresaba a través de los profetas (Cf. 1 Pe 1,11), que todo, en el Antiguo Testamento, es dicho «por alegoría», esto es, en referencia a la Iglesia (Cf. Ga 4,24), o «para nuestra advertencia» (1 Co 10,11).
Por eso decir lectura «espiritual» de la Biblia no significa decir lectura edificante, mística, subjetiva, o peor aún, fantasiosa, en oposición a la lectura científica que sería, en cambio, objetiva. Aquella, al contrario, es la lectura más objetiva que existe porque se basa en el Espíritu de Dios, no en el espíritu del hombre. La lectura subjetiva de la Escritura (la que se basa en el libre examen) se ha difundido precisamente cuando se ha abandonado la lectura espiritual y allí donde tal lectura ha sido más claramente abandonada.
La lectura espiritual es por lo tanto algo bien preciso y objetivo; es la lectura realizada bajo la guía, o a la luz, del Espíritu Santo que ha inspirado la Escritura. Se basa en un evento histórico, esto es, en el acto redentor de Cristo que, con su muerte y resurrección, cumple el designio de salvación, realiza todas las figuras y las profecías, desvela todos los misterios escondidos y ofrece la verdadera clave de lectura de toda la Biblia. El Apocalipsis expresa todo esto con la imagen del Cordero inmolado que toma en la mano el libro y rompe sus siete sellos (Cf. Ap. 5,1ss.). No se comprende la palabra de Dios sin la Pascua y no se comprende la Pascua sin la palabra de Dios.
Quien quisiera, después de Él, continuar leyendo la Escritura prescindiendo de este acto, se asemejaría a uno que sigue leyendo una partitura musical en clave de fa después de que el compositor ha introducido en el pasaje la clave de sol: cada nota expresaría, desde ahí, un sonido falso y desentonado. Así, el Nuevo Testamento llama a la clave nueva «el Espíritu», mientras que define a la clave vieja «la letra», diciendo que la letra mata, y que el Espíritu da vida (2 Co 3, 6).
Contraponer entre sí «letra» y «Espíritu» no significa contraponer entre sí Antiguo y Nuevo Testamento, casi como si el primero representara sólo la letra y el segundo sólo el Espíritu. Significa más bien contraponer entre sí dos modos distintos de leer tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento: el modo que prescinde de Cristo y el modo que juzga, en cambio, todo a la luz de Cristo. Por eso la Iglesia puede valorar uno y otro Testamento, dado que ambos le hablan de Cristo.

4. Lo que el Espíritu dice a la Iglesia

La lectura espiritual no se refiere sólo al Antiguo Testamento; en un sentido distinto también tiene que ver con el Nuevo Testamento; también éste debe leerse espiritualmente. Leer espiritualmente el Nuevo Testamento significa leerlo a la luz del Espíritu Santo dado en Pentecostés a la Iglesia para conducirla a toda la verdad, es decir, a la plena comprensión y actuación del Evangelio.
Jesús explicó Él mismo, anticipadamente, la relación entre su palabra y el Espíritu que enviaría (aunque no debemos pensar que lo haya hecho necesariamente en los términos precisos que utiliza, al respecto, el evangelio de Juan). El Espíritu -se lee en Juan– «les enseñará y recordará» todo lo que Jesús ha dicho (Cf. Jn 14,25 s.), es decir, lo hará comprender a fondo, con todas su implicaciones. Él «no hablará de sí mismo», esto es, no dirá cosas nuevas con respecto a las que dijo Jesús, sino -como dice Jesús mismo– tomará de lo mío y se los explicará (Jn 16,13-15).
En esto es posible ver cómo la lectura espiritual integra y sobrepasa la lectura científica. La lectura científica conoce una sola dirección, que es la de la historia; explica en efecto lo que viene después, a la luz de lo que viene antes; explica el Nuevo Testamento a la luz del Antiguo que le precede, y explica la Iglesia a la luz del Nuevo Testamento. Buena parte del esfuerzo crítico en torno a la Escritura consiste en ilustrar las doctrinas del Evangelio a la luz de las tradiciones veterotestamentarias, de la exégesis rabínica, etc.; consiste, en suma, en la investigación de las fuentes (sobre este principio se basa el Kittel y tantos otros subsidios bíblicos).
La lectura espiritual reconoce plenamente la validez de esta dirección de investigación, pero a ella añade otra inversa. Consiste en explicar lo que viene antes a la luz de lo viene después, la profecía a la luz de la realización, el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo y el Nuevo Testamento a la luz de la Tradición de la Iglesia. En esto la lectura espiritual de la Biblia encuentra una singular confirmación en el principio hermenéutico de Gadamer de la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte), según el cual para comprender un texto hay que tener en cuenta los efectos que ha producido en la historia, introduciéndose en esta historia y dialogando con ella.
Sólo después de que Dios ha realizado su plan, se entiende plenamente el sentido de aquello que lo ha preparado y prefigurado. Si todo árbol, como dice Jesús, se reconoce por sus frutos, de modo similar la palabra de Dios no se puede conocer plenamente antes de haber visto los frutos que ha producido. Estudiar la Escritura a la luz de la Tradición es un poco como conocer el árbol por sus frutos. Por ello Orígenes decía que «el sentido espiritual es lo que el Espíritu da a la Iglesia». Esto se identifica con la lectura eclesial o incluso con la Tradición misma, si entendemos por Tradición no sólo las declaraciones solemnes del Magisterio (que se refieren, por lo demás, a poquísimos textos bíblicos), sino también la experiencia de doctrina y de santidad en la cual la palabra de Dios se ha como encarnado nuevamente y «explicado» en el curso de los siglos por obra del Espíritu Santo.
Lo que se necesita no es por lo tanto una lectura espiritual que ocupe el lugar de la actual exégesis científica, con un retorno mecánico a la exégesis de los Padres; es más bien una nueva lectura espiritual que se corresponda al enorme progreso registrado por el estudio de la «letra». Una lectura, en síntesis, que tenga el aliento y la fe de los Padres y, al mismo tiempo, la consistencia y la seriedad de la actual ciencia bíblica.

5. El Espíritu que sopla a los cuatro vientos

Ante la extensión de huesos secos, el profeta Ezequiel oyó la pregunta: «¿Podrán estos huesos revivir?» (Ez 37,3). La misma cuestión nos planteamos hoy nosotros: ¿podrá la exégesis, agostada por el prolongado exceso de filologismo, reencontrar el impulso y la vida que tuvo en otros momentos de la historia de la Iglesia? El padre de Lubac, después de haber estudiado la larga historia de la exégesis cristiana, concluye más bien tristemente, diciendo que nos faltan, a los modernos, las condiciones para poder volver a suscitar una lectura espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe llena de arrojo, ese sentido de plenitud y de unidad que tenían ellos, por lo que pretender hoy imitar su audacia sería exponerse casi a la profanación, al faltarnos el espíritu del que procedían aquellas cosas.
Sin embargo no cierra del todo la puerta a la esperanza y dice que «si se quiere reencontrar algo de aquello que fue en los primeros siglos de la Iglesia la interpretación espiritual de las Escrituras, es necesario reproducir antes sobre todo un movimiento espiritual». A distancia de algunos decenios, y con el Concilio Vaticano II de por medio, me parece hallar, en estas últimas palabras, una profecía. Ese «movimiento espiritual» y ese «impulso» comenzaron a reproducirse, pero no porque los hombres los hubieran programado o previsto, sino porque el Espíritu se puso a soplar de nuevo, inesperadamente, a los cuatro vientos sobre los huesos secos. Contemporáneamente a la reaparición de los carismas, se asiste a una reaparición de la lectura espiritual de la Biblia y es, también esto, un fruto, de los más exquisitos, del Espíritu Santo.
Participando en encuentros bíblicos y de oración, me quedo sorprendido al oír, a veces, reflexiones sobre la palabra de Dios del todo análogas a las que hacían en su tiempo Orígenes, Agustín o Gregorio Magno, si bien en un lenguaje más simple. Las palabras sobre el templo, sobre la «tienda de David», sobre Jerusalén destruida y reedificada después del exilio, se aplican, con toda sencillez y pertinencia, a la Iglesia, a María, a la propia comunidad o a la propia vida personal. Lo que se narra de los personajes del Antiguo Testamento induce a pensar, por analogía o por antítesis, en Jesús, y lo que se narra de Jesús se aplica y actualiza en referencia a la Iglesia y al creyente.
Muchas perplejidades respecto a la lectura espiritual de la Biblia nacen de no tener en cuenta la distinción entre explicación y aplicación. En la lectura espiritual, más que pretender explicar el texto, atribuyéndole un sentido ajeno a la intención del autor sagrado, se trata, en general, de aplicar o actualizar el texto. Es lo que vemos en acto ya en el Nuevo Testamento ante las palabras de Jesús. A veces se constata que, de una misma parábola de Cristo, se realizan aplicaciones distintas en los sinópticos, según las necesidades y los problemas de la comunidad para la que cada uno escribe.
Las aplicaciones de los Padres y las de hoy no tienen evidentemente el carácter canónico de estas aplicaciones originarias, pero el proceso que conduce a ellas es el mismo y se basa en el hecho de que las palabras de Dios no son palabras muertas, «para conservar en aceite», diría Péguy; son palabras «vivas» y «activas», capaces de dar salida a sentidos y virtualidades escondidas en respuesta a cuestiones y situaciones nuevas. Es una consecuencia de la que he llamado la «inspiración activa» de la Escritura, esto es, del hecho de que ella no es sólo «inspirada por el Espíritu», sino que «expira» también el Espíritu y lo hace continuamente, si se lee con fe. «La Escritura –ha dicho san Gregorio Magno– cum legentibus crescit, crece con aquellos que la leen». Crece, permaneciendo intacta.
Termino con una oración que escuché hacer una vez a una señora, después de que se había dado lectura al episodio de Elías quien, subiendo al cielo, deja a Eliseo dos tercios de su espíritu. Es un ejemplo de lectura espiritual en el sentido que acabo de explicar: «Gracias, Jesús, porque ascendiendo al cielo no nos dejaste sólo dos tercios de tu Espíritu, ¡sino todo tu Espíritu! Gracias por que no lo dejaste a un solo discípulo, ¡sino a todos los hombres!».

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