viernes, 28 de junio de 2013

EN LA SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO: SERMÓN TERCERO



Sobre la lectura del libro de la Sabiduría: Éstos son los hombres misericordiosos.

 Con mucha razón, hermanos, la madre Iglesia aplica a los Apóstoles lo que dice el libro de la Sabiduría: Éstos son los hombres misericordiosos, etc. Hombres misericordiosos, sin duda alguna, tanto por haber alcanzado misericordia, como por estar llenos de misericordia, o porque nos han sido dados misericordiosamente por Dios. Observa, en primer lugar, qué misericordia han conseguido. Pregúntale a Pablo; escucha lo que él confiesa espontáneamente de sí mismo: Antes fui un blasfemo, perseguidor e insolente; a pesar de esto, Dios tuvo misericordia de mí.
 ¿Quién no conoce el daño que hizo a los fieles de Jerusalén? Y no sólo en Jerusalén y Judea, sino en todo Israel, descargaba su furor, para pisotear a los miembros de Cristo. Caminaba loco de furia, y se le adelantó la gracia. Respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, quedó convertido en discípulo del Señor; consciente, además, de cuanto tendría que sufrir por él. Chorreaba veneno mortal por todos sus poros, y se transformó en un instrumento tan maravilloso que de su corazón brotaban frases tan bellas y santas como ésta: Señor, ¿qué quieres que haga? Estamos ante un cambio realizado por la diestro del Altísimo.
 Con razón diría más tarde: mucha verdad es este dicho y digno de que todos lo hagan suyo: que el Mesías Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores; y nadie es más pecador que yo. Que el ejemplo de San Pablo os infunda consuelo y confianza. Si os habéis convertido ya al Señor, no os atormentéis con el recuerdo de vuestros pecados, sino humillaos y decid como él: soy el menor de los Apóstoles, y no merezco el nombre de apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios. Seamos humildes bajo la mano poderosa de Dios, y confiemos: también nosotros hemos alcanzado misericordia, estamos lavados y santificados. Todos, sin excepción, porque todos pecamos y estamos privados de esta gloria de Dios.
 De San Pedro quisiera deciros otra cosa, que tiene mucho valor por ser muy rara, y que es sublime por ser única. Pablo pecó, pero lo hizo con la ignorancia del que no cree. Pedro, en cambio, cayó con los ojos bien abiertos. Aquí sí que donde abundó el pasado sobreabundó la gracia. Los que pecan antes de conocer a Dios, de experimenar su misericordia, de llevar su yugo suave y ligero, o de recibir la gracia de la devoción y el consuelo del Espíritu Santo, cuentan con un generoso perdón. Y esto fuimos todos nosotros.
 Pero hay otros que, una vez convertidos, vuelven a recaer en el pecado y en el vicio, son ingratos a la gracia recibida, y con la mano al arado siguen mirando atrás. Se vuelven tibios y carnales, o retroceenante la verdad como verdaderos apóstatas. ¡Qué pocos son los que vuelven a su antiguo estado! Al contrario: siguen manchándose sin cesar. El Profeta los contempla y se queja porque el oro se ha vuelto pálido, perdió su  brillo puro. Y los que comían manjares exquisitos, se revuelcan en la basura.
 Aunque hubiera entre nosotros alguno de éstos, no desesperemos: basa que quiera levantarse ahora mismo. Cuanto más tarde lo haga más le costará. Dichoso el que agarra y estrella los niños de Babilonia contra las piedras. Porque si les deja crecer no hay quien les domine. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis; pero en caso de que uno peque, tenemos un defensor ante el Padre, que puede lo que nosotros no podemos. El que ha caído no se empeñe en hundirse cada vez más en el mal, sino intente levantarse confíe que no le será negado el perdón, si reconoce humildemente el pecado. 
 Esto hizo Pedro: después de una caída tan grave se elevó a un grado eminente de santidad, porque salió afuera y lloró amargamente. En la salida puedes ver la confesión de la boca, y en las lágrimas amargas la compunción del corazón. Y fíjate, que entonces fue cuando se acordó por vez primera de lo que Jesús le había dicho. Cuando se desvaneció su orgullosa temeridad, comprendió las palabras con que le había predicha su caída. ¡Ay de ti, si después de caer te muestras más valiente que nosotros! ¿Por qué te empeñas en destruirte a ti mismo? Humíllate y serás exaltado; déjate romper lo que está retorcido, y quedará perfectamente soldado. ¿Por qué te indignas de que cante el gallo? Enójate más bien contigo mismo. Oh Dios, canta el salmismta, derramaste en tu heredad una lluvia generosa, y quedó extenuada. Dichoso agotamiente éste que invade la herencia, y no rechaza al médico. Porque a los que se endurecen los quebrará como jarro de loza con su cetro de hierro. La herencia quedó extenuada, pero tú la reanimaste. 
 Habéis oído la misericordia que alcanzaron nuestros apóstoles, para que ninguna se abata excesivamente por sus pecados pasados, a impulsos de su compunción interior. ¿Pecaste acaso en el mundo? ¿Más que Pablo? ¿Más que Pedro? Pues mira: ellos se arrepintieron de todo corazón y consiguieron la salvación y la santidad. Se les confió el ministerio de la salvación y el magisterio de la santificación. Anda, haz tú lo mismo, porque es a ti a quien te está diciendo la Escritura que ésos son hombres misericordiosos; y eso por la mucha misericordia que merecieron conseguir.
 También puedes interpretar la frase de que los apóstoles son hombres misericordiosos, en cuanto que estaban llenos de misericordia, o que eran los hombres concedidos misericordiosamente a toda la Iglesia. Todos sabemos que estos hombres no vivieron ni murieron para sí mismos, sino para el que murió por ellos; o mejor dicho, todo lo hicieron en beneficio nuestro por su amor. Si sus pecados nos han sido tan provechosos, como hemos indicado, ¿cuánto nos aprovechará su santidad?
 Todo lo suyo actúa en favor nuestro: su vida, su mensaje y su muerte. En su conversión los apóstoles nos comunican continencia, en su predicación sabiduría, en el martirio paciencia. También nos proporcionan continuamente otra gracia: el fruto de sus santas oraciones. Y si seguimos examinando su vida, encontramos muchas cosas más, como la confianza que nos inspiran sus milagros. Pero es imposible enumerar todos los favores que recibimos de ellos. Por eso dice con razón la Escritura: son hombres misericordiosos; y añade: jamás nos olvidaderemos de sus virtudes.

 ¿Quieres que tu vida no caiga tampoco en el olvido? Evita estos tres peligros y florecerá eternamente ante el Señor. Medita este consejo de la Escritura: Como estás tibio, voy a escupirte de mi boca. Si el justo se aparta de su justicia...no se tendrá en cuenta la justicia que hizo. Y ya sabes lo que se dirá en el juicio final a los que ya han recibido aquí su paga: no os conozco. Así, pues, Dios no tiene en cuenta la virtud tibia, momentánea o aparente. 

 La virtud de los apóstoles fue muy distinta, como lo atestigua lo que se dice a continuación: Sus bienes perduran en su descencencia. Conservamos intactas las huellas de los apóstoles y su religión: es cosa de Dios y es imposible suprimirlas. Si los vestidos de los israelitas no se gastaron durante los cuarenta años del desierto, mucho menos los mantos que los apóstoles pusieron sobre el asno en que montó el Salvador. El texto sagrado dice: en su descendencia. ¿Cuál es su descendencia? Porque a continuación añade: su herencia pasa de hijos a nietos. Son la descendencia y los nietos.

 Recordad lo que ordena la ley -y hablo a gente entendida en leyes- el hermano que sobreviva a su hermano que murió sin hijos, debe suscitarle descendencia. ¿Y quién es el que no deja posteridad? Cristo dice: yo voy caminando solo. Y cuando resucitó añadió: ve y di a mis hermanos. Como queriendo decir: son hermanos, que hagan lo que corresponde a los hermanos. Ellos nos engendraron con el Evangelio, más no para sí, sino para Cristo, porque nos engendraron con el Evangelio de Cristo. Por eso a Pablo le molestaba que algunos tomaran el nombre, de quien los había engendrado con el Evangelio y dijeran: Yo soy de Pablo, yo de Pedro, yo de Apolo. Él sólo quería que todos fueran de Cristo y se llamasen cristianos. Somos, pues, descendencia de los apóstoles por la predicación, pero por la adopción y la herencia somos de Cristo, y posteridad de los apóstoles.


RESUMEN
El caso de San Pablo es particularmente grave. Atacó a los primeros cristianos. Alcanzó la gracia de la conversión y era consciente de que no era razonable el recuerdo constante de sus pecados, sino más bien la humillación de aceptar los errores cometidos. 
Muy especial es el caso de Pedro, pues él sí había recibido la gracia del espíritu y no fue consecuente con ella, en algún momento crítico  de su existencia: el oro recibido se volvió pálido.
Estos dos ejemplos nos muestras cómo podemos quedarnos extenuados y llenos de compunción por no aprovechar la gracia de Dios, pero la humildad y el llanto recompondrá los huesos fracturados. 
Es difícil pecar más que Pedro y que Pablo y vemos cómo ellos alcanzaron la santidad. Por tanto, no nos derrumbemos en nuestra propia ciénaga.
 Los Apóstoles fueron fuente y ejemplo de misericordia para todos los creyentes.
 El cristianismo no conoce tibiedades. Se es o no se es cristiano, sin transitoriedades o términos medios. Pedro y Pablo nos enseñaron que sólo existe un cristianismo: el de Cristo.

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