INTRODUCCIÓN
No hay mejor recomendación que
la de San Francisco de Sales: ―El Combate Espiritual‖ es un gran libro; quince
años ha que lo llevó continuamente en el bolsillo, y nunca lo ha leído sin
sacar algún provecho (Cartas, 1-2 [55]… ―El Combate Espiritual‖, que es mi
libro favorito y privilegiado... (Cartas, II-4 [94]… A pesar de considerar a la
―Imitación de Cristo.
‖ como toda de oro, excediendo
la alabanza, el Santo recomendaba más el ―Combate Espiritual‖ (Camus, ―El
Espíritu de San Francisco de Sales‖). Preguntado por Monseñor Camus, obispo de
Belley, quién era su director o maestro de espíritu, me respondió, sacando del
bolsillo el ―Combate Espiritual‖: Éste es el que con la divina asistencia ha
gobernado desde mi juventud; éste es mi maestro en las cosas del espíritu y de
la vida interior. Después que, siendo estudiante en Padua, un Padre teatino me
dio noticias de él y me aconsejó lo leyese, he seguido su parecer y me hallo
muy bien con él. Fue compuesto por una persona muy grave en aquella ilustre
Congregación, que ocultó su nombre particular, y lo dejó correr con el de su
Religión, que se sirve de él en la misma forma que los venerables Padres de la
Compañía de Jesús, del libro de los Ejercicios de su Santo Padre Ignacio de
Loyola‖ (Camus, op. cit...).
Lorenzo Scúpoli nació en
Otranto hacia el año 1530 y murió en Nápoles el 28 de noviembre de 1610, en el
convento de San Pablo el Mayor. San Andrés Avellino fue el instrumento del que
Dios se valió para llamar a Scúpoli a la vida religiosa. Entró en la Congregación
de los clérigos regulares de San Cayetano (teatinos) en 1550, pronunciaba sus
votos en 1572 y en 1577 fue ordenado sacerdote en Placencia, la noche de
Navidad. Calumniado, fue reducido en 1585 a la condición de hermano lego por
decisión de un capítulo general de su orden. Lorenzo aceptó heroicamente la
dura prueba, que cesará solamente al fin de su vida. 25 años de oscura práctica
de lo que es la sustancia del ―Combate Espiritual‖ (sin duda fruto de esta
pasión adoradora). ―...tú no debes poner tu principal cuidado en querer y
ejecutar lo que según su naturaleza es más noble y excelente, sino en obrar lo
que Dios pide y desea particularmente de ti
‖. Al supremo Capitán y
gloriosísimo Triunfador JESUCRISTO Hijo DE MARÍA SANTÍSIMA, y SEÑOR NUESTRO
Siempre agradaron, Señor, a
Vuestra Divina Majestad los sacrificios y ofrendas que los mortales hacen con
pura intención de vuestra santísima gloria. Por esta razón os ofrezco este
breve tratado del Combate espiritual. No me desanima que la ofrenda sea
pequeña; porque no ignoro que sois aquel sublime Señor que se deleita en las
cosas humildes, y desprecia las grandezas del mundo, su ambición y sus
vanidades. Pero, ¿cómo pudiera yo, sin grave detrimento mío, y sin que se me
imputase a culpa, dedicarlo a otro que a Vuestra Divina Majestad, Rey del cielo
y de la tierra? Los documentos de este libro salieron de vuestra escuela, y
vuestra es su doctrina; pues nos enseñáis y mandáis que, Desconfiando de
nosotros, Confiemos en Vos, Combatamos y oremos.
Además, en todo combate se
necesita de un capitán experimentado que guíe los escuadrones, y anime los
soldados, que tanto más valerosamente pelean cuanto creen más invencible al
capitán debajo de cuya bandera militan. Y ¿no tendrá necesidad de un valeroso y
experimentado caudillo, este espiritual Combate? A Vos, pues, poderosísimo
Jesús, escogemos por nuestro Capitán, todos los que estamos resueltos a
combatir nuestras pasiones, y a vencer a nuestros enemigos; a Vos, digo, que
habéis vencido al mundo y al príncipe de las tinieblas, y con vuestra
preciosísima sangre,
y
sacratísima pasión y muerte habéis fortalecido la fragilidad de los que
valerosamente pelearon, y pelearán hasta el fin del mundo. Cuando disponía,
Señor, y ordenaba este Combate, me venían a la memoria aquellas palabras de
vuestro vaso de elección: Non quod sufficientes simus cogitare aliquid a nobis,
quasi ex nobis1, que sin Vos y sin vuestra asistencia no podemos
tener un solo pensamiento que sea bueno; ¿cómo, pues, podremos, solos, pelear
con tantos y tan poderosos enemigos, y no caer en las ocultas redes que nos
tienden, ni en los lazos2 que para nuestra ruina disimuladamente nos arman?
Vuestro es, Señor, este Combate por todas las razones; por que, como he dicho,
vuestra es su doctrina, y vuestros son los que militan en esta espiritual
milicia, entre los cuales estamos alistados los Clérigos regulares Teatinos; y
así postrados todos a vuestros sacratísimos pies, os pedimos que aceptéis esta
ofrenda, y recibáis este Combate, moviendo siempre, y esforzando nuestra
flaqueza con el auxilio de vuestra gracia actual, para pelear generosa mente;
estando, como estamos, ciertos de que, peleando Vos en nosotros3 y con nosotros,
alcanzaremos la deseada victoria, para gloria vuestra y de vuestra Madre, María
santísima, nuestra Señora.
Vuestro más humilde siervo,
redimido con vuestra preciosísima sangre,
Lorenzo Scúpoli C. R.
1 II Cor. III. 5. 2 Psalm. CXXXIX, 6. 3
Judit. V.–S. Cyprian. ad Martyr. et
Confess. epíst. 8.
PRIMERA PARTE
Non coronabitur, nisi qui
legitime certaverit. (II Tim. II, 25).
CAPÍTULO 1
En qué consiste la
perfección cristiana, y que para adquirirla es necesario pelear y combatir; y
de cuatro cosas que se requieren para este combate.
Si deseas, oh hija muy amada en
Jesucristo, llegar al más alto y eminente grado de la santidad y de la
perfección cristiana, y unirte de tal suerte a Dios, que vengas a ser un mismo
espíritu con Él, que es la mayor hazaña y la más alta y gloriosa empresa que
puede decirse e imaginarse, conviene que sepas primeramente en qué consiste la
verdadera y perfecta vida espiritual. Muchos atendiendo a la gravedad de la
materia, creyeron que la perfección consiste en el rigor de la vida, en la
mortificación de la carne, en los cilicios, disciplinas, ayunos, vigilias y
otras penitencias y obras exteriores. Otros, y particularmente las mujeres,
cuando rezan muchas oraciones, oyen muchas misas, asisten a todos los oficios
divinos y frecuentan las iglesias y comuniones, creen que han llegado al grado
supremo de la perfección. Algunos, aun de los mismos que profesan vida
religiosa, se persuaden de que la perfección consiste únicamente en frecuentar
el coro, en amar la soledad y el silencio, y en observar exactamente la
disciplina regular, y todos sus estatutos.
Así, los unos ponen todo el
fundamento de la perfección evangélica en éstos, los otros en aquellos o
semejantes ejercicios; pero es cierto, que todos igualmente se engañan, porque
no siendo otra cosa las mencionadas obras que disposiciones y medios para
adquirir la santidad, o frutos de ella, no puede decirse que en semejantes
obras consista la perfección cristiana, y el verdadero espíritu.
No es dudable que son medios
muy poderosos para adquirir la verdadera perfección y el verdadero espíritu, en
los que los usan con prudencia y con discreción, para fortificarse contra la
propia malicia y fragilidad; para defenderse de los asaltos y tentaciones de
nuestro común enemigo; y en fin, para obtener de la misericordia de Dios los
auxilios y socorros que son necesarios a todos
los
que se ejercitan en la virtud, y particularmente a los nuevos y principiantes.
Son también frutos del Espíritu
Santo en las personas verdaderamente espirituales y santas, las cuales afligen
y mortifican su cuerpo para castigar sus rebeldías pasadas contra el espíritu,
y para humillarlo y tenerlo sujeto a su Creador; viven en la soledad y en una
entera abstracción de las criaturas para preservarse de los menores defectos, y
no tener conversación sino en el cielo (Phil, III, 20), con los Ángeles y
bienaventurados; ocúpanse en el culto divino y en las buenas obras; se aplican
a la oración, y meditan en la vida y pasión de nuestro Redentor, no por
curiosidad, ni por gustos o consolaciones sensibles, sino para conocer mejor la
bondad y misericordia divinas, y la ingratitud y malicia, propia, y para
ejercitarse más, cada día, en el amor de Dios y en el odio de sí mismas,
siguiendo con la cruz, y con la renunciación (Matth. XVI, 24) de la propia
voluntad los pasos del Hijo de Dios. Frecuentan los Sacramentos con el fin de
honrar y glorificar a Dios, unirse más estrechamente con su divina Majestad, y
cobrar nuevo vigor y fuerza contra sus enemigos. Lo contrario sucede a las
almas imperfectas, que ponen todo el fundamento de su devoción en las obras
exteriores, las cuales muchas veces son causa de su perdición y ruina, y les
ocasionan mayor daño que los pecados manifiestos; no porque semejantes obras no
sean buenas y loables en sí mis mas, sino porque se ocupan de tal suerte en
ellas, que se olvidan enteramente de la reforma del corazón, y de velar sobre
sus movimientos; y dejándole que siga libremente sus inclinaciones, lo exponen
a las asechanzas y lazos del demonio; y entonces este maligno espíritu, viendo
que se divierten y apartan del verdadero camino, no solamente les deja
continuar con gusto sus acostumbrados ejercicios, pero llena su imaginación de
quiméricas y vanas ideas de las delicias y deleites del paraíso, donde piensan
algunas veces que se hallan ya, entre los coros de los Ángeles, como almas
singularmente escogidas y privilegiadas, y que sienten a Dios dentro de sí
mismas. Usa también el demonio del artificio de sugerirles en la oración
pensamientos sublimes, curiosos y agradables, a fin de que, imaginándose
arrebatadas al tercer cielo como S. Pablo (II Cor. XII, 2), y persuadiéndose de
que no son ya de esta baja región del mundo, vivan en una abstracción total de
sí mismas, y en un profundo olvido de todas aquellas cosas en que más deberían
ocuparse.
Mas, en cuantos errores y
engaños vivan envueltas semejantes almas, y cuán lejos se hallen de la
perfección que vamos buscando, se puede reconocer fácilmente por su vida y
costumbres. Porque en todas las cosas, grandes o pequeñas, desean ser siempre
preferidas a los demás: son caprichosas, indóciles y obstinadas en su propio
parecer y juicio; y siendo ciegas en sus propias acciones, tienen siempre los
ojos abiertos para observar y censurar las ajenas; y si alguno las toca, aunque
sea muy levemente, en la opinión y estimación que tienen concebida de sí
mismas, o las quiere apartar de aquellas devociones en que se ocupa por
costumbre, se enojan, se turban y se inquietan sobremanera; y en fin, si Dios,
para reducirlas al verdadero conocimiento de sí mismas y al camino de la
perfección, les envía trabajos, enfermedades y persecuciones (que son las
pruebas más ciertas de la fidelidad de sus siervos, y que no suceden jamás sin
orden o permisión de su providencia), entonces descubren su falso fondo, y su
interior corrompido y gastado, de la soberbia. Porque, en ningún suceso, triste
o alegre, feliz o adverso, de esta vida, quieren formar su voluntad con la de
Dios, ni humillarse debajo de su divina mano, ni rendirse a sus adorables
juicios, no menos justos que impenetrables; ni sujetarse, a imitación de su
santísimo Hijo, a todas las criaturas, ni amar a sus perseguidores como
instrumentos de la bondad divina, que cooperan a su mortificación, perfección y
eterna salud.
De aquí nace el hallarse
siempre en un funesto y evidente peligro de perecer; porque como tienen
viciados y oscurecidos los ojos con el amor propio y apetito de la propia
estimación, y se miran siempre con ellos a sí mismas, y sus obras exteriores,
que de sí son buenas; se atribuyen muchos grados de perfección, y, llenas de
presunción y soberbia, censuran y condenan a los demás. A veces las deslumbra y
ciega de tal suerte su orgullo, que es necesaria una gracia extraordinaria del
cielo para convertirlas y sacarlas de su engaño, pues, como muestra cada día la
experiencia, con más facilidad se convierte y se reduce al bien el pecador
manifiesto que el que se oculta y cubre con el manto de la virtud.
De todo lo referido, podrás,
hija mía, comprender con claridad que la vida espiritual no consiste
en
alguno de estos ejercicios y obras exteriores con que suele confundirse la
santidad, y que son muchos los que en este punto padecen graves errores.
Si quieres, pues, entender en
qué consiste el fondo de la verdadera piedad, y toda la perfección del
Cristianismo, sabe que no consiste en otra cosa sino en conocer la bondad y la
grandeza infinita de Dios, y la bajeza y propensión de nuestra naturaleza al
mal; en amar a Dios, y aborrecernos a nosotros mismos; en sujetarnos, no
solamente a su divina Majestad, sino también a todas las criaturas, por su
amor; en renunciar enteramente a nuestra propia voluntad, a fin de seguir
siempre la suya; y sobre todo en hacer todas estas cosas únicamente por la
honra y gloria de Dios, sin otra intención o fin que agradarle, y porque su
divina Majestad quiere y merece ser amado y servido de sus criaturas.
Ésta es aquella ley de amor que
el Espíritu Santo ha grabado en los corazones de los justos (Deut, VI,
5,—Matth. XX, 37); ésta es aquella abnegación de sí mismo y crucifixión del
hombre interior, tan encomendada de Jesucristo en el Evangelio (Matth. XVIII,)
ésta es su yugo suave y su peso ligero (Matth. XI, 22); ésta es aquella
perfecta obediencia que este divino Maestro nos enseñó siempre con sus palabras
y ejemplos (Phil. II).
Si aspiras, pues, hija mía, no
solamente a la santidad, sino a la perfección de la santidad, siendo forzoso
para adquirirla en este sublime grado, combatir todas las inclinaciones
viciosas, sujetar los sentidos a la razón, y desarraigar los vicios (lo cual no
es posible sin una aplicación infatigable y continua); conviene que con ánimo
pronto y determinado, te dispongas y prepares a esta batalla, porque la corona
no se da sino a los que combaten generosamente (II Tim. II, 25). Pero advierte,
hija mía, que así como esta guerra es la más difícil de todas, pues combatiendo
contra nosotros mismos somos de nosotros mismos combatidos (I Petr. II), así la
victoria que se alcanza es la más agradable a Dios y la más gloriosa al
vencedor; porque quien con valor y resolución mortifica sus pasiones, doma sus
apetitos y reprime hasta los menores movimientos de su propia voluntad, ejecuta
una obra de mucho mayor mérito a los ojos de Dios, que si conservando alguna de
ellas viva en su corazón, afligiese y maltratase su cuerpo con los más ásperos
cilicios y disciplinas, o ayunase con más austeridad y rigor que los antiguos
anacoretas del desierto, o convirtiese a Dios millares de pecadores. Porque
aunque no es dudable que Dios estima y aprecia más la conversión de un alma,
considerando este ejercicio en sí, que la mortificación de un apetito o deseo
desordenado; sin embargo, tú no debes poner tu principal cuidado en querer y
ejecutar lo que según su naturaleza es más noble y excelente, sino en obrar lo
que Dios pide y desea particularmente de ti. Y es evidente que Dios se agrada
más de que trabajes en mortificar tus pasiones que, si dejando advertidamente
una sola en tu corazón, le sirves en cualquier otra cosa, aunque sea de mayor
importancia.
Pues ya has visto, hija mía, en
qué consiste la perfección cristiana, y que para adquirirla es necesario que te
determines a una continua guerra contra ti misma; conviene que te proveas de
cuatro cosas, como de armas seguras y necesarias para conseguir la palma, y
quedar vencedora en esta espiritual batalla; éstas son, la desconfianza de
nosotros mismos, la confianza en Dios, el ejercicio y la oración; de las cuales
trataremos clara y sucintamente, con la ayuda de Dios, en los capítulos
siguientes. CAPÍTULO II De la desconfianza de sí mismo
La desconfianza propia, hija
mía, nos es tan necesaria en el combate espiritual, que sin esa virtud no
solamente no podremos triunfar de nuestros enemigos, pero ni aun vencer la más
leve de nuestras pasiones.
Debes imprimir y grabar
profundamente en tu espíritu esta verdad; porque aunque verdaderamente no somos
más que nada, no obstante no dejamos de concebir una falsa estimación de
nosotros mismos, y persuadiéndonos sin fundamento que somos algo, presumimos
vanamente de nuestras propias fuerzas.
Este
vicio, hija mía, es un funesto y monstruoso efecto de la corrupción de nuestra
naturaleza, y desagrada mucho a los ojos de Dios, el cual desea siempre en
nosotros un fiel y profundo conocimiento de esta verdad: que no hay virtud ni
gracia en nosotros que no proceda de su bondad, como de fuente y origen de todo
bien, y que de nosotros no puede nacer algún pensamiento que le sea agradable.
Pero si bien esta importante
desconfianza de nosotros mismos es un don del cielo que Dios comunica a sus
escogidos, ya con santas aspiraciones, ya con ásperos castigos, ya con
violentas y casi insuperables tentaciones, porque su divina Majestad quiere que
hagamos de nuestra parte todo el esfuerzo posible para adquirirla, te propongo
cuatro medios con los cuales, ayudada del socorro de la gracia, infaliblemente
la alcanzarás.
El primero es que consideres tu
vileza y tu nada, y reconozcas que con tus fuerzas naturales no eres capaz de
obrar algún bien por el cual merezcas entrar en el reino de los cielos.
El segundo, que con fervor y
humildad pidas frecuentemente a Dios esta virtud; porque es don suyo, y para
obtenerla debes desde luego persuadirte, no solamente de que no la tienes, sino
también de que nunca podrás adquirirla por ti misma. Después, postrándote en la
presencia del Señor, se la pedirás con fe viva de que por su infinita bondad se
dignará concedértela; y si perseveras constante en esta esperanza, por todo el
tiempo que dispusiere su providencia, no dudes que la alcanzarás.
El tercer medio es que te
acostumbres poco a poco a no fiarte de ti misma, y a temer las ilusiones de tu
propio juicio, la violenta inclinación de nuestra naturaleza al pecado, y la
terrible multitud de enemigos que nos cercan de todas partes, que son sin comparación
más astutos y fuertes que nosotros, que saben transformarse en ángeles de luz
(II Cor. XI, 14), y ocultamente nos tienden lazos en el camino mismo del cielo.
El cuarto medio es que, cuando
cayeres en alguna falta entres más vivamente en la consideración de tu propia
flaqueza, y entiendas que Dios no permite nuestras caídas sino solamente a fin
de que, alumbrados de una buena luz, nos conozcamos mejor, y aprendamos a
menospreciarnos como viles criaturas, y concibamos un sincero deseo de ser
menospreciados de los demás.
Sin este menosprecio, hija mía,
no esperes adquirir jamás, perfectamente, la desconfianza de ti misma, la cual
se funda en la verdadera humildad, y en un conocimiento experimental de nuestra
miseria; porque es cosa inefable y clara que, quien desea unirse con la
soberana luz y verdad increada, debe conocerse bien a sí mismo, y no ser como
los soberbios y presuntuosos, que se instruyen con sus propias caídas, y sólo
empiezan a abrir los ojos cuando han incurrido en algún grave error y desorden
de que vanamente imaginaban que podrían defenderse. Lo cual Dios permite así a
fin de que reconozcan su flaqueza, y con esa funesta experiencia vengan a
desconfiar de sus propias fuerzas.
Pero Dios no se sirve
ordinariamente de un remedio tan áspero para curar esta presunción, sino cuando
los remedios más fáciles y suaves no han producido el efecto que su divina
Majestad pretende. Su providencia permite que el hombre caiga más o menos
veces, según ve que es mayor o menor su presunción y soberbia; de manera que,
si se hallase alguno tan exento de este vicio, como lo fue la bienaventurada
Virgen María, nuestra Señora, es claro que no caería jamás en ninguna falta.
Todas las veces, pues, que
cayeres, recurre sin tardanza al humilde conocimiento de ti misma, y con
ferviente oración pide al Señor que te dé su luz para que te conozcas tal cual
eres verdaderamente a sus ojos, y no presumas de tu virtud; de otra suerte no
dejarás de reincidir de nuevo en las mismas faltas, y por ventura cometerás
otras más graves, que causarán la pérdida de tu alma.
CAPÍTULO III
De la confianza en Dios
Aunque la desconfianza propia
es tan importante y necesaria en este combate, como hemos mostrado, no
obstante, si se halla sola esta virtud en nosotros, y no tiene otros socorros,
seremos fácilmente desarmados y vencidos por nuestros enemigos. Por esta causa
es necesario que a la desconfianza propia añadas una entera confianza en Dios,
que es el autor de todo nuestro bien, y de quien solamente debemos esperar la
victoria. Por que así como de nosotros, que nada somos, no podemos prometernos
sino frecuentes y peligrosas caídas, por lo cual debemos desconfiar siempre de
nuestras propias fuerzas; así como con el socorro y asistencia de Dios
conseguiremos grandes victorias y ventajas sobre nuestros enemigos, si,
convencidos perfectamente de nuestra flaqueza, armamos nuestro corazón de una
viva y generosa confianza en su infinita bondad.
Cuatro son los medios con que
podrás adquirir esta excelente virtud:
El primero, es pedirla con humildad
al Señor.
El segundo, considerar y mirar
con los ojos de la fe la omnipotencia y sabiduría infinita de aquel Ser
soberano, a quien nada es imposible ni difícil, y que, por su bondad suma, y
por el exceso con que nos ama, se halla pronto y dispuesto a darnos a cada hora
y cada instante todo lo que nos es necesario para la vida espiritual, y para la
entera victoria de nosotros mismos como recurramos a sus brazos con filial
confianza ¿Cómo será posible que este dulce y amable Pastor que por espacio de
treinta y tres años ha corrido tras la oveja perdida y descaminada (Luc. XV,
7), con tanto sudor sangre y costa suya, para reducirla y traerla de los
despeñaderos y veredas peligros a un camino santo y seguro: de la perdición a
la salud, del daño al remedio, de la muerte a la vida; cómo será posible que
este Pastor divino viendo que su ovejuela lo busca y lo sigue con la obediencia
de sus preceptos o a lo menos con un deseo sincero (bien que imperfecto y
flaco) de obedecerle, no vuelva a ella sus ojos de vida y de misericordia, no
oiga sus gemidos, y no la recoja amorosamente y la ponga sobre sus divinos
hombros alegrándose con los Ángeles del cielo de que vuelva a su redil y ganado
y deje el pasto venenoso y mortal del mundo por el manjar suave y regalado de
la virtud? Si con tanto ardor y diligencia busca la dracma del Evangelio (idem
v. 8), que es la figura del pecador, ¿cómo será posible que abandone a quien
como ovejuela triste y afligida de no ver a su pastor, lo busca y lo llama?
¿Quién podrá persuadirse de que
Dios, que llama continuamente a la puerta de nuestro corazón (Apoc. III, 21)
con deseo de entrar en él, y comunicarse a nosotros, y colmarnos de sus dones y
gracias, hallando la puerta abierta, y viendo que le pedimos que nos honre con
su visita, no se dignará concedernos el favor que deseamos?
El tercer medio para adquirir
esta santa confianza es recorrer con la memoria las verdades y oráculos
infalibles de la divina Escritura, que nos aseguran clara y expresamente que
los que esperan y confían en Dios no caerán jamás en la confusión (Psalm. II,
17.—Eccli. II).
El cuarto y último medio con
que juntamente podremos adquirir la desconfianza de nosotros mismos y la
confianza de Dios, es que cuando nos resolviéramos a ejecutar alguna obra
buena, o a combatir alguna pasión viciosa, antes de emprender cosa alguna,
pongamos por una parte los ojos en nuestra flaqueza, y por otra en el poder,
sabiduría y bondad infinita de Dios; y templando el temor que nace de nosotros
con la seguridad y confianza que Dios nos inspira, nos determinemos a obrar y
combatir generosamente. Con estas armas, unidas a la oración, como diremos en
su lugar, serás capaz, hija mía, de obrar cosas grandes, y de conseguir
insignes victorias.
Pero si no observas esta regla,
aunque te parezca que obras animada de una verdadera confianza en Dios, te
hallarás engañada; porque es tan natural en el hombre la presencia de sí mismo,
que insensiblemente se mezcla con la confianza que imagina tener en Dios, y con
la desconfianza que cree tener de sí mismo.
Para alejarte, pues, hija mía,
cuanto te sea posible, de la presunción, y para obrar siempre con las dos
virtudes que son opuestas a este vicio, es necesario que la consideración de tu
flaqueza vaya
delante
de la consideración de la omnipotencia de Dios, y que la una y la otra precedan
a todas tus obras.
CAPÍTULO IV
Cómo podremos conocer si
obramos con la desconfianza de nosotros mismos y con la confianza en Dios Muchas veces imagina y cree un alma presuntuosa que ha
adquirido la desconfianza de sí misma y la confianza en Dios; pero éste es un
engaño que no se conoce bien sino cuando se cae en algún pecado; porque
entonces si el alma se inquieta, si se aflige, si se desalienta y pierde la
esperanza de hacer algún progreso en la virtud, es señal evidente de que puso
su confianza no en Dios, sino en sí misma; y si fuere grande su tristeza y
desesperación, es argumento claro de que confiaba mucho en sí y poco en Dios.
Porque si el que desconfía
mucho de sí mismo y confía mucho en Dios comete alguna falta, no se maravilla,
ni se turba o entristece, conociendo que su caída es efecto natural de su
flaqueza, y del poco cuidado que ha tenido de establecer su confianza en Dios;
antes bien con esta experiencia aprende a desconfiar más de sus propias fuerzas,
y a confiar con mayor humildad en Dios, detestando sobre todas las cosas su
falta, y las pasiones desordenadas que la ocasionaron; y con un dolor quieto y
pacífico de la ofensa de Dios, vuelve a sus ejercicios, y persigue a sus
enemigos con mayor ánimo y resolución que antes.
Esto sería bien que
considerasen algunas personas espirituales, que apenas caen en alguna falta se
afligen y se turban con exceso, y muchas veces, más por librarse de la
inquietud y pena que les causa su amor propio que por algún otro motivo, buscan
con impaciencia a su director o padre espiritual, al cual deberían recurrir
principalmente para lavarse de sus pecados por el sacramento de la Penitencia,
y fortalecerse contra sus recaídas por el de la Eucaristía.
CAPÍTULO V
Del error de algunas
personas que tienen a la pusilanimidad por virtud Es también una ilusión muy común el atribuir a virtud
la pusilanimidad y la inquietud que se siente después del pecado; porque,
aunque la inquietud que nace del pecado vaya acompañada de algún dolor, no
obstante, siempre procede de una secreta presunción y soberbia, nacida de la
confianza que se tiene de las propias fuerzas. Ordinariamente las almas
presuntuosas, que, por juzgarse bien fundadas en la virtud, menosprecian los
peligros y tentaciones, si vienen a caer en alguna falta, y a conocer por
experiencia su fragilidad y miseria, se maravillan y turban de su caída como
cosa nueva; y viendo derribado el apoyo en que vanamente habían confiado,
pierden el ánimo, y como pusilánimes y flacas, se dejan dominar de la tristeza
y de la desesperación.
Esta desgracia, hija mía, no
sucede jamás a las almas humildes que no presumen de sí mismas, y se apoyan
únicamente en Dios; porque cuando caen en alguna falta, aunque sientan grande
dolor de haberla cometido, no se maravillan ni se inquietan, porque conocen con
la luz de la verdad que las ilumina, que su caída es un efecto natural de su
inconstancia y flaqueza.
CAPÍTULO VI
De otros avisos importantes
para adquirir la desconfianza de sí mismo y la confianza en Dios
Como toda la fuerza de que
necesitamos para vencer a nuestros enemigos depende de la confianza en Dios, me
ha parecido darte algunos nuevos avisos, que son muy útiles y necesarios para
obtener estas virtudes.
Primeramente, hija mía, has de
tener por verdad indubitable, que ni con todos los talentos o dones, ya sean
naturales, ya adquiridos, ni con todas las gracias gratuitas, ni con la
inteligencia de toda la sagrada Escritura, ni con haber servido a Dios por
largo espacio de tiempo, y estar
acostumbrada
a servirle, te hallarás capaz de cumplir la voluntad divina y de satisfacer a
tus obligaciones, o de hacer alguna obra buena, o vencer alguna tentación, o
salir de algún peligro, o sufrir alguna cruz, si la mano poderosa de Dios con
protección especial no te fortifica en cualquier ocasión que se presentare.
Es necesario, pues, que
imprimas profundamente en tu corazón esta importante verdad, y que no pase día
alguno sin que la medites y consideres; y por este medio te alejarás y preservarás
del vicio de la presunción, y no te atreverás a confiar temerariamente en tus
propias fuerzas. En lo que toca a la confianza en Dios, has de creer
constantemente que es muy fácil a su poder vencer a todos tus enemigos, sean
pocos o muchos (1 Reg. XVI, 6), sean fuertes y aguerridos, o flacos y sin
experiencia.
De este principio fundamental
inferirás, como consecuencia precisa, que aunque un alma se encuentre llena de
todos los pecados, imperfecciones y vicios imaginables, y después de haber
hecho grandes esfuerzos para reformar sus costumbres, en lugar de hacer algún
progreso en la virtud, sienta y reconozca en sí mayor inclinación y facilidad
al mal; no obstante, no por eso debe perder el ánimo y la confianza en Dios, ni
abandonar las armas y los ejercicios espirituales, sino más bien combatir
siempre generosamente. Por que has de saber, hija mía, que en esta pelea
espiritual no puede ser vencido quien no deja de combatir y de confiar en Dios,
cuya asistencia y socorro no falta jamás a sus soldados, bien que algunas veces
permite que sean heridos. Combatamos, pues, constantes hasta el fin, que en
esto consiste la victoria; porque los que combaten por el servicio de Dios y en
Él solo ponen su confianza, hallan siempre para las heridas que reciben un remedio
pronto y eficaz, y cuando menos piensan ven al enemigo a sus pies.
CAPÍTULO VII
Del ejercicio y buen uso de
las potencias, y primeramente del entendimiento; y necesidad que tenemos de
guardarlo de la ignorancia y de la curiosidad.
Si en el combate espiritual no
tuviésemos otras armas que la desconfiar de nosotros mismos y la confianza en
Dios, no solamente no podríamos vencer nuestras pasiones, más caeríamos en
frecuentes y graves faltas. Por esta causa es necesario añadir a estas virtudes
el ejercicio y buen uso de nuestras potencias, que es la tercera cosa que hemos
propuesto como medio necesario para adquirir la perfección.
Este ejercicio consiste
principalmente en reglar bien el entendimiento y voluntad.
El entendimiento debe
conservarse siempre libre y exento de dos grandes vicios que suelen
pervertirlo: el uno es la ignorancia, la cual le impide el conocimiento de la
verdad, que es su propio objeto. Es necesario, pues, iluminarlo de tal suerte
con el ejercicio, que vea y conozca con claridad lo que se debe hacer para
purificar el alma de las pasiones desordenadas, y adornarla de virtudes. Esta
luz se alcanza por dos medios: el primero y más importante es la oración,
pidiendo al Espíritu Santo que se digne infundirla en nuestros corazones; y no dudes,
hija mía, que el Señor te la comunicará abundantemente, siempre que de veras lo
busques y desees cumplir su divina ley, y sujetes tu propio juicio al de tus
superiores o padres espirituales.
El segundo es una aplicación
continua a considerar y examinar bien las cosas que se presentan, para conocer
si son buenas o malas, juzgando de su bondad o de su malicia, no por la
exterior apariencia con que se presentan a los sentidos (1 Reg. XVI, 7), ni
según la opinión del mundo, sino según la idea que nos da el Espíritu Santo.
Esta consideración y examen nos hará conocer con evidencia que lo que el mundo
ama y busca con tanto ardor es ilusión y mentira; que los honores y placeres de
la tierra no son otra cosa que vanidad y aflicción de espíritu (Eccles. X); que
las injurias y los oprobios son para nosotros ocasiones de verdadera gloria, y
las tribulaciones, de verdadero contento; que el perdonar y hacer bien a
nuestros enemigos es magnanimidad, y una de las acciones que nos hacen más
semejantes a Dios; que vale más despreciar el mundo, que poseerlo; que es mayor
generosidad y grandeza de ánimo obedecer con gusto por amor de Dios a las más
viles
criaturas,
que mandar a grandes príncipes; que el humilde conocimiento de nosotros mismos
debe apreciarse más que las ciencias más sublimes; y últimamente que el vencer
y mortificar los propios apetitos por pequeños que sean, merece mayor alabanza
que conquistar muchas ciudades, vencer grandes ejércitos con las armas, obrar
milagros y resucitar muertos.
CAPÍTULO VIII
De las causas que nos
impiden el juzgar rectamente de las cosas, y de la regla que se debe observar
para conocerlas bien.
La causa por que no juzgamos
rectamente de las cosas, es porque apenas se presentan a nuestra imaginación,
nos dejamos llevar o del amor o del odio a ellas; y estas pasiones ciegas que
pervierten la razón, nos las desfiguran de tal suerte, que nos parecen
diferentes de lo que verdaderamente son en sí mismas.
Si quieres, pues, hija mía,
preservarte de un engaño común y tan peligroso, es necesario que estés siempre
advertida y sobre aviso, para tener, cuanto te fuere posible, la voluntad libre
y purificada de la acción desordenada de cualquier cosa.
Y cuando se te presentare algún
objeto, deberás considerarlo y examinarlo bien con el entendimiento, antes que
la voluntad se determine a abrazarlo si fuere agradable, o a aborrecerlo si
fuere contrario a tus inclinaciones naturales; porque entonces el
entendimiento, no hallándose preocupado con la pasión, queda libre y claro para
conocer la verdad, y discernir el mal (encubierto con el velo de un bien
aparente), del bien que tiene la apariencia de un verdadero mal; pero si la
voluntad primero se inclina a amar el objeto o aborrecerlo, el entendimiento
queda incapaz de conocerlo como es verdaderamente en sí, porque la pasión se lo
desfigura, de suerte que le obliga a formar una falsa idea; y representándolo
entonces segunda vez a la voluntad en todo diferente de lo que es, esta
potencia, ya movida y excitada, pasa a amarlo o a aborrecerlo con mayor
vehemencia que antes; y no puede guardar reglas ni medidas, ni escuchar la
razón.
En esta confusión y desorden,
el entendimiento se oscurece más cada instante, y representa siempre a la
voluntad el objeto, o más odioso, o más amable que antes; de suerte que si no
se observa muy exactamente la regla que dejo escrita, que es muy importante en
este ejercicio, las dos más nobles facultades del alma vienen a caminar siempre
como dentro de un círculo, de errores en errores, de tinieblas en tinieblas, de
abismo en abismo.
Guárdate, pues, hija, con todo
cuidado, del afecto desordenado de las cosas, antes de examinar y conocer lo
que son verdaderamente en sí mismas con la luz de la razón, y principalmente
con la sobrenatural que el Espíritu Santo te comunicare, o por sí mismo, o por
medio de tu padre espiritual. Pero advierte que este documento es más necesario
en algunas obras exteriores que de sí son buenas, que en otras menos loables;
porque en semejantes obras, por ser buenas en sí mismas, hay de nuestra parte mayor
peligro de engaño o de indiscreción. Conviene, pues, que no te empeñes en ellas
ciegamente y sin reflexión, porque una sola circunstancia de lugar o de tiempo
que se omita puede causar grave daño; y basta el no hacer las cosas en un
cierto modo o seguir el orden de la obediencia, para cometer grandes faltas,
como lo acredita el ejemplo de muchos que se perdieron en los ministerios y
ejercicios más loables y santos.
CAPÍTULO IX
De otro vicio de que debemos
guardar el entendimiento para que pueda conocer lo que es útil. El otro vicio de que debemos guardar nuestro
entendimiento es la curiosidad; porque cuando lo llenamos de pensamientos
nocivos, impertinentes y vanos, lo inhabilitamos enteramente para unirse y
aplicarse a lo que es más propio para mortificar nuestros apetitos
desordenados, y para llevarnos a la verdadera perfección.
Por esta causa, hija mía,
conviene que estés como muerta a las cosas terrenas, y que no procures
saberlas
ni investigarlas, si no son absolutamente necesarias, aunque sean lícitas.
Restringe y recoge cuanto
pudieres tu entendimiento, y no le permitas que se derrame vana mente en muchos
objetos. No des jamás oídos a las nuevas que corren; los sucesos del mundo no
hagan en tu espíritu más impresión que si fuesen imaginaciones o sueños. Aun en
el deseo de saber las cosas del cielo has de procurar también ser humilde y
moderada, no queriendo saber otra cosa que a Jesucristo crucificado (1 Cor. II,
2), su vida y su muerte, y lo que Él desea y pide particular mente de ti. De
las demás cosas no tengas algún cuidado o solicitud, y de este modo agradarás a
este divino Maestro, cuyos verdaderos discípulos no buscan ni desean saber sino
lo que puede con tribuir a su aprovechamiento, y serles de algún socorro para
servirle y hacer su voluntad. Cualquier otro deseo, inquisición o cuidado,
puede nacer del amor propio, soberbia espiritual o lazo del demonio.
Si tú, hija mía, observas estos
avisos, te librarás de muchas asechanzas y engaños, porque la serpiente
antigua, viendo en los que abrazan con fervor los ejercicios de la vida
espiritual, una voluntad firme y constante, los combate de parte del
entendimiento, a fin de ganar por esta noble potencia a la voluntad, y hacerse
señor de los dos. Con este fin suele inspirarles en la oración pensamientos sublimes
y sentimientos elevados, principalmente si son espíritus vivos, agudos,
curiosos y fáciles, prontos a ensoberbecerse y enamorarse de sus propias ideas,
para que, ocupándose con deleite en el discurso y consideración de aquellos
puntos en que falsamente se persuaden tener con Dios las más íntimas
comunicaciones, no cuiden de purificar su corazón, ni de adquirir el
conocimiento de sí mismos, ni la verdadera mortificación, de donde nace que,
llenos de presunción y vanidad, se formen un ídolo de su entendimiento, y
acostumbrándose poco a poco a no consultar en todas las cosas sino a su propio
juicio, vengan a imaginarse y persuadirse de que no necesitan del consejo ni
dirección ajena.
Éste es un mal muy peligroso y
casi incurable; porque es más difícil de curarse la soberbia del entendimiento
que la de la voluntad; porque la soberbia de la voluntad, siendo descubierta y
reconocida por el entendimiento, puede fácilmente remediarse con una voluntaria
y rendida sumisión a las órdenes de aquel a quien debe obedecer. Mas a quien
está firme en la opinión de que su parecer es mejor que el de los otros, ¿quién
será capaz de desengañarle? ¿Cómo podrá reconocer su error? ¿Cómo se sujetará
con docilidad a la dirección y consejo de otro, quien se imagina más sabio y
más iluminado que todos los demás? Si el entendimiento, que es la luz del alma
con que solamente se puede ver y conocer la soberbia de la voluntad, está
enfermo, ciego y lleno de la misma soberbia, ¿quién podrá curarlo?, ¿quién
hallará remedio a su mal? Si la luz se trueca en tinieblas, si la regla es
falsa y torcida, ¿qué será de todo lo demás?
Procura, pues, hija mía,
oponerte desde luego a un vicio tan pernicioso, antes que se apodere de tu
alma. Acostúmbrate a sujetar tu juicio al ajeno, a no sutilizar demasiado en
las cosas espirituales, a amar aquella simplicidad evangélica que tanto nos
recomienda el Apóstol (II Cor. I–Ephes. VI.–Coloss. III), y serás
incomparablemente más sabia que Salomón.
CAPÍTULO X
Del ejercicio de la
voluntad, y del fin a que debemos dirigir todas nuestras acciones, así
interiores como exteriores.
Después de haber corregido los
vicios del entendimiento, es necesario que corrijas los de la voluntad,
regulándola de tal suerte, que renunciando a sus propias inclinaciones, se conforme
enteramente con la voluntad divina.
Pero advierte, hija mía, que no
basta querer y procurar las cosas que son más agradables a Dios, sino que es
necesario también que las quieras y las obres como movida de su gracia, y con
el solo fin de agradarle.
En esto principalmente
necesitamos combatir y luchar contra la propia naturaleza, la cual, como
inficionada
y depravada por el pecado, es tan inclinada a sí misma, que en todas las cosas,
y tal vez en las espirituales con más cuidado que en las demás, busca su propia
satisfacción y deleite, alimentándose de ellas sin recelo ni escrúpulo, como de
un manjar agradable y nada sospechoso. De donde nace que, cuando se nos ofrece
y presenta la ocasión de ejercitar alguna obra, luego la abrazamos y la
queremos, no como movidos de la voluntad de Dios, y solamente por agradarle,
sino por el gusto y satisfacción que algunas veces hallamos en hacer las cosas
que Dios nos manda.
Este engaño es tanto más oculto
y menos advertido, cuanto es mejor en sí misma la cosa que queremos. Hasta en
los deseos de unirnos a Dios y de poseerlo suelen mezclarse los engaños del
amor propio. Porque en desear poseer a Dios, miramos más a nuestro interés
propio, y al bien que de ello esperamos, que a su gloria y al cumplimiento de
su voluntad, que es el único objeto que se deben proponer quienes lo aman y lo
buscan, y hacen profesión de guardar su divina ley.
Para evitar este peligroso
lazo, que es de grande impedimento en el camino de la perfección, y
acostumbrarse a no querer ni obrar cosa alguna sino según la impresión o
impulso del Espíritu Santo, y con intención pura de honrar y agradar únicamente
a Dios (que debe ser el primer principio y el último fin de todas nuestras
acciones), observarás esta regla:
Cuando se te presentare ocasión
de ejercitar alguna obra buena, no inclines tu voluntad a quererla, sin haber
levantado primeramente el espíritu a Dios, para saber si es voluntad suya que
la hagas, y examinar si la quieres puramente por agradarle. De este modo tu
voluntad, prevenida y regulada por la de Dios, se inclinará a querer lo mismo
que Dios quiere, por el único motivo de agradarle y procurar su mayor gloria.
De la misma suerte te
gobernarás en las cosas que Dios no quiere; porque antes de repelerlas o
desecharlas, deberás elevar tu espíritu a Dios para conocer su voluntad, y para
tener alguna certeza de que repeliéndolas y desechándolas, podrás agradarle.
Pero es bien que adviertas,
hija mía, que son grandes y muy poco conocidos los artificios y engaños de
nuestra naturaleza corrompida, la cual buscándose siempre a sí misma con
especiosos pretextos, nos hace creer que en todas nuestras obras no nos
proponemos otro fin que el de agradar a Dios. De aquí nace que lo que abrazamos
o repelemos sólo con el fin de satisfacernos y contentarnos a nosotros mismos,
nos persuadimos que no lo abrazamos ni lo repelemos sino por el deseo de
agradar a Dios, o por el temor de ofenderle. El remedio más esencial y propio
de este mal, consiste en la pureza de corazón, que todos los que se empeñan en
este espiritual combate deben proponerse como fin, desnudándose del hombre
viejo para vestirse del nuevo (Coloss, III, 9, 10).
El modo de usar y poner en
práctica este divino remedio, es que al principio de tus acciones procures
desnudarte siempre de todas las cosas en que se mezcle algún motivo natural y
humano, y no te determines a obrar o a repeler cosa alguna, si primero no te
sintieres movida y guiada de la pura voluntad de Dios.
Si en todas tus operaciones y
particularmente en las interiores del alma, y en las exteriores que pasan
prontamente, no pudieres sentir siempre la impresión actual de este motivo,
procura a lo menos tenerlo virtualmente, conservando dentro del corazón un
verdadero y sincero deseo de no agradar sino solamente a Dios.
Pero en las acciones que duran
algún espacio de tiempo, no basta que al principio dirijas tu intención a este
fin; es necesario también que la renueves muchas veces, y que procures
conservar la en su primera pureza y fervor; porque de otra manera podrás fácilmente
caer en los lazos del amor propio, que prefiriendo en todas las cosas la
criatura al Creador, suele encantarnos, de suerte que en breve tiempo nos hace
mudar inadvertidamente de intención y de objeto.
El siervo de Dios que en este
punto no vive muy advertido y con cautela, empieza ordinariamente sus obras sin
otra intención o fin que agradar a Dios; pero después, poco a poco, y sin
conocerlo, se deja inducir y llevar a la vanagloria. Porque olvidándose de la
divina voluntad, se aplica y aficiona al solo placer y gusto que halla en su
trabajo, y no mira sino la utilidad o la gloria
que
le puede resultar; de manera que, si el mismo Dios le impide el progreso de su
obra con alguna enfermedad o accidente, o por medio de alguna criatura, se
turba, se enoja y se inquieta, y a veces murmura, ya contra éste, ya contra
aquél, por no decir contra el mismo Dios. De donde viene a conocerse con
claridad que su intención no era recta y pura, y que nacía de un mal principio;
porque cualquiera que obra por el movimiento de la gracia y con intención pura
de agradar a Dios, no se inclina ni aficiona más a un ejercicio que a otro; y
si desea alguna cosa, no pretende obtenerla sino en el modo y tiempo que Dios
quiere; sujetándose siempre a las órdenes de su providencia, y quedando en
cualquier suceso, favorable o contrario, igualmente tranquilo y contento;
porque no quiere ni desea sino solamente el cumplimiento de la voluntad divina.
Por esta causa, hija mía, debes
estar siempre muy recogida en ti misma, procurando dirigir todas tus acciones a
un fin tan excelente y tan noble. Y si alguna vez, pidiéndolo así la
disposición interior de tu alma, te movieres a obrar bien por el temor de las
penas del infierno, o por la esperanza de la gloria, podrás también en esto
proponerte por último fin el agrado y voluntad de Dios, que quiere que no te
pierdas ni te condenes, sino que entres en la posesión de la bienaventuranza de
su gloria.
No se puede fácilmente decir ni
comprender cuán eficaz y poderosa es la virtud de este motivo; pues cualquiera
acción, aunque sea vilísima en sí misma, si se hace puramente por Dios, es de
mayor excelencia y precio que infinitas otras, aunque sean de mucho valor y
mérito en sí mismas, si se obran con otro fin. De este principio nace, que una
pequeña limosna dada a un pobre por la sola honra y gloria de Dios, es sin
comparación más agradable a sus ojos, que si con otro fin nos despojásemos de
todos nuestros bienes; aunque nos moviésemos a esto por la esperanza de los
bienes del cielo, bien que este movimiento sea, muy loable en sí mismo, y digno
de que nos lo propongamos.
Este santo ejercicio de hacer
todas nuestras obras con el solo fin de agradar a Dios, te parecerá difícil en
los principios; pero con el tiempo se te hará no solamente fácil, sino gustoso
si te acostumbras a buscar a Dios, y a desearlo con los más vivos afectos del
corazón, como a tu único y perfectísimo bien, que por sí mismo merece que todas
las criaturas lo busquen, sirvan y amen sobre todas las cosas.
Y advierte, hija mía, que
cuanto más continua y profundamente entrares en la consideración de su mérito
infinito, tanto más tiernos y frecuentes serán los afectos de tu corazón a este
divino objeto, y por este medio adquirirás más fácil y prontamente la costumbre
de dirigir todas tus acciones a su honor y gloria.
Últimamente te aviso que, para
adquirir un motivo tan excelente y elevado, se lo pidas con oración importuna a
Dios, y consideres los innumerables beneficios que te ha hecho y te hace
continuamente por puro amor y sin algún interés suyo.
CAPÍTULO XI
De algunas consideraciones
que mueven la voluntad a querer en todas las cosas el agrado de Dios.
Para inclinar más fácilmente tu
voluntad a querer en todas las cosas el agrado y honra de Dios, deberás
considerar que su bondad infinita te ha prevenido con sus beneficios y
misericordias, amándote, honrándote, y obligándote en diversos modos.
En la creación, formándote de
la nada a su imagen y semejanza, y dando el ser a todas las demás criaturas
para que te sirvan (Genes. I). En la redención, enviando no un ángel, sino a su
unigénito Hijo (Hebraeor. I. 2.–I Joann. IV, 9), para rescatarte, no a precio
de plata ni de oro, que son cosas corruptibles, sino de su propia sangre (I
Petr. I). En la Eucaristía, ofreciéndote, en este inefable y augusto
Sacramento, el cuerpo de su unigénito amado en comida y alimento de vida eterna
(Joann. VI).
Después de esto no hay hora ni
momento en que no te conserve y te proteja contra el furor y
envidia
de tus enemigos, y en que no combata por ti con su divina gracia. ¿No son
éstas, hija mía, señales y pruebas evidentes del amor que te tiene este inmenso
y soberano Dios?
¿Quién podrá comprender hasta
dónde llega la estimación y aprecio que esta Majestad infinita hace de nuestra
vileza y miseria, y hasta dónde debe llegar nuestra gratitud y reconocimiento
con un Señor tan alto y liberal, que ha obrado y obra por nosotros cosas tan
grandes y maravillosas?
Si los grandes de la tierra se
juzgan obligados a honrar a los que los honran, aunque sean de humilde
condición, ¿qué deberá hacer nuestra vileza con el soberano Rey del universo,
que nos da tantas señales de su amor y de su estimación?
Sobre todo, hija mía, debes
considerar y tener siempre en la memoria, que esta Majestad infinita merece por
sí misma que la amemos, la honremos y sirvamos puramente por agradarle.
CAPÍTULO XII
Que en el hombre hay dos
voluntades que se hacen continuamente guerra.
Dos voluntades se hallan en el
hombre: la una superior y la otra inferior; a la primera llamamos comúnmente
razón, a la segunda, damos nombre de apetito de carne, de sentido y de pasión.
Pero como, hablando propiamente, el ser del hombre consiste principalmente en
la razón, cuando queremos alguna cosa con los primeros movimientos del apetito
sensitivo, no se entiende que verdaderamente la queremos si después no la
quiere y no la abraza la voluntad superior.
Por esta causa toda nuestra
guerra espiritual consiste en que la voluntad superior y racional, estando como
en medio de la voluntad divina y la voluntad inferior, que es el apetito
sensitivo, se halla igualmente combatida de la una y de la otra; porque Dios de
una parte, y la carne de la otra, la solicitan continuamente, procurando cada
una atraerla a sí, y sujetarla a su obediencia.
Esto causa una pena indecible a
los que, habiendo contraído malos hábitos en su juventud, se resuelven
finalmente a mudar de vida, y romper las cadenas que los tienen en la
esclavitud del mundo y de la carne, para consagrarse enteramente al servicio de
Dios; porque entonces su voluntad superior se halla poderosamente combatida a
un mismo tiempo de la voluntad divina y del apetito sensitivo, y son tan
fuertes y tan violentos los golpes que recibe de una y de otra parte, que no
puede resistirlos sin mucha pena y trabajo.
No padecen este combate y lucha
interior los que se han habituado ya en la virtud o en el vicio, y quieren
vivir siempre de la manera que han vivido; porque las almas habituadas a la
virtud se conforman fácilmente con la voluntad de Dios; y las corrompidas por
el vicio ceden sin resistencia a la sensualidad.
Pero ninguno presuma que podrá
adquirir las verdaderas virtudes, y servir Dios como conviene, si no se
determina generosamente a hacerse fuerza y violencia a sí mismo, y a sufrir y
vencer la pena y contradicción que se siente en renunciar, no solamente a los
mayores placeres del mundo, sino también a los más pequeños, a que antes tenía
apegado el corazón con afecto terreno. De aquí procede ordinariamente que sean
tan pocos los que llegan a un alto grado de perfección; porque después de haber
sujetado los mayores vicios y vencido las mayores dificultades, pierden el
ánimo y no quieren continuar en hacerse fuerza a sí mismos; bien que no tengan
ya que sostener sino muy fáciles y ligeros combates para destruir algunas
flacas reliquias de su propia voluntad, y sujetar algunas pequeñas pasiones
que, fortificándose de día en día, se apoderan finalmente de su corazón.
Entre éstos se hallan muchos,
por ejemplo, que si bien no roban los bienes ajenos, aman no obstante
apasionadamente los propios; si no procuran con medios ilícitos los honores del
mundo, no los aborrecen como deberían, ni dejan de desearlos, y algunas veces
de pretenderlos por otros caminos que juzgan legítimos; guardan rigurosamente
los ayunos de obligación, pero no quieren mortificar la gula, absteniéndose de
manjares exquisitos y delicados; son castos y continentes, pero no dejan
ciertas conversaciones y pláticas de su gusto, que son de grande impedimento
para los
ejercicios
de la vida espiritual y para la íntima unión con Dios.
Como estas conversaciones y
pláticas son peligrosas para todo género de personas, y principalmente para las
que no temen sus consecuencias funestas, conviene que cada uno ponga particular
cuidado en evitarlas, porque de otra manera será imposible que no haga todas
sus obras con tibieza de espíritu, y que no mezcle en ellas muchos intereses, imperfecciones
y defectos ocultos, y una vana estimación de sí mismo, y deseo desordenado de
ser aplaudido del mundo.
Los que se descuidan en este
punto, no solamente no progresan en el camino de la perfección, sino que
retroceden con evidente peligro de recaer en sus vicios antiguos, porque no
aman ni buscan la verdadera virtud, ni agradecen el beneficio que el Señor les
hizo en librarlos de la tiranía del demonio; y no conociendo, como ignorantes y
ciegos, el infeliz y peligroso estado en que se hallan, viven siempre en una
falsa paz y en una seguridad engañosa.
Aquí debes observar, hija mía,
una ilusión tanto más digna de temerse, cuanto es más difícil de descubrirse.
Muchos de los que se entregan a la vida espiritual, amándose con exceso a sí
mismos (si es que puede decirse que se aman a sí mismos), eligen los ejercicios
que se conforman más con su gusto, y dejan los que se oponen a sus propias y
naturales inclinaciones y apetitos sensuales, contra los cuales deberían
emplear todas sus fuerzas en este espiritual combate. Por esto, hija mía, te
exhorto a que te enamores de las penas y dificultades que ocurren en el camino
de la perfección, porque cuanto fueren mayores los esfuerzos que hicieres para
vencer las primeras dificultades de la virtud, será más pronta y segura la
victoria; y si te enamoraras más de las dificultades y penas del combate, que
de la victoria misma y de sus frutos, que son las virtudes, conseguirás más en
breve y seguramente lo que pretendes.
CAPÍTULO XIII
Del modo de combatir la sensualidad,
y de los actos que debe hacer la voluntad para adquirir el hábito de las
virtudes.
Siempre que la voluntad,
superior y racional, fuere combatida por una parte, de la inferior y sensual y,
por otra, de la divina, es necesario que te excites de muchas maneras para que
prevalezca enteramente en ti la voluntad divina, y consigas la palma y la
victoria.
Primeramente, cuando los
primeros movimientos del apetito sensitivo se levantaren contra la razón,
procurarás resistirlos valerosamente, a fin de que la voluntad superior no los
consienta.
Lo segundo, cuando hubieren ya
cesado estos movimientos, los excitarás de nuevo en ti, para reprimirlos con
mayor ímpetu y fuerza.
Después podrás llamarlos a
tercera batalla para acostumbrarte a propulsarlos con un generoso menosprecio.
Pero advierte, hija mía, que en
estos dos modos de excitar en ti las propias pasiones y apetitos desordenados,
no tienen lugar los estímulos y movimientos de la carne, de que hablaremos en
otra parte.
Últimamente, conviene que formes
actos de virtud contrarios a todas las pasiones que pretendes vencer y sujetar.
Por ejemplo: tú te hallas por ventura combatida de los movimientos de la
impaciencia; si procuras entonces recogerte en ti misma y consideras lo que
pasa en tu interior, verás, sin duda, que estos movimientos que nacen y se
forman en el apetito procuran introducirse en tu voluntad, y ganar la parte
superior de tu alma.
En este caso, hija mía,
conforme al primer aviso que te he dado, deberás hacer todo el esfuerzo posible
para detener el curso de estos movimientos; y no te retires del combate hasta
tanto que tu enemigo, vencido y postrado, se sujete a la razón.
Pero repara en el artificio y
malicia del demonio. Cuando este espíritu maligno ve que resistimos
valerosamente alguna pasión violenta, no solamente deja de excitarla y moverla
en nuestro corazón,
sino
que si la halla ya encendida, procura extinguirla por algún tiempo, a fin de
impedir que adquiramos con una firme consistencia la virtud contraria y
hacernos caer después en los lazos de la vanagloria, dándonos arteramente a
entender que, como valientes y generosos soldados, hemos triunfado muy pronto
de nuestro enemigo. Por esta causa, hija mía, conviene que en este caso pases
al segundo combate, trayendo a tu memoria, y despertando de nuevo en tu
corazón, los pensamientos que fueron causa de tu impaciencia; y apenas hubieren
excitado algún movimiento en la parte inferior, procurarás emplear todos los
esfuerzos de la voluntad para reprimirlos. Pero, como muchas veces sucede que
después de haber hecho grandes esfuerzos para resistir y rechazar los asaltos
del enemigo, con la reflexión de que esta resistencia es agradable a Dios, no
estamos seguros ni libres del peligro de ser vencidos en una tercera batalla;
por eso conviene que entres por tercera vez en el combate contra el vicio que
pretendes vencer y sujetar, y concibas contra él, no solamente aversión y
menosprecio, sino abominación y horror.
En fin, para adornar y
perfeccionar tu alma con los hábitos de las virtudes, has de producir muchos
actos interiores, que serán directamente contrarios a tus pasiones
desordenadas. Por ejemplo: si quieres adquirir perfectamente el hábito de la
paciencia, cuando alguno, menospreciándote, te diere ocasión de impaciencia, no
basta que te ejercites en los tres combates de que hemos hablado para vencer la
tentación; es necesario, además de esto, que ames el menosprecio y ultraje que
recibiste, que desees recibir de nuevo, de la misma persona, la misma injuria
y, finalmente, que te propongas sufrir mayores y más sensibles ultrajes y
menosprecios.
La razón por la cual no podemos
perfeccionarnos en la virtud sin los actos que son contrarios al vicio que
deseamos corregir, es porque todos los demás actos, por muy frecuentes y
eficaces que sean, no son capaces de extirpar la raíz que produce aquel vicio.
Así, por no mudar de ejemplo aunque no consientas los movimientos de la ira y
de la impaciencia, cuando recibes alguna injuria, antes bien los resistas y los
combates con las armas de que hemos hablado; persuádete, hija mía, que si no te
acostumbras a amar el oprobio, y a gloriarte de las injurias y menosprecios, no
llegarás jamás a desarraigar de tu corazón el vicio de la impaciencia, que no
nace en nosotros de otra causa que de un temor excesivo de ser menospreciados
del mundo, y de un deseo ardiente de ser estimados. Y mientras esta viciosa
raíz se conservare viva en tu alma, brotará siempre y, enflaqueciendo de día en
día tu virtud, llegará con el tiempo a oprimirla, de manera que te hallarás en
un continuo peligro de caer en los desórdenes pasados.
No esperes, pues, obtener jamás
el verdadero hábito de las virtudes, si con sus repetidos y frecuentes actos no
destruyes los vicios que le son directamente opuestos. Digo con actos repetidos
y frecuentes, porque así como se requieren muchos pecados para formar el hábito
vicioso, así también se requieren muchos actos de virtud para producir y formar
un hábito santo y perfecto, enteramente incompatible con el vicio. Y añado que
se requiere mayor número de actos buenos para formar el hábito de la virtud,
que de actos pecaminosos para formar el del vicio; pues los hábitos de la
virtud no son ayudados, como los del vicio, de la naturaleza corrompida y
viciada por el pecado. Además de esto te advierto que, si la virtud en que
deseas ejercitarte no puede adquirirse sin algunos actos exteriores, conformes
a los interiores, como sucede en el ejemplo ya propuesto de la paciencia, debes
no solamente hablar con amor y dulzura al que te hubiere ofendido y ultrajado,
sino también servirle, agasajarle y favorecerle en lo que pudieres. Y aunque estos
actos, ya interiores, ya exteriores, sean acompañados de tanta debilidad y
flaqueza de espíritu que te parezca que los haces contra tu voluntad, no
obstante no dejes de continuarlos; porque, aunque sean muy débiles y flacos, te
mantendrán firme y constante en la batalla, y te servirán de un socorro eficaz
y poderoso para alcanzar la victoria.
Vela, pues, hija mía, con
atención y cuidado sobre tu interior, y no contentándote con reprimir los
movimientos más fuertes y violentos de las pasiones, procura sujetar también
los más pequeños y leves; porque éstos sirven ordinariamente de disposiciones
para los otros, de donde nacen finalmente los hábitos viciosos. Por la
negligencia y descuido que han tenido algunos en mortificar sus pasiones en
cosas fáciles y ligeras después de haberlas mortificado en las más difíciles y
graves, se han visto, cuando menos lo imaginaban, más poderosamente asaltados
de los mismos enemigos.
y
vencidos con mayor daño.
También te advierto, que
atiendas a mortificar y quebrantar tus apetitos en las cosas que fueren
lícitas, pero no necesarias; porque de esto se te seguirán grandes bienes, pues
podrás vencerte más fácilmente en los demás apetitos desordenados; te harás más
experta y fuerte en las tentaciones; te librarás mejor de los engaños y lazos
del demonio, y agradarás mucho al Señor. Yo te digo, hija mía, lo que siento:
no dejes de practicar estos santos ejercicios que te propongo, y de que
verdaderamente necesitas para la reformación de tu vida interior; pues si los
practicares, yo te aseguro que alcanzarás muy en breve una gloriosa victoria de
ti misma, harás en poco tiempo grandes progresos en la virtud, y vendrás a ser
sólida y verdaderamente espiritual.
Pero obrando de otra suerte, y
siguiendo otros ejercicios, aunque te parezcan muy excelentes y santos, y
experimentes con ellos tantas delicias y gustos espirituales que juzgues que te
hallas en perfecta unión y dulces coloquios con el Señor, ten por cierto que no
alcanzarás jamás la virtud ni verdadero espíritu; porque el verdadero espíritu,
como dijimos en el capítulo I, no consiste en los ejercicios deleitables y que
lisonjean a la naturaleza, sino en los que la crucifican con sus pasiones y
deseos desordenados. De esta manera, renovado el hombre interiormente con los hábitos
de las virtudes evangélicas, viene a unirse íntimamente con su Creador y su
Salvador crucificado.
Es también indubitable y cierto
que así como los hábitos viciosos se forman en nosotros con repetidos y
frecuentes actos de la voluntad superior, cuando cede a los apetitos sensuales;
así, las virtudes cristianas se adquieren con repelidos y frecuentes actos de
la misma voluntad, cuando se conforma con la de Dios, que excita y llama
continuamente al alma, ya a una virtud, ya a otra. Como la voluntad, pues, no
puede ser viciosa y terrena por grandes esfuerzos que haga el apetito inferior
para corromperla, si ella no consiente, así no puede ser santa y unirse con
Dios por fuertes y eficaces que sean las inspiraciones de la divina gracia que
la excitan y llaman, si no coopera con los actos interiores, a la vez que con
los exteriores, si fueren necesarios.
CAPÍTULO XIV
De lo que se debe hacer
cuando la voluntad superior parece vencida de la inferior y de otros enemigos.
Si alguna vez te pareciere que
tu voluntad superior se halla muy flaca para resistir a la inferior y a otros
enemigos, porque no sientes en ti, ánimo y resolución bastante para sostener
sus asaltos, no dejes de mantenerte firme y constante en la batalla, ni
abandones el campo. Porque has de persuadirte siempre de que te hallas
victoriosa, mientras no reconocieres claramente que cediste y te dejaste vencer
y sujetar. Pues así como nuestra voluntad superior no necesita del
consentimiento del apetito inferior para producir sus actos, así, aunque sean
muy violentos y fuertes los asaltos con que la combatiere este enemigo
doméstico, conserva siempre el uso de su libertad, y no puede ser forzada a
ceder y consentir si ella misma no quiere; porque el Creador le ha dado un
poder tan grande y un imperio tan absoluto, que aunque todos los sentidos,
todos los demonios y todas las criaturas conspirasen juntamente contra ella
para oprimirla y sujetarla, no obstante, podría siempre querer o no querer con
libertad lo que quiere o no quiere, tantas veces, y por tanto tiempo, y en el
modo, y para el fin que más le agradare.
Pero si alguna vez estos
enemigos te asaltasen y combatiesen con tanta violencia que tu voluntad ya
oprimida y cansada no tuviese vigor ni espíritu para producir algún acto
contrario, no pierdas el ánimo ni arrojes las armas; mas sirviéndote en este
caso de la lengua, te defenderás, diciendo: No me rindo, no quiero ni
consiento, como suelen hacer los que hallándose ya oprimidos, sujetos y
dominados de su enemigo, no pudiendo con la punta de la espada, lo hacen con el
pomo. Y así como éstos, desasiéndose con industria de su contrario, se retiran
algunos pasos para volver sobre su enemigo, y herirlo mortalmente, así tú
procurarás retirarte al conocimiento de ti misma, que nada puedes, y animada de
una generosa confianza en Dios, que lo puede todo, te esforzarás a combatir y
vencer la pasión que te domina, diciendo entonces: Ayudadme, Señor, ayudadme,
Dios mío, no
abandonéis
a vuestra sierva, no permitáis que yo me rinda a la tentación.
Podrás también, si el enemigo
te diere tiempo, ayudar la flaqueza de la voluntad llamando en su socorro al
entendimiento, y fortificándola con diversas consideraciones que sean propias
para darle aliento y animarla al combate; como, por ejemplo, si hallándote afligida
de alguna injusta persecución o de otro trabajo, te sintieres de tal suerte
tentada y combatida de la impaciencia, que tu voluntad no pudiese ni quisiese
sufrir cosa alguna, procurarás esforzarla y ayudarla con la consideración de
los puntos siguientes, o de otros semejantes:
1. Considera si mereces el mal
que padeces, y si tu misma diste la ocasión y el motivo, pues si te hubiere
sucedido por culpa tuya, la razón pide que toleres y sufras pacientemente una
herida que tú misma te has hecho con tus propias manos.
2. Mas cuando no tengas alguna
culpa en tu daño, vuelve los ojos y el pensamiento a tus desórdenes pasados, de
que todavía no te ha castigado la divina Justicia, ni tú has hecho la debida
penitencia; y viendo que Dios por su misericordia te trueca el castigo que
había de ser, o más largo en el purgatorio, o eterno en el infierno, en otro
más ligero y más breve, recíbelo, no solamente con paciencia, sino también con
alegría y con rendimiento de gracias.
3. Pero si te pareciere que has
hecho mucha penitencia, y que has ofendido poco a Dios (cosa que debe estar
siempre muy lejos de tu pensamiento), deberás considerar que en el reino de los
cielos no se entra sino por la puerta estrecha de las tribulaciones y de la
cruz (Act. XIV, 21).
4. Considera asimismo que aun
cuando pudieres entrar por otra puerta, la ley sola del amor debe ría obligarte
a escoger siempre la de las tribulaciones, por no apartarte un punto de la
imitación del Hijo de Dios y de todos sus escogidos, que no han entrado en la
bienaventuranza de la gloria sino por medio de las espinas y tribulaciones.
5. Mas a lo que principalmente
debes atender y mirar, así en ésta como en cualquier otra ocasión, es la
voluntad de Dios, que por el amor que te tiene se deleita y complace
indeciblemente de verte hacer estos actos heroicos de virtud, y corresponder a
su amor con estas pruebas de tu valor y fidelidad. Y ten por cierto que cuanto
más grave fuere la persecución que padeces, y más injusta de parte de su autor,
tanto más estimará el Señor tu fidelidad y constancia, viendo que en medio de
tus aflicciones adoras sus juicios, y te sujetas a su providencia, en la cual
todos los sucesos, aunque nos parezcan muy desordenados, tienen regla y orden
perfectísimo.
CAPÍTULO XV
De algunas advertencias importantes
para saber de qué modo se ha de pelear, contra qué enemigos se debe combatir, y
con qué virtud pueden ser vencidos.
Ya has visto, hija mía, el modo
con que debes combatir para vencerte a ti misma, y adornarte de las virtudes.
Ahora conviene que sepas que para conseguir más fácil y prontamente la
victoria, no te basta combatir y mostrar tu valor una sola vez; mas es
necesario que vuelvas cada día a la batalla y renueves el combate,
principalmente contra el amor propio, hasta tanto que vengas a mirar como
preciosos y amables todos los desprecios y disgustos que pudieren venirte del
mundo.
Por la inadvertencia y descuido
que se tiene comúnmente en este combate, sucede muchas veces que las victorias
son difíciles, imperfectas, raras y de poca duración. Por esta causa te
aconsejo, hija, mía, que pelees con esfuerzo y resolución, y que no te excuses
con el pretexto de tu flaqueza natural; pues si te faltan las fuerzas, Dios te
las dará, como se las pidas.
Considera, además de esto, que
si es grande la multitud y el furor de tus enemigos, es infinitamente mayor la
bondad de Dios, y el amor que te tiene, y que son más los Ángeles del cielo y
las oraciones de los Santos que te asisten y combaten en tu defensa. Estas
consideraciones han animado de tal suerte a muchas mujeres sencillas y flacas
que han podido vencer toda la sabiduría del mundo, resistir todos los
atractivos de la carne, y triunfar de todas las fuerzas del infierno.
Por
esta causa no debes desmayar jamás o perder el ánimo en este combate, aunque te
parezca que los esfuerzos de tantos enemigos son difíciles de vencer, que la
guerra no tendrá fin sino con tu vida, y que te hallas de todas partes
amenazada de una ruina casi inevitable; porque es bien que sepas que ni las
fuerzas ni los artificios de nuestros enemigos pueden hacernos algún daño sin
la permisión de nuestro divino Capitán, por cuyo honor se combate, el cual nos
exhorta y llama a la pelea; y no solamente no permitirá jamás que los que
conspiran a tu perdición logren su intento, sino más bien combatirá por ti; y
cuando será de su agrado, te dará la victoria con grande fruto y ventaja tuya,
aunque te la dilate hasta el último día de tu vida.
Lo que desea, hija mía, y pide
únicamente de ti, es que combatas generosamente, y que, aunque salgas herida
muchas veces, no dejes jamás las armas ni huyas de la batalla. Finalmente, para
excitarte a pelear con resolución y constancia, considerarás que esta guerra es
inevitable y que es forzoso pelear o morir; porque tienes que luchar contra
enemigos tan furiosos y obstinados, que no podrás tener jamás paz ni tregua con
ellos.
CAPÍTUL0 XVI
Del modo cómo el soldado de
Cristo debe presentarse al combate por la mañana.
La primera cosa que debes hacer
cuando despiertes es abrir los ojos del alma, y consideraste como en un campo
de batalla en presencia de tu enemigo, y en la necesidad forzosa de combatir o
de perecer para siempre. Imagínate que tienes delante de tus ojos a tu enemigo,
esto es, al vicio o pasión desordenada que deseas domar y vencer, y que este
monstruo furioso viene a arrojarse sobre ti para oprimirte y vencerte.
Represéntate al mismo tiempo que tienes a tu diestra a tu invencible capitán
Jesucristo, acompañado de María y de José, y de muchos escuadrones de Ángeles y
bienaventurados particularmente, y del glorioso arcángel San Miguel; y a la
siniestra, a Lucifer con sus ministros, resueltos a sostener con todas sus
fuerzas y la pasión o vicio que pretendes combatir, y a usar de todos los
artificios y engaños que caben en su malicia para rendirte.
Asimismo te imaginarás que oyes
en el fondo de tu corazón una secreta voz de tu Ángel custodio que te habla de
esta suerte: Éste es el día en que debes hacer los últimos esfuerzos para
vencer a este enemigo, y a todos los demás que conspiran a tu perdición y
ruina; ten ánimo y constancia; no te dejes vencer de algún vano temor o
respeto, porque tu capitán, Jesucristo, está a tu lado con todos los
escuadrones del ejército celestial para defenderte contra todos los que te
hacen guerra, y no permitirá que prevalezcan contra ti sus fuerzas ni sus
artificios. Procura estar firme y constante: hazte fuerza y violencia, y sufre
la pena que sintieres en violentarte y vencerte. Da voces al Señor desde lo más
íntimo de tu corazón, invoca continuamente a Jesús y María; pide a todos los
Santos y bienaventurados que te socorran y asistan; y no dudes que alcanzarás
la victoria.
Aunque seas flaca y estés mal
habituada, y tus enemigos te parezcan formidables por su número y por sus
fuerzas, no temas; porque los escuadrones que vienen del cielo para tu socorro
y defensa son más fuertes y numerosos que los que envía el infierno para
quitarte la vida de la gracia. El Dios que te ha creado y redimido es
todopoderoso, y tiene sin comparación más deseo de salvarte que el demonio de
perderte.
Pelea, pues, con valor, y entra
desde luego con esfuerzo y resolución en el empeño de vencerte y mortificarte a
ti misma; porque de la continua guerra contra tus malas inclinaciones y hábitos
viciosos ha de nacer, finalmente, la victoria, y aquel gran tesoro con que se
compra el reino de los cielos, donde el alma se une para siempre con Dios.
Empieza, pues, hija mía, a combatir en el nombre del Señor, teniendo por espada
y por escudo la desconfianza de ti misma, la confianza en Dios, la oración y el
ejercicio de tus potencias.
Asistida de estas armas
provocarás a la batalla a tu enemigo, esto es, a aquella pasión o vicio
dominante que hubieres resuelto combatir y vencer, ya con un generoso
menosprecio, ya con una firme resistencia, ya con actos repetidos de la virtud
contraria, ya, finalmente, con otros medios que te inspirará el cielo para
exterminarlo de tu corazón.
No
descanses ni dejes la pelea hasta que lo hayas domado y vencido enteramente, y
merecerás por tu constancia recibir la corona de manos de Dios, que con toda la
Iglesia triunfante estará mirando desde el cielo tu combate.
Vuelvo a advertirte, hija mía,
que no desistas ni ceses de combatir, atendiendo a la obligación que tenemos de
servir y agradar a Dios, y a la necesidad de pelear; pues no podemos excusar la
batalla, ni salir de ella sin quedar muertos o heridos. Considera que cuando,
como rebelde, quisieres huir de Dios, y darte a las delicias de la carne, te
será forzoso, a pesar tuyo, el combatir con infinitas contrariedades, y sufrir
grandes amarguras y penas para satisfacer a tu sensualidad y ambición. ¿No
sería una terrible locura elegir y abrazar penas y afanes que nos llevan a otros
afanes y penas mayores, y aun a los tormentos eternos, y huir de algunas
ligeras tribulaciones que se acaban presto, y nos encaminan y guían a una
eterna felicidad, y nos aseguran el ver a Dios y gozarle para siempre?
CAPÍTULO XVII
Del orden que se debe guardar
en el combate contra las pasiones y vicios
Importa mucho, hija mía, que
sepas el orden que se debe guardar para combatir como se debe y no, acaso, por
costumbre, como hacen muchos, que por esta causa pierden todo el fruto de su
trabajo.
El orden de combatir contra tus
vicios y malas inclinaciones es recogerte dentro de ti misma, a fin de examinar
con cuidado cuáles son ordinariamente tus deseos y aficiones, y reconocer cuál
es la pasión que en ti reina; y a ésta particularmente has de declarar la guerra
como a tu mayor enemigo. Pero si el maligno espíritu te asaltare con otra
pasión o vicio, deberás entonces acudir sin tardanza a donde fuere mayor y más
urgente la necesidad, y volverás después a tu primera empresa.
CAPÍTULO XVIII
De qué manera deben
reprimirse los movimientos repentinos de las pasiones
Si no estuvieres acostumbrada a
reparar y resistir los golpes repentinos de las injurias, afrentas y demás
penas de esta vida, conseguirás esta costumbre previéndolas con el discurso y
preparándote de lejos a recibirlas.
El modo de preverlas es que,
después de haber examinado la calidad y naturaleza de tus pasiones, consideres
las personas con quienes tratas, y los lugares y ocasiones donde te hallas
ordinariamente; y de aquí podrás fácilmente conjeturar todo lo que puede
sucederte. Pero si bien en cualquiera accidente imprevisto te aprovechará mucho
el haberte preparado contra semejantes motivos y ocasiones de mortificación y
pena, podrás no obstante servirte también de este otro medio:
Apenas empezares a sentir los
primeros golpes de alguna injuria, o de cualquiera otra aflicción, procura
levantar tu espíritu a Dios, considerando que este accidente es un golpe del
cielo que su misericordia te envía para purificarte, y para unirte más
estrechamente a sí. Y después que hayas reconocido que su bondad inefable se
deleita y complace infinitamente de verte sufrir con alegría las mayores penas
y adversidades por su amor, vuelve sobre ti misma, y reprendiéndote dirás: ¡Oh
cuán flaca y cobarde eres! ¿por qué no quieres tú sufrir, y llevar una cruz que
te envía, no esta o aquella persona, sino tu Padre celestial? Después, mirando
la cruz, abrázala, y recíbela no solamente con sumisión, sino con alegría,
diciendo: ¡Oh cruz que el amor de mi Redentor crucificado me hace más dulce y
apetecible que todos los placeres de los sentidos! Úneme desde hoy
estrechamente contigo, para que por ti pueda yo unirme estrechamente con el que
me ha redimido, muriendo entre tus brazos.
Pero si prevaleciendo en ti la
pasión en los principios, no pudieres levantar el corazón a Dios, y te
sintieres herida, no por esto desmayes, ni dejes de hacer todos los esfuerzos
posibles para
vencerla,
implorando el socorro del cielo.
Después de todo esto, hija mía,
el camino más breve y seguro para reprimir y sujetar estos primeros movimientos
de las pasiones, es quitar la causa de donde proceden. Por ejemplo: si por
tener puesto tu afecto en alguna cosa de tu gusto, observas que te turbas, te
enojas y te inquietas cuando te tocan en ella, procura desnudarte de este
afecto, y gozarás de un perfecto reposo. Mas si la inquietud que sientes
procede, no de amor desarreglado a algún objeto de tu gusto, sino de aversión
natural a alguna persona, cuyas menores acciones te ofenden y desagradan, el
remedio eficaz y propio de este mal es que, a pesar de tu antipatía, te
esfuerces por amar a esta persona, no solamente porque es una criatura formada
de la mano de Dios, y redimida con la preciosa sangre de Jesucristo, de la
misma suerte que tú, sino también porque sufriendo con dulzura y paciencia sus
defectos, puedes hacerte semejante a tu Padre celestial, que con todos es
generalmente benigno y amoroso (Matth V, 45).
CAPÍTUL0 XIX
Del modo cómo se debe
combatir contra el vicio deshonesto
Contra este vicio has de hacer
la guerra de un modo particular, y con mayor resolución y esfuerzo que contra
los demás vicios. Para combatirlo como conviene, es necesario que distingas
tres tiempos: El primero, antes de la tentación; El segundo, cuando te hallares
tentada; El tercero, después que se hubiere pasado la tentación.
1. Antes de la tentación, tu
pelea ha de ser contra las causas y personas que suelen ocasionarla.
Primeramente has de pelear no buscando ni acometiendo a tu enemigo, sino
huyendo cuanto te sea posible de cualquiera cosa o persona que te pueda
ocasionar el mínimo peligro de caer en este vicio; y cuando la condición de la
vida común, o la obligación del oficio particular, o la caridad con el prójimo
te obligaren a la presencia y conversación de tales objetos, procurarás
contenerte severamente dentro de aquellos límites que hace inculpable la
necesidad, usando siempre de palabras modestas y graves, y mostrando un aire
más serio y austero que familiar y afable. No presumas de ti misma, aunque en
todo el decurso de tu vida no hayas sentido los penosos estímulos de la carne;
porque el espíritu de la impureza suele hacer en una hora lo que no ha podido
en muchos años. Muchas veces ordena y dispone ocultamente sus máquinas para
herir con mayor ruina y estrago; y nunca es más de recelar y de temer que
cuando más se disimula y da menos sospechas de sí.
La experiencia, nos muestra
cada día que nunca es mayor el peligro que cuando se contraen o se mantienen
ciertas amistades en que no se descubre algún mal, por fundarse sobre razones y
títulos especiosos, ya de parentesco, ya de gratitud, ya de algún otro motivo
honesto, ya sobre el mérito y virtud de la persona que se ama; porque con las
visitas frecuentes y largos razonamientos se mezcla insensiblemente en estas amistades
el venenoso deleite del sentido; el cual, penetrando con un pronto y funesto
progreso hasta la médula del alma, oscurece de tal suerte la razón, que vienen
finalmente a tenerse por cosas muy leves el mirar inmodesto, las expresiones
tiernas y amorosas; las palabras libres, los donaires y los equívocos, de donde
nacen tentaciones y caídas muy graves.
Huye, pues, hija mía, hasta de
la mínima sombra de este vicio, si quieres conservarte inocente y pura. No te
fíes de tu virtud, ni de las resoluciones o propósitos que hubieres hecho de
morir antes que ofender a Dios; porque si el amor sensual que se enciende en
estas conversaciones dulces y frecuentes se apodera una vez de tu corazón, no
tendrás respeto a parentesco, por contentar y satisfacer tu pasión; serán
inútiles y vanas todas las exhortaciones de tus amigos; perderás absolutamente
el temor de Dios; y el fuego mismo del infierno no será capaz de extinguir tus
llamas impuras. Huye, huye, si no quieres ser sorprendida y presa, y lo que es
más, perderte para siempre.
2. Huye de la ociosidad,
procura vivir con cautela, y ocuparte en pensamientos y en obras
convenientes
a tu estado.
3. Obedece con alegría a tus
superiores, y ejecuta con prontitud las cosas que te ordenaren, abrazando con
mayor gusto las que te humillan y son más contrarias a tu voluntad y natural
inclinación.
4. No hagas jamás juicio
temerario del prójimo, principalmente en este vicio; y si por desgracia hubiere
caído en algún desorden, y fuere manifiesta y pública su caída, no por eso lo
menosprecies o lo insultes; mas compadeciéndote de su flaqueza, procura
aprovecharte de su caída humillándote a los ojos de Dios, conociendo y
confesando que no eres sino polvo y ceniza, implorando con humildad y fervor el
socorro de su gracia, y huyendo desde entonces con mayor cuidado de todo
comercio y comunicación en que pueda haber la menor sombra de peligro.
Advierte, hija mía, que si
fueres fácil y pronta en juzgar mal de tus hermanos y en despreciarlos, Dios te
corregirá a tu costa permitiendo que caigas en las mismas faltas que condenas,
para que así vengas a conocer tu soberbia, y humillada, procures el remedio de
uno y otro vicio.
Pero, aunque no caigas en
alguna de estas faltas, sabe, hija mía, que si continúas en formar juicios
temerarios contra el prójimo, estarás siempre en evidente peligro de perecer.
Últimamente, en las
consolaciones y gustos sobrenaturales que recibieres del Señor, guárdate de
admitir en tu espíritu algún sentimiento de complacencia o vanagloria,
persuadiéndote de que has llegado ya al colmo de la perfección, y de que tus
enemigos no se hallan ya en estado de hacerte guerra, porque te parece que los miras
con menosprecio, aversión y horror; pues si en esto no fueres muy cauta y
advertida, caerás con facilidad.
En cuanto al tiempo de la
tentación, conviene considerar si la causa de donde procede es interior o
exterior.
Por causa exterior entiendo la curiosidad
de los ojos y de los oídos, la delicadeza y lujo de los vestidos, las amistades
sospechosas, y los razonamientos que incitan a este vicio.
La medicina en estos casos es
el pudor y la modestia que tienen cerrados los ojos y los oídos a todos los
objetos que son capaces de alborotar la imaginación; pero el principal remedio
es la fuga, como dije.
La interior procede, o de la
vivacidad y lozanía del cuerpo, o de los pensamientos de la mente que nos
vienen de nuestros malos hábitos, o de las sugestiones del demonio.
La vivacidad y lozanía del
cuerpo se ha de mortificar con los ayunos, con las disciplinas, con los
cilicios, con las vigilias y con otras austeridades semejantes; mas sin exceder
los límites de la discreción y de la obediencia.
Por lo que mira a los
pensamientos, sea cual fuere la causa o principio de donde nacieren, los
remedios y preservativos son éstos: la ocupación en los ejercicios que son
propios de tu estado, la oración y la meditación.
La oración se ha de hacer en
esta forma: apenas te vinieren semejantes pensamientos, y empezares a sentir su
impresión, procura luego recogerte dentro de ti misma, y poniendo los ojos en
Jesucristo, le dirás: ¡Oh mi dulce Jesús, acudid prontamente a mi socorro para
que yo no caiga en las manos de mis enemigos! Otras veces, abrazando la cruz de
donde pende tu Señor, besarás repetidas veces las sacratísimas llagas de sus
pies, diciendo con fervor y confianza: ¡Oh llagas adorables! ¡Oh llagas
infinitamente santas! imprimid vuestra figura en este impuro y miserable
corazón, preservándome de vuestra ofensa.
La meditación, hija mía, yo no
quisiera que en el tiempo en que abundan las tentaciones de los deleites
carnales, fuese sobre ciertos puntos que algunos libros espirituales proponen
como remedios de semejantes tentaciones. Así, por ejemplo, el considerar la
vileza de este vicio, su insaciabilidad, los disgustos y amarguras que lo
acompañan, y las ruinas que ocasiona en la hacienda, en el honor, en la salud y
en la vida; porque no siempre éste es medio seguro para vencer
la
tentación, antes bien puede acrecentarla más; pues si el entendimiento por una
parte arroja y desecha estos pensamientos, y los excita y llama por otra, pone
a la voluntad en peligro de deleitarse con ellos y de consentir en el deleite.
Por esta causa el medio más
seguro para librarte y defenderte de tales pensamientos, es apartar la
imaginación, no solamente de los objetos impuros, sino también de los que les
son contrarios; porque esforzándote a repelerlos por los que les son contrarios,
pensarás en ellos aunque no quieras, y conservarás sus imágenes. Conténtate,
pues, en éstos, con meditar sobre la pasión de Jesucristo; y si mientras te
ocupas en este santo ejercicio volvieren a molestarte y afligirte con más
vehemencia los mismos pensamientos, no por esto pierdas el ánimo ni dejes la
meditación, ni para resistirlos te vuelvas contra ellos; antes bien
menospreciándolos enteramente como si no fuesen tuyos, sino del demonio,
perseverarás constante en meditar con toda la atención que te fuere posible
sobre la muerte de Jesucristo. Porque no hay medio más poderoso para arrojar de
nosotros el espíritu in mundo, aun cuando estuviere resuelto y determinado a
hacernos perpetuamente la guerra.
Concluirás después tu
meditación con esta súplica o con otra semejante: ¡Oh Creador y Redentor mío!
libradme de mis enemigos por vuestra infinita bondad, y por los méritos de
vuestra sacratísima pasión. Pero guárdate, mientras dijeres esto, de pensar en
el vicio de que deseas defenderte, porque la menor idea será peligrosa.
Sobre todo no pierdas el tiempo
en disputar contigo misma para saber si consentiste o no consentiste en la
tentación; porque este género de ensayo es una invención del demonio, que con
pretexto de un bien aparente o de una obligación quimérica, pretende
inquietarte y hacerte tímida y desconfiada, o precipitarte en algún deleite
sexual con estas imaginaciones impuras en que ocupa tu espíritu.
Todas las veces, pues, que en
estas tentaciones no fuere claro el consentimiento, bastará que descubras
brevemente a tu padre espiritual lo que supieres, quedando después quieta y
sosegada con su parecer, sin pensar más en semejante cosa. Pero no dejes de
descubrirle con fidelidad todo el fondo de tu corazón, sin ocultarle jamás
alguna cosa, o por vergüenza, o por cualquiera otro respeto; por que si para
vencer generalmente a todos nuestros enemigos es necesaria la humildad, ¿cuánta
necesidad tendremos de esta virtud para librarnos y defendernos de un vicio que
es casi siempre pena y castigo de nuestro orgullo?
Pasado el tiempo de la
tentación, la regla que deberás guardar es ésta: aunque goces de una profunda
calma y de un perfecto sosiego, y te parezca que te hallas libre y segura de
semejantes tentaciones, procura, no obstante, tener lejos de tu pensamiento los
objetos que te las causaron, y no permitas que vuelvan a entrar en tu espíritu
con algún color o pretexto de virtud, o de otro bien imaginado; porque
semejantes pretextos son engaños de nuestra naturaleza corrompida, y lazos del
demonio que se transforma en ángel de luz (II Cor. XI, 14) para inducirnos a
las tinieblas exteriores, que son las del infierno.
CAPÍTULO XX
Del modo de pelear contra el
vicio de la pereza
Importa mucho, hija mía, que
hagas la guerra a la pereza, porque este vicio no solamente nos aparta del
camino de la perfección, sino que nos pone enteramente en las manos de los
enemigos de nuestra salud.
Si quieres no caer en la mísera
servidumbre de este vicio, has de huir de toda curiosidad y afecto terreno, y
de cualquiera ocupación que no convenga a tu estado. Asimismo serás muy
diligente en corresponder a las inspiraciones del cielo, en ejecutar las
órdenes de tus superiores, y en hacer todas las cosas en el tiempo y en el modo
que ellos desean.
No tardes ni un breve instante
en cumplir lo que se te hubiere ordenado, porque la primera dilación o tardanza
ocasiona la segunda, y la segunda la tercera y las demás, a las cuales el
sentido
se
rinde y cede más fácilmente que a las primeras, por haberse ya aficionado al
placer y dulzura del descanso; y así, o la acción se empieza muy tarde, o se
deja como pesada y molesta.
De esta suerte viene a formarse
en nosotros el hábito de la pereza, el cual es muy difícil de vencer, si la
vergüenza de haber vivido en una suma negligencia y descuido no nos obliga al
fin a tomar la resolución de ser en lo venidero más laboriosos y diligentes.
Pero advierte, hija mía, que la
pereza es un veneno que se derrama en todas las potencias del alma, y no
solamente inficiona la voluntad, haciendo que aborrezca el trabajo, sino
también el entendimiento, cegándole para que no vea cuán vanos y mal fundados
son los propósitos de los negligentes y perezosos; pues lo que deberían hacer
luego y con diligencia, o no lo hacen jamás, o lo difieren y dejan para otro
tiempo.
Ni basta que se haga con
prontitud la obra que se ha de hacer, sino que es necesario hacerla en el
tiempo que pide la calidad y naturaleza de la misma obra, y con toda la
diligencia y cuidado que conviene, para darle toda la perfección posible;
porque, en fin, no es diligencia sino una pereza artificiosa y fina hacer con
precipitación las cosas, no cuidando de hacerlas bien, sino de concluirlas
presto, para entregarnos después al reposo en que teníamos fijo todo el
pensamiento. Este desorden nace ordinariamente de no considerarse bastantemente
el valor y precio de una buena obra, cuando se hace en su propio tiempo, y con
ánimo resuelto a vencer todos los impedimentos y dificultades que impone el
vicio de la pereza a los nuevos soldados que comienzan a hacer guerra a sus
pasiones y vicios.
Considera, pues, hija mía, que
una sola aspiración, una oración jaculatoria, una reflexión, y la menor
demostración de culto y de respeto a la Majestad divina, es de mayor precio y
valor que todos los tesoros del mundo; y cada vez que el hombre se mortifica en
alguna cosa, los Ángeles del cielo le fabrican una bella corona en recompensa
de la victoria que ha ganado sobre sí mismo. Considera, al contrario, que Dios
quita poco a poco sus dones y gracias a los tibios y perezosos, y los aumenta a
los fervorosos y diligentes para hacerlos entrar después en la alegría y gozo
de su bienaventuranza.
Pero si al principio no te
sintieres con fuerza y vigor bastante para sufrir las dificultades y penas que
se presentan en el camino de la perfección, es necesario que procures
ocultártelas con destreza a ti misma, de suerte que te parezcan menores de lo
que suelen figurarse los perezosos. Por ejemplo, si para adquirir una virtud
necesitas ejercitarte en repetidos y frecuentes actos, y combatir con muchos y
poderosos enemigos que se oponen a tu intento, empieza a formar dichos actos
como si hubiesen de ser pocos los que has de producir, trabaja como si tu
trabajo no hubiese de durar sino muy breve tiempo, y combate a tus enemigos,
uno en pos de otro, como si no tuvieses sino uno solo que combatir y vencer,
poniendo toda tu confianza en Dios, y esperando que con el socorro de su gracia
serás más fuerte que todos ellos. Pues si obrares de esta suerte, vendrás a
librarte del vicio de la pereza y a adquirir la virtud contraria.
Lo mismo practicarás en la
oración. Si tu oración debe durar una hora, y te parece largo este tiempo,
proponte solamente orar medio cuarto de hora, y pasando de este medio cuarto de
hora a otro, no te será difícil ni penoso el llenar, finalmente, la hora
entera. Pero si al segundo o tercero medio cuarto de hora, sintieres demasiada
repugnancia y pena, deja entonces el ejercicio para no aumentar tu
desabrimiento y disgusto; porque esta interrupción no te causará ningún daño,
si después vuelves a continuarlo.
Este mismo método has de
observar en las obras exteriores y mentales. Si tuvieres diversas cosas que
hacer, y, por parecerte muchas y muy difíciles, sientes inquietud y pena,
comienza, siempre por la primera, con resolución, sin pensar en las demás, porque
haciéndolo así con diligencia, vendrás a hacerlas todas con menos trabajo y
dificultad de lo que imaginabas.
Si no procuras, hija mía,
guardar esta regla, y no te esfuerzas a vencer el trabajo y dificultad que nace
de la pereza, advierte que con el tiempo vendrá a prevalecer en ti de tal
manera este vicio, que las dificultades y penas, que son inseparables de los
primeros ejercicios de la virtud, no solamente te
molestarán
cuando estén presentes, sino que desde luego te causarán disgusto y congojas, porque
estarás siempre con un continuo temor de ser ejercitada y combatida de tus
enemigos, y en la misma quietud vivirás inquieta y turbada.
Conviene, hija mía, que sepas
que en este vicio hay un veneno oculto que oprime y destruye no solamente las
primeras semillas de las virtudes, sino también las virtudes que están ya
formadas; y que como la carcoma roe y consume insensiblemente la madera, así
este vicio roe y consume insensiblemente la médula de la vida espiritual; y por
este medio suele el demonio tender sus redes y lazos a los hombres, y
particularmente a los que aspiran a la perfección.
Vela, pues, sobre ti misma
dándote a la oración y a las buenas obras, y no aguardes a tejer el paño de la
vestidura nupcial para cuando ya habías de estar vestida y adornada de ella
para salir a recibir al esposo (Matth. XXII et XXV).
Acuérdate cada día de que no te
promete la tarde quien te da la mañana, y quien te da la tarde no te asegura la
mañana (Véase en la 2a. part. trat. 4o. capítulo XIV).
Emplea santamente cada hora del
día como si fuese la última; ocúpate toda, en agradar a Dios y teme siempre la
estrecha y rigurosa cuenta que le has de dar de todos los instantes de tu vida.
Últimamente te advierto que
tengas por perdido aquel día en que, aunque hayas trabajo con diligencia, y
concluido muchos negocios, no hubieres alcanzado muchas victorias contra tu
propia voluntad y malas inclinaciones, ni hubieres rendido gracias y alabanzas
a Dios por sus beneficios; y principalmente por el de la dolorosa muerte que padeció
por ti, y por el suave y paternal castigo que te da, si por ventura te hubiese
hecho digna del tesoro inestimable de alguna tribulación.
CAPÍTULO XXI
Cómo debemos gobernar los
sentidos exteriores y servirnos de ellos para la contemplación de las cosas
divinas
Grande advertencia y continuado
ejercicio pide el gobierno y buen gusto de los sentidos exteriores; porque el
apetito sensitivo, de donde nacen todos los movimientos de la naturaleza
corrompida, se inclina desenfrenadamente a los gustos y deleites, y no pudiendo
adquirirlos por sí mismo, se sirve de los sentidos como de instrumentos propios
y naturales para traer a si los objetos, cuyas imágenes imprime en el alma; de
donde se origina el placer sensual, que por la estrecha comunicación que tienen
entre sí el espíritu y la carne, derramándose desde luego en todos los sentidos
que son capaces de aquel deleite, pasa después a inficionar, como un mal
contagioso, las potencias del alma, y viene finalmente a corromper todo el
hombre.
Los remedios con que podrás
preservarte de un mal tan grave, son éstos:
Estarás siempre advertida y
sobre aviso de no dar mucha libertad a tus sentidos, y de no servirte de ellos
para el deleite, sino solamente para algún buen fin, o por alguna necesidad o
provecho; y si por ventura, sin que tú lo adviertas, se derramaren a vanos
objetos para buscar algún falso deleite, recógelos luego y réglalos de suerte
que se acostumbren a sacar de los mismos objetos grandes socorros para la
perfección del alma, y no admitir otras especies que las que puedan ayudarla
para elevarse por el conocimiento de las cosas creadas a la contemplación de
las grandezas de Dios, la cual podrás practicar en esta forma:
Cuando se presentare a tus
sentidos algún objeto agradable, no consideres lo que tiene de material, sino
míralo con los ojos del alma; y si advirtieres o hallares en él alguna cosa que
lisonjee y agrade a tus sentidos, considera que no la tiene de sí, sino que la
ha recibido de Dios, que con su mano invisible lo ha creado, y le comunica toda
la bondad y hermosura que en él admiras.
Después te alegrarás de ver que
este Ser soberano e independiente, que es el único Autor de tantas bellas
cualidades que te hechizan en las criaturas, las contiene todas en sí mismo con
eminencia, y que la más excelente de aquéllas no es sino una sombra de sus
infinitas perfecciones.
Cuando
vieres o contemplares alguna obra excelente y perfecta de tu Creador, considera
su nada, y fija los ojos del entendimiento en el divino Artífice que le dio el
ser, y poniendo en Él solo toda tu alegría, le dirás: ¡Oh esencia divina,
objeto de todos mis deseos y única felicidad mía; cuánto me alegro que tú seas
el principio infinito de todo el ser y perfección de las criaturas!
De la misma suerte, cuando
vieres árboles, plantas, flores o cosas semejantes, considera que la vida que
tienen no la tienen de sí, sino del espíritu que no ves y las vivifica, al cual
podrás decir: Vos sois, Señor, la verdadera vida, de quien, en quien y por
quien viven y crecen todas las cosas. ¡Oh única alegría de mi corazón!
Asimismo, de la vista de los animales levantarás el pensamiento a Dios que les
ha dado el sentido y movimiento, y le dirás: ¡Oh gran Dios, que moviendo todas
las cosas en el mundo, sois siempre inmóvil en Vos mismo! ¡Cuánto me alegro de
vuestra perpetua estabilidad y firmeza!
Cuando sintieres que se inclina
tu afecto a la belleza de las criaturas, separa luego lo que ves de lo que no
ves; deja el cuerpo, y vuelve el pensamiento al espíritu. Considera que todo lo
que parece hermoso a tus ojos viene de un principio invisible, que es la
hermosura increada, y te dirás a ti misma: Estos no son sino destellos o
arroyuelos de aquella fuente increada, o gotas de aquel piélago infinito de
donde manan todos los bienes. ¡Oh cómo me alegro en lo íntimo del corazón
pensando en la eterna belleza, que es origen y causa de todas las bellezas
creadas!
Cuando vieres alguna persona en
quien resplandezca la bondad, la sabiduría, la justicia o alguna otra virtud,
distingue igualmente lo que tiene de sí misma, de lo que ha recibido del cielo,
y dirás a Dios: ¡Oh riquísimo tesoro de todas las virtudes! Yo no puedo
explicar la alegría que siento cuando considero que no hay algún bien que no
proceda de Vos, y que todas las perfecciones de las criaturas son nada en
comparación de las vuestras. Yo os alabo y bendigo, Señor, por éste y por todos
los demás bienes que os habéis dignado comunicar a mi prójimo. Acordaos, Señor,
de mi pobreza, y de la necesidad que tengo de tal y tal virtud.
Cuando hicieres alguna cosa,
considera que Dios es la primera causa de aquella obra, y que tú no eres sino
un vil instrumento; y levantando el pensamiento a su divina Majestad, le dirás:
¡Oh soberano Señor del mundo! Yo reconozco con alegría indecible que sin Vos no
puedo obrar cosa alguna, y que Vos sois el primero y principal Artífice de
todas.
Cuando comieres alguna vianda
que sea de tu gusto, harás esta reflexión: que sólo el Creador es capaz de
darle este gusto que encuentras, y que te es tan agradable; y poniendo en Él
solo todas tus delicias, te dirás a ti misma: Alégrate, alma mía, de que, como
fuera de Dios no hay verdadero ni sólido contento, así en solo Dios puedas
verdaderamente deleitarte en todas las cosas.
Cuando percibieres algún olor
suave y agradable no te detengas en el deleite o gusto que te causa; mas pasa
con el pensamiento al Señor, de quien tiene su origen aquella fragancia, y con
una interior consolación le dirás: Haced, Dios y Señor mío, que así como yo me
alegro de que de Vos proceda toda suavidad, así mi alma, desasida de los
placeres sensuales, no tenga cosa alguna que le impida elevarse a Vos, como el
humo de un agradable incienso.
Finalmente, cuando oyeres
alguna suave armonía de voces e instrumentos, volviéndote con el espíritu a
Dios, dirás: ¡Oh Señor, Dios mío, cuánto me alegro de vuestras infinitas
perfecciones, que unidas forman una admirable armonía y concierto, no solamente
en Vos mismo sino también en los Ángeles, en los cielos y en todas las
criaturas!
CAPÍTULO XXII
Cómo podrán ayudarnos las
cosas sensibles para la meditación de los misterios de la vida y pasión de
Cristo nuestro Señor.
Ya te he mostrado, hija mía,
cómo podrás elevarte de la consideración de las cosas sensibles a la
contemplación de las grandezas de Dios. Ahora quiero enseñarte el modo de
servirte de estas mismas cosas para meditar y considerar los sagrados misterios
de la vida y pasión de Jesucristo
nuestro
Redentor.
No hay cosa alguna en el
Universo que no pueda servirte para este efecto.
Considera en todas las cosas a
Dios, como única y primera causa que les ha dado el ser, la hermosura y la
excelencia que tienen. Después admirarás su bondad infinita; pues siendo único
principio y señor de todo lo creado, quiso humillar su dignidad y grandeza
hasta hacerse hombre y vestirse de nuestras flaquezas, y sufrir una muerte
afrentosa por nuestra salud, permitiendo que sus mismas criaturas lo
crucificasen.
Muchas cosas podrán
representarte particular y distintamente estos santos misterios, como armas,
cuerdas, azotes, columnas, espinas, cañas, clavos, tenazas, martillos y otras
cosas que fueron instrumentos de la sacratísima pasión.
Los pobres albergues nos
traerán a la memoria el establo y pesebre en que quiso nacer el Señor. Si
llueve podremos acordarnos de aquella divina lluvia de sangre que en el huerto
salió de su sacratísimo cuerpo y regó la tierra. Las piedras que miráremos nos
servirán de imágenes de las que se rompieron en su muerte. La tierra nos
representará el movimiento que entonces hizo. El sol, las ti nieblas que lo
oscurecieron. Cuando viéremos el agua, podremos acordarnos de la que salió de
su sacratísimo costado; y lo mismo digo de otras cosas semejantes.
Si bebieres vino u otro licor,
acuérdate de la hiel y vinagre que a tu divino Salvador presentaron sus
enemigos. Si te deleitare la suavidad y fragancia de los perfumes, figúrate en
tu imaginación el hedor de los cuerpos muertos que sintió en el Calvario.
Cuando te vistieres, considera que el Verbo eterno se vistió de nuestra carne
para vestirnos de su divinidad. Cuando te desnudares, imagínate que lo ves
desnudo entre las manos de los verdugos para ser azotado y morir en la cruz por
nuestro amor. Cuando oyeres algunos rumores o gritos confusos, acuérdate de las
voces abominables de los judíos cuando, amotinados contra el Señor, gritaban
que fuese crucificado: Tolle, tolle, crucifige, crucifige.
Todas las veces que sonare el
reloj para dar las horas, te representarás la congoja, palpitación y angustias
mortales que sintió en su corazón Jesús en el huerto, cuando empezó a temer los
crueles tormentos que se le preparaban; o te figurarás que oyes los duros golpes
de los martillos que los soldados le dieron cuando lo clavaron en la cruz. En
fin, en cualesquiera dolores y penas que padecieres o vieres padecer a otro,
considerarás que son muy leves en comparación de las incomprensibles angustias
que penetraron y afligieron el cuerpo y el alma de Jesucristo en el curso de su
pasión.
CAPÍTULO XXIII
De otros modos de gobernar
nuestros sentidos según las ocasiones que se ofrecieren
Después de haberte mostrado
cómo podemos levantar nuestros espíritus de las cosas sensibles a las cosas de
Dios, y a los misterios de la vida de Jesucristo, quiero también enseñarte
otros modos de que podemos servirnos para diversos manjares con que puedan
satisfacer a su devoción. Esta variedad será de grande utilidad y provecho, no
solamente para las personas sencillas, sino también para las espirituales,
porque no todas van por un mismo camino a la perfección, ni tienen el espíritu
igualmente pronto y dispuesto para las más altas especulaciones.
No temas que tu espíritu se
embarace y confunda con esta diversidad de cosas, si te gobiernas con la regla
de la discreción y con el consejo de quien te guiare en la vida espiritual,
cuya dirección deberás seguir siempre, así en éstas como en todas las demás
advertencias que te haré.
Siempre que mirares tantas
cosas hermosas y agradables a la vista, y que el mundo tiene en grande aprecio
y estimación, considera que todas son vilísimas y como de barro en comparación
de las riquezas y bienes celestiales, a que solamente (despreciando el mundo)
debes aspirar de todo corazón.
Cuando
miras el sol, imagina y piensa que tu alma, si se halla adornada de la gracia,
es más hermosa y resplandeciente que el sol y que todos los astros del
firmamento; pero que sin el adorno y hermosura de la gracia, es más oscura y
abominable que las mismas tinieblas del infierno.
Alzando los ojos corporales al
cielo, pasa adelante, con los del entendimiento, hasta el empíreo, y considera
que es lugar prevenido para tu feliz morada por una eternidad, si en este mundo
vi vieres cristianamente.
Cuando oyeres cantar los
pájaros, acuérdate del paraíso, donde se cantan incesantemente a Dios himnos y
cánticos de alabanza (Apoc. XIX); y pide al mismo tiempo al Señor que te haga
digna de alabarle eternamente en compañía de los espíritus celestiales.
Cuando advirtieres que te
deleita y hechiza la belleza de las criaturas, imagina que debajo de aquella
hermosa apariencia se oculta la serpiente infernal, pronta, a morderte para
inficionarte con su veneno, y quitarte la vida de la gracia; y con santa
indignación le dirás: Huye, maldita serpiente, en vano te ocultas para
devorarme. Después, volviéndote a Dios, le dirás: Bendito seáis, Señor, que os
habéis dignado descubrirme mi enemigo y salvarme de sus asechanzas. Y luego
retírate a las llagas de tu Redentor como a un asilo seguro, y ocupa tu
espíritu con los dolores incomprensibles que padeció en su sacratísima carne
para librarte del pecado, y hacerte odiosos los deleites sensuales.
Otro medio quiero enseñarte
para defenderte de los atractivos de las hermosuras creadas, y es que pienses y
consideres qué vendrán a ser, después de la muerte, estos objetos que te
parecen ahora tan hermosos. Cuando caminares, acuérdate de que a cada paso que
das te acercas a la muerte. El vuelo de un pájaro, el curso de un río
impetuoso, te advierten que tu vida corre y vuela con mayor velocidad a su fin.
En las tempestad de vientos,
relámpagos y truenos, acuérdate del tremendo día del juicio; y postrándote
profundamente en la presencia de Dios, lo adorarás pidiéndole con humildad que
te conceda gracia y tiempo para disponerte y prepararte, de suerte que puedas
comparecer entonces con seguridad delante de su altísima Majestad.
En la variedad de accidentes a
que está sujeta la vida human; te ejercitarás de esta manera: Si, por ejemplo,
te hallares oprimida de algún dolor o tristeza, si padecieres calor o frío o
alguna otra incomodidad, levanta tu espíritu al Señor, y adora el orden
inmutable de su providencia, que por tu bien ha dispuesto que en aquel tiempo
padezcas aquella pena o trabajo; y reconociendo con alegría el amor tierno y
paternal que te muestra, y la ocasión que te da de servirle en lo que más le
agrada, dirás dentro de tu corazón: Ahora se cumple verdaderamente en mí la
voluntad de Dios, que tan benigna y amorosamente dispuso en su eternidad que yo
padeciese esta mortificación. Sea para siempre bendito y alabado.
Cuando se despertare en tu alma
algún buen pensamiento, vuélvete luego a Dios, y reconociendo que debes a su
bondad y misericordia este favor, le darás con humildad las gracias.
Si leyeres algún libro
espiritual y devoto, imagínate que el Señor te habla en aquel libro para tu
instrucción, y recibe sus palabras como si saliesen de su divina boca.
Cuando miras la cruz,
considérala como el estandarte de Jesucristo, tu Capitán; y entiende que si te
apartas de este sagrado estandarte, caerás en las manos de tus más crueles
enemigos; pero si lo sigues constantemente, te harás digna de entrar algún día
en triunfo en el cielo, cargada de gloriosos despojos.
Cuando vieres alguna imagen de
María santísima, ofrece tu corazón a esta Madre de misericordia, muéstrale el
gozo y alegría que sientes de que haya cumplido siempre con tanta diligencia y
fidelidad la voluntad divina; de que haya dado al mundo a tu Redentor, y lo
haya sustentado de su purísima leche; y en fin, dale muchas bendiciones y
gracias por la asistencia y socorro que da a todos los que la invocan en este
espiritual combate contra el demonio.
Las
imágenes de los Santos te representarán a la memoria aquellos dignos y
generosos soldados de Jesucristo, que combatiendo valerosamente hasta la
muerte, te han abierto el camino que debes seguir para llegar a la gloria.
Cuando vieres alguna iglesia,
entre otras devotas consideraciones, pensarás que tu alma es templo vivo de
Dios (I Cor. II id. IV), y que como estancia y morada suya, debes conservarla
pura y limpia. En cualquier tiempo que se tocare la campana para la Salutación
angélica, podrás hacer alguna nueva reflexión sobre las palabras que preceden a
cada Ave María.
En el primer toque o señal
darás gracias a Dios por aquella célebre embajada que envió a María santísima,
y fue el principio de nuestra salud. En el segundo, te congratularás con esta
purísima Señora de la alta dignidad a que la sublimó Dios en recompensa de su
profundísima humildad. En el tercero, adorarás al Verbo encarnado, y al mismo
tiempo darás a tu bienaventurada Madre y al arcángel San Gabriel el honor y
culto que merecen. En cada uno de estos toques será bien que se incline un poco
la cabeza en señal de reverencia, y particularmente en el último.
A más de estas breves
meditaciones, que podrás practicar igualmente en todos tiempos, quiero, hija
mía, enseñarte otras de que podrás servirte por la tarde, por la mañana y al
mediodía, y pertenecen al misterio de la pasión de nuestro Señor; porque todos
estamos obligados a pensar frecuentemente en el cruel martirio que entonces
padeció nuestra Señora, y sería en nosotros monstruosa ingratitud el no
hacerlo.
Por la tarde pensarás en el
dolor y pena de esta purísima Señora, por el sudor de sangre, prisión en el
huerto, y angustias interiores de su santísimo Hijo en aquella triste noche.
Por la mañana, compadécete de la aflicción que tuvo cuando con tanta ignominia
presentaron a su Hijo ante Pilato y Herodes, y cuando lo condenaron a muerte, y
obligaron a llevar la cruz sobre sus espaldas para ir al lugar del suplicio.
Al mediodía considera aquella
espada de dolor que penetró el alma de esta Madre afligida por la crucifixión y
muerte del Señor, y por la cruel lanzada que recibió, ya difunto, en su
sacratísimo costado.
Estas piadosas reflexiones
sobre los dolores y penas de nuestra Señora, las podrás hacer desde la tarde
del jueves hasta el mediodía del sábado; las otras, en los otros días. Pero en
éstos seguirás siempre tu devoción particular, según te sintieres movida de los
objetos exteriores.
Finalmente, para explicarte en
pocas palabras el modo como debes usar de los sentidos, sea para ti regla
inviolable el no dar entrada en tu corazón al amor o a la aversión natural de
las cosas que se te presentaren, reglando de tal suerte todas tus inclinaciones
con la voluntad divina, que no te determines a aborrecer o amar sino lo que
Dios quiere que aborrezcas o ames.
Pero advierte, hija mía, que
aunque te doy todas estas reglas para el buen uso y gobierno de tus sentidos,
no obstante, tu principal ocupación ha de ser siempre estar recogida dentro de
ti misma en el Señor, el cual quiere que te ejercites interiormente en combatir
tus viciosas inclinaciones, y en producir actos frecuentes de virtudes
contrarias. Solamente te las enseño y propongo para que sepas gobernarte en las
ocasiones en que tuvieres necesidad; porque has de saber que no es medio seguro
para aprovechar en la virtud el sujetarnos a muchos ejercicios exteriores, que
aunque de sí son loables y buenos, no obstante muchas veces no sirven sino para
embarazar el espíritu, fomentar el amor propio, entretener nuestra
inconstancia, y dar lugar a las tentaciones del enemigo.
CAPÍTULO XXIV
Del modo de gobernar la
lengua
La lengua del hombre, para ser
bien gobernada, necesita freno que la contenga dentro de las reglas de la
sabiduría y discreción cristiana; por que todos somos naturalmente inclinados a
dejarla correr y discurrir libremente sobre lo que agrada y deleita a los
sentidos.
El
hablar mucho nace ordinariamente de nuestra soberbia y presunción; porque
persuadiéndonos de que somos muy entendidos y sabios, nos esforzamos con
sobradas réplicas a imprimirlos en los ánimos de los demás, pretendiendo
dominar en las conversaciones, y que todo el mundo nos escuche como maestros.
No se pueden explicar con pocas
palabras los daños que nacen de este detestable vicio. La locuacidad es madre
de la pereza, indicio de ignorancia y de locura, ocasiona la detracción y la
mentira, entibia el fervor de la devoción, fortifica las pasiones desordenadas,
y acostumbra a la lengua no decir sino palabras vanas, indiscretas y ociosas.
No te alargues jamás en
discursos y razonamientos prolijos con quien no te oye con gusto, para no darle
enfado; y haz lo mismo con quien te escucha cortesanamente, para no exceder los
términos de la modestia.
Huye siempre de hablar con
demasiado énfasis y alta voz, porque ambas cosas son odiosas, y muestran mucha
presunción y vanidad.
No hables jamás de ti misma, de
tus cosas, de tus padres o de tus parientes, sino cuando te obligare la
necesidad, y entonces lo harás muy brevemente y con toda la moderación y
modestia posible; y si te pareciere que alguno habla sobradamente de sí y de
sus cosas, no por eso lo menosprecies; pero guárdate de imitarle, aunque sus
palabras no se dirijan sino a la acusación y al menosprecio de sí mismo y a su
propia confusión.
Del prójimo y de las cosas que
le pertenecen no hables jamás sino cuando se ofreciere la ocasión de confesar
su mérito y su virtud, para no defraudarle de la aprobación o alabanza que se
le debe. Habla con gusto de Dios, y particularmente de su amor y de su bondad
infinita. Pero temiendo que puedes errar en esto, y no hablar con la dignidad
que conviene, gustarás más de escuchar con atención lo que otros dijeren,
conservando sus palabras en lo íntimo de tu corazón.
En cuanto a los discursos y
razonamientos profanos, si llegaren a tus oídos, no permitas que entren en tu
corazón; pero si te fuere forzoso escuchar al que te habla, para responderle,
no dejes de dar con el pensamiento una breve vista al cielo donde reina tu
Dios, y desde donde aquella soberana Majestad no se desdeña de mirar tu
profunda bajeza.
Examina, bien todo lo que
quisieres decir antes que del corazón pase a la lengua. Procura usar en esto de
toda la circunspección posible; porque muchas veces se fían inadvertidamente a
la lengua algunas cosas que deberían sepultarse en el silencio; y no pocas
palabras que en la conversación parecen buenas y dignas de decirse, sería mejor
suprimirlas; lo cual se conoce claramente pasada la ocasión del razonamiento.
La virtud del silencio, hija
mía, es un poderoso escudo en el combate espiritual, y los que lo guardan
pueden prometerse con seguridad grandes victorias; porque ordinariamente
desconfían de sí mismos, confían en Dios, sienten mucho atractivo hacia la
oración, y una grande inclinación y facilidad para todos los ejercicios de la
virtud.
Para aficionarte y
acostumbrarte al silencio, considera a menudo los grandes bienes que proceden
de esta virtud, y los males infinitos que nacen de la locuacidad y de la
destemplanza de la lengua (Jacob. III, 2 et seqs.); pero si quieres adquirir en
breve tiempo esta virtud, procura callar, aun cuando tuvieres ocasión o motivo
de hablar, con tal que tu silencio no te cause a ti o al prójimo algún
perjuicio. Huye sobre todo de las conversaciones profanas; prefiere la compañía
de los Ángeles, de los Santos, y del mismo Dios, a la de los hombres.
Acuérdate, finalmente, de la difícil y peligrosa guerra que tienes dentro y
fuera de ti misma, porque viendo cuánto tienes que hacer para defenderte de tus
enemigos, dejarás sin dificultad las conversaciones y discursos inútiles.
CAPÍTULO XXV
Que para combatir bien
contra los enemigos, debe el soldado de Cristo huir cuanto le fuere posible de
las inquietudes y perturbaciones del corazón.
Así
como cuando hemos perdido la paz del corazón, debemos emplear todos los
esfuerzos posibles para recobrarla; así has de saber, hija mía, que no puede
ocurrir en el mundo accidente alguno que deba quitarnos este inestimable
tesoro.
De los pecados propios no es
dudable que debemos dolernos; pero con un dolor tranquilo y pacífico, como muchas
veces he dicho. Asimismo, justo es que nos compadezcamos de otros pecadores, y
que a lo menos interiormente lloremos su desgracia; pero nuestra compasión,
como nacida puramente de la caridad, ha de estar libre y exenta de toda
inquietud y perturbación de ánimo.
En orden a los males
particulares y públicos a que estamos sujetos en este mundo, como son las
enfermedades, las heridas, la muerte, la pérdida de los bienes, de los
parientes y de los amigos; la peste, la guerra, los incendios y otros muchos accidentes
tristes y trabajosos, que los hombres aborrecen como contrarios a la
naturaleza, podemos siempre, con el socorro de la gracia, no solamente
recibirlos sin repugnancia, de la mano de Dios, sino también abrazarlos con
alegría y contento, considerándolos, o como castigos saludables para los
pecadores, o como ocasiones de mérito para los justos.
Por estos dos fines, hija mía,
suele Dios afligirnos; pero si nuestra voluntad estuviere resignada en la suya,
gozaremos de perfecta paz y quietud interior entre todas las amarguras y
contrariedades de esta vida. Y has de tener por cierto, que toda la inquietud
desagrada a sus divinos ojos; porque de cualquiera naturaleza que sea, nunca se
halla sin alguna imperfección, y procede siempre de una raíz, que es el amor
propio.
Procura, pues, hija mía,
acostumbrarte a prever desde lejos todos los accidentes que puedan inquietarte,
y prepárate a sufrirlos con paciencia. Considera que los males presentes no son
efectivamente males, que no son capaces de privarnos de los verdaderos bienes,
y que Dios los envía o los permite por los dos fines que hemos dicho; o por
otros que nos son ocultos, pero que no pueden dejar de ser siempre muy justos.
Conservando de esta suerte un
espíritu siempre igual entre los diversos accidentes de esta vida, aprovecharás
mucho, y harás grandes progresos en la perfección; pero sin esta igualdad de
espíritu todos tus ejercicios serán inútiles y de ningún provecho. Además de
esto, mientras tuvieres inquieto y turbado el corazón, te hallarás expuesta a
los insultos del enemigo, y no podrás en este estado descubrir la senda y
verdadero camino de la virtud.
El demonio procura con todo
esfuerzo desterrar la paz de nuestro corazón; porque sabe que Dios habita en la
paz, y que la paz es el lugar en que suele obrar cosas grandes. De aquí nace
que no hay artificio de que no se sirva para robarnos este inestimable tesoro,
y a este fin nos inspira diversos deseos que parecen buenos y son
verdaderamente malos. Este engaño se puede conocer fácilmente, entre otras
señales, en que tales deseos nos quitan la paz y quietud del corazón.
Para remediar un daño tan
grave, conviene que, cuando el enemigo se esfuerza a excitar en ti algún nuevo
deseo, no le des entrada en tu corazón sin que primeramente, libre y desnuda de
todo afecto de propiedad y querer, ofrezcas y presentes a Dios este nuevo
deseo; y, confesando tu ceguedad e ignorancia, le pidas con eficacia que su
divina luz te haga conocer si viene de su Majestad o del enemigo. Recurre
también, cuando pudieres, al consejo de tu padre espiritual.
Aun cuando estuvieres cierta y
segura de que el deseo que se forma en tu corazón es un movimiento del Espíritu
Santo, no debes ponerlo en obra sin haber mortificado primero tu demasiada
vivacidad; porque una buena obra, a la cual precede esta mortificación, es más
perfecta y más agradable a Dios que si se hiciese con un ardor y ansia natural;
y muchas veces la buena obra le agrada menos que esta mortificación.
De esta suerte, desechando y
repeliendo los deseos no buenos, y no efectuando los buenos sino después de
haber reprimido los movimientos de la naturaleza, conservarás tu corazón libre
de todo peligro y perfectamente tranquilo.
Para
conservar esta paz y tranquilidad del corazón, conviene también que lo
defiendas y guardes de ciertas represiones o remordimientos interiores contra
ti misma, que si bien nos parece que vienen de Dios, porque te acusan de alguna
verdadera falta, no obstante, no vienen sino del demonio. Por sus frutos
conocerás la raíz (Matth. VII) de donde proceden. Si los remordimientos de
conciencia te humillan, si te hacen más diligente y fervorosa en el ejercicio y
práctica de las buenas obras, y no disminuyen tu confianza en la divina
misericordia, debes recibirlos con gratitud y reconocimiento, como favores del
cielo; pero si te inquietan, te turban y te confunden; si te hacen pusilánime,
tímida y perezosa en el bien, debes creer que son sugestiones del enemigo; y
así, sin darles oído, proseguirás tus ejercicios.
Mas como fuera de todo esto
nuestras inquietudes nacen comúnmente de los males de esta vida, para que
puedas defenderte y librarte de estos golpes, has de hacer dos cosas:
La primera, considerar qué es
lo que estos males pueden destruir en nosotros, si es el amor de la perfección
o el amor propio. Si no destruyen más que el amor propio, que es nuestro
capital enemigo, no debemos quejamos; antes bien, aceptarlos con alegría y
reconocimiento, como gracias que Dios nos hace, y como socorros que nos envía;
pero si pueden apartarnos de la perfección, y hacernos aborrecible y odiosa la
virtud, no por esto debemos desalentarnos ni perder la paz del corazón, como
veremos en el capítulo siguiente. La otra cosa es que, levantando tu espíritu a
Dios, recibas indiferentemente todo lo que te viniere de su divina mano,
persuadiéndote de que las mismas cruces que nos envía son para nosotros fuente
de infinitos bienes que entonces no apreciamos porque no los conocemos.
CAPÍTULO XXVI
De lo que debernos hacer
cuando hemos recibido alguna herida en el combate espiritual
Cuando te sintieres herida,
esto es, cuando conocieres que has cometido alguna falta, o por pura fragilidad
o con reflexión y malicia, no por esto te desanimes o te inquietes; mas
volviéndote luego a Dios, le dirás con humilde confianza:
Ahora, Dios mío, acabo de
mostrar lo que soy; porque ¿qué podía esperarse de una criatura flaca y ciega
como yo, sino caídas y pecados?
Gasta, después un breve rato en
la consideración de tu propia vileza, y, sin confundirte, enójate contra tus
pasiones viciosas, y principalmente contra aquella que fue causa de tu caída, y
proseguirás diciendo: No hubiera yo parado aquí, Dios mío, si por vuestra
bondad infinita Vos no me hubierais socorrido.
Aquí le darás muchas gracias, y
amándole más fervorosamente admirarás su infinita clemencia; pues siendo ofendido
de ti, te da su poderosa mano para que no caigas de nuevo.
En fin, llena de confianza en
su misericordia, le dirás: Obrad Vos, Señor, como quien sois; perdonadme las
ofensas que os he hecho, no permitáis que yo viva un solo instante apartada de
Vos, y fortificadme de tal suerte con vuestra gracia que yo no os ofenda jamás.
Hecho esto, no te detengas en
pensar si Dios te ha perdonado o no; porque esto no es otra cosa que soberbia,
inquietud de espíritu, pérdida de tiempo o engaño del demonio, que con
pretextos especiosos procura causarte inquietud y pena. Ponte libremente en las
piadosas manos de tu Creador, y continúa tus ejercicios con la misma
tranquilidad que si no hubieras cometido alguna falta; y aunque hayas caído
muchas veces en un mismo día, no te desalientes ni pierdas jamás tu confianza
en Dios; practica lo que te he dicho, en la segunda, en la tercera y en la
última vez, como en la primera. Concibe un grande menosprecio de ti misma, y un
santo horror del pecado, y esfuérzate a vivir en adelante con mayor cuidado y
cautela.
Este modo de combatir contra el
demonio agrada mucho al Señor; y reconociendo este astuto enemigo que no hay
arma tan poderosa para quebrantar su orgullo y desarmar los ocultos lazos que
siembra en el camino del espíritu, como este santo ejercicio, no hay artificio
de que no se valga para
obligamos
a que lo dejemos, y muchas veces logra su intento por nuestra inadvertencia y
descuido en velar sobre nosotros mismos.
Por esta causa, hija mía,
cuanto mayor fuere la repugnancia y dificultad que sintieres en el uso de un
ejercicio tan importante, tanto mayores han de ser tus esfuerzos para
violentarte y vencerte a ti misma.
Y no te contentes con
practicarlo una sola vez, mas repítelo muchas veces, aunque no hayas cometido sino
una sola falta; y si después de tu caída te sintieres inquieta, confusa y
desconfiada, la primera cosa que has de hacer es recobrar la paz del corazón y
la confianza; después levantarás tu espíritu al Señor, persuadiéndote de que la
inquietud que sigue a la culpa no tiene por objeto su ofensa sino el daño
propio.
El modo de recobrar esta paz es
que por entonces te olvides enteramente de tu caída, y consideres únicamente la
inefable bondad de Dios, que está siempre pronto y dispuesto a perdonamos las
más enormes faltas, y no se olvida de nosotros ni omite medio alguno para
llamarnos, atraernos y unirnos a sí, a fin de sacrificarnos en esta vida y
hacernos eternamente bienaventurados en la otra. Después que con estas o
semejantes consideraciones hubieres calmado tu espíritu, podrás pensar en tu
caída, y harás lo que te he dicho.
En fin, en el sacramento de la
Penitencia, que te aconsejo frecuentes muy a menudo, reconoce y examina todas
tus faltas, y con nuevo dolor de la ofensa de Dios, y propósito de no ofenderle
más, las declararás sinceramente a tu padre espiritual. CAPÍTULO XVII
Del orden que guarda el
demonio en combatir, así a los que quieren darse a la virtud, como a los que se
hallan en la servidumbre del pecado.
Has de saber, hija mía, que el
demonio nada desea con tanto ardor como nuestra ruina, y que no combate con
todos de una misma suerte. Para empezar, pues, a descubrirte algunos de tus
artificios y engaños, te representaré diferentes estados y disposiciones del
hombre.
Algunos se hallan esclavos del
pecado y no piensan en romper sus cadenas.
Otros desean salir de esta
esclavitud, pero nunca empiezan la empresa.
Otros se persuaden de que
siguen el camino de la perfección, pero andan muy apartados de él.
Otros, en fin, después de haber
llegado a un grado muy alto de virtud, vienen a caer con mayor ruina y peligro.
De todos discurriremos en los capítulos siguientes.
CAPÍTULO XXVIII
De los artificios que usa el
demonio para acabar de perder a los que tiene ya en la servidumbre del pecado.
Cuando el demonio llega a tener
un alma en la servidumbre del pecado, no hay artificio de que no se valga para
cegarla más, y divertirla de cualquier pensamiento que pueda inducirla al
conocimiento del infeliz estado en que se halla. No se contenta este espíritu
de iniquidad con removerla de los pensamientos y buenas inspiraciones que la
llaman a la conversión; mas procura empeñarla en las ocasiones, y le tiende
continuamente peligrosos lazos, a fin de que caiga de nuevo en el mismo pecado
o en otros más enormes; de donde nace que destituida de la divina luz, aumente
de día en día sus desórdenes, y se endurezca más en el pecado. De esta suerte,
corriendo continuamente sin ningún freno a la perdición, y precipitándose de
tinieblas en tinieblas, y de abismo en abismo, se aleja siempre más del camino
de la salud, y multiplica sus caídas si Dios no la detiene con un milagro de su
gracia.
El remedio más eficaz y pronto
para el que se halla en tan triste y funesto estado es que reciba
sin
resistencia las inspiraciones divinas que lo llaman de las tinieblas a la luz,
y del vicio a la virtud; y que clame fervorosamente a su Creador: ¡Ah Señor,
asistidme, asistidme: acudid prontamente en mi socorro; no permitáis que viva
más tiempo sepultado en la sombra de la muerte y del pecado! Repita muchas
veces éstas o semejantes palabras, y si le fuere posible, acuda luego a su
padre espiritual para pedirle ayuda y consejo contra su enemigo; pero si no
pudiere ir luego a su padre espiritual, recurra prontamente a un Crucifijo,
postrándose a sus sacratísimos pies, con el rostro en tierra; y alguna vez a
María santísima, implorando su misericordia y su ayuda. Y sabe, hija mía, que
en esta diligencia consiste la victoria, como verás en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO XXIX
De las invenciones de que se
sirve el demonio para impedir la entera conversión de los que hallándose
convencidos del mal estado de su conciencia, desean corregir y reformar su
vida; y de dónde nace que los buenos deseos y resoluciones muchas veces no
tengan efecto.
Los que conocen el mal estado
de su conciencia, y desean mudar de vida, se dejan ordinariamente engañar del
demonio con estos artificios:
Después, después, mañana,
mañana: quiero primeramente desembarazarme de este negocio, y después me daré
con mayor quietud al espíritu.
Este es un lazo en que han
caído y caen continuamente innumerables almas; pero no se debe atribuir la causa
de esta infelicidad sino a suma negligencia y descuido, pues en un negocio en
que se interesa su eterna salud, y el honor y gloria de Dios, no recurren con
prontitud a aquella arma tan poderosa: Ahora, ahora, ¿y para qué después? Hoy,
hoy, ¿y por qué mañana? diciéndose a sí mismo: ¿Quién sabe si yo veré el día de
mañana? Mas aun cuando yo tuviere de esto una in dubitable certeza, ¿es querer
salvarme, el diferir mi penitencia? ¿es querer alcanzar la victoria, el hacer
nuevas heridas?
Para evitar, pues, esta ilusión
funesta, y la que he tocado en el capítulo precedente, es necesario que el alma
obedezca con prontitud a las inspiraciones del cielo, porque los propósitos
solos muchas veces son ineficaces y estériles; y así, infinitas almas quedan
engañadas con buenas resoluciones por diversos motivos.
El primero, de que tratamos
arriba, es porque nuestros propósitos no se fundan en la desconfianza propia, y
en la confianza de Dios; y nuestra grande soberbia no permite que conozcamos de
dónde procede este engaño y ceguedad. La luz para alcanzar este conocimiento, y
el remedio para curar este mal, vienen de la bondad de Dios, el cual permite
que caigamos a fin de que, instruidos y adoctrinados con nuestras propias
caídas, pasemos de la confianza que ponemos en nuestras fuerzas a la que
debemos poner únicamente en su gracia; y de un orgullo, casi imperceptible, a
un humilde conocimiento de nosotros mismos; y así, si quieres que tus buenas
resoluciones y propósitos sean eficaces, es necesario que sean constantes y firmes;
y no pueden serlo si no tienen por fundamento la desconfianza de nosotros
mismos, y la confianza de Dios.
El segundo, porque cuando nos
movemos a formar estos buenos deseos y resoluciones nos proponemos únicamente
la hermosura y la excelencia de la virtud, que por sí misma atrae poderosamente
las voluntades más flacas, y no consideramos los trabajos que cuesta el
adquirirla; de donde nace que, a la menor dificultad, un alma tímida y
pusilánime se acobarda y se retira de la empresa.
Por esta causa, hija mía,
conviene que te enamores más de las dificultades con que se adquieren las
virtudes, que de las virtudes mismas, y que alimentes tu voluntad de estas
dificultades, preparándote a vencerlas según las ocasiones; y sabe que cuanto
más generosamente las abrazares tanto más fácil y libremente te vencerás a ti
misma, triunfarás de tus enemigos, y adquirirás las virtudes.
El tercero, porque nuestros
propósitos muchas veces no miran a la virtud y a la voluntad divina,
sino
al interés propio, el cual se aviva en las resoluciones que se forman cuando
abundan consolaciones y gustos espirituales, pero principalmente en las que se
forman en el tiempo de las adversidades y tribulaciones. Porque no hallando
entonces algún alivio nuestros males, hacemos propósitos de darnos enteramente
a Dios, y de no aplicarnos sino a los ejercicios de la virtud.
Para no caer en este
inconveniente, procura en el tiempo de las delicias y gustos espirituales ser
muy circunspecta y humilde en los propósitos y resoluciones, y particularmente
en las promesas y votos; mas cuando te hallares atribulada, todos tus
propósitos se han de dirigir únicamente a llevar con paciencia la cruz que el
Señor te envía, y a exaltarla, rehusando todos los consuelos y alivios de la
tierra, y aun del cielo. No has de pedir ni desear otra cosa sino que la mano
poderosa de Dios te sostenga en tus males, para que puedas tolerarlos sin algún
menoscabo de la virtud de la paciencia, y sin desagrado de Dios.
CAPÍTULO XXX
Del engaño de algunos que
piensan que están en el camino de la perfección
El enemigo, vencido en el
primero y segundo asalto, recurre al tercero, el cual consiste en hacer que nos
olvidemos de las pasiones y vicios que actualmente nos combaten, y nos ocupemos
en deseos y vanas ideas de una perfección imaginaria y quimérica, a que sabe
muy bien que no llegaremos jamás.
De aquí nace el que recibamos
continuas y peligrosas heridas, y no pensemos en aplicar el remedio; porque
estos deseos y resoluciones quiméricas nos parecen verdaderos afectos, y con
una secreta vanidad nos persuadimos de que hemos llegado ya a un alto y
eminente grado de santidad. De esta suerte, no pudiendo sufrir la menor pena ni
la menor injuria, gastamos inútilmente el tiempo en formar en la meditación
vanos propósitos de sufrir los mayores tormentos, y aun las mismas penas del
purgatorio por amor de Dios; y como en esto la parte inferior no siente
repugnancia, como en cosa que aún está por venir, nos atrevemos a compararnos
con los que verdaderamente sufren grandes trabajos con una paciencia
invencible.
Para evitar este engaño, es
necesario que te determines a combatir y pelear con los enemigos, que
efectivamente y de cerca te hacen guerra; y por aquí vendrás a conocer si tus
resoluciones han sido aparentes o verdaderas, flacas o firmes, tímidas o
generosas; y caminarás a la virtud y a la perfección por la senda real y
verdadera que han seguido todos los Santos.
Mas con los enemigos que no
acostumbran molestarte, no te aconsejo te empeñes de antemano, si no es cuando
receles probablemente que dentro de breve tiempo te han de asaltar; en tal
caso, para que te halles prevenida y fuerte, será lícito anticipar algunos
propósitos.
Pero nunca reputes por efectos
tus resoluciones, aunque por algún tiempo te hayas ejercitado en las virtudes
con la regla debida; antes bien procura ser cauta, y humilde, y recelándote de
ti misma y de tu flaqueza, y confiando únicamente en Dios, recurre
frecuentemente a su bondad, y pídele la fortaleza en el combate, y que te
preserve de los peligros, sobre todo de cualquiera presunción y confianza de ti
misma.
Con estas prevenciones, hija
mía, aunque no podamos vencer algunos defectos leves, que muchas veces permite
Dios en nosotros para que nos humillemos, y no perdamos el bien que hubiéramos
adquirido con nuestras buenas obras, nos será lícito proponernos un grado más
alto de perfección.
CAPÍTULO XXXI
Del engaño y de la guerra
que nos suele hacer el demonio para que dejemos el camino que nos lleva a la
virtud.
El cuarto artificio de que se
sirve nuestro enemigo para engañarnos, cuando reconoce que
caminamos
derechamente a la virtud, es inspirarnos diversos buenos deseos, a fin de que,
dejando los ejercicios de la virtud que nos son propios y convenientes, nos
empeñemos insensiblemente en el vicio.
Por ejemplo: si una persona
enferma sufre su mal con paciencia, este enemigo de nuestro bien, temiendo que
de esta manera podrá adquirir el hábito de esta virtud, le propone otras muchas
buenas obras que pudiera ejercitar en otro estado; y la induce con sagacidad a
que se persuada y crea que si tuviese salud serviría mejor a Dios, y sería más
útil para sí y para el prójimo. Apenas ha excitado en ella los vanos deseos de
recobrar la salud, los enciende y aumenta en su corazón de tal suerte, que
venga a inquietarse y afligirse, porque no puede conseguir lo que quiere; y
como al paso que sus deseos se van aumentando crece su inquietud y desasosiego,
viene el demonio a conseguir su intento; porque, finalmente, la induce a que
lleve con impaciencia su enfermedad, mirándola como impedimento de las buenas
obras que desea ejecutar, so pretexto de adelantar en la virtud.
Después de tenerla en este
estado, con la misma destreza le quita de la memoria, el fin del servicio de
Dios, y de la bondad de las obras, y la deja con solo el deseo de verse libre
de la enfermedad; y porque no le sucede conforme quiere, se perturba de modo
que viene a ponerse impaciente de todo punto; y así, de la virtud que deseaba
practicar, viene a caer insensiblemente en el vicio contrario.
El modo de preservarte de este
engaño es que, cuando te hallares en algún trabajo, atiendas con mucha
advertencia a no dar entrada, en tu corazón a semejantes deseos; porque por no
poderlos ejecutar en aquella ocasión, probablemente te han de inquietar. Conviene,
hija mía, que en estos casos te persuadas con un verdadero sentimiento de
humildad y resignación, que cuando Dios te sacase del estado penoso en que te
hallas, todos los buenos deseos que concibes ahora, no tendrían entonces por tu
natural inestabilidad el efecto que tú te figuras; o, a lo menos, imagina y
piensa que el Señor por una secreta disposición de su providencia, o en castigo
de tus pecados, no quiere que tengas la complacencia y gusto de hacer aquella
buena obra, sino que te sujetes y rindas a su voluntad, y te humilles bajo su
suave y poderosa mano.
Asimismo, hija mía, cuando te
vieres obligada, o por orden de tu padre espiritual, o por alguna otra causa, a
interrumpir tus devociones ordinarias, o abstenerte por algún tiempo de la
santa Comunión, no te dejes abatir y dominar de la melancolía y tristeza, sino
renuncia interiormente a tu propia voluntad, y conformándote con la de Dios, te
dirás a ti misma: Si Dios, que conoce el fondo de mi alma, no viese en mí
ingratitudes y defectos, yo no sería privada ahora de la santa Comunión; sea su
nombre eternamente bendito y alabado, pues se digna descubrirme por este medio
mi indignidad. Yo creo firmemente, Señor, que en todas las aflicciones que Vos
me enviáis, no queréis ni deseáis de mi otra cosa sino que, sufriéndoles con
paciencia, y con deseo de agradaros, os ofrezca un corazón siempre rendido a
vuestra voluntad, y siempre pronto a recibirnos, a fin de que, entrando Vos en
él, podáis llenarlo de consolaciones espirituales, y defenderlo contra todas
las fuerzas del infierno que os lo procuran robar. Haced, oh Creador y Salvador
mío, haced de mí lo que sea más agradable a vuestros ojos. Sea vuestra divina
voluntad ahora y siempre mi apoyo, manjar y sustento. La única gracia que os
pido es que mi alma, purificada de todo lo que desagrada a vuestros ojos, y
adornada de todas las virtudes, se vea en estado que pueda no solamente
recibiros, sino también ejecutar todo lo que fuere de vuestro divino
beneplácito ordenarme.
Si guardares estos preceptos, puedes
estar cierta y segura que los buenos deseos que tuvieres, y no puedes poner en
obra, ya procedan puramente de la naturaleza, ya vengan del demonio a fin de
hacerte aborrecible y odiosa la virtud, o ya te los inspire Dios para hacer
prueba de tu resignación en su divina voluntad, siempre te serán ocasión y
motivo para hacer algún progreso en el camino de la perfección, y para servir
al Señor en el modo que le es más agradable, y en esto, hija mía, consiste la
verdadera devoción.
Advierte también que cuando,
para curarte de alguna dolencia, o librarte de alguna incomodidad, usares de
aquellos remedios inocentes y lícitos de que suelen servirse los Santos y
siervos de Dios,
no
deberás hacerlo con deseo y demasiada voluntad de que las cosas sucedan según
tu inclinación y gusto; mas úsalos porque Dios quiere que los usemos en
nuestras dolencias, porque no sabemos si por estos medios o por otros mejores,
su divina Majestad ha resuelto librarnos de nuestros males. Si no te gobernares
de esta manera, todo te sucederá muy mal; porque será muy posible que no
consigas lo que deseas apasionadamente, y entonces caerás con facilidad en el
vicio de la impaciencia, o cuando menos, tu paciencia irá siempre acompañada de
muchas imperfecciones que la harán menos agradable a Dios, y disminuirán mucho
tu merecimiento.
Finalmente, quiero descubrirte
un secreto artificio de nuestro amor propio que suele siempre encubrirnos y
ocultarnos nuestros defectos, aunque sean muy visibles. Por ejemplo, cuando un
enfermo se aflige, con exceso, de su dolencia, disimula esta imperfección con
el celo de algún bien aparente, diciendo que su inquietud no es verdaderamente
impaciencia, sino un justo sentimiento de que su enfermedad sea el castigo de
sus pecados, o de que incomode o fatigue a quienes lo asisten. Lo mismo sucede
a un ambicioso que se aflige y se inquieta porque no ha podido obtener el honor
o la dignidad a que aspiraba; pues no atribuye su inquietud a su vanidad, sino
a otros motivos de que en otras ocasiones no recibía alguna pena o disgusto.
Asimismo, un enfermo suele
mostrar mucha compasión de los que le sirven; pero apenas se halla libre de sus
males, no se duele ni se compadece de ellos cuando los ve sufrir las mismas in
comodidades por causa de otros enfermos. De donde se reconoce evidentemente que
su impaciencia no nace de la pena y molestia que ocasiona a los demás, sino de
un secreto horror con que mira las cosas que son contrarias a su voluntad.
Si quieres, pues, hija mía, no
caer en estos y otros errores, es necesario que te determines a sufrir con
paciencia, como te he dicho, todas las cruces, penalidades y trabajos que te
sucedieren en este mundo.
CAPÍTULO XXXII
Del último asalto y engaño
con que procura el demonio que las mismas virtudes nos sean ocasiones de ruina.
Hasta en las virtudes
adquiridas, no deja de tentarnos con sus engaños la antigua serpiente, para
perdernos. Una de sus más sutiles estratagemas es servirse de nuestras propias
virtudes para inducirnos a la complacencia y estimación de nosotros mismos, a
fin de que caigamos después en el vicio de la soberbia y de la vanagloria.
Para huir de este peligro debes
combatir siempre, y mantenerte firme en combatir siempre y mantenerte firme en
el verdadero conocimiento de ti misma, reconociendo que nada sabes, ni nada
puedes, y que no hay en ti sino miserias y defectos, y no mereces sino la
condenación eterna.
Procura imprimir en tu espíritu
esta importante verdad para servirte de ella, en las ocasiones, como de una
especie de fortificación de donde no debes salir jamás; y si te vinieren
algunos pensamientos de presunción y vanagloria, resístelos y combátelos como
enemigos peligrosos que conspiran a tu perdición y ruina.
Para adquirir un perfecto
conocimiento de ti misma, te has de conducir de este modo: Todas las veces que
hicieres reflexión sobre ti misma, y sobre tus obras, considera solamente lo
que es propio tuyo, sin mezclar lo que es de Dios y de su gracia; fundando
siempre el juicio que de ti formares sobre lo que tienes puramente de ti misma.
Si consideras, hija mía, el
tiempo que ha precedido a tu nacimiento, hallarás que en todo aquel abismo de
eternidad no has sido sino pura nada, y que no has obrado ni podido obrar la
menor cosa para merecer el ser que tienes.
Si vuelves los ojos al tiempo
en que subsistes por sola la bondad y misericordia de Dios, ¿qué serías tú sin
el beneficio de la conservación? ¿Qué serías tú sino puramente nada? Porque es
indudable que si Dios por solo un momento te dejase, al instante volverías al
no ser de donde te
sacó
su mano omnipotente.
Es, pues, indubitable que no
considerando sino lo que solamente te pertenece, y es propio tuyo en el ser
natural, no debes estimarte a ti misma, ni desear que te estimen los demás.
En lo que toca al ser
sobrenatural de la gracia, y al ejercicio de las buenas obras, no tiene tampoco
causa alguna para ensoberbecerte; porque sin el socorro del cielo ¿qué mérito
puedes tú adquirir, o qué bien puedes obrar por ti misma?
Por otra parte, si consideras
la multitud de pecados, que has cometido o pudiste cometer (y hubieras sin duda
cometido, si Dios no te hubiese preservado), hallarás que tus iniquidades, por
la multiplicación no sólo de los días y de los años, sino también de las
acciones y malos hábitos (por que un vicio llama a otro vicio), hubieran
llegado a número casi infinito, y te hubieras hecho semejante a los mismos
demonios. Todas estas consideraciones te inspirarán un grande menosprecio de ti
misma, y te harán reconocer las infinitas obligaciones que tienes con Dios,
atribuyéndote a ti solamente lo que es tuyo, y no quitando a su infinita bondad
la gloria que se le debe.
Pero advierte, hija mía, que en
el juicio que hicieres de ti misma y de tus obras, has de procurar siempre que
no entre cosa alguna que no sea justa y verdadera; porque aunque te aventajes
en el conocimiento de tu miseria a otros que, deslumbrados del amor propio,
conciben una vana estimación de sí mismos, tú serás siempre más culpable que
todos ellos, si con todo el conocimiento que tienes de tus defectos, deseas pasar
por santa en la opinión y juicio de los hombres.
Pues, para, que este
conocimiento te libre de la vanagloria y te haga agradable a los ojos del que
es Padre y modelo de los humildes, no basta, hija mía, que te desprecies a ti
misma como indigna de todo bien y digna de todo mal; es necesario que desees
también ser despreciada del mundo, que aborrezcas las alabanzas y ames los
vituperios, y que, en las ocasiones que se ofrecieren, ejercites con gusto los
más viles servicios y ministerios.
No hagas caso jamás de lo que
se dirá o se pensará de ti cuando te vieren abrazar estos humildes ejercicios.
Ocúpate en ellos únicamente por el fin o motivo de tu propio abatimiento; mas
no por una cierta presunción de ánimo y soberbia oculta, con que muchas veces,
so color de generosidad cristiana, suelen menospreciarse los discursos de los
hombres y sus opiniones y juicios.
Si sucediere, pues, alguna vez,
que los demás te aman, te honran, y te estiman como buena, y alaban en ti
algunas cualidades y gracias que has recibido del cielo, procura recogerte
luego dentro de ti misma; y fundándote en los principios de verdad y de
justicia, que quedan establecidos, dirás a Dios de todo corazón: Señor, no
permitáis jamás que yo os usurpe vuestra gloria, atribuyendo a mis propias
fuerzas lo que no es sino un puro efecto de vuestra gracia. Tibi laus honor et
gloria, mihi confusio (I Par. XXIX. – Dan. IX): Para Vos, Señor, sea la
alabanza, para Vos la honra y gloria, y para mí el oprobio y la confusión.
Después volviendo el pensamiento a la persona que te alaba, dirás
interiormente: ¿Qué motivo puede tener este hombre para alabarme? ¿Qué bondad,
qué perfección ha visto en mí? Sólo Dios es bueno, y solamente sus obras son
perfectas. Humillándote de esta suerte, te defenderás de la vanidad, y
merecerás de día en día mayores dones y gracias.
Si por ventura la memoria de
tus buenas obras produjere alguna vana complacencia en tu corazón, procura
reprimirla luego, mirando estas buenas obras, no como cosas tuyas, sino de
Dios, y diciendo con humildad como si hablaras con ellas: Yo no sé
verdaderamente cómo habéis sido concebidas en mi corazón, ni cómo habéis salido
de este abismo de corrupción y de iniquidad; porque no puedo ser yo quien os ha
formado. Dios sólo es el que por su bondad os ha producido y os ha conservado;
y así, a Él sólo reconozco por vuestro Padre y principal Autor; a Él sólo se
deben las gracias; a Él sólo quiero yo darle, y es justo que se le den, todas
las alabanzas.
Después de esto considera que
todas las buenas obras que has hecho en todo el curso de tu vida, no solamente
no han correspondido a la abundancia de luces y auxilios que se te han
comunicado para conocerlas y practicarlas, sino que también han sido
acompañadas de muchos defectos; y que
no
se halla en ellas aquella pureza de intención, aquel fervor y aquella
diligencia con que debían ser ejercidas. Pues si las examinas con la atención
que conviene, antes te causarán confusión y vergüenza que complacencia y
vanagloria, porque sucede que las gracias que recibimos de Dios, puras y
perfectas, las deslucimos y mancillamos con nuestras imperfecciones en todas
nuestras obras.
Compara también tus acciones
con las de los Santos y siervos de Dios, y te avergonzarás de la suma
diferencia que hay de las unas a las otras, reconociendo con claridad que las
mejores y las mayores de todas tus obras son de muy poco valor en comparación
de las de los Santos. Y si después pasas a compararlas con los trabajos de
Jesucristo, cuya vida no fue otra cosa que una perpetua cruz, aun cuando no
consideres la dignidad infinita de su persona, y solamente atiendas a la
grandeza de sus penas, y al puro amor con que las ha sufrido, reconocerás con
evidencia que todo cuanto has obrado y padecido en el curso de tu vida es de
ninguna consideración.
En fin, si levantas los ojos al
cielo para considerar la soberana majestad de Dios, y los servicios que merece,
entenderás con claridad que todas tus buenas obras deben inspirarte más el
temor que la vanidad. Por esta causa, en todas tus obras, aunque te parezcan
muy perfectas y santas, debes decir siempre con un verdadero y profundo
sentimiento de humildad: Deus, propitius esto mihi peccatori (Luc. XVII, 13).
Tened, Señor, misericordia de mí, que soy una grande pecadora.
Guárdate también, hija mía, de
descubrir con facilidad los dones y gracias que has recibido de Dios; porque
esto desagrada siempre a su Majestad, como lo declaró el mismo Señor en el caso
y doctrina que se sigue: Habiéndose aparecido un día a una sierva suya en la
forma de un niño, y sin señal alguna de su divinidad, esta dichosa alma le
pidió con simplicidad que dijese la salutación angélica. Hízolo luego el Señor,
pero después de haber dicho: Bendita eres entre todas las mujeres, se detuvo,
porque no quiso añadir lo que redundaba en alabanza suya, y rogándole esta
bendita alma que prosiguiese, desapareció el celestial Niño dejándola llena de
consolación, y convencida de la importancia de la humildad con el ejemplo que
acababa de darle.
Aprende, pues, a humillarte en
todas tus obras, mirándolas como espejos que te representan maravillosamente tu
nada. Éste, hija mía, es el fundamento de todas las virtudes; porque como Dios
en el principio del mundo creó de la nada a nuestro primer padre, así funda
ahora todo el edificio espiritual sobre el conocimiento de esta verdad, porque
por nosotros mismos nada somos. De suerte, que cuanto más profundamente nos
abatimos y nos humillamos, tanto más se levanta el edificio (Vide D. Augnst.
serm. 10 de verb. Domini); y a la medida que vamos cavando en la tierra de
nuestras miserias, y descubrimos el fondo de nuestra nada, el divino Arquitecto
pone las piedras sólidas y firmes que sirven para la fábrica del edificio. No
te persuadas jamás, hija mía, de que puedes humillarte ni abatirte tanto cuanto
es necesario; antes bien has de creer que, si pudiese darse algo infinito en la
criatura, lo sería tu fragilidad y bajeza.
Con este conocimiento puesto en
práctica lograremos todo el bien que se puede desear; pero sin él seremos poco
menos que nada, aunque hagamos todo lo que hicieron los Santos, y aunque
estemos siempre ocupados en la contemplación del mismo Dios.
¡Oh divino conocimiento, que
nos haces felices en la tierra y gloriosos en el cielo! ¡Oh maravillosa luz,
que sales de las tinieblas de nuestra nada para iluminar nuestras almas y
levantar nuestros espíritus a Dios! ¡Oh piedra preciosa, no conocida, que
brillas entre las inmundicias de nuestros pecados! Oh nada, cuyo sólo
conocimiento nos hace señores de todas las cosas!
Yo no podré jamás encarecer y
ponderar bastantemente el valor y precio de esta perla evangélica. Si quieres
honrar a la Majestad divina, debes menospreciarte a ti misma, y desear que
todos te menosprecien. Si quieres que Dios sea glorificado en ti, y ser
glorificada en Él, conviene que te humilles y te sujetes a todo el mundo. Si
quieres unirte con su infinita bondad, huye de la grandeza y de la elevación;
porque Dios se aleja de los que quieren ser encumbrados. Elige siempre el
último lugar, y obligarás a Dios a que descienda de su mismo trono (Luc. XIV,
10) para buscarte, para abrazarte y unirte consigo; y tanto mayor será la
benignidad con que te admitirá en sus brazos,
y
el amor con que te unirá consigo, cuanto más te envilezcas a tus ojos, y desees
ser menospreciada de todos.
Si Dios, que por tu amor se
hizo el último de los hombres, te inspirare estos humildes sentimientos, no
dejes de dar a su bondad infinita las debidas gracias, ni de reconocerte
obligada a los que con injurias y menosprecios te ayudan a conservarlos.
Pero si, no obstante todas
estas consideraciones tan poderosas en sí mismas, la malicia del demonio,
nuestra ignorancia, y nuestra viciosa inclinación prevalecieren en nosotros de
suerte que no dejen de inquietarnos los deseos de la propia exaltación,
entonces deberemos humillarnos más profundamente a nuestros ojos, viendo por
experiencia cuán poco hemos adelantado en el camino del espíritu, y en el
verdadero conocimiento de nosotros mismos; pues no podemos librarnos de estos
importunos deseos que tienen su raíz en nuestra vanidad y soberbia. De esta
suerte haremos del veneno antídoto, y en el mismo mal hallaremos nuestro
remedio.
CAPÍTULO XXXIII
De algunos avisos
importantes para mortificar las pasiones y adquirir nuevas virtudes
Aunque te he dado diferentes
documentos y reglas para enseñarte el modo de vencerte a ti misma, y de
adornarte de las virtudes, todavía quiero añadir en este lugar algunas
advertencias importantes. Primeramente, si quieres llegar a una sólida piedad,
y adquirir un perfecto dominio de ti misma, no te aficiones o inclines a
aquellos ejercicios espirituales que tienen determinados los días de la semana,
esto es, un día para una virtud, y otro para otra.
El orden que debes observar es,
entrar desde luego a combatir las pasiones que te hubieren hecho más cruda
guerra, y que más te afligen y te atormentan al presente; y trabajar al mismo
tiempo con todas tus fuerzas en adquirir en un grado eminente las virtudes
contrarias a estas pasiones predominantes; pues, si llegares a poseer estas
virtudes, adquirirás con prontitud y facilidad todas las demás; porque las
virtudes se hallan de tal suerte unidas y eslabonadas entre si, que basta
poseer una perfectamente para obtenerlas todas.
Lo segundo, no te prescribas ni
te propongas jamás tiempo determinado para adquirir una virtud. No digas: yo
emplearé tantos días, tantas semanas, tantos años; mas como un nuevo soldado
que no ha visto todavía la cara del enemigo, combate y pelea siempre; y con
continuas victorias procura abrirse camino a la perfección.
No te detengas ni estés un solo
momento sin hacer algún progreso en dicho camino; porque parar en él, no es
tomar aliento, fuerza o descanso, sino volver atrás, y quedar más flaco y
cansado. Por parar o detenernos en el camino de la virtud, entiendo yo el persuadirnos
de que hemos llegado ya al colmo de la perfección, y el hacer poco caso así de
las ocasiones que nos convidan y llaman a nuevos actos de virtud, como de las
faltas ligeras.
Por esta causa conviene que
seas fervorosa, y solicita para no perder la menor ocasión que se te presentare
de ejercitar la virtud. Ama, pues, y abraza de todo corazón las ocasiones que
inducen a ella, principalmente cuando se hallan acompañadas de alguna
dificultad; porque los esfuerzos que hicieres para vencerla, formarán en breve
tiempo, y establecerán en tu alma los hábitos virtuosos. Ama también a los que
te presentan estas ocasiones, y solamente procurarás huir con velocidad y
presteza de las que puedan inducirte a las tentaciones de la carne.
Lo tercero, serás prudente,
discreta, y moderada en las virtudes cuyo ejercicio puede causar daño al
cuerpo; como son las disciplinas, cilicios, ayunos, vigilias, meditaciones y
cosas semejantes; por que estas virtudes se han de adquirir poco a poco y por
grados, como luego diremos.
En las demás virtudes que son
puramente interiores, y consisten en amar a Dios, en aborrecer el mundo, en
menospreciarte a ti misma, en detestar el pecado, en ser dulce y paciente, y en
amar a tus enemigos; no es necesario guardar medidas y reglas para adquirirlas,
ni subir por grados a su
perfección,
antes deberás esforzarte a producir y ejercitar los actos en el modo más
excelente y perfecto que te sea posible.
Lo cuarto, dirige todos tus
pensamientos, todos tus deseos y todos tus cuidados a vencer la pasión que
combates, y a adquirir la virtud contraria. Esta victoria ha de ser todo tu
amor y todo tu tesoro, mirándola como la cosa más ventajosa para ti, y más
agradable a Dios.
Si comes o ayunas, si trabajas
o descansas, si velas o duermes, si estás en casa o fuera de ella, si vacas a
la vida contemplativa o a la activa; no has de tener otro fin que el de vencer
esta principal pasión, y el de adquirir la virtud contraria.
Lo quinto, aborrece
generalmente todos los placeres y comodidades del cuerpo; pues de este modo no
te combatirán, sino muy flacamente, los vicios, los cuales reciben todo su
vigor y fuerza de los atractivos del deleite.
Pero si al mismo tiempo que te
ocupas en hacer guerra a algún vicio o deleite particular, buscas otros
placeres terrenos, sabe, hija mía, que aunque estos placeres no sean sino
culpas ligeras, no obstante será siempre duro y áspero tu combate, y muy
incierta y dudosa la victoria.
Procura tener siempre muy
presentes estas palabras de la Escritura: Qui arnat animam suam perdet eam, et
qui odit animam suam in hoc mundo, in vitam aeternam custodit eam (Joann, X
25). El que ama su alma la perderá; mas el que aborrece su alma en este mundo,
la conservará para la vida eterna. Y estas otras: Debitores sumus non carni, ut
secundum carnem vivamus: si enim secundum carnem víxeritis, moriemini: si autem
spiritu facta carnis mortificaveritis, vivetis (Rom. viii, 12, 13). Nosotros no
somos esclavos de la carne para vivir según la carne: porque si viviereis según
la carne, moriréis; mas si por el espíritu hiciereis morir los hechos de la
carne, viviréis.
Últimamente, hija mía, será
conveniente, y por ventura necesario, que hagas una confesión general con todas
las disposiciones que se requieren para asegurarte más una perfecta reconciliación
con Dios, que es la fuente de los auxilios y gracias, el autor de las
victorias, y el distribuidor de las coronas. CAPÍTULO XXXIV
Que las virtudes se han de
adquirir poco a poco y por grados, ejercitándose primero en una virtud y
después en otra.
Aunque el verdadero soldado de
Cristo, que aspira a la más alta perfección, no debe poner límites a su
aprovechamiento espiritual; conviene, no obstante, moderar y reprimir con la
prudencia algunos indiscretos fervores de espíritu, que abrasados con demasiado
calor en los principios, nos abandonan después y nos dejan sin fuerzas en medio
de la guerra.
Por esta causa, además de lo
que dejo advertido en orden al modo de reglar los ejercicios exteriores,
conviene, hija, mía, que sepas que las virtudes interiores también se adquieren
poco a poco y por grados. De esta suerte se echan los fundamentos de una piedad
sólida y constante, y en poco tiempo se gana mucho.
Por ejemplo: para adquirir la
paciencia, no debemos ejercitamos ordinariamente en desear las adversidades, y
en alegrarnos o gloriamos en ellas, si primero no hemos pasado por los grados
más bajos de esta virtud. Asimismo, no debemos abrazar de una vez todas las
virtudes; o aplicarnos a muchas juntamente, sino ejercitamos primero en una y
después en otra, si queremos que el hábito virtuoso eche profundas raíces en el
alma; porque con el ejercicio continuo de una sola virtud, la memoria, en
cualquiera ocasión, recurre a ella con mayor prontitud; el entendimiento busca
con mayor industria y delicadeza nuevos motivos para adquirirla, y la voluntad
se inclina con mayor actividad y eficacia a conseguirla; lo cual no sucedería
si estas tres potencias se hallasen ocupadas a un mismo tiempo en el ejercicio
de muchas virtudes.
Además de esto, los actos en
orden a una sola virtud, por la conformidad y semejanza que tienen entre sí,
vienen a ser con este uniforme ejercicio menos difíciles y laboriosos; porque
el uno llama y
ayuda
al otro, su semejante; y con esta semejanza y conformidad hacen mayor impresión
en nosotros, hallando el corazón ya preparado y dispuesto para recibir los que
de nuevo se producen.
Estas razones no podrán dejar
de parecer eficaces y convincentes, si consideras que el que se ejercita bien
en una virtud, aprende insensiblemente a ejercitarse en todas las demás; y que
una virtud no puede perfeccionarse sin que al mismo tiempo se perfeccionen las
otras, por la inseparable unión que todas tienen entre sí, como rayos que
proceden de una misma divina luz.
CAPÍTULO XXXV
De los medios para adquirir
las virtudes, y cómo debemos servirnos de ellos por algún tiempo, para
aplicarnos a una sola virtud.
Sobre todo lo que dejo
advertido, debes también saber, hija mía, que para llegar a una eminente y
sólida virtud, es necesario que tengas un corazón grande y generoso, y una
voluntad resuelta, invariable y firme para vencer las contradicciones, penas y
dificultades que se hallen en este camino. Es necesario asimismo que tengas una
inclinación y afecto particular a la virtud. Esta inclinación se adquiere
considerando frecuentemente cuán agradables son a Dios las virtudes, cuán
nobles y excelentes son en sí mismas, y cuán útiles y necesarias para nosotros;
pues en ellas empieza y acaba toda la perfección cristiana.
Harás todas las mañanas
eficaces propósitos de ejercitarte en ellas según las ocasiones que
probablemente se te pueden ofrecer en aquel día, y te examinarás muchas veces
para reconocer si has ejecutado fielmente estos propósitos y buenas
resoluciones, y para renovarlos con mayor eficacia y fervor.
Deberás observar
particularmente esta regla con la virtud que te hubieres propuesto, y de que
tuvieres mayor necesidad.
Aplicarás a esta virtud todas
las reflexiones que hicieres sobre los ejemplos de los Santos, y todas tus
meditaciones sobre la vida y pasión de Jesucristo, tan útiles e importantes en
todos los ejercicios espirituales; lo mismo harás con las ocasiones que se te
ofrecieren a propósito para esto; aunque sean entre sí diversas, como diremos
luego.
Procura acostumbrarte a los
actos de las virtudes, así exteriores como interiores, de modo que llegues
finalmente a ejecutarlos con aquella misma prontitud y facilidad con que antes
hacías los que eran conformes a tus apetitos. Acuérdate de lo que te dije en
otra parte, que los actos más contrarios a las inclinaciones de la naturaleza
son los más propios y eficaces para introducir en el alma el hábito de la
virtud.
Las sentencias de la sagrada
Escritura pronunciadas con la boca o con el corazón, como se debe, tienen
virtud y fuerza maravillosa para ayudarnos en este santo ejercicio; por esta
causa conviene que tengas muchas en la memoria, que se ordenen a la virtud que
desees adquirir, y que las repitas muchas veces al día, particularmente cuando
se excita y mueve la pasión contraria. Como por ejemplo: si deseas adquirir la
virtud de la paciencia, podrás servirte de las palabras siguientes o de otras
semejantes:
Fuji patienter sustinete iram,
quae supervenit (Baruch, IV, 25): Hijos, llevad con paciencia la ira de Dios,
que castiga vuestros desórdenes.
Patientia pauperum non peribit
in finem (Ps. VI, 19): La paciencia de los pobres no será privada para siempre
del bien que espera.
Melio est patiens viro forti,
et qui dominatur animo suo expugnatore urbium (Prov. XVI, 32): El hombre
paciente es mejor que el fuerte y valeroso; y el que sabe dominarse a sí mismo
vale más que un conquistador de ciudades.
In patientia vestra
possidebitis animas vestras (Luc. XX 19): En vuestra paciencia poseeréis
vuestras
almas.
Per patientiam curramus ad
propositum nobis certamen (Hebr. XII,1): Corramos de suerte en este campo, que
por la paciencia ganemos el premio que Dios nos propone.
Para lo mismo podrás también
añadir las aspiraciones siguientes: ¿Cuándo, Dios mío, se hallará armado mi
corazón con el escudo de la paciencia?
¿Cuándo, Dios mío, por
contentaros, sufriré con ánimo alegre y tranquilo cualquiera penalidad y
trabajo?
¡Oh dichosas tribulaciones,
pues me hacen semejante a mi Redentor, Jesucristo, lleno de penas y de
aflicciones!
¡Oh vida de mi alma! ¿Viviré yo
alguna vez contenta y gozosa por vuestra gloria, entre las tribulaciones?
Feliz seré yo, si con llamas de
tribulaciones me abraso en deseos de sufrir otras mayores.
De estas breves oraciones
podrás servirte, y de otras que sean conformes al progreso que hicieres en la
virtud, o que te dictare tu devoción.
Estas oraciones se llaman
jaculatorias, porque son como flechas encendidas que se tiran al cielo, y
tienen la virtud de levantar nuestro corazón y de penetrar en el de Dios, si
van acompañadas de dos circunstancias que son como dos alas: la una es el
conocimiento del gusto que recibe Dios de vernos ocupados en el ejercicio de
las virtudes; la otra un eficaz deseo de adquirirlas por el sólo fin de agradar
a su divina Majestad.
CAPÍTULO XXXVI
Que en el ejercicio de la
virtud se ha de caminar siempre con continua solicitud
Entre las cosas que sirven para
adquirir las virtudes cristianas, que es el blanco que nos hemos propuesto, una
de las más importantes y necesarias es procurar siempre adelantarnos en el
camino de la perfección; porque no se puede parar en este camino sin volver
atrás (D. Greg. part. 3. Past. curae admonit. 35). La razón es porque, desde
que cesamos de hacer actos de virtud, la violenta inclinación del apetito
sensitivo, y los objetos exteriores, que lisonjean los sentidos, no dejan de
excitar en nosotros movimientos desordenados; y estos movimientos destruyen, o
a lo menos, enflaquecen los hábitos de las virtudes; fuera de que esta
negligencia nos priva de muchas gracias y dones que pudiéramos merecer del
Señor, si pusiésemos mayor cuidado y solicitud en nuestro progreso espiritual.
Es muy diferente, hija mía, el
camino espiritual y del cielo, del material y de la tierra; porque en éste,
aunque pare y se detenga el caminante, nada pierde de lo andado; pero en el
camino espiritual, si se detiene y para, aunque sea por poco tiempo, pierde
mucho.
Además de esto, la fatiga del
peregrino del mundo se aumenta con la continuación del movimiento corporal,
pero en el camino del espíritu, cuanto más se adelante y se camina, más fuerzas
se cobran, y se siente mayor vigor; porque, con el ejercicio virtuoso, la parte
inferior, que con su resistencia hace el camino áspero y penoso, viene a
debilitarse y enflaquecerse; y la parte superior, donde reside la virtud, se
repara, se restablece y se fortifica más. De donde nace que, al paso que nos
adelantamos en el bien, se va disminuyendo nuestra pena y dificultad, y en esta
misma proporción crece y aumenta también el gusto y dulzura interior con que
Dios templa y suaviza las amarguras de este camino.
De esta suerte, caminando
siempre con alegría, de virtud en virtud, llegamos finalmente a la cumbre del
monte (Isai. II, 2), al colmo de la perfección, y a aquel estado dichoso y
bienaventurado en que el alma empieza a ejercer sus funciones espirituales, no
sólo sin amargura y disgusto, sino también con un contento y júbilo inefable;
por que como se halla ya victoriosa de todas sus
pasiones,
y superior a las criaturas y a sí misma, vive dichosamente en el seno de Dios,
y goza entre sus penas y trabajos de un dulce y bienaventurado reposo.
CAPÍTULO XXXVII
Que siendo necesario
continuar siempre en el ejercicio de las virtudes, no hemos de huir de las
ocasiones que se nos ofrecieren para conseguirlas.
Hemos mostrado con claridad que
en el camino de la perfección es necesario andar siempre sin parar, para observar
bien esta regla: ―Conviene que estés siempre advertida y vigilante, para no
perder ocasión alguna que se te ofrezca de ejercitar las virtudes‖. Guárdate,
hija mía, de huir de las cosas que son contrarias a las inclinaciones de la
naturaleza corrompida, pues por ellas, solamente, se llega a las más heroicas
virtudes.
Por no salir del ejemplo que
hemos propuesto, si deseas adquirir el hábito de la paciencia, con viene que no
huyas o te retires de las personas, acciones y pensamientos que suelen moverte
a la impaciencia; conviene que te acostumbres a tratar y conversar con todo
género de personas, aun que sean molestas y pesadas; conviene que estés siempre
dispuesta y preparada a sufrir todo lo que pudiere causarte mayor pena o
disgusto; de otra manera no llegarás jamás a adquirir la virtud de la
paciencia.
De la misma suerte, si alguna
ocupación te fuere pesada e incómoda, o por sí misma, o por la persona que te
la ha encargado, o porque te divierte de otra ocupación que sería más de tu
gusto, no dejes por eso de abrazarla con alegría, y de continuarla con
perseverancia, aunque sientas alguna inquietud o turbación en tu espíritu, de
que pudieras librarte dejándola enteramente; porque de otra manera nunca
aprenderías a padecer, ni tu quietud sería verdadera, por no proceder de ánimo
purificado de las pasiones y adornado con las virtudes.
Lo mismo te digo de los
pensamientos molestos, que a veces turban y afligen el espíritu; porque no
debes arrojarlos enteramente de ti, pues con la pena que te causan, te acostumbran
a la tolerancia de las cosas contrarias. Y ten por cierto, hija mía, que quien
te enseñare lo contrario, te enseñará más a huir de la pena que sientes, que a
conseguir la virtud que deseas.
Bien es verdad que al soldado
nuevo y poco experimentado le conviene gobernarse con mucha prudencia y
destreza en estas ocasiones, peleando con el enemigo, a veces de lejos, y a
veces de cerca según fuere mayores o menores las fuerzas de su virtud y de su
espíritu; pero nunca debe volver enteramente las espaldas, y abandonar el campo
de manera que huya de todo lo que puede causarle inquietud y disgusto. Y si
nosotros lo hiciéremos así, aunque por entonces nos preservemos del peligro de
caer, no obstante quedaremos después más expuestos a los golpes de la impaciencia,
por no habernos armado y fortificado con el ejercicio y uso de la virtud
contraria.
Estas advertencias no tienen
lugar en el vicio de la carne, de que hemos tratado ya particularmente en otra
parte.
CAPÍTULO XXXVIII
Que debernos abrazar con
gusto todas las ocasiones que se nos ofrecieren de combatir, para adquirir las
virtudes, y principalmente aquellas que fueren más difíciles y penosas.
No me contento, hija mía, con
que no huyas de las ocasiones que se te presentaren, de combatir, para adquirir
las virtudes; quiero también que las busques y las abraces con alegría, y que
las que te causaren mayor mortificación y pena, te sean más agradables como más
provechosas. Nada te parecerá difícil con el socorro de la gracia,
principalmente si procuras imprimir bien en tu corazón las consideraciones
siguientes:
La primera es que las ocasiones
son los medios esenciales y propios para adquirir las virtudes.
De
donde nace que cuando pedimos a Dios las virtudes, le pedimos juntamente los
medios para obtenerlas; pues de otra manera nuestra oración sería inútil y de
ningún fruto; porque vendríamos a contradecirnos manifiestamente a nosotros
mismos, y a tentar a Dios, el cual no acostumbra dar la paciencia sin las
tribulaciones, ni la humildad sin los oprobios.
Lo mismo sucede con las demás
virtudes, las cuales son fruto de las adversidades que Dios nos envía. Estas
adversidades deben sernos tanto más preciosas y amables, cuanto fueren más
ásperas y penosas; porque los grandes esfuerzos que deben emplearse para sufrirlas,
contribuyen y sirven maravillosamente para formar en nosotros los hábitos de
las virtudes.
Son también muy estimables y
preciosas las ocasiones de mortificar nuestra voluntad, aun en las cosas
pequeñas y leves; porque aunque las victorias que conseguimos contra nosotros
mismos en las grandes ocasiones sean más gloriosas, no obstante, las que
alcanzamos en las pequeñas son incomparablemente más frecuentes.
La segunda consideración que ya
hemos tocado, es que todas las cosas que suceden en este mundo, vienen de Dios
para nuestro beneficio y provecho; porque, aunque no pueda decirse, ha blando
propiamente, que algunas de estas cosas, como nuestros pecados o los ajenos,
vienen de Dios, que aborrece la iniquidad, es cierto no obstante que vienen de Dios,
en cuanto las permite, y pudiendo absolutamente impedirlas, no las impide. Mas
por lo que mira a las aflicciones que nos suceden o por culpa nuestra, o por la
malicia de nuestros enemigos, no se puede negar que son de Dios, y que vienen
de su mano, y que, aunque verdaderamente condene la causa, su voluntad es que
las suframos con ánimo paciente, o porque son medios muy propios para
santificarnos, o por otros justos motivos que nos son ocultos.
Estando, pues, persuadidos y
ciertos de que, para cumplir perfectamente su divina voluntad debemos sufrir
con gusto todos los males que nos causan nuestros enemigos, o que nosotros
mismos nos causamos con nuestros pecados; el decir (como por excusar y encubrir
su impaciencia, suelen muchos), que Dios, siendo infinitamente justo, no puede
querer lo que procede de un mal principio, no es otra cosa que querer dorar con
un vano pretexto la propia falta, y rehusar la cruz que su divina Majestad nos
presenta; y no podemos negar que es voluntad suya que la llevemos con tolerancia.
Además de esto, hija mía,
conviene que entiendas y sepas, que Dios se deleita más de vernos sufrir
constantemente las persecuciones injustas de los hombres, principalmente de
aquellos que nos están obligados con nuestros favores y beneficios, que de
vernos tolerar otros penosos accidentes; así porque la soberbia de nuestra
naturaleza se reprime mejor con las injurias y malos tratamientos de nuestros
enemigos, que con las penas y mortificaciones voluntarias, como porque,
sufriéndolas con paciencia, hacemos verdaderamente lo que Dios pide y desea de
nosotros, y es de su honor y gloria; pues conformamos nuestra voluntad con la
suya en una cosa en que resplandecen igualmente su bondad y su poder; y de un
fondo tan malo y tan detestable, como es el pecado, cogemos excelentes frutos
de virtud y de santidad. Sabe, pues, hija mía, que apenas nos ve el Señor
resueltos y determinados a obrar de veras, y a emplear todos nuestros esfuerzos
para adquirir las sólidas virtudes, nos prepara el cáliz de las más fuertes
tentaciones y de los más ásperos trabajos; y así, conociendo el amor infinito
que nos tiene, y la ardiente y misericordiosa solicitud con que desea nuestro
bien espiritual debemos recibirlo con alegría y dando gracias cuando lo
ofreciere, y beberlo hasta la última gota; porque la composición de la bebida
está hecha de mano de quien no puede errar, y con ingredientes tanto más
saludables para el alma, cuanto son más desagradables y amargos a nuestro
paladar.
CAPÍTULO XXXIX
Como se puede practicar una misma
virtud en diversas ocasiones
Ya has visto, hija mía, en uno
de los capítulos precedentes, que es más útil para nuestro
aprovechamiento
aplicarnos por algún tiempo a una sola virtud, que abrazar muchas juntamente; y
que a esta, virtud particular debemos inducirnos siempre que se presentare la
ocasión. Atiende ahora y observa la facilidad con que esto se puede ejecutar.
Podrá sucederte en un mismo
día, y por ventura en una misma hora, que te reprendan de una acción buena y
loable en sí misma, o que por otra causa murmuren de ti, que te nieguen con
aspereza una pequeña gracia que hayas pedido, que se conciba una falsa sospecha
de ti, que te den alguna, comisión odiosa, que te sirvan viandas mal sazonadas,
que te sobrevenga alguna enfermedad, o que, finalmente, te halles oprimida de
otros males más sensibles y graves de los innumerables que se hallan en esta
miserable vida.
Entre tan diversos y penosos
accidentes podrás sin duda ejercitar diferentes virtudes; pero, con forme a la
regla que te he dado, te será más útil y provechoso aplicarte únicamente al
ejercicio de aquella virtud de que entonces tuvieres mayor necesidad.
Si esta virtud de que necesitas
fuere la paciencia, no debes pensar sino en sufrir constantemente y con alegría
todos los males que te suceden y te pueden suceder. Si fuere la humildad, te
imaginarás en todas tus penas que no hay castigo alguno que pueda igualar a tus
culpas. Si fuere la obediencia, procurarás rendirte con prontitud a la voluntad
de Dios, que te castiga conforme mereces, y sujetarte asimismo por su amor, no
solamente a las criaturas racionales, sino también a las que, no teniendo ni
razón ni vida, no dejan de ser instrumentos de su justicia. Si fuere la
pobreza, te esforzarás por vivir contenta, aunque te halles privada de todos
los bienes y de todas las dulzuras de esta vida. Si fuere la caridad, harás
todos los actos de amor de Dios y del prójimo que te fueren posibles,
considerando que el prójimo te da ocasión de multiplicar tus merecimientos
cuando ejercita su paciencia, y que Dios, que te envía o permite todos los
males que te afligen, no tiene otro fin que tu mayor bien espiritual.
Todo esto que te digo en orden
al modo de ejercitar en diversos accidentes y ocasiones la virtud que te fuere
más necesaria, muestra al mismo tiempo el modo de ejercitarla en una sola
ocasión, como en una larga enfermedad, o en otra aflicción y pena que te durase
mucho tiempo; pues se podrán entonces producir también los actos de aquella
virtud de que tuviéremos mayor necesidad.
CAPÍTULO XL
Del tiempo que debemos
emplear en adquirir cada virtud, y de las señales de nuestro aprovecha miento.
No se puede determinar
generalmente el tiempo que debemos emplear en el ejercicio de cada virtud,
porque esto depende precisamente del estado y disposición en que nos hallamos,
del progreso que hacemos en la vida espiritual, y de la dirección del que nos
guía y gobierna; pero de ordinario, si nos aplicamos con todo el cuidado,
diligencia y solicitud que conviene, aprovecharemos mucho en pocas semanas.
Es señal indudable y cierta de
nuestro aprovechamiento, cuando en la sequedad, oscuridad y angustias del alma,
y en la privación de las consolaciones y gustos espirituales, continuamos
constantemente los ejercicios de la perfección.
Es también señal no menos
evidente, cuando la concupiscencia, vencida y sujeta a la razón, no puede
impedirnos con sus contradicciones que nos ejercitemos en la virtud; porque en
la medida que ella se enflaquece y debilita, se fortifican y se arraigan en el
alma las virtudes. Por esta causa, cuando no se siente ya alguna contradicción
o rebeldía en la parte inferior, podemos prometernos y asegurarnos que hemos
adquirido el hábito de la virtud; y cuanto mayor fuere la facilidad en producir
los actos, tato más perfecto será el hábito.
Pero advierte, hija mía, que no
debemos persuadimos jamás que hemos llegado a un grado eminente de virtud, o
que hemos triunfado enteramente de alguna pasión, aunque después de duros y
prolijos combates no sintamos ya sus asaltos y movimientos; porque aquí también
puede tener
lugar
la astucia del demonio, y el artificio de nuestra naturaleza, que suele
disfrazarse por algún tiempo. De donde nace que muchas veces, por una soberbia
oculta, tenemos por virtud lo que es verdaderamente vicio. Fuera de que, si
consideramos el grado de perfección a que Dios nos llama, aunque hayamos hecho
grandes progresos en la virtud, reconoceremos que todavía no hemos entrado en
sus confines.
Por esto, conviene que, como
nuevos guerreros, continuemos siempre los ejercicios ordinarios, como si
empezáramos cada día a practicarlos, sin dejar que llegue a entibiarse el
primer fervor.
Considera que es mejor y más
útil aprovechar en la virtud, que examinar escrupulosamente si has aprovechado,
porque Dios, que es el que solamente conoce lo íntimo de los corazones,
descubre a unos este secreto, y lo oculta a otros, según los ve dispuestos a
humillarse o ensoberbecerse; y por dicho medio, este Padre infinitamente bueno
y sabio quita a los flacos la ocasión de su ruina, y obliga a los otros a que
crezcan en las virtudes. Así, aunque un alma no vea o no conozca sus progresos
en la perfección, no debe por esto dejar sus ejercicios, porque los conocerá
cuando sea del gusto y beneplácito divino dárselos conocer para mayor bien
suyo.
CAPÍTULO XLI
Que no debemos desear con
ardor librarnos de los trabajos que sufrimos con paciencia, y de qué modo
debemos reglar nuestros deseos.
Si te hallares en alguna
aflicción o trabajo, y lo sufres con paciencia, guárdate de escuchar las
exhortaciones del demonio o de tu amor propio, que procuran excitar en tu
corazón deseos de librarte de esta pena; porque tales deseos te causarán dos
grandes daños:
El primero, que aunque entonces
no pierdas enteramente la virtud de la paciencia, contraerás una disposición
para el vicio contrario; el segundo, que tu paciencia, será imperfecta y
defectuosa, y no obtendrá de Dios el premio y la recompensa, sino solamente por
el tiempo que la hubieres ejercitado; siendo cierto que, si no hubieras deseado
el alivio, antes bien te hubieras resignado a la divina voluntad, aunque tu
pena no hubiese durado sino un cuarto de hora, el Señor la reconocerá y
recompensará como servicio de mucho tiempo.
Toma, pues, por regla general
en todas las cosas, el no querer hacer sino solamente lo que Dios quiere, y
dirigir a este fin todos tus deseos, como el único blanco a que debes
encaminarlos. Por este medio se llega a ser justos y santos; y en cualquier
accidente triste o alegre que te suceda, no solamente gozarás de una perfecta y
verdadera paz, sino también de un perfecto y verdadero contento; porque como
nada sucede en este mundo sino por orden y disposición de la Providencia
divina, si tú no quieres sino sólo lo que quiere la divina Providencia, vendrás
siempre a tener lo que deseas, pero ninguna cosa sucederá sino según tu
voluntad.
Este documento, hija mía, no
tiene lugar en los pecados propios o en los ajenos (los cuales siempre detesta
y aborrece Dios), sino solamente en las aflicciones y penas de esta vida, por
violentas y penetrantes que sean, ora procedan de tus pecados, ora de otro
principio; porque ésta es la cruz con que Dios suele favorecer a sus más
íntimos amigos.
Esto mismo se debe entender
respecto de aquella parte de pena y aflicción que en ti quedare, y que es
voluntad de Dios que padezcas después de haber buscado algún lenitivo a tu
pena, y aplicado a este fin aquellos medios que de sí son lícitos y buenos, y
de que te puedes muy bien servir sin salir de la mano de Dios, ni del orden que
tiene puesto, con tal que en el uso de ellos te gobiernes por su divina
voluntad, sirviéndote de ellos, no por librarte de tu pena, sino porque Dios quiere
que los usemos en nuestras necesidades, y porque a este fin los ha ordenado su
Providencia.
CAPÍTULO XLII
Del modo de defendernos de
los artificios del demonio, cuando procura engañarnos con
devociones indiscretas.
Cuando la serpiente antigua ve que
caminamos derechamente a la perfección, y con vivos y bien ordenados deseos;
reconociendo que no puede atraernos a sí con engaños declarados, se transfigura
en ángel de luz (II Cor. XI) y entonces con pensamientos devotos, conceptos
agradables, sentencias y textos de la sagrada Escritura, y ejemplos de los
mayores Santos, nos solicita y persuade importunamente a que con fervor
indiscreto procuremos remontarnos sobre la capacidad y medida de nuestro
espíritu, para precipitarnos después en un abismo de males.
Por ejemplo: este astuto
enemigo nos incita a que castiguemos ásperamente el cuerpo con disciplinas,
abstinencias, cilicios y otras mortificaciones semejantes; pero el fin que su
malicia se propone es que, persuadiéndonos que hacemos cosas grandes, nos
llenemos de vanagloria (lo cual sucede particularmente a las mujeres); o que,
quebrantados con penitencias rigurosas y superiores a nuestras fuerzas,
quedemos inhábiles para las buenas obras; o que no pudiendo sufrir los trabajos
de una vida austera y penitente, cobremos hastío y aburrimiento de los
ejercicios espirituales; o finalmente, que resfriándonos en la virtud,
busquemos con mayor ardor y apetito que antes los placeres y vanos
divertimientos del mundo.
¿Quién podrá contar el
sinnúmero de quienes, siguiendo con presunción de espíritu el ímpetu de un
fervor indiscreto y precipitado, y excediendo con los rigores exteriores la
capacidad y medida de su propia virtud, cayeron infelizmente en el lazo que se
habían tendido a sí mismos con sus propias manos, haciéndose así juguete de los
demonios? No hay duda, hija mía, que semejantes almas se hubieran preservado de
un mal tan grave si hubiesen considerado que estos ejercicios de mortificación,
aunque útiles y provechosos a los que tienen fuerza y robustez de cuerpo, y
humildad de espíritu, requieren siempre, no obstante, temperamento conforme y
proporcionado a la calidad y naturaleza de cada uno.
No todos, hija mía, pueden
practicar las mismas austeridades que han practicado algunos grandes Santos;
pero todos pueden imitar a los mayores santos en muchas cosas. Podemos formar
en nuestro corazón deseos ardientes y eficaces de participar de las gloriosas
coronas que obtienen los verdaderos soldados de Jesucristo en los combates
espirituales: podemos a su imitación y ejemplo menospreciar el mundo y
menospreciarnos a nosotros mismos, amar el retiro y el silencio, ser humildes y
caritativos con todos, sufrir pacientemente las injurias, hacer bien a los que
nos hacen mal, evitar los menores defectos; cosas de mucho mayor mérito a los
ojos de Dios que todas las penitencias y maceraciones del cuerpo.
También te advierto que en el
principio siempre es mejor usar de moderación en las penitencias exteriores (a
fin de que puedas aumentarlas después, si fuere necesario), que por querer
obrar mucho, ponerte en peligro de no poder después obrar nada. Esta enseñanza
te doy, hija mía, en el supuesto de que te halles libre del engaño en que
incurren algunos que pasan en el mundo por espirituales y devotos, y seducidos
de la naturaleza y del amor propio cuidan con tan exacta y escrupulosa
puntualidad de la salud del cuerpo, que temen perderla por la más ligera
mortificación exterior. No hay cosa en que tanto se ocupen, ni de que hablen
con tanta frecuencia, como el régimen de vida que deben guardar; tienen en la
elección de los manjares una suma delicadeza, que no sirve sino de
enflaquecerlos y debilitarlos; prefieren ordinariamente los que deleitan más el
gusto y son más agradables al paladar, a los que son mejores y más provechosos
para el estómago; y con todo eso, si hubiésemos de creer lo que dicen, su fin
no es otro que tener vigor y fuerzas para servir mejor a Dios.
Este es el pretexto con que
disfrazan y cubren su sensualidad; pero verdaderamente su intento no es otro
que unir y concordar dos enemigos irreconciliables, que son la carne y el
espíritu (Galat. V, 17), de lo cual resulta infaliblemente la ruina de
entrambos; pues a un mismo tiempo aquélla pierde la salud, y éste la devoción.
Por esta causa un modo de vida menos delicado, menos escrupuloso y menos
inquieto es siempre el más fácil, el más útil y el más seguro, como sea
regulado por las reglas de la prudencia que te he dado; porque no siendo todas
las complexiones igualmente vigorosas y fuertes, no son todas igualmente
capaces de sufrir los mismos trabajos. Y añado que
conviene
usar la discreción y regla, no solamente para moderar los ejercicios
exteriores, sino también para adquirir las virtudes interiores, como ya lo
mostré anteriormente (Cap. 34), explicando el modo de adquirir estas virtudes
por grados.
CAPÍTULO XLIII
Cuán poderosas son en
nosotros nuestra mala inclinación, y la instigación del demonio, para
inducirnos a juzgar temerariamente del prójimo y del modo de hacerles
resistencia.
La vanidad y propia estimación
producen en nosotros un desorden más perjudicial que el juicio temerario, que
nos hace concebir y fomentar una baja idea del prójimo. Como este vicio nace de
nuestra soberbia, con ella también se sustenta y fomenta, a medida que crece y
va aumentando en nosotros, nos hacemos presuntuosos y vanos, y susceptibles de
las ilusiones y engaños del demonio; porque venimos a formar insensiblemente
tanto más alta opinión de nosotros mismos cuanto es más baja la que concebimos
de los otros, persuadiéndonos que nos hallamos libres de las imperfecciones que
les atribuimos.
Cuando el enemigo de nuestra
salud reconoce en nosotros esta maligna disposición, usa de todos sus
artificios para hacernos vigilantes y atentos al cuidado de observar y examinar
los defectos ajenos. No es creíble cuánto se esfuerza en ponernos y
representarnos a cada instante, delante de los ojos, algunas ligeras
imperfecciones de nuestros hermanos, cuando no puede hacer que observemos
defectos graves y considerables.
Pues ya que es tan solícito de
nuestra ruina este astuto enemigo, y tan aplicado a nuestra perdición, no
seamos nosotros menos vigilantes y atentos para descubrir y evitar sus lazos.
Apenas te representare algún vicio o defecto del prójimo, procura desechar este
pensamiento; y si continuare en persuadirte y solicitarte a formar algún juicio
injurioso, guárdate de escuchar sus gestiones malignas. Considera que tú no
tienes la autoridad necesaria para juzgar; y que aun cuando la tuvieres, no
eres capaz de formar juicio recto, hallándote cercada de infinitas pasiones, y
muy inclinada a pensar mal de la vida y de las acciones de los otros sin justa
causa.
Para remediar eficazmente un
mal tan peligroso, te advierto que tengas un espíritu enteramente ocupado en tus
propias miserias; porque hallarás tantas cosas que corregir y reformar dentro
de ti misma, que no tendrás tiempo ni gusto para pensar en las de tu prójimo, o
no pensarás en ellas sino movida de una santa y discreta caridad. Fuera de que
si te ocupas en considerar tus propios defectos, curarás fácilmente los ojos
interiores del alma de cierta especie de malignidad, que es la fuente y origen
de todos los juicios temerarios; porque quien juzga sin razón que su hermano
está sujeto a algún vicio, puede pensar de sí mismo con fundamento, que padece
el mismo defecto; pues siempre juzga un hombre vicioso que los demás son como
él.
Todas las veces, pues, que te
sintieres pronta y dispuesta a condenar ligeramente las acciones de alguna
persona, te debes vituperar interiormente a ti misma y darte esta justa
reprensión: ¡Oh ciega y presuntuosa! ¿Cómo eres tú tan temeraria, que te
atrevas a censurar las acciones de tu prójimo, cuando tienes los mismos y aún
más graves defectos Así, volviendo contra ti misma tus propias armas en lugar
de herir y ofender a tus hermanos, curarás tus propias llagas.
Pero si la falta que condenamos
es verdadera y pública, excusemos por caridad al que la ha cometido: creamos
que tiene algunas virtudes ocultas, que por ventura no hubiera podido conservar
si Dios no hubiese permitido en él esta caída; creamos que un pequeño defecto
que Dios le deje por algún tiempo, acabará de destruir en él la estimación y
buen concepto en que se tiene a sí mismo; que siendo menospreciado se hará más
humilde, y que por consiguiente su ganancia será mayor que su pérdida.
Mas si el pecado es, no
solamente público, sino enorme, si el pecador es impenitente o está endurecido
y obstinado, levantemos nuestro espíritu al cielo; entremos en los secretos
juicios de Dios; consideremos que muchos hombres después de haber vivido largo
tiempo en la iniquidad, han
venido
a ser grandes Santos; y que otros, al contrario, habían llegado al grado más
sublime de la perfección y han caído infelizmente en un abismo de desórdenes y
miserias.
Con estas reflexiones
comprenderás, hija mía, que no debes temerte menos a ti misma, que a los demás;
y que si sientes en ti inclinación y facilidad a juzgar favorablemente del
prójimo, el Espíritu Santo es quien te da esta feliz inclinación; y que al
contrario, cualquier desprecio, aversión o juicio temerario contra, el prójimo,
nace únicamente de la propia malignidad, y de la sugestión del demonio. Si
pues, alguna imperfección, o defecto ajeno hubiere hecho en ti alguna
impresión, no descanses ni sosiegues hasta tanto que la hayas desterrado
enteramente de tu corazón.
CAPÍTULO XLIV
De la oración
Si la desconfianza de nosotros
mismos, la confianza en Dios, y el buen uso de nuestras potencias son armas
necesarias en el combate espiritual, como hasta aquí se ha mostrado; la
oración, que es la cuarta arma propuesta, es todavía más necesaria e
indispensable. Pues por la oración obtenemos de Dios, no solamente las
virtudes, sino generalmente todos los bienes de que estamos faltos. Es como el
canal por donde se nos comunican todas las gracias que recibimos del cielo. Con
la oración, si la ejercitares como debes, pondrás la espada en manos de Dios
para que combata por ti y te alcance la victoria. Para servirnos como conviene
de un modo tan esencial e importante, conviene que observemos las reglas
siguientes:
En primer lugar debemos tener
un verdadero deseo de servir a Dios con fervor, del modo que le sea más
agradable. Este deseo se encenderá fácilmente en nuestro corazón, si
consideramos tres cosas: la primera, que Dios merece infinitamente ser servido
y adorado a causa de la excelencia de su ser soberano, de su bondad, hermosura,
sabiduría, poder y todas sus perfecciones inefables; la segunda, que este mismo
Dios se hizo hombre, y trabajó continuamente por espacio de treinta y tres años
por nuestra salud, y curó con sus propias manos las llagas horribles de
nuestros pecados, ungiéndolas y lavándolas, no con aceite y vino, sino con su
sangre preciosa (Luc. X, 34.– Apoc. I, 5), y carne purísima, toda despedazada
con azotes, espinas y clavos; la tercera, que nada nos importa tanto como el
guardar su ley, y cumplir todas nuestras obligaciones; pues éste es el único
medio de hacernos señores de nosotros mismos, victoriosos del demonio e hijos
de Dios.
Lo segundo, debemos tener una
fe viva y una firme confianza de que Dios no nos negará los auxilios necesarios
para servirlo con perfección, y para obrar nuestra salud. Un alma llena de esta
santa confianza es como un vaso sagrado, donde la divina misericordia derrama
los tesoros de su gracia; y cuanto mayor es su confianza, tanto mayor es la
abundancia de las bendiciones celestiales que atrae sobre sí con la oración.
Porque ¿cómo será posible que un Dios, a quien nada es difícil, deje de
comunicarnos sus dones, cuando su Bondad misma nos solicita y persuade que se
los pidamos, y nos promete su Santo Espíritu (Luc. XI, 13), como lo imploremos
con fe y perseverancia?
Lo tercero, debemos entrar
siempre en la oración por sólo el motivo o fin de hacer lo que Dios quiere, y
no lo que nosotros queremos. De manera que no hemos de aplicarnos jamás a este
santo ejercicio sino solamente porque Dios nos lo manda, ni debemos desear ser
oídos, sino en cuanto fuere de su divino beneplácito; en fin, nuestra,
intención ha de ser unir y conformar nuestra voluntad con la divina, sin
pretender jamás inclinar la divina a la nuestra. La razón es porque nuestra
voluntad, como inficionada y pervertida del amor propio, yerra muchas veces, y
no sabe lo que pide; pero la voluntad divina no puede errar, siendo
esencialmente justa y santa; y así debe ser la regla de cualquiera otra
voluntad. Tengamos, pues, particular cuidado de no pedir a Dios sino las cosas
que son de su agrado; y hubiere algún motivo o fundamento para temer que lo que
deseamos no es conforme a su voluntad, no se lo pidamos sino con una entera
sumisión a las órdenes de su Providencia. Pero si las cosas que deseamos
alcanzar no pueden dejar de serle agradables, como las virtudes, pidámoslas más
por agradarle y servirle que por cualquier otra consideración, aunque sea
muy
espiritual.
Lo cuarto, si deseamos obtener
lo que pedimos, conviene que nuestras obras se conformen con nuestras palabras:
conviene que antes y después de la oración procuremos con todas nuestras
fuerzas hacernos dignos de la gracia que deseamos alcanzar, porque el ejercicio
de la oración debe andar siempre unido y acompañado con el de la mortificación
interior; pues sería tentar a Dios pedir una virtud, y no aplicar los medios
para conseguirla.
Lo quinto, antes de pedir a
Dios cosa alguna, debemos darle muy rendidas gracias por todos los beneficios
que hemos recibido de su Bondad. Podremos decirle: Señor mío y Dios mío, que
después de haberme creado me habéis redimido por vuestra misericordia, y me
habéis librado infinitas veces del furor de mis enemigos, ayudadme y socorredme
ahora; y olvidando mis ingratitudes pasadas, no me neguéis la gracia que os
pido.
Y si cuando deseamos obtener
alguna virtud en particular, fuéremos tentados del vicio contrario, no dejemos
de alabar y bendecir a Dios por la ocasión que nos da de ejercitar esta virtud,
porqué no es éste, hija mía, un favor pequeño.
Lo sexto, como la oración
recibe toda su eficacia y fuerza de la suma bondad de Dios, de los
merecimientos de la vida y pasión de su unigénito Hijo, y de las promesas de
oírnos que nos ha hecho (Jerem, XXXIII, 3), podremos concluir siempre nuestras
peticiones con alguna de las oraciones siguientes: Yo os pido, Señor, que por
vuestra divina misericordia me otorguéis esta gracia. Concededme por los
méritos de vuestro unigénito Hijo lo que os pido. Acordaos, Dios mío, de
vuestras promesas, y oíd mis ruegos.
Algunas veces podremos pedir
también las gracias que deseamos por los méritos de la Virgen Santísima y de
los Santos; porque es grande el poder que tienen en el cielo, y Dios se deleita
de honrarlos en la proporción del honor y gloria que le han dado en el curso de
su vida mortal.
Lo séptimo, conviene también
perseverar en este ejercicio, porque el Todopoderoso no puede resistir a una
humilde perseverancia en la oración; pues si la importunidad de la viuda del
Evangelio pudo doblar y vencer la dureza de un juez inicuo (Luc. XVIII, 5),
¿cómo podrán nuestros ruegos dejar de mover a un Dios infinitamente bueno? Y
así, aunque el Señor tarde en oírnos, y nos parezca que no quiere escucharnos,
no debemos perder la confianza, que tenemos en su divina Bondad, ni dejar de
continuar la oración; porque su divina Majestad tiene en un grado infinito todo
lo que es necesario para poder y para querer enriquecernos y colmarnos de sus
beneficios; y si de nuestra parte no hubiere alguna falta, podremos estar
ciertos y seguros de que obtendremos infaliblemente la gracia que le pedimos, u
otra que nos sea más útil y provechosa, y por ventura ambas gracias juntamente.
Sobre todo debemos estar
siempre advertidos en este punto: que cuanto más nos pareciere que el Señor no
nos escucha ni admite nuestros ruegos, tanto más hemos de procurar humillarnos
y concebir menosprecio y odio de nosotros mismos. Pero en esto, hija mía,
debemos gobernarnos de suerte que, considerando nuestras miserias, no perdamos
jamás de vista su divina misericordia, y que en lugar de disminuir nuestra
confianza la aumentemos en nuestro corazón, íntimamente persuadidos de que cuanto
más viva y constante fuere en nosotros esta virtud, cuando se halla combatida,
tanto mayor será nuestro merecimiento.
Finalmente, no dejemos jamás de
dar a Dios humildes y rendidas gracias. Alabemos y bendigamos igualmente su
sabiduría, su bondad y su caridad, ya nos niegue o ya nos conceda la gracia que
le pedimos; y en cualquier suceso procuremos conservarnos siempre tranquilos y
contentos, y enteramente rendidos a su providencia.
CAPÍTULO XLV
Qué cosa es la oración
mental
Oración
mental es una elevación del espíritu a Dios, con actual o virtual súplica de lo
que de seamos.
La actual se hace cuando con
palabras mentales se pide a Dios alguna gracia en esta o semejante forma: Señor
mío y Dios mío, concededme esta gracia para honra y gloria vuestra; o de este
otro modo: Dios mío, creo firmemente que será de vuestro agrado y de vuestra
gloria, que yo os pida y alcance esta gracia: cúmplase, pues, en mí, vuestra
divina voluntad.
Cuando te hallares combatida
por tus enemigos, orarás así: Ayudadme presto, Dios mío, para que no me rinda a
mis enemigos. O de este modo: Dios mío, refugio mío, fortaleza mía, pues veis
mi fragilidad y flaqueza, socorredme prontamente para que no caiga.
Si continuare la batalla,
prosigue orando de la misma forma, resistiendo siempre animosamente al enemigo,
que te hace la guerra.
Después que se hubiere pasado
lo fuerte del combate, vuélvete al Señor, y pidiéndole que considere de una
parte las fuerzas de tu enemigo, y de otra, tu suma flaqueza, le dirás: Veis
aquí, Señor, a vuestra criatura: veis aquí la obra de vuestras manos: veis aquí
el alma que Vos habéis redimido con vuestra preciosa sangre; mirad cómo vuestro
enemigo os la procura robar para perderle. A Vos, Dios mío, recurro; en Vos
solo pongo mi confianza; porque Vos solo sois infinitamente bueno, e
infinitamente poderoso. Vos conocéis mi debilidad y la prontitud con que caerá
en manos de mis enemigos sin el socorro de vuestra gracia. Ayudadme, pues, oh
dulce esperanza mía, única fortaleza de mi alma.
La súplica virtual se hace
cuando elevamos nuestro espíritu a Dios para obtener alguna gracia,
representándole nuestra necesidad, sin decir palabra alguna, ni hacer otra
consideración; como cuando yo elevo la mente a Dios, y en su presencia reconozco
que de mí mismo no soy capaz de defenderme del mal, ni de obrar el bien, y
encendido de un ardiente deseo de servirle, fijo la vista en su Bondad,
esperando su socorro con humildad y confianza. Este conocimiento de mi
flaqueza, este deseo de servir a Dios, y este acto de fe, producido en su
divina presencia, es una oración con que virtualmente pido lo que necesito;
cuanto más puro fuere el conocimiento, cuanto más abrasado el deseo, y cuanto
más viva la fe, tanto mayor será la eficacia de la oración para obtener la
gracia suspirada.
Hay también otra especie de
oración virtual más reducida y breve, la cual se hace con una simple vista del
alma, que expone a los ojos del Señor su indigencia para que la socorra y esta
vista no es otra cosa que un tácito recuerdo y súplica de aquella gracia que
anteriormente le hemos pedido.
Es necesario, hija mía, que te
acostumbres a esta especie de oración, y que te la hagas muy familiar para
servirte de ella en todo lugar y tiempo; porque la experiencia te mostrará que
así como no hay cosa más fácil, tampoco la hay más útil ni más excelente.
CAPÍTULO XLVI
De la oración por vía de
meditación
Si quieres detenerte por algún
tiempo en este santo ejercicio de la oración, como por media hora o por una
hora entera, añadirás la meditación de la vida y pasión de Jesucristo,
aplicando siempre sus santísimas acciones a la virtud que deseas adquirir.
Por ejemplo, si deseares
obtener la virtud de la paciencia, medita algunos puntos del misterio de los
azotes.
El primero, cómo después de
haber dado Pilato la sentencia, fue el Señor arrebatado con violencia por
aquellos ministros de iniquidad, llevado con gritos y baldones al lugar
destinado para la flagelación.
El segundo, cómo con impaciente
y apresurada rabia lo despojaron aquellos crueles verdugos de
todos
sus vestidos, quedando descubiertas y desnudas a la vista de aquel ingrato
pueblo sus purísimas carnes.
El tercero, cómo aquellas
inocentes manos, instrumentos de su piedad y misericordia, fueron atadas a una
columna con ásperos cordeles.
El cuarto, cómo aquel sagrado y
honestísimo cuerpo fue azotado por los verdugos con rigor tan inhumano, que
corrió su divina sangre por el suelo, rebalsándose en muchas partes con
abundancia.
El quinto, cómo los golpes
continuados y repetidos en una misma parte aumentaban y renovaban sus llagas.
Mientras meditares sobre estos
puntos u otros semejantes, propios para inspirarte el amor de la paciencia,
aplicarás primeramente tus sentidos interiores a sentir con la mayor viveza que
pudieres los dolores incomprensibles que sufrió el Señor en todas partes de su
sacratísimo cuerpo, y en cada una en particular.
De aquí pasarás a las angustias
de su alma santísima, meditando profundamente la paciencia y mansedumbre con
que sufría tantas aflicciones, sin que jamás se apagase aquella ardiente sed
que tenía de padecer nuevos tormentos por la gloria de su Padre, y por nuestro
bien.
Considéralo, después, encendido
de un vivo deseo de que tú sufras con gusto tus aflicciones y mira, cómo,
vuelto a su eterno Padre, le ruega que te ayude a llevar con paciencia, no
solamente la cruz que entonces te aflige, sino todas las demás que quisiere
enviarte su providencia.
Movida de estas tiernas y
piadosas consideraciones, confirma con nuevos actos la resolución en que estás
de sufrir con ánimo paciente cualquiera tribulación.
Después, levantando tu espíritu
al Padre eterno, dale rendidas gracias por haber enviado al mundo a su
unigénito Hijo, para que padeciese tan crueles tormentos, y para que
intercediese por ti: pídele, en fin, que te conceda la virtud de la paciencia
por los méritos e intercesión de este divino Redentor.
CAPÍTULO XLVII
Otro modo de orar por vía de
meditación
También podrás orar y meditar
de esta otra manera:
Después que hubieres
considerado atentamente las penas de tu divino Salvador, y la alegría con que
las toleraba, pasarás de la consideración de sus dolores y de su paciencia a
otras dos consideraciones no menos necesarias.
Una será la de sus méritos
infinitos, y la otra del contento y gloria que recibió su eterno Padre por la
puntual y perfectísima obediencia con que puso en ejecución sus divinos
decretos.
Ambas cosas presentarás
humildemente a su divina Majestad, como dos razones poderosas para obtener la
gracia que deseas.
Esto mismo podrás practicar, no
solamente en todos los misterios de la pasión del Señor, sino también en todos
los actos interiores o exteriores que su Majestad hacía en cada misterio.
CAPÍTULO XLVIII
De un modo de orar fundado
en la intención de María santísima, nuestra Señora
Fuera de los sobredichos hay
otro modo de orar y meditar, que se dirige particularmente a María santísima,
levantando el espíritu primeramente a Dios, después al dulcísimo Jesús, y
últimamente a su gloriosísima Madre.
Levantando
el espíritu a Dios considerarás dos cosas:
La primera, el singular amor
que tuvo ab aeterno a esta purísima Virgen, desde antes de haberla sacado de la
nada.
La segunda, la eminente
santidad de esta Señora, y las heroicas obras que ejercitó desde el instante de
su concepción hasta el de su muerte.
Sobre el primer punto meditarás
en la forma siguiente:
Remóntate primero con el
pensamiento sobre la esfera y jurisdicción de los tiempos, y de todas las
criaturas; y entrando en el abismo de la eternidad, y de la misma mente de
Dios, pondera la complacencia y satisfacción con que aquel sumo Bien
consideraba a la que destinaba para ser Madre de su Unigénito amado: y en
virtud de esta satisfacción y contento inefable, pídele confiadamente que te
conceda gracia y fortaleza para vencer y destruir a tus enemigos, y
particularmente al que entonces te hiciere la guerra.
Después te representarás las
virtudes y las acciones heroicas de esta Virgen incomparable; y ofreciéndolas a
Dios, o todas juntamente, o cada una en particular, pedirás en virtud de ellas
a su Bondad infinita las cosas de que tuvieres necesidad. Vuelve luego el
espíritu a su Hijo santísimo y tráele a la memoria el seno virginal que le
sirvió de albergue y tálamo purísimo por espacio de nueve meses; la humildad y
profunda reverencia con que, apenas salió a luz, lo adoró la Virgen, y
reconoció por verdadero hombre y verdadero Dios, Hijo y Creador suyo; la
compasión y ternura con que lo vio nacer pobre, despreciado y desconocido en un
pesebre; el amor con que lo estrechó en sus brazos; los ósculos suavísimos que
le dio; la purísima leche con que lo alimentó, y las fatigas, tribulaciones y
penas que en el curso de su vida mortal padeció por su causa.
Presenta a Jesús estas cosas; y
no dudes, hija mía, que con tan eficaces y poderosas consideraciones le harás
una dulce violencia, para que te oiga y conceda lo que le pides.
Vuélvete, en fin, a la Virgen
santísima, y recuérdale que, entre todas las mujeres, fue escogida y
predestinada por la Bondad y eterna Providencia de Dios para, ser Madre de
gracia y misericordia, y abogada de los pecadores; y que después de su bendito
Hijo no tenemos otro más poderoso y seguro asilo que el de su patrocinio.
Represéntale también aquella inefable verdad tan constante entre los Doctores,
y confirmada con tantos prodigios y maravillas, que ninguno la ha invocado
jamás con viva fe, que no haya sido ayudado y socorrido en su necesidad.
Trae a la memoria, a esta
Señora, las aflicciones que padeció su santísimo Hijo por nuestra salud, a fin
de que te obtenga de su infinita Bondad la gracia de aprovecharte de ellas para
gloria suya.
CAPÍTULO XLIX
Algunas consideraciones para
acudir con fe y seguridad al patrocinio de la Virgen María
Si deseas recurrir con
seguridad y confianza en cualquiera necesidad o trabajo a la protección de la
Virgen María, podrás servirte de los motivos y consideraciones siguientes:
1. La experiencia muestra que
un vaso que ha tenido dentro de sí algún licor aromático y precioso, conserva
su fragancia (aunque se haya sacado el licor del vaso), principalmente si lo ha
tenido dentro de sí por mucho tiempo, y si ha quedado en el vaso alguna parte
del licor precioso. Asimismo, el que ha estado cerca de un gran fuego conserva
por mucho tiempo el calor después de haberse retirado de él.
Pues si esto, hija mía, sucede
con cualquier licor precioso, y con cualquiera grande incendio, que no son sino
de virtud corta y limitada, ¿qué diremos nosotros de la caridad y de la
misericordia de esta purísima Virgen, que por espacio de nueve meses llevó en
sus entrañas, y lleva siempre en su corazón al Hijo único de Dios, la Caridad
increada, cuya virtud no tiene límites?
Si es imposible que el que se
acerca a una grande hoguera no participe del calor de sus llamas,
¿cómo
podremos persuadirnos de que quien se acerca al fuego de la caridad, que arde
en el corazón purísimo de esta Madre de misericordia, no sienta sus admirables
y divinos efectos; y que no reciba más favores, beneficios y gracias de su
piedad, cuanto con más frecuencia, fe y confianza acudiere a su patrocinio?
2. Ninguna pura criatura jamás
amó tanto a Jesucristo, ni fue tan conforme a su voluntad como su Madre
santísima. Pues si este divino Salvador, que se sacrificó por la salud y
remedio de los pecadores, nos ha dado su propia Madre para que fuese nuestra
madre como nuestra abogada y nuestra medianera, ¿cómo podrá esta Señora dejar
de entrar en sus sentimientos, y olvidarse de socorrernos?
Recurre, pues, hija mía, con
seguridad a esta piadosísima Madre en todas tus necesidades, e implora con
confianza su misericordia; porque es una fuente inagotable de bondad, y un
manantial perenne de gracias, y suele medir sus favores y beneficios por
nuestra fe y confianza.
CAPÍTULO L
Del modo de meditar y orar
valiéndose de los Ángeles y de los Bienaventurados
Para merecer la protección de
los Ángeles y Santos del cielo, usarás de dos medios.
El primero será levantar tu
espíritu al Padre eterno y presentarle las alabanzas que le da toda la corte
celestial, y los trabajos, persecuciones y tormentos que han padecido los
Santos en la tierra por su amor; y pedirle después, en virtud de las pruebas
ilustres de fidelidad, amor y constancia que le dieron estos gloriosos
predestinados, que te conceda la gracia que necesitas.
El segundo será invocar a los
bienaventurados espíritus, pidiéndoles que te ayuden a corregir tus vicios, y a
vencer todos los enemigos de tu salud, particularmente que te asistan en el
artículo de la muerte.
Algunas veces admirarás las
gracias singulares que los Santos han recibido del Señor, alegrándote de sus
excelencias y dones como si fuesen propios tuyos, y complaciéndote con un santo
júbilo de que Dios les haya comunicado mayores ventajas y privilegios que a ti,
porque así ha sido de su beneplácito y agrado; y tomarás de aquí ocasión y
motivo para alabarlo y bendecirlo.
Mas para que puedas hacer este
santo ejercicio con buen orden y poco trabajo, dividirás según los días de la
semana los diversos órdenes de los Bienaventurados en esta forma:
E1 domingo invocaras a los
nueve Coros de lo Ángeles.
El lunes a san Juan Bautista.
El martes a los Patriarcas y
Profetas.
El miércoles a los Apóstoles.
El jueves a los Mártires.
El viernes a los Pontífices y
demás Confesores.
El sábado a las Vírgenes y
demás Santas.
Pero sobre todo, hija mía, no
te olvides jamás de implorar frecuentemente el patrocinio y socorro de María
santísima, que es la Reina de todos los Santos y nuestra principal abogada; y
el de tu Ángel custodio, del arcángel san Miguel, y de los demás Santos a
quienes tuvieres particular devoción.
No dejes pasar día alguno sin
que pidas a María, a Jesús y al Padre eterno que te concedan como principal
abogado y protector tuyo, al bienaventurado san José, esposo dignísimo de la
más pura de las Vírgenes, y recurrirás después a este glorioso Santo con mucha
fe y confianza, pidiéndole humildemente que te reciba bajo su protección y
amparo.
Son,
hija mía, infinitas las maravillas que se cuentan de este gran Santo, y muchos
los favores y gracias que han recibido de Dios los que en sus necesidades, así
espirituales como corporales, lo han invocado, principalmente cuando han
necesitado la luz del cielo, y un director invisible para aprender a orar y
meditar bien.
Si Dios, hija mía, considera y
atiende tanto a los demás Santos por haberle servido y glorificado en el mundo,
y tanto favorece a los hombres por su intercesión, ¿no será muy condescendiente
con este admirable Patriarca, a quien el mismo Dios honró de tal manera en la
tierra que quiso sujetarse a él, y como padre obedecerle y servirle? (Luc. II,
51).
CAPÍTULO LI
De los diversos sentimientos
afectuosos que se pueden sacar de la meditación de la pasión de Jesucristo
Todo lo que he dicho arriba en
orden al modo de orar y meditar sobre la pasión del Señor, no se dirige sino a
pedir favores y gracias; ahora, hija mía, quiero enseñarte el modo de sacar de
la misma pasión diversos afectos.
Por ejemplo, si te propones por
objeto de tu meditación la crucifixión de Jesucristo, podrás, entre otras
maravillosas circunstancias de este misterio, considerar las siguientes:
1. El modo inhumano con que en
el monte Calvario lo desnudaron de sus vestiduras las impías y crueles manos de
los judíos, que le arrebataron con tanto furor la túnica, que por hallarse
pegada a las llagas, se produjo un nuevo y muy acerbo dolor a su sacratísimo
Cuerpo.
2. La sacrílega violencia con
que le arrancaron la corona de espinas, rasgándole las heridas; y la desmedida
crueldad con que se la volvieron a fijar en la cabeza, abriéndole llagas sobre
llagas.
3. Cómo, para fijarlo en el
árbol de la cruz, cual si fuera el más facineroso de los hombres, penetraron, a
martillazos, con duros y agudos clavos, sus sagradas manos y pies, rompiendo con
impiedad las venas y nervios de aquellos miembros divinos, formados por el
Espíritu Santo.
4. Cómo no alcanzando a los
agujeros que habían formado en la cruz, aquellas sacratísimas manos que
fabricaron los cielos, tiraron de ellas con inaudita crueldad para hacerlas
llegar; quedando aquel santísimo cuerpo, a quien estaba unida la Divinidad, tan
descoyuntado y desconcertado, que se le pudieron contar todos los huesos
(Psalm. XXI, 18).
5. Cómo estando pendiente de
aquel duro leño, y sin otro apoyo que el de los clavos, se dilataron con un
dolor indecible las heridas de su sagrado cuerpo con su misma gravedad y peso.
Si con estas consideraciones, o
con otras semejantes, deseas excitar en tu corazón afectos del divino amor,
procura, hija mía, pasar con la meditación a un sublime conocimiento de la
bondad infinita de tu Salvador, que por tu amor quiso padecer tantas penas;
pues a medida que se fuere aumentando en ti este conocimiento, crecerá tu amor.
De este mismo conocimiento de
la suma bondad y amor infinito de Dios, sacarás una admirable disposición para
formar actos fervientes de contrición y dolor de haber ofendido tantas veces, y
con tanta ingratitud, a un Señor que, con excesos tan grandes de caridad y
misericordia, se sacrificó por la satisfacción de tus ofensas.
Para formar y producir actos de
esperanza, considera que el Señor, al sujetarse al rigor de tantos tormentos, y
a la ignominia y oprobio de la cruz, no tuvo otro fin que exterminar el pecado
del mundo, librarte de la tiranía del demonio, expiar tus culpas particulares,
y reconciliarte con su eterno Padre (1 Joann. II), para que pudieras recurrir
con confianza a su misericordia en todas tus necesidades.
Si después de haber considerado
sus penas, consideras sus grandes y maravillosos efectos, si observas y
adviertes que con su muerte quitó los pecados de todo el mundo (Hebr. II),
satisfizo la
deuda
de la posteridad de Adán (Rom. V), aplacó la ira de su eterno Padre (Ephes. VI.
– Coloss. I). confundió las potestades del infierno, triunfó de la muerte misma
(Os. XIII), y llenó en el cielo las sillas de los ángeles rebeldes (Psalm.
CIX), tu dolor se convertirá en alegría, y esta alegría se aumentará en tu
corazón con la memoria de la que causó a toda la santísima Trinidad, a la
bienaventurada Virgen María, a la Iglesia triunfante y a la militante, con la
grande obra de la Redención del mundo.
Pero si quieres concebir un
vivo dolor de tus pecados, aplica todos los puntos de tu meditación al único
fin de persuadirte que Jesucristo no tuvo para padecer tantos tormentos, otro
motivo que el de inspirarte un odio saludable de ti misma y de tus pasiones
desordenadas, principalmente de la que te induce a mayores faltas, y desagrada
más a su infinita Bondad.
Si quieres entrar en
sentimientos y afectos de admiración, considera qué cosa puede haber más digna
de maravilla y de asombro, que ver al Creador del universo, al Autor de la
vida, morir a manos de sus criaturas; ver la Majestad suprema, ultrajada y envilecida;
la justicia, condenada; la hermosura en que se miran los cielos, escupida y
desfigurada; el objeto del amor y de la complacencia del eterno Padre, hecho el
objeto del odio de los pecadores; la luz inaccesible (I Tim. VI, 16) abandonada
al poder de las tinieblas; la gloria, la felicidad increada, sepultada en el
oprobio y la miseria.
Para moverte a la compasión de
este Salvador divino y ejercitarte en ella, penetra por las llagas exteriores
del cuerpo hasta las interiores de su alma santísima; y si por aquéllas
sintiere tu corazón grandísima pena, maravilla será que por éstas no se haga
pedazos de dolor.
Esta grande alma veía
claramente la divina Esencia como ahora la ve en el cielo; conocía con altísima
luz de amor la adoración y culto que merece de todas las criaturas;
representábansele al mismo tiempo los pecados de todas las naciones, de todos
los siglos, de todos los estados, de todas las condiciones, y distinguía con la
vivacidad de su divina penetración el número, el peso, la calidad y las circunstancias
de todos y de cada uno de ellos; y como amaba a Dios cuanto podía amarle un
alma unida al Verbo, en la proporción a este amor era el odio que tenía a los
pecados; y en la medida de este amor y de este odio era el dolor que causaban
en su alma santísima las ofensas contra aquella Majestad infinita; y como ni la
bondad de Dios ni la malicia del pecado nadie las puede conocer bien sino Dios,
ningún entendimiento humano ni angélico puede formar una justa idea de cuán
grande, cuán intenso y cuán incomprensible fuese el dolor que afligía la mente,
el espíritu y el alma de Jesucristo.
A más de esto, hija mía, como
este adorable Salvador amaba sin tasa ni medida a todos los hombres, en
proporción a este excesivo amor era su dolor y amargura por los pecados que
habían de separarlos de su alma santísima. Sabía que ningún hombre podía
cometer algún pecado mortal sin destruir la caridad y la gracia; que es el
vínculo con que están unidos espiritualmente con Él todos los justos; y esta
separación era en el alma de Jesucristo mucho más sensible y dolorosa que lo es
al cuerpo la de sus miembros cuando se apartan de su lugar propio y natural;
porque como el alma es toda espiritual, y de una naturaleza más excelente y
perfecta que el cuerpo, es más capaz de sentimiento y dolor. Pero la más
sensible de todas sus aflicciones fue la que le ocasionaron los pecados de
todos los réprobos, que no pudiendo de nuevo unirse con Él por la penitencia,
habían de padecer en el infierno eternos tormentos.
Si a la vista de tantas penas
sientes que tu corazón se mueve a la compasión de tu amado Jesús, entra más
profundamente en la consideración de sus aflicciones, y hallarás que padeció
dolores y penas incomprensibles, no solamente por los pecados que efectivamente
has cometido, sino también por los que no has cometido jamás; porque nos
mereció y alcanzó de su eterno Padre el perdón de unos y la preservación de los
otros, con el precio infinito de su sangre.
No te faltarán, hija mía, otros
motivos y consideraciones para condolerte con tu afligido Redentor; porque no
ha habido ni habrá jamás algún dolor en criatura racional que no lo haya
sentido en sí mismo; pues las injurias, las tentaciones, las ignorancias, las
penitencias, las angustias
y
tribulaciones de todos los hombres afligieron más vivamente a Cristo, que a los
mismos que las padecieron; porque vio perfectamente las infinitas aflicciones,
espirituales y corporales de los hombres, hasta el mínimo dolor de cabeza; y
con su inmensa, caridad quiso padecerlas e imprimirlas todas en su piadosísimo
corazón.
Pero ¿quién podrá encarecer o
ponderar dignamente cuán sensibles le fueron las penas y dolores de su Madre
santísima? Porque en todos los modos y por todos los respectos que padeció
Cristo, padeció igualmente, y fue afligida esta Señora; y aun que no tan
intensamente, y en aquel grado fueron no obstante acerbísimas sus penas, y
sobre toda comprensión (Luc. II, 35).
Estas penas renovaron las
llagas internas de Jesús, penetrando, como otras tantas flechas encendidas de
amor, su dulcísimo corazón. Por esta causa solía decir con santa simplicidad un
alma muy favorecida de Dios, que el corazón de Jesús le parecía un infierno de
penas voluntarias, donde no ardía otro fuego que el de la caridad.
Mas en fin, ¿cuál fue la causa
y origen de tantos tormentos? Nuestros pecados. Por esto, hija mía, el mejor
modo de compadecemos de Jesucristo crucificado, y demostrarle la gratitud y
reconocimiento que le debemos, es dolernos de nuestras infidelidades puramente
por su amor, aborrecer y detestar el pecado sobre todas las cosas, y hacer
guerra continua a nuestros vicios como a sus más mortales enemigos; a fin de
que, desnudándonos del hombre viejo, y vistiéndonos del nuevo, adornemos
nuestras almas con las virtudes cristianas, que son las que forman su belleza y
perfección.
CAPÍTULO LII
De los frutos que podemos
sacar de la meditación de Cristo crucificado, y de la imitación de sus virtudes
Los frutos que debes sacar,
hija mía, de la meditación de Cristo crucificado, son:
El primero, que te duelas con
amargura de tus pecados pasados, y te aflijas de que aún vivan y reinen en ti
las pasiones desordenadas, que ocasionaron la dolorosa muerte de tu Señor.
El segundo, que le pidas perdón
de las ofensas que le has hecho, y la gracia de un odio saludable de ti misma
para que no lo ofendas más; antes bien lo ames y lo sirvas de todo corazón en
reconocimiento de tantos dolores y penas como ha sufrido por tu amor.
El tercero, que trabajes con
continua solicitud en desarraigar de tu corazón todas tus viciosas
inclinaciones, por pequeñas y leves que sean.
El cuarto, que con todo el
esfuerzo que pudieres, procures imitar las virtudes de este divino Maestro, que
murió no solamente por expiar nuestras culpas, sino también por darnos el
ejemplo de una vida santa y perfecta (I Petr. II, 21).
Quiero, hija mía, enseñarte un
modo de meditar, de que podrás servirte con mucho fruto y provecho para este
fin. Por ejemplo, si deseas, entre las virtudes de Jesucristo imitar
particularmente su paciencia heroica en los males y tribulaciones que te
suceden, considerarás los puntos siguientes:
El primero, lo que hace el alma
afligida de Cristo mirando a Dios.
El segundo, lo que hace Dios
mirando al alma de Cristo.
El tercero, lo que hace el alma
de Cristo mirándose a sí misma, y a su sacratísimo cuerpo.
El cuarto, lo que hace Cristo
mirándonos a nosotros.
El quinto, lo que nosotros
debemos hacer mirando a Cristo.
Considera, pues, lo primero,
cómo el alma de Jesús, absorta y transformada en Dios, contempla con admiración
aquella Esencia infinita e incomprensible, en cuya presencia son nada las más
nobles
y excelentes criaturas (Isai. XL, 13 et seqs.); contempla, digo, con admiración
y asombro aquella Esencia infinita en un estado en que, sin perder nada de su
grandeza y de su gloria esencial, se humilla y se sujeta a sufrir en la tierra
los más indignos ultrajes por el hombre, de quien no ha recibido sino
infidelidades, injurias y menosprecios; y cómo adora a aquella suprema
Majestad, le tributa mil alabanzas, bendiciones y gracias, y se sacrifica
enteramente a su divino beneplácito.
Lo segundo, mira después lo que
hace Dios con el alma de Jesucristo; considera cómo quiere que este único Hijo,
que es el objeto de su amor, sufra por nosotros y por nuestra salud las bofetadas,
las contumelias, los azotes, las espinas y la cruz: considera la complacencia y
satisfacción con que lo mira colmado de oprobios y de dolores por tan alta y
tan gloriosa causa.
Lo tercero, represéntate cómo
el alma de Jesucristo conociendo en Dios con luz altísima esta complacencia y
satisfacción divina, ardientemente la ama; y este amor la obliga a sujetarse
enteramente, con prontitud y alegría, a la voluntad de Dios (Phil. II). ¿Qué
lengua podrá ponderar el ardor con que desea las aflicciones y penas? Esta
grande alma no se ocupa sino en buscar nuevos modos y caminos de padecer; y no
hallando todos los que desea y busca, se entrega libremente (Joann. X, 19) con
su inocentísima carne al arbitrio de los hombres más crueles y de los demonios.
Lo cuarto, mira después a tu
amado Jesús, que volviéndose a ti con ojos llenos de misericordia, te dice
dulcemente: Mira, hija el estado a que me han reducido tus desordenadas
inclinaciones y apetitos; mira el exceso de mis dolores y penas, y la alegría
con que los sufro, sin otro fin que el de enseñarte la paciencia. Yo te exhorto
y te pido por todas mis penas que abraces con gusto la cruz que te presento, y
todas las demás que te vinieren de mi mano. Abandona tu honor a la calumnia, y
tu cuerpo al furor y rabia de los perseguidores que yo eligiere para
ejercitarte y probarte, ya sean despreciables y viles, ya inhumanos y
formidables. ¡Oh si supieses, hija, el placer y contento que me dará tu
resignación y tu paciencia! Pero ¿cómo puedes ignorarlo, viendo estas llagas
que yo he recibido a fin de adquirirte con el precio de mi sangre las virtudes
con que quiero adornar y enriquecer tu alma, que amo entrañablemente? Si yo
quise reducirme a tan triste y penoso estado por tu amor, ¿por qué no querrás
tú sufrir un leve dolor por aliviar los míos, que son extremos? ¿Por qué no
querrás curar las llagas que me ha ocasionado tu impaciencia, que es para mí un
tormento más sensible y doloroso que todas las llagas de mi cuerpo?
Lo quinto, piensa después bien
quién es el que te habla de esta suerte; y verás que es el mismo Rey de la
gloria, Cristo Señor nuestro, verdadero Dios y verdadero hombre. Considera la
grandeza de sus tormentos y de sus oprobios, que serían penas muy rigurosas
para los más facinerosos delincuentes. Admírate de verlo en medio de tantas
aflicciones, no solamente inmóvil y paciente, sino lleno de alegría, como si el
día de su pasión fuese para Él un día de triunfo; y como el fuego, si se le
echa un poco de agua se enciende más, así con los grandes trabajos y tormentos,
que a su caridad inmensa le parecían pequeños, se le aumentaba el deseo de
padecerlos mayores.
Pondera en tu interior que todo
esto lo ha obrado padecido, no por fuerza (Joann. X, 18), ni por interés, sino
por puro amor, como el mismo Señor lo dijo, y a fin de que a su imitación y
ejemplo (I Petr. II, 21), te ejercites en la virtud de la paciencia. Procura,
pues, comprender bien lo que pide y desea de ti, y la complacencia y gusto que
le darás con el ejercicio de esta virtud. Concibe después deseos ardientes de
llevar, no sólo con paciencia, sino también con alegría, la cruz que te envía,
y otras más graves y pesadas, a fin de imitarle más perfectamente, y de hacerte
más agradable a sus ojos.
Represéntate todos los dolores
e ignominias de su pasión, y admirándote de la invariable constancia con que
los sufría, avergüénzate de tu flaqueza: mira tus penas como imaginarias, en
comparación de las que Él padecía por ti, persuadiéndote de que tu paciencia ni
aun es sombra de la suya. Nada temas tanto como el no querer sufrir y padecer
algo por tu Salvador, y desecha luego, como una sugestión del demonio, la
repugnancia al padecimiento.
Considera a Jesucristo en la
cruz como un libro espiritual (Galat. III) que debes leer continua mente para
aprender la práctica de las más excelentes virtudes. Este es un libro, hija
mía, que se
puede
justamente llamar libro de la vida, (Eccli. XXIV, 32. — Apoc. III, 5), que a un
mismo tiempo ilumina el espíritu con los preceptos, y enciende la voluntad con
los ejemplos. El mundo está lleno de innumerables libros; mas aun cuando se
pudiesen leer todos, nunca se aprendería tan perfectamente a aborrecer el vicio
y amar la virtud, como considerando a un Dios crucificado.
Pero advierte, hija mía, que
los que se ocupan horas enteras en llorar la pasión de nuestro Redentor, y en
admirar su paciencia; y después cuando les sucede alguna tribulación o trabajo
se muestran tan impacientes como si no hubiesen pensado jamás en la cruz del
Señor, son semejantes a los soldados poco experimentados, que mientras están en
sus tiendas se prometen con arrogancia la victoria, y después a la primera
vista del enemigo dejan las armas, y se entregan ignominiosamente a la fuga.
¿Qué cosa puede haber más torpe
y miserable que mirar, como en claro espejo, las virtudes del Salvador, amarlas
y admirarlas, y después, cuando se nos presenta la ocasión de imitarlas,
olvidarnos de ellas totalmente?
CAPÍTULO LIII
Del Santísimo Sacramento de
la Eucaristía
Hasta ahora, hija mía, he
trabajado en proveerte, como has visto, de cuatro armas espirituales, y
enseñarte el modo de servirte de ellas para vencer a los enemigos de tu salud y
de tu perfección.
Ahora quiero mostrarte el uso
de otra arma, más excelente, que es el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.
Este augusto Sacramento, así como excede en la dignidad y en la virtud a todos
los de más Sacramentos, así de todas las armas espirituales es la más terrible
para los demonios. Las cuatro primeras reciben toda su fuerza y virtud de los
méritos de Cristo, y de la gracia que nos ha adquirido con el precio de su
sangre; pero esta última contiene al mismo Jesucristo, su carne, su sangre, su
alma y su divinidad. Con aquellas combatimos a nuestros enemigos con la virtud
de Jesucristo; con esta los combatimos con el mismo Jesucristo, y el mismo
Jesucristo los combate en nosotros y con nosotros; porque quien come la carne
de Cristo y bebe su sangre, está en Cristo y Cristo en él (Joann. VI, 57).
Mas como puede comerse esta
carne y beberse esta sangre en dos maneras, esto es, realmente, una vez cada
día, y espiritualmente; cada hora y cada momento, que son dos modos de comulgar
muy provechosos y santos, usarás del segundo con la mayor frecuencia que
pudieres, y del primero todas las veces que te sea dado.
CAPÍTULO LIV
Del modo de recibir el
Santísimo Sacramento de la Eucaristía
Por diversos motivos y fines
podemos recibir este divino Sacramento; pero para recibirlo con fruto se deben
observar algunas cosas, antes de la comunión, cuando estamos para comulgar y
después de haber comulgado.
Antes de la comunión (por
cualquier fin o motivo que se reciba), debemos siempre purificar el alma con el
Sacramento de la Penitencia, si reconocemos en nosotros algún pecado mortal. Después
debemos ofrecernos de todo corazón y sin alguna reserva a Jesucristo, y
consagrarle toda el alma con sus potencias, ya que en este Sacramento se da
todo entero a nosotros este divino Redentor: su sangre, su carne, su divinidad,
con el tesoro infinito de sus merecimientos; y como lo que nosotros le
ofrecemos es poco o nada, en comparación de lo que a nosotros nos da, debemos
desear tener cuanto le han ofrecido todas las criaturas del cielo y de la
tierra, para hacer de todo a su divina Majestad una oblación agradable a sus
ojos.
Si quieres recibir este
Sacramento con el fin de obtener alguna victoria contra tus enemigos,
empezarás
desde la noche del día precedente, o cuanto antes pudieres, a considerar cuánto
desea el Hijo de Dios entrar por este Sacramento en nuestro corazón, a fin de
unirse con nosotros, y de ayudarnos a vencer nuestros apetitos desordenados.
Este deseo es tan ardiente en nuestro Salvador, que no hay espíritu humano
capaz de comprenderlo.
Pero si quisieras formar alguna
idea de este deseo, procura imprimir bien en tu alma estas dos cosas: la
primera, la complacencia inefable que tiene la Sabiduría encarnada de estar con
nosotros; pues a esto llama sus mayores delicias (Prov. VIII, 31); la segunda,
el odio infinito que tiene al pecado mortal, tanto por ser impedimento de la
íntima unión que desea tener con nosotros, cuanto por ser directamente opuesto
a sus divinas perfecciones; porque siendo Dios sumo bien, luz pura y belleza
infinita, no puede dejar de aborrecer infinitamente el pecado, que no es otra
cosa que malicia, tinieblas, horror y corrupción.
Este odio del Señor contra el
pecado es tan ardiente, que a sola su destrucción se ordenaron la obras del
Antiguo y Nuevo Testamento, y particularmente las de la sacratísima pasión de su
unigénito Hijo. Los Santos más iluminados aseguran que consentiría que su único
Hijo volviese a padecer, si fuere necesario, mil muertes, por destruir en
nosotros las menores culpas.
Después que con estas dos
consideraciones hayas reconocido, bien que imperfectamente, cuánto desea
nuestro Salvador entrar en nuestros corazones, a fin de exterminar enteramente
nuestros enemigos y los suyos, excitarás en ti fervientes deseos de recibirle
por este mismo fin; y cobrando ánimo y esfuerzo con la esperanza de la venida
de tu divino Capitán, llamarás muchas veces con generosa resolución a la
batalla la pasión dominante que deseas vencer, y harás cuantos actos pudieres
de la virtud contraria. Esta, hija mía, ha de ser tu principal ocupación por la
tarde y por la mañana, antes de la sagrada comunión.
Cuando estuvieres ya para
recibir el cuerpo de tu Redentor, te representarás por un breve instante las
faltas que hubieres cometido desde la última comunión; y a fin de concebir un
vivo dolor de todas, considerarás que las has cometido contra tu Dios, muerto
en una cruz por nuestra salud, y que has preferido un pequeño placer, una
ligera satisfacción de tu propia voluntad a la obediencia que le debes y al
honor y gloria de su Majestad, confundiéndote dentro de ti misma, reconociendo
tu ceguera y detestando tu ingratitud; pero viniendo después a considerar que,
aunque seamos muy ingratos, infieles y rebeldes, no obstante este inmenso
abismo de caridad quiere darse a nosotros y nos convida a que lo recibamos, te
acercaras a El con confianza, y le abrirás tu corazón para que entre en él, y
lo posea como Señor absoluto, cerrando después todas sus puertas para que no se
introduzca algún afecto impuro.
Después que hayas recibido la
Comunión, te recogerás en seguida dentro de ti misma (Matth. VI, 6), y adorando
con profunda humildad y reverencia al Señor, le dirás: Bien veis, único bien
mío, con cuánta facilidad os ofendo, bien veis el imperio que tienen sobre mí
las pasiones, y cuán flacas y débiles son mis fuerzas para resistirlas y
sujetarlas. Vuestro es, Señor, el principal empeño de combatirlas; y si bien yo
debo tener alguna parte en la pelea, no obstante de Vos solo espero la
victoria.
Volviéndote después al Padre
eterno, le ofrecerás en acción de gracias, y para obtener alguna victoria de ti
misma, el inestimable tesoro que te ha dado en su mismo unigénito Hijo, que
tienes dentro de ti; y tomarás, en fin, la resolución de combatir generosamente
contra el enemigo que te hiciere más cruda guerra, esperando con fe la victoria;
porque haciendo de tu parte lo que pudieres, Dios no dejará de socorrerte.
CAPÍTULO LV
Como debemos prepararnos
para la comunión, a fin de excitar en nosotros el amor de Dios
Si quieres, hija mía, que el
sacramento de la Eucaristía produzca en ti sentimientos y afectos de amor de
Dios, acuérdate del íntimo amor que Él te ha tenido; y desde la tarde que
precederá a tu
comunión,
considera atentamente que este Señor, cuya majestad y poder no tienen límites
ni medida, no contentándose con haberte creado a su imagen y semejanza, y haber
enviado al mundo a su unigénito Hijo para que expiase tus culpas con los
trabajos continuos de treinta y tres años, y con una muerte no menos acerba que
ignominiosa en una cruz, te lo ha dejado en este divino Sacramento para que sea
tu sustento y refugio en todas tus necesidades.
Considera bien, hija, cuán
grande, cuán singular, y cuán perfecto es este amor en todas sus
circunstancias:
1. Si miras y atiendes a su
duración, hallarás que es eterno, y que no ha tenido principio; por que así
como Dios es eterno en su divinidad, así lo es en el amor con que decretó en su
mente divina darnos a su único Hijo de un modo tan admirable.
Con esta consideración, llena
de un júbilo interior, le dirás: ¿Es posible que en aquel abismo de eternidad
fuera mi pequeñez tan estimada y tan amada de Dios, que se dignase pensar en mí
antes de todos los siglos, y desease con tan inefable caridad darme por alimento
la carne y la sangre de su único Hijo?
2. No hay amor en las
criaturas, por vehemente que sea, que no tenga su término; solamente el amor
con que Dios nos ama no tiene límites ni medida. Queriendo, pues, aquel sumo
Bien satisfacer plenamente este amor, nos envió desde el cielo a su mismo
Unigénito, en todo igual a Él, y de una misma sustancia y naturaleza, y así tan
grande es el amor como el don, y el don como el amor, siendo el uno y el otro
infinito, y sobre toda inteligencia creada.
3. Si Dios nos ama con tanto
exceso, no es por fuerza o por necesidad, sino solamente por su intrínseca
Bondad, que naturalmente lo inclina a colmarnos con sus beneficios.
4. Si atiendes al motivo de tan
grande amor, no hallarás otro que su infinita liberalidad, porque de nuestra
parte no precedió ni pudo preceder mérito alguno que moviese a este inmenso
Señor a ejecutar con nuestra vileza tan grande exceso de amor.
5. Si vuelves el pensamiento a
la pureza de este amor, verás claramente que no tiene como los amores del mundo
ninguna mezcla de interés: Dios, hija mía, no necesita de nosotros ni de
nuestros bienes (Ps. XV, 24), porque tiene dentro de sí mismo, sin dependencia
de nadie, el principio de su felicidad y de su gloria. Si derrama sobre
nosotros sus bendiciones, lo hace únicamente por nuestra utilidad y no por la
suya.
Ponderando en lo íntimo de tu
corazón estas cosas, dirás interiormente: ¿Quién hubiera creído, Señor, que un
Dios infinitamente grande cómo Vos hubiese puesto su amor en una criatura tan
vil y tan despreciable como yo? ¿Qué pretendéis Vos, oh Rey de la gloria? ¿Qué
podéis esperar de mí, que no soy sino polvo y ceniza? Pero ya descubro bien, oh
Dios mío, a la luz de vuestra encendida caridad, que sólo un motivo tenéis que
más claramente me manifiesta la pureza de vuestro amor. Vos no pretendéis otra
cosa en daros y comunicaros enteramente a mí en este Sacramento, sino
transformarme en Vos, a fin de que yo viva en Vos, y Vos viváis en mí, y de que
con esta unión íntima, viniendo yo a ser una misma cosa con Vos, se trueque un
corazón todo terreno, como el mío, en un corazón todo espiritual como el
vuestro.
Después de esto entrarás en
sentimientos y afectos de admiración y de alegría, por ver las señales y
pruebas que el Hijo de Dios te da de su estimación y de su amor, persuadiéndote
que no busca ni pretende otra cosa que ganar tu corazón, y unirte consigo; y
desasiéndote de las criaturas y de ti misma que eres del número de las más
viles criaturas, te ofrecerás enteramente a su Majestad en holocausto, a fin de
que tu memoria, tu entendimiento, tu voluntad y tus sentidos no obren con otro
movimiento que con el de su amor, ni con otro fin que el de agradarle.
Considerando después que, sin
su gracia, nada es capaz de producir en nosotros las disposiciones necesarias
para recibirlo dignamente en la Eucaristía, le abrirás tu corazón, y procurarás
atraerlo con jaculatorias breves, pero vivas y ardientes; como son las que
siguen: ¡Oh manjar celestial! ¡Cuándo llegará la hora en que yo me sacrifique
toda a Vos, no con otro fuego que con el de vuestro amor!
Cuándo,
oh amor increado, oh pan vivo, cuándo llegará el tiempo en que yo viva
únicamente en Vos, por Vos y para Vos! ¡Oh maná del cielo, vida dichosa, vida
eterna, cuándo vendrá el día venturoso, en que, aborreciendo todos los manjares
de la tierra, yo no me alimente sino de Vos! ¡Oh sumo Bien mío, única alegría
mía, cuándo llegará este dichoso tiempo! ¡Desasid, Dios mío, desde ahora,
desasid este corazón de las criaturas; libradlo de la servidumbre de sus pasiones
y de sus vicios, adornadlo de vuestras virtudes; extinguid en él cualquier otro
deseo que el de amaros, serviros y agradaros. De este modo yo os abriré todo el
corazón, os convidaré y aun usaré, si fuere necesario, de una dulce violencia
para atraeros. Vos vendréis, en fin, entraréis y os comunicaréis a mí, oh único
tesoro mío, y obraréis en mi alma los admirables efectos que deseáis. En estos
tiernos y afectuosos sentimientos, podrás, hija mía, ejercitarte por la tarde y
por la mañana, a fin de prepararte para la Comunión.
Cuando ésta se acerca,
considera bien a quién vas a recibir; y advierte, que es el Hijo de Dios, de
Majestad tan incomprensible, que en su presencia tiembla los cielos (Job. XXVI,
II) y todas las potestades; el Santo de los Santos, el espejo sin mancha (Sab.
VII, 26), la pureza increada, en cuya comparación son inmundas todas las
criaturas (Job. XV, 15. – XXV), aquel Dios humillado, que por salvar a los
hombres quiso hacerse semejante a un gusano de la tierra (Ps. XXI, 7), ser despreciado,
escarnecido, pisado, escupido y crucificado por la ingratitud y detestable
malicia de los hombres.
Piensa que es el inmenso y
omnipotente Señor, árbitro de la vida y de la muerte (Eccli. XI, 14), y de todo
el universo; y por otra parte que tú de tu propio caudal y fondo no eres sino
la pura nada, que por tus pecados te has hecho inferior a las más viles
criaturas irracionales, y que, en fin, mereces ser esclava de los mismos
demonios.
Imagina y piensa, que en
retorno de los beneficios y obligaciones infinitas que debes a tu Salvador, le
has ultrajado cruelmente, hasta pisar con execrable vilipendio la sangre que
derramó por ti, y fue el precio de tu redención; y con todo, su caridad,
siempre constante y siempre inmutable, te llama y te convida a su mesa (Jerem.
XXXI), y alguna vez te amenaza con enfermedad mortal para obligarte a que
asistas a ella (Luc. XIV). Este Padre misericordioso está siempre pronto a
recibirte; y aunque a sus ojos comparezcas cubierta de lepra, coja, hidrópica,
ciega, endemoniada, y lo que es peor, llena de vicios y de pecados, no por esto
te cierra la puerta (Isai. LX, II), ni te vuelve las espaldas. Todo lo que pide
y desea de ti es: 1° Que tengas un sincero dolor de haberlo ofendido tan
indignamente. 2° Que aborrezcas y detestes sobre todas las cosas, no solamente
el pecado mortal, sino también el venial. 3° Que estés aparejada y dispuesta a
hacer siempre su voluntad, y que en las ocasiones que se ofrecieren la ejecutes
prontamente y con fervor. 4° Que tengas después una firme confianza de que te
perdonará todas tus culpas, te purificará de todos tus defectos, y te defenderá
de todos tus enemigos.
Confortada con este amor
inefable del Señor, te llegarás después a comulgar con un temor santo y
amoroso, diciendo: Yo no soy digna, Señor, de recibiros, porque os he ofendido
muy gravemente, y no he llorado como debo vuestra ofensa, ni dado alguna
satisfacción a vuestra justicia. No soy digna, Señor, de recibiros, porque no
estoy totalmente purificada del afecto de las culpas veniales. No soy digna,
Señor, de recibiros, porque aún no me he entregado de todo corazón a vuestra
obediencia y voluntad. Pero ¡oh Dios mío, único bien y esperanza mía! ¿A dónde
iré, si me retiro de Vos? Lejos de Vos, ¿en dónde hallaré la vida? ¡Ah, Señor! No
os olvidéis de vuestra Bondad, acordaos de vuestra palabra, hacedme digna de
que os reciba dentro de mi pecho con fe y amor. Con temblor me acerco a Vos;
mas también llena de confianza; vuestra Divinidad que toda entera se oculta en
vuestro Sacramento, me llena de un miedo religioso, pero al mismo tiempo
vuestra infinita Bondad, que en este misterio derrama con una especie de
profusión todos sus tesoros, me anima extraordinariamente.
Después que hubieres comulgado,
entrarás luego en un profundo recogimiento, y cerrando la puerta de tu corazón
(Matth. VI), no pienses sino en tratar y conversar con tu Salvador, diciéndole
estas, o semejantes palabras: Oh soberano Señor del cielo, ¿quién ha podido
obligaros a descender
desde
vuestro trono a una criatura pobre, miserable, ciega y desnuda como yo? El
Señor te responderá luego: El amor. Tú le replicarás: ¡Oh amor increado! ¿qué
pretendéis y deseáis de mí? Ninguna otra cosa, te responderá, sino tu amor.
Yo no quiero, hija mía, en tu
corazón otro fuego que el de la caridad: este fuego, victorioso de los ardores
impuros, de tus pasiones, abrasará tu voluntad (Deut. IV), y hará de ella una
preciosa víctima: esto es lo que deseo y he deseado siempre de ti. Yo quiero
ser todo tuyo, y que tú seas toda mía; lo cual no podrá ser mientras, no
haciendo de ti aquella resignación en mi voluntad, que tanto me agrada y me
deleita, estuvieres pegada al amor de ti misma, a tu propio parecer, al deseo
de la libertad y de la vanagloria del mundo.
Nada, pues, hija mía, pretendo
y quiero de ti, sino que te aborrezcas a ti misma, a fin de que puedas amarme:
que me des tu corazón (Prov. XXIII) para que yo pueda unirlo con el mío, que
fue abierto para ti en la cruz (Joann. XIV, 34). Bien ves, hija mía, que yo soy
de infinito precio (I Cor. VI); y no obstante es tanta mi Bondad, que sólo
quiero apreciarme en lo mismo que vales tú: cómprame, pues, hija mía, cómprame,
pues no te cuesto más que el darte enteramente a mí. Yo quiero que a mí solo me
busques, en mí solo pienses, a mí solo me escuches, mires y atiendas, a fin de
que yo sea el único objeto de tus pensamientos y de tus deseos, y no obres sino
solamente en mí, y para mí. Quiero también que tu nada llegue a sumergirse
enteramente en mi grandeza infinita, para que de esta suerte tú halles en mí
toda tu felicidad y contento, y yo halle en ti complacencia y descanso.
Finalmente, ofrecerás al eterno
Padre su Unigénito amado, primero en acción de gracias, después por tus propias
necesidades, por las de toda la santa Iglesia, de todos tus parientes, de
aquellas personas a quienes tienes alguna obligación, y por las almas del
purgatorio; uniendo este ofrecimiento con el que el mismo Salvador hizo de sí
mismo en el árbol de la cruz (Luc. XXIII, 46), cuando cubierto de llagas y de
sangre se ofreció en holocausto a su Padre por la redención del mundo; y
asimismo le podrás ofrecer todos los sacrificios que en aquel día se ofrecieren
a Dios en su santa Iglesia.
CAPÍTULO LVI
De la comunión espiritual
Aunque no se puede recibir el
Señor sacramentalmente sino una sola vez al día, no obstante se puede recibir
espiritualmente, como dije arriba, cada hora y cada momento. Este es un bien,
hija mía, de que solamente puede privarnos nuestra negligencia o culpa; y para
que comprendas su fruto y excelencia, sabe que algunas veces será más útil al
alma y más agradable a Dios esta comunión espiritual, que muchas comuniones
sacramentales, si se reciben con tibieza y sin la debida preparación.
Siempre que estuvieres
dispuesta, hija mía, para esta especie de Comunión, el Hijo de Dios estará
pronto a darse y comunicarse a ti para ser tu alimento.
Cuando quisieras prepararte a
recibirlo de este modo, levanta tu espíritu hacia Él, y después que hayas hecho
alguna reflexión sobre tus pecados, le manifestarás un verdadero y sincero
dolor de tu ofensa. Después le pedirás con profundo respeto, y con viva fe, que
se digne venir a tu alma, y que derrame en ella nuevas bendiciones y gracias,
para curarla de sus flaquezas, y fortalecerla contra la violencia de sus enemigos.
Asimismo, siempre que quisieres
mortificar alguna de tus pasiones, o hacer algún acto de virtud, te servirás de
esta ocasión para preparar tu corazón al Hijo de Dios, que te lo pide
continuamente; y volviéndote después a Él, pídele con fervor que se digne venir
a ti, como médico, para curarte, y como protector para defenderte, a fin de que
ninguna cosa le estorbe o le impida poseer tu corazón.
Acuérdate también de tu última
comunión sacramental, y encendida toda en el amor de tu Salvador, le dirás:
¿Cuándo, Dios y Señor mío, volveré a recibiros dentro de mi pecho? ¿Cuándo
llegará
este dichoso día? Pero si quieres disponerte mejor y más debidamente para esta
comunión espiritual, dirigirás desde la tarde precedente todas las
mortificaciones, actos de virtud, y demás buenas obras que hicieres, a este
fin.
Considerando cuán grande es el
bien y felicidad del alma que comulga dignamente, pues por este medio recobras
las virtudes que ha perdido, vuelve a su antigua y primera hermosura, participa
de los preciosos frutos y méritos de la cruz, y haz, en fin, una acción muy
agradable al eterno Padre (el cual desea que todos gocen de este divino
Sacramento), procura excitar en tu corazón un deseo ardiente de recibirlo, por
contentar y agradar a quien con tanto amor desea comunicarse a ti, y en esta
disposición le dirás: Señor, ya que no me es permitido recibiros hoy
sacramentalmente, haced a lo menos, por vuestra infinita Bondad, que purificada
de todas mis imperfecciones, y curada de todas mis dolencias y enfermedades, yo
merezca recibiros espiritualmente cada día y cada hora del día, a fin de que,
hallándome fortificada con nueva gracia, resista animosamente a mis enemigos, y
principalmente al que ahora, por agradaros y contentaros, hago particularmente
la guerra.
CAPÍTULO LVII
Del modo de dar gracias a
Dios
Siendo de Dios todo el bien que
poseemos (Jacob. I, 17) y obramos, es muy justo que le rindamos continuas
acciones de gracias por todas las buenas obras que hacemos, por todas las
victorias que alcanzamos de nosotros mismos, y por todos los beneficios comunes
y particulares que recibimos de su mano.
Para que podamos satisfacer
propia y debidamente esta obligación, hemos de considerar el fin que mueve al
Señor derramar con tanta liberalidad sobre nosotros sus bendiciones y gracias;
porque este conocimiento nos enseñará de qué modo quiere que le mostremos
nuestra gratitud y reconocimiento. Como su fin principal en los favores y
misericordias que nos reparte, es exaltar su gloria y atraernos a su servicio,
harás desde luego esta reflexión dentro de ti misma: ¡Oh, con cuánto poder,
sabiduría y bondad se ha dignado Dios hacerme este beneficio!
Después, considerando que en ti
misma no hay verdaderamente cosa alguna que merezca semejante gracia, antes
bien muchas ingratitudes y culpas que te hacen indigno de ella, dirás al Señor
con profundísima humildad: ¿Es posible, Señor, que con tanta bondad y
misericordia os dignéis poner los ojos en la más vil y abominable de todas
vuestras criaturas, y colmarla de vuestros favores y beneficios? Sea vuestro
nombre bendito y alabado por todos los siglos de los siglos.
Finalmente, viendo que en
retorno de tantos beneficios no te pide otra cosa sino que ames y sirvas a tu
bienhechor, concebirás grandes sentimientos de amor por un Dios tan bueno, y
deseos fervientes de hacer en todas las cosas su divina voluntad; y a este fin
añadirás un sincero ofrecimiento de ti misma en el modo que verás en el
capítulo siguiente.
CAPÍTULO LVIII
Del ofrecimiento
Para que este ofrecimiento sea
muy agradable a Dios, se han de observar dos circunstancias: la primera es que
ha de unirse y acompañarse con los ofrecimientos que hizo Jesucristo a su
eterno Padre en el curso de su vida pasible y mortal; la segunda, que nuestro
corazón esté desasido enteramente del amor de las criaturas.
En orden a la primera, has de
saber que mientras vivía el Señor en este valle de lágrimas, ofrecía a su Padre
celestial, no solamente su persona y sus acciones particulares, sino también
las de todos los hombres con sus mismas personas. Conviene, pues, hija mía, que
juntemos nuestros ofrecimientos con los suyos, para que con esta unión los
suyos santifiquen los nuestros.
En
cuanto a la segunda, importa mucho examinar bien, antes de hacer este
sacrificio de nosotros mismos, si nuestro corazón tiene alguna adhesión o apego
a las criaturas; y si reconociéremos que no está libre y exento de toda afición
impura y terrena, debemos recurrir al Señor y pedirle que rompa nuestros lazos,
a fin de que no haya cosa alguna en nosotros que nos impida el ser enteramente
suyos. Este punto, hija mía, es muy importante, porque ofrecernos a Dios,
estando asidos a las criaturas, es burlarnos en alguna manera de Dios; pues
como entonces no somos señores de nosotros mismos, sino esclavos de aquellas
criaturas a quienes hemos entregado nuestro corazón, venimos a ofrecer a Dios
una cosa que no es verdaderamente nuestra, sino ajena: de donde nace que aunque
muchas veces nos ofrecemos a Dios, como siempre nos ofrecemos de esta manera,
no solamente no crecemos en las virtudes, sino antes bien caemos en nuevas
imperfecciones y pecados.
Bien podemos algunas veces
ofrecernos a Dios, aunque tengamos algún apego a las cosas del mundo; pero esto
ha de ser solamente a fin de que su Bondad infinita nos inspire la aversión y
disgusto de las criaturas, y podamos después, sin algún estorbo, entregarnos a
su servicio. Importa mucho repetir este ofrecimiento con frecuencia y fervor.
Sean, pues, hija mía, puros
todos nuestros ofrecimientos: no tenga en ellos alguna parte nuestra propia
voluntad; no atendamos ni a los bienes de la tierra, ni a los del cielo;
miremos solamente a la voluntad de Dios; adoremos su Providencia, y sujetémonos
ciegamente a sus órdenes y disposiciones, sacrifiquémosle todas nuestras
inclinaciones, y olvidándonos de todas las cosas creadas, digámosle: Veis aquí,
Dios y Creador mío, que yo os ofrezco y consagro todo lo que tengo: yo sujeto y
rindo enteramente mi voluntad a la vuestra; haced de mí lo que fuere de vuestro
divino agrado, así en la vida como en la muerte, así en el tiempo como en la eternidad.
Si estos afectos y sentimientos
fueren sinceros y verdaderos, y te nacieren del corazón, lo cual conocerás
fácilmente al sucederte cosas contrarias y adversas, adquirirás en breve tiempo
grandes merecimientos, que son tesoros infinitamente más preciosos que todas
las riquezas de la tierra; serás toda de Dios, y Dios será todo tuyo, porque Él
se da siempre a los que renuncian a sí mismos, y a todas las criaturas por su
amor. Esto, hija mía, es sin duda un poderoso medio para vencer todos tus enemigos:
porque si con este sacrificio voluntario llegas a unirte de tal suerte con
Dios, que seas toda suya y recíprocamente Él todo tuyo, ¿qué enemigo habrá que
sea capaz de perjudicarte?
Pero descendiendo a más
distinta y particular especificación de este punto, que siempre quisieres
ofrecer a Dios alguna obra tuya, como ayunos, oraciones, actos de paciencia, y
otras acciones meritorias, conviene que desde luego te acuerdes de los ayunos,
oraciones y acciones santas de Jesucristo; y poniendo toda tu confianza en el
valor y mérito de ellas, presentes así las tuyas al Padre eterno. Pero si
quieres ofrecerle los tormentos y penas que sufrió nuestro Redentor en
satisfacción de nuestros pecados, podrás hacerlo de este modo o de otro
semejante:
Represéntate en general o en
particular los desórdenes de tu vida pasada; y hallándote convencida de que por
ti misma no puedes aplacar la ira de Dios, ni satisfacer su justicia, recurre a
la vida y pasión de tu Salvador; acuérdate que cuando oraba, ayunaba, trabajaba
y vertía su sangre, todas estas acciones y penas las ofrecía a su eterno Padre,
a fin de obtenernos una perfecta reconciliación con su Majestad divina: Vos
veis, le decía, Padre mío celestial y eterno, que conformándome con vuestra
voluntad, satisfago superabundantemente (Psalm. CXXIX) vuestra justicia por los
pecados y deudas de N. Sea, pues de vuestro divino agrado perdonarlo y
recibirlo en el número de vuestros escogidos.
Conviene, hija mía, que
entonces juntes tus ruegos con los de Jesucristo, y pidas al Padre eterno que
use contigo de misericordia por los méritos de la pasión de su santísimo Hijo.
Esto podrás practicar siempre que medites sobre la vida o muerte de nuestro
Redentor, no solamente cuando pases de un misterio a otro, sino también de una
circunstancia a otra de cualquier misterio; y de este género de ofrecimiento te
podrás servir, ya ruegues por ti, o ya ruegues por otros.
CAPÍTULO LIX
De la devoción sensible y de del espíritu la sequedad
La devoción sensible procede o
de la naturaleza, o del demonio, o de la gracia. De los efectos que obrare o
produjere en ti, podrás, hija mía, conocer fácilmente su origen; porque si no
produce la enmienda y reformación de tu vida, puedes justamente temer que
proceda del demonio o de la naturaleza, principalmente si te inclinas y te
aficionas con exceso al gusto y dulzura que te causa, y vienes a concebir mejor
opinión de ti misma.
Siempre, pues, que sintieres
lleno tu corazón de consolaciones y gustos espirituales, no pierdas el tiempo
en examinar la causa de donde proceden; procura solamente tener tu nada delante
de los ojos; conservando un grande aborrecimiento de ti misma, y desnudándote
de toda inclinación o afecto particular a cualquier objeto creado, aunque sea
espiritual; no busques sino solamente a Dios, ni desees más que agradarle;
porque de este modo, aunque la dulzura o gusto que sientes proceda de un mal
principio, mudará de naturaleza y empezará a ser un efecto de la gracia.
La sequedad del espíritu puede
igualmente proceder de las mismas tres causas:
1 Del demonio, que suele
servirse de este medio para, enfriarnos en el servicio de Dios, divertirnos del
camino de la virtud, y aficionamos a los vanos placeres del mundo.
2 De la naturaleza corrompida,
que nos precipita en muchas imperfecciones y faltas, nos hace tibios y
negligentes, y nos inclina poderosamente al amor de los bienes de la tierra.
3 De la gracia, por diversos
fines: o para avisarnos que seamos más diligentes en apartar de nosotros
cualquier afecto, propensión y ocupación que nos desvíe de Dios, y que no lo
tenga por fin; o para que conozcamos con experiencia que todo nuestro bien
procede (Jacob. IV) de su infinita Bondad; o para que en adelante hagamos más
estimación de sus dones, y seamos más humildes y cautos en conservarlos; o para
que procuremos unirnos más estrechamente con su divina Majestad, con una total
abnegación de nosotros mismos, y de los gustos y dulzuras espirituales, a que,
aficionada nuestra voluntad, divide el corazón que el señor quiere todo para sí
(Prov. XXIII) o finalmente, porque su divina Majestad se complace, para bien y
utilidad nuestra, en que combatamos con todas las fuerzas, valiéndonos del
auxilio de su gracia.
Siempre, pues, hija mía, que
sintieres alguna sequedad de tu espíritu, entra dentro de ti misma, registra
con los ojos de la consideración toda tu conciencia, y mira qué defecto hay en
ella que te haya privado de la devoción sensible, y procura corregirlo y
enmendarlo luego, no por recobrar el gusto sensible de la gracia, sino por
desterrar de tu corazón todo lo que ofende y desagrada a Dios.
Pero si después de un exacto y
diligente examen de tu conciencia, no hallares en ti defecto alguno, no pienses
más en la devoción sensible; procura solamente adquirir la verdadera devoción,
la cual consiste en resignarse enteramente a la voluntad de Dios. No dejes
jamás tus ejercicios espirituales, antes bien continúalos con constancia, por
infructuosos que te parezcan, bebiendo con gusto el cáliz de amargura que te
ofrece tu Padre celestial.
Y si sobre la sequedad interior
que padeces, y te hace como insensible a las cosas de Dios, sientes también tu
espíritu embarazado y lleno de tan oscuras tinieblas, que no sepas cómo
determinarte, ni qué partido o consejo abrazar en esta confusión; no por eso,
hija mía, te desalientes, antes bien procura estar siempre unida con la cruz
que el Señor te envía, despreciando todos los alivios humanos, y todos los
vanos consuelos que pueden darte el mundo y las criaturas.
No descubras tu pena sino
solamente a tu padre espiritual, a quien deberás manifestarla, no para hallar
alivio o consuelo, sino instrucción y luz para saberla sufrir con una entera y
perfecta resignación en la divina voluntad.
No frecuentes las comuniones,
ni apliques las oraciones y otros ejercicios espirituales, a fin de que el
Señor te libre de la cruz, sino sólo a fin de que te dé fuerza y vigor para
estar y permanecer en ella a su ejemplo y a su mayor honra y gloria y hasta la
muerte.
Si la oscuridad y turbación de
tu espíritu no te permitieren orar y meditar como solías, ora y
medita
siempre en la mejor forma y modo que pudieres; y si no pudieres orar con el
entendimiento, suple este defecto con los afectos de la voluntad y con las
palabras; hablando contigo misma y con tu Señor, sentirás en ti maravillosos
efectos de esta santa práctica, y tu corazón cobrará grande vigor y aliento,
para no desmayar en las tribulaciones.
Dirás, pues, en estos casos,
hablando contigo misma: Quare tristis es, anima mea, et quare con turbas me?
(Psalm. XLII, 5). ¡Oh alma mía! ¿por qué estás tan triste, y por qué me causas
tanta inquietud y pena? Spera in Deo; quoniam adhuc confitebor illi salutare
vultus mei, et Deus meus: Espera en Dios: porque yo confesaré aún sus
alabanzas, pues es mi Salvador y mi Dios. Ut quid Domine recessisti longe des
picis in opportunitatibus, in tribulatione? (Psalm. IX, 22). Non me derelinquas
usquequaque (Psalm. CXVIII). ¿De dónde nace, Señor, que Vos os hayáis alejado
de mi? ¿Por qué me menospreciáis, cuando necesito más de vuestra asistencia? No
me desamparéis de todo punto.
Y acordándote de los
sentimientos que Dios inspiró a Sara, mujer de Tobías en el tiempo de las
tribulaciones, dirás como ella con viva y alentada voz: Dios mío todos los que
os sirven, saben que si son probados en esta vida con aflicciones, serán
coronados: que si gimen con el peso de sus penas, serán algún día libres y
exentos de toda tribulación: si Vos los castigáis con justicia, podrán recurrir
a vuestra misericordia; porque Vos no gustáis de vernos perecer. Vos hacéis que
suceda la calma a la tempestad, y la alegría al llanto. ¡Oh Dios de Israel! sea
vuestro nombre bendito y alabado en todos los siglos (Tob. XIII, 3).
Represéntate también a tu
divino Salvador, que en el huerto y en el Calvario se vio desamparado de su
eterno padre en la parte inferior y sensitiva; y llevando la cruz con Él, dirás
de todo corazón (Matth. XXVI, 42): Fiat voluntas tua: Hágase vuestra voluntad,
y no la mía. De este modo, hija mía, juntando el ejercicio de la paciencia con
el de la oración, adquirirás infaliblemente la verdadera devoción, por el
sacrificio voluntario que harás de ti misma a Dios; porque como ya he dicho, la
verdadera devoción consiste únicamente en una voluntad pronta y determinada de
seguir a Jesucristo con la cruz, por dondequiera que nos llamare; en amar a
Dios porque merece ser amado; y en dejar, si fuere necesario, a Dios por Dios.
Si muchas personas que se dan a la vida espiritual y devota, especialmente las
mujeres, midiesen por esta devoción, y no por la sensible su aprovechamiento,
no serían engañadas de sí mismas, ni del demonio; ni murmurarían, como suelen,
contra Dios, quejándose con detestable ingratitud de la gracia y singular favor
que les hace de probar su paciencia; antes se aplicarían a servirlo con mayor
fervor y fidelidad, sabiendo que con su providencia misericordiosa ordena o
permite todas las cosas para su gloria y para nuestro bien.
Es también muy peligrosa la
ilusión que padecen algunas mujeres, las cuales, aunque aborrecen
verdaderamente el pecado, y ponen todo el cuidado posible de evitar las
ocasiones peligrosas; no obstante, si el espíritu inmundo las molesta con
pensamientos deshonestos y abominables, y con visiones torpes y horribles, se
afligen, se turban y pierden el ánimo, porque creen que Dios las ha desamparado
enteramente, no pudiendo persuadirse que el Espíritu Santo quiera habitar en un
alma, llena de pensamientos tan impuros; y así, preocupadas de esas falsas
ideas, se abandonan de tal suerte a la tristeza y a la desesperación, que casi
vencidas de la tentación, piensan dejar sus ejercicios espirituales, y volverse
a Egipto (Núm. XIV, 4,).
Este error nace comúnmente de
no comprender semejantes almas el favor insigne que Dios les hace en permitir
que sean tentadas, pues las reduce por este medio al conocimiento de sí mismas,
y las obliga y fuerza a recurrir, como necesitadas de socorro, a su Bondad
infinita. También en este proceder descubren claramente su enorme ingratitud;
pues se lamentan y duelen de lo mismo que debería dejarlas reconocidas y
obligadas a su divina Misericordia.
Lo que en semejantes casos
debemos hacer, hija mía, es considerar bien las inclinaciones perversas de
nuestra naturaleza corrompida; porque Dios, que conoce lo que nos es más útil y
saludable, quiere que comprendamos bien nuestra facilidad y detestable
propensión al pecado; y que sin su asistencia y socorro, nos precipitaríamos en
la más funesta y formidable de todas las desgracias. Después debemos obligarnos
a la confianza en su divina Misericordia, persuadiéndonos
firmemente
que, pues nos hace ver el peligro, desea y pretende atraernos y unirnos más
estrechamente a sí con la oración; de lo cual le tenemos que dar las más
rendidas y humildes gracias.
Pero volviendo a los
pensamientos torpes y deshonestos, has de advertir, hija mía, y tener por regla
segura, que se disipan mejor con un humilde sufrimiento de la pena y
mortificación que nos causan, y con la aplicación de nuestro espíritu a algún
otro objeto, que con una resistencia inquieta y forzada.
CAPÍTULO LX
Del examen de conciencia
Tres cosas debes considerar,
hija mía, en el examen de tu conciencia; la primera, las faltas cometidas
durante todo el día; la segunda, las ocasiones en que se originaron; la
tercera, la disposición en que te hallas de comenzar de nuevo a corregir tus
vicios, y adquirir las virtudes contrarias.
En cuanto a las faltas
cometidas, observarás lo que dejo advertido en el capítulo XXVI, que con tiene
todo lo que debemos hacer cuando hubiéremos caído en algún pecado. Por lo que
hace a las ocasiones de tus caídas, procurarás evitarlas con todo el cuidado y
vigilancia posible.
En fin, para enmendar y
corregir tus defectos, y adquirir las virtudes que te faltan, fortificarás tu
voluntad con la desconfianza de ti misma, con la oración y con frecuentes
deseos de destruir tus viciosas inclinaciones, y de adquirir hábitos buenos.
Si te pareciere que has
conseguido algunas victorias contra ti misma, o que has ejecutado algunas
buenas obras, guárdate de pensar mucho en ellas, si no quieres perder el mérito
y el fruto; y de que se introduzca insensiblemente en tu corazón algún
sentimiento oculto de presunción y de vanagloria. Procura en estos casos poner
todas tus obras, tales cuales fueren, en las manos de la Misericordia divina, y
no pienses sino en satisfacer y cumplir con mayor fervor que nunca todas tus
obligaciones.
No te olvides de rendir a Dios
humildes acciones de gracias por todos los socorros que en este día has
recibido de su divina mano. Reconócele por único Autor de todos los bienes
(Jacob. I), y alaba y ensalza particularmente su Misericordia, porque te ha
librado de tantos enemigos, ya visibles y manifiestos, ya invisibles y ocultos;
porque te ha inspirado buenos pensamientos, te ha dado ocasiones de ejercitar
las virtudes, y te ha hecho, en fin, otros muchos beneficios que no conoces.
CAPÍTULO LXI
Cómo en este combate
espiritual debemos perseverar hasta la muerte
Entre las cosas que son
necesarias en este combate, la más principal es la perseverancia, que es la
virtud con que debemos aplicarnos sin intermisión ni descanso a mortificar
nuestras pasiones, que nunca llegan a morir mientras vivimos, antes bien,
brotan y crecen siempre en nuestro corazón, como en campo fértil de malas
hierbas.
Es locura el pensar que podemos
dejar de combatir mientras vivimos; porque esta guerra no se acaba sino con la
vida, y cualquiera que rehusare la pelea, perderá infaliblemente la libertad o
la vida. Tenemos que luchar con enemigos irreconciliables, de los cuales no
podemos esperar jamás paz ni tregua; porque es implacable y continuo el odio
que nos tienen, y nunca es mayor el peligro de nuestra ruina que cuando nos
fiamos de su amistad.
Pero si bien son muchos y
formidables los enemigos que de todas partes nos cercan, no obstante, hija mía,
no te espantes ni de su número, ni de sus fuerzas; porque en esta batalla
solamente puede
quedar
vencido quien quiere serlo; y toda la fuerza y poder de nuestros enemigos está
en las manos del Capitán, por cuyo honor y gloria hemos de combatir, el cual no
solamente no permitirá que te ofendan ni que seas tentada sobre tus fuerzas (I
Cor. X, 13), más tomará las armas en tu favor y defensa; y como más poderoso
que tus contrarios, te dará infaliblemente la victoria, si combatiendo tú en su
compañía vigorosamente, no pones la confianza en tus propias fuerzas, sino en
su poder y bondad.
Mas si el Señor tardare en
socorrerte, y te dejare en el peligro, no por eso pierdas el ánimo ni la
confianza; cree firmemente que su divina Majestad dispondrá las cosas de suerte
que todo lo que parece que impide la victoria, se convierta en beneficio y
ventaja tuya.
Sigue, pues, hija mía,
constante y generosamente a este celestial y divino Capitán que por ti sufrió
la muerte, y muriendo venció al mundo. Combate animosamente debajo de sus
insignias, no dejes las armas hasta tanto hayas destruido a todos tus enemigos;
porque si dejares vivo uno solo, si te descuidares de corregir una sola de tus
pasiones o vicios, esta pasión o vicio será como una paja en el ojo, o como una
flecha en el corazón, que inhabilita para la pelea, retardará tu triunfo.
CAPÍTULO LXII
Del modo de prevenimos
contra los enemigos que nos asaltan a la hora de la muerte
Aunque toda nuestra vida no es
sino una continua guerra (Job. VI, I), es cierto, no obstante, que la principal
y más peligrosa batalla será la última, porque de ella depende nuestra vida o
nuestra muerte eterna (Eccles. XI).
Para no peligrar, pues, entonces
con daño irreparable, procura ejercitarte en este combate ahora que Dios te
concede el tiempo y las ocasiones; porque sólo quien combate valerosamente en
la vida puede esperar ser victorioso en la muerte por la costumbre que ha
adquirido de vencer a sus más formidables enemigos. Además, piensa
frecuentemente y con atenta consideración en la muerte, porque de esta suerte,
cuando estuviere vecina, te causará menos espanto, y tu espíritu estará más
sereno, libre y pronto para la batalla (Eccles. II).
Los que se entregan a los
placeres del mundo, huyen de esta consideración por no interrumpir el gusto que
perciben de las cosas terrenas; porque como están asidos voluntariamente a
ellas, les serviría de grande aflicción considerar que las habrán de dejar algún
día; y así, no se disminuye en ellos el afecto desordenado, antes va siempre en
aumento y cobra nuevas fuerzas; de donde proviene que les causa grande
aflicción dejar esta vida y los deleites mundanos, siendo mayor la pena de
aquellos hombres que gozaron más tiempo de ellos. Mas para prepararte mejor a
este terrible paso del tiempo a la eternidad, imagínate alguna vez que te
hallas sola y sin ningún socorro entre las angustias y congojas de la muerte;
considera atentamente las cosas de que hablaré en los capítulos siguientes, que
son las que entonces podrán causarte mayor aflicción y pena; y no te olvides de
los remedios que te propongo, a fin de que puedas servirte de ellos en este
último trance; porque conviene que aprendas a hacer bien lo que no has de hacer
sino una sola vez, si no quieres cometer una falta irreparable que causaría tu
infelicidad eterna.
CAPÍTULO LXIII
De cuatro géneros de
tentaciones con que nos asalta el demonio a la hora de la muerte; y
primeramente de la tentación contra la fe, y el modo de resistirla.
Con cuatro tentaciones
peligrosas suelen principalmente asaltarnos nuestros enemigos en la hora de la
muerte.
1 Con dudas sobre las cosas de
la fe.
2 Con pensamientos de
desesperación.
3
Con pensamientos de vanagloria.
4 Con diversos géneros de
ilusiones de que estos espíritus de las tinieblas, transformándose en ángeles
de luz, se sirven para engañarnos.
Por lo que mira a la primera
tentación, si el enemigo te propone algún razonamiento falso o argumento
sofístico, guárdate de disputar con él. Conténtate solamente con decirle con
una santa indignación: Vete, maligno espíritu, padre de la mentira, que no te
quiero escuchar; a mí me basta el creer cuanto cree la santa Iglesia católica
romana.
No te detengas jamás en los
pensamientos que te vengan sobre la fe; y aunque te parezcan favorables y
verdaderos, arrójalos de ti como sugestiones del demonio, que por este medio
pretende embarazarte y confundirte, empeñándote insensiblemente en la disputa.
Por si tuvieras tan ocupado tu espíritu en estos pensamientos que no puedas
repelerlos, procura mantenerte invariable y firme en creer lo que cree la santa
Iglesia católica romana; y no escuches ni las razones ni las autoridades mismas
de la Escritura que te alegará el enemigo; porque aunque te parezcan claras y
evidentes, serán, no obstante, truncadas o mal citadas, o mal interpretadas.
Si el maligno espíritu (Apoc.
XII) te preguntare: ¿Qué es lo que cree la Iglesia romana? no le des ninguna
respuesta; mas persuadiéndote que su intento no es otro que sorprenderte y
seducirte sobre alguna palabra ambigua, forma solamente en general un acto
interior de fe; y si quieres quebrantar su orgullo y aumentar su despecho,
respóndele que la santa Iglesia romana cree la verdad; y si replicare: ¿cuál es
esta verdad? no le respondas otra cosa sino que es lo que la Iglesia cree.
Sobre todo, hija mía, procura
tener tu corazón con la cruz, y di a tu divino Redentor: Oh Creador y Salvador
mío, socorredme presto, y no os apartéis de mi para que yo no me aparte de la
verdad que Vos me habéis enseñado; y pues me habéis hecho la gracia de que haya
nacido en vuestra Iglesia, hacedme también la de que yo muera en ella para
vuestra mayor gloria.
CAPÍTULO LXIV
De la tentación de la
desesperación, y cómo podremos defendernos de ella
La segunda tentación del
enemigo de nuestra eterna salud es un vano terror o espanto, que nos infunde
con la representación y memoria de nuestras culpas pasadas, para precipitarnos
en la desesperación.
Si te hallares hija mía,
amenazada de este peligro, ten por regla general que la memoria de tus pecados
será un efecto de la gracia, y te será muy saludable si produce en ti
sentimientos de humildad, de compunción y de confianza en la divina
misericordia; pero si te causare inquietud, desconfianza y pusilanimidad,
aunque te parezca que tienes grandes motivos y fundamentos para persuadirte que
estás reprobada y que ya no hay para ti esperanza de salud, reconócele luego
por sugestión y artificio del demonio, y no pienses entonces sino en humillarte,
y en confiar más que nunca en la bondad y misericordia de Dios; que de este
modo eludirás todas las estratagemas del enemigo; lo vencerás con sus propias
armas, y darás al Señor honor y gloria.
Conviene, hija mía, que tengas
un vivo dolor de haber ofendido a esta Bondad infinita, siempre que te
acordares de tus culpas pasadas; pero conviene también que le pidas perdón con
una firme confianza en los méritos de tu Salvador; y aunque te parezca, que el
mismo Dios te dice en lo secreto de tu corazón que tú no eres del número de sus
escogidos (Joann. X), no por eso dejes de esperar en su misericordia; antes
bien le dirás con humildad y confianza: Mucha razón tenéis, Dios mío, para
reprobarme por mis pecados; pero yo la tengo mayor, para esperar que me perdonaréis
por vuestra divina piedad. Yo os pido, pues, Señor, que os compadezcáis de esta
miserable criatura vuestra, que si bien merece por su malicia la condenación
eterna, está no obstante redimida con el precio infinito de vuestra sangre. Yo
quiero salvarme, Redentor mío, para bendeciros y alabaros eternamente en
vuestra gloria: toda mi confianza está en Vos. Yo me pongo enteramente en
vuestras manos, haced de mí lo que fuere de vuestro agrado, porque Vos sois mi
único y absoluto Señor; y
aunque
me queráis quitar la vida eterna, siempre he de tener vivas mis esperanzas en
Vos.
CAPÍTULO LXV
De la tentación de
vanagloria
La tercera tentación es la
vanagloria. Nada temas tanto, hija mía, como el dejarte inducir a la menor
complacencia de ti misma y de tus obras. No te gloríes jamás sino en el Señor,
y reconoce que todo el bien que hay en ti lo debes a los méritos de su vida y
de su muerte. Conserva siempre, mientras te dure la vida, un grande odio y
menosprecio de ti misma. Humíllate hasta el polvo con la reflexión de tu
miseria y nada, y rinde incesantemente a Dios acciones de gracias, como Autor
de todas las buenas obras que hubieres hecho. Pídele que te socorra en este
peligroso asalto; pero no mires jamás el socorro de su gracia como precio de
tus merecimientos, aun cuando hubieres conseguido grandes victorias sobre ti
misma. Permanece invariablemente en un temor santo, y confiesa ingenuamente que
todos tus cuidados serían inútiles, si Dios, que es toda tu esperanza, no te
asistiese y amparase con su protección (Psalm. XVI, 8).
Con estas advertencias, hija
mía, si puntualmente las observares, triunfarás fácilmente de todos tus
enemigos; y te abrirás el camino para pasar con alegría a la celestial
Jerusalén.
CAPÍTULO LXVI
Del asalto de las ilusiones
y falsas apariencias en la hora de la muerte
Últimamente, hija mía, si
nuestro común enemigo que no se cansa jamás de molestarnos y afligirnos
transformándose en ángel de luz (II Cor. XI), se esfuerza por seducirte con
ilusiones y falsas apariencias, procura mantenerte firme y constante en el
conocimiento de tu nada; y dile animosamente: Retírate, infeliz; vuelve a las
tinieblas de donde has salido; que yo no soy digna de que Dios me favorezca con
visiones celestiales, ni necesito de otra cosa que la misericordia de mi amado
Jesús, y de los ruegos de María santísima, del glorioso San José y de los demás
Santos.
Y si te pareciere, por muchas y
casi evidentes señales, que son apariciones celestiales, no por eso dejes de
repelerlas de ti; y no temas que esta resistencia tuya, fundada en el
conocimiento de tu miseria, desagrade al Señor; porque si fueren cosas suyas,
bien sabrá manifestarlo, para que no dudes, y no te suceda algún mal: pues el
que da su gracia a los humildes (Jacob. IV, 6), no los priva de ella cuando se
humillan.
Estas son, hija mía, las armas
más comunes de que usa el demonio contra nosotros en el último combate; pero,
además de esto, suele también asaltarnos particularmente por aquella parte que
reconoce más flaca en nosotros; porque estudia y observa todas nuestras
inclinaciones, para hacernos caer por ellas en el pecado. Por esta causa, antes
que llegue la hora de esta grande y peligrosa batalla, debemos armarnos bien y
pelear esforzadamente contra nuestras pasiones más violentas, y que más nos
dominan, para que con más facilidad y menos trabajo podamos resistirlas y
vencerlas en aquel tiempo formidable que será el fin de todos los tiempos.
―...et pugnabis contra eos
usque ad internecionem eorum‖ (I Reg. XV, 18).
SEGUNDA
PARTE
TRATADO PRIMERO
QUE CONTIENE LAS ADICIONES AL
COMBATE ESPIRITUAL
CAPÍTULO 1
Qué cosa sea la perfección
cristiana
Si quieres no fatigarte
vanamente, y sin fruto, oh alma devota, en los ejercicios de la vida
espiritual, como ha sucedido a muchos; ni caminar sin saber a dónde se dirige
la vereda que sigues; conviene que entiendas y comprendas primeramente bien qué
cosa se la perfección cristiana.
La perfección cristiana no es
otra cosa que una perfecta observancia de los preceptos de Dios y de su ley,
con el solo fin de obedecerle y agradarle, sin declinar ni a la diestra ni a la
siniestra, ni volver atrás (Deut. 32. – Isai. XX, 21). Et hoc est omnis horno
(Ecles. XII 13): Y esto es todo el ser del hombre, o en esto consiste todo su
ser.
De modo, que el fin de toda la
vida del cristiano, que quiere serlo perfectamente, ha de ser engendrar y
conservar en sí un hábito, con el cual, acostumbrándose a no hacer en cosa
alguna su propia voluntad, todo lo que hiciere lo haga sólo como impulsado de
la voluntad de Dios, y con el solo fin de agradarle, obedecerle y honrarlo.
CAPÍTULO II
Cómo conviene combatir para
alcanzar la perfección cristiana
En pocas palabras se ha dicho
todo lo que se pretende; pero reducirlo a la práctica, y ponerlo en ejecución,
Hoc opus hic labor est: En esto está la dificultad, o consiste todo el trabajo:
porque reinando en nosotros por el pecado de nuestros primeros padres, y por
nuestros malos hábitos, una ley contraria a la de Dios; conviene que combatamos
contra nosotros mismos, y contra el mundo y el demonio, que excitan y mueven
nuestras guerras.
CAPÍTULO III
Tres cosas que son
necesarias al nuevo soldado de Cristo
Declarada ya la guerra, ha
menester para ello el nuevo soldado de Cristo, tres cosas que le son muy
esenciales. Ha menester un ánimo grande, resuelto y determinado a pelear, y a
no volver atrás: ha menester armas y saber manejarlas.
La resolución de pelear la ha
de tomar de la frecuente consideración de que, Militia est vita hominis super
terram (Job. VII, 1): La vida del hombre es una continua guerra, y de que esta
guerra espiritual tiene por ley que quien no pelea como debe, de cierto perece
y muere para siempre.
Conseguirás la grandeza de
ánimo y valor que se requiere, si desconfiando de ti misma, pones toda tu
confianza en Dios; teniendo por cosa cierta que el mismo Dios está dentro de ti
para librarte de cualquier peligro.
Serás acometida y asaltada de
los enemigos repetidas veces: mas todas las que lo fueres, alcanzarás,
peleando, la victoria, si desconfiada de tus fuerzas y propia industria, te
acoges con segura confianza al poder, bondad y sabiduría de Dios.
Las armas para esta guerra son
dos, resistencia y violencia.
CAPÍTULO IV
De la resistencia y violencia, y del modo de gobernarse con ellas
La resistencia y violencia son
verdaderamente armas pesadas y penosas, pero necesarias para, alcanzar la
victoria. Estas armas se manejan en la forma siguiente:
Cuando te hallares combatida
por tu corrompida voluntad y de tus malos hábitos, que te persuaden y tiran
para que no hagas ni cumplas la voluntad de Dios, has de resistirlos diciendo:
Sí, sí, yo quiero hacer la voluntad de Dios.
De la misma resistencia te has
de revestir cuando de esta misma voluntad corrompida y malos hábitos, fueres
llamada y persuadida a hacer algo contra la voluntad de Dios, diciendo luego al
punto: No, no; la voluntad de Dios es la que quiero yo hacer siempre con su
ayuda. Ea, Dios mío, socorredme presto para que esta voluntad, que en mí se
halla por vuestra gracia, de hacer siempre la vuestra, no sea, en esta ocasión,
vencida de mi voluntad antigua y depravada.
Y si sintieres flaqueza y mucha
pena en resistir, te has de hacer toda suerte de violencia, acordándote que el
reino de los cielos lo alcanzan los esforzados (Matth. XI, 12) que luchan
contra sí mismos y sus propias pasiones.
Y si la pena o violencia fuere
tan grande que te angustie el corazón, vete luego con el pensamiento al huerto
de Getsemaní, y acompañando tus congojas y angustias con las de tu divino
Redentor, pídele que en virtud de las suyas te dé la victoria de ti misma para
que de todo corazón puedas decir a tu Padre celestial: Non sicut ego eolo, sed
sicut tu... fiat voluntas tua (Matth. XXVI, 39, 42). No se haga, Señor, lo que
yo quiero, sino tu santa voluntad; y procurarás una y otra vez unir y conformar
tu voluntad con la de Dios, queriendo lo que Él quiere.
Pondrás todo tu cuidado en
hacer cualquier acto con tanta plenitud y pureza de voluntad, como si en eso
sólo consistiese toda la perfección y todo el agrado y honra de Dios; y de este
modo podrás hacer el segundo acto, el tercero, el cuarto y otros muchos.
Y si te acordares de que has
quebrantado algún precepto de Dios, duélete mucho de la trasgresión, y toma
mayor vigor y fortaleza de ánimo para obedecer a Dios en aquel mismo precepto,
o en otro cualquiera que te ofreciere la ocasión.
Y para que no dejes pasar
ocasión alguna, por pequeña que sea, de obedecerle, advierte que si eres
obediente a su divina Majestad en las cosas mínimas, te dará nueva gracia para
que con facilidad le obedezcas en las mayores.
Además de esto, debes
acostumbrarte a que cuando te viniere al pensamiento cualquier precepto divino,
lo primero adores a Dios; y luego le ruegues que te socorra para que le
obedezcas.
CAPÍTULO V
Que conviene velar
continuamente sobre nuestra voluntad para reconocer a qué pasión se inclina más
Vela sobre ti con el mayor
cuidado que puedas, para espiar y reconocer a qué pasión se inclina más a
menudo tu voluntad; pues de ella, más que de todas las demás, suele ser
engañada y quedar esclava.
Porque no pudiendo estar sola
la voluntad del hombre, sino acompañada siempre de alguna de sus pasiones, es
forzoso que, o ame, o aborrezca, o desee, o huya, o esté alegre, o triste, o
desespere, o tema, o sea atrevida, o iracunda.
Pero cuando la hallares
inclinada, no a la voluntad divina, sino al amor propio, procura con todo
cuidado que se aparte de él, y se incline al amor de Dios, y a la observancia
de los preceptos de su santa ley.
Procurarás hacer esto, no sólo
en las pasiones que inducen y mueven a pecado mortal, sino
también
en las que pueden ocasionar los veniales; porque aunque éstas mueven
ligeramente y obran poco a poco, con todo enervan y debilitan nuestra virtud
cuando son voluntarias, y nos ponen en peligro manifiesto de caer muy en breve
en los pecados mortales.
CAPÍTULO VI
Cómo quitando la primera
pasión, que es el amor de las criaturas y de nosotros mismos, y ordenando este
amor a Dios, todas las demás pasiones quedan corregidas y ordenadas.
Para que más breve y
ordenadamente libres tu voluntad del cautiverio de las pasiones desordenadas,
conviene que te apliques continuamente a vencer y ordenar la primera pasión,
que es el amor propio; pues ordenada ésta, que es como la cabeza, todas las
demás pasiones la seguirán, como miembros suyos, porque nacen de ella, y en
ella tienen su raíz y vida, como se reconoce claramente con el discurso, pues
lo que más se desea es lo que más se ama; y lo que más se ama es en lo que más
se deleita el que ama; y solamente se aborrece, se huye y contrista, lo que
impide y ofende al objeto amado; ni otra cosa se espera sino la que se ama. Y
al contrario, de ésta misma desesperamos cuando la dificultad de alcanzarla nos
parece insuperable; y ninguno teme, abomina o aborrece sino lo que impide y
puede ofender a la cosa amada.
El modo de vencer y ordenar
esta pasión primera, es considerar la cosa que amas, sus cualidades, y qué es
lo que deseas o pretendes con este amor; y en reconociendo que tiene las
cualidades de bondad y de belleza y que lo que pretendes es utilidad y deleite,
podrás decirte a ti misma muchas veces: ¿Qué mayor belleza y qué mayor bondad
que la de Dios, que es la única fuente y manantial de todos los bienes y de
toda la perfección?
Y si en lo que amas pretendes
utilidad y provecho, ¿qué cosa se puede imaginar que iguale al que consigo trae
el amor de Dios? Porque amándole se transforma el hombre en el mismo Dios,
deleitándose y gozándose sólo en Él.
Además de esto, el corazón del
hombre pertenece a Dios, porque lo ha creado y redimido, y cada día con nuevos
beneficios amorosamente nos lo pide diciendo: Proebe, fui mi, cor tuum mihi:
Dame, hijo mío, tu corazón (Prov. XXIII, 26).
Perteneciendo, pues, a Dios el
corazón humano, y siendo tan pequeño para satisfacer las obligaciones que
debemos a su infinita Bondad, te hallas obligada a ser celosísima de no amar
sino solamente a Dios y las cosas que le agradan, y esto con la moderación,
orden y modo que Dios quiere.
Este mismo celo y cuidado debes
tener también (porque estas dos cosas son el fundamento de la fábrica de la
perfección) acerca de la pasión del odio, para no aborrecer sino solamente el
pecado, y lo que puede inducir a pecado.
CAPÍTULO VII
Que conviene socorrer y
ayudar la voluntad humana
Mas porque nuestra voluntad,
estando apasionada, es muy débil y flaca para resistir y vencer sus pasiones, y
ordenarlas a Dios y a su obediencia como lo muestra la experiencia (pues aunque
ella quiera y proponga mortificarse en todo, no obstante, cuando llega la
ocasión de practicarlo, oprimida de sus pasiones, se olvida de sus buenos
propósitos, y miserablemente se rinde a ellas); conviene socorrerla y ayudarla,
no sólo en las ocasiones que se ofrecen, sino cada hora y cada momento, para
que cobrando fuerzas contra sí misma, se venza y se libre de la dura
servidumbre de sus pasiones, y se entregue toda a Dios y a su beneplácito.
CAPÍTULO VIII
Cómo venciendo al mundo viene a quedar en gran manera socorrida la
voluntad del hombre
Moviéndose comúnmente nuestras
pasiones por las cosas del mundo, y cobrando fuerzas con sus falsas grandezas o
engañosos deleites, se sigue que vencido y despreciado el mundo con todas sus
cosas, viene la voluntad del hombre a respirar con libertad, y a volverse a
otro objeto, ya que no puede estar sin amar y sin tener en qué deleitarse.
El modo de vencer al mundo es
considerar profundamente qué son en realidad sus cosas, y cuáles sus promesas.
Esta consideración, si no
estamos ciegos con alguna de nuestras pasiones, nos hará comprender con
claridad lo mismo que conoció el sapientísimo Salomón, a quien reveló Dios todo
el misterio de las ilusiones y vanidades del mundo; el cual, después de haber
hecho experiencia de todo lo que hay en él, reconociendo el engaño de los
placeres, y la inutilidad de las grandezas humanas, y sintiendo en sí mismo la
nada de su propia gloria, dijo: Vanitas vanitatum, et omnia vanitas et
afflictio spiritus (Eccles I): Vanidad de vanidades, todo es vanidad y
aflicción de espíritu.
Esta verdad se experimenta cada
día; porque deseando el corazón del hombre saciarse, aunque haya alcanzado todo
lo que desea, no por eso queda satisfecho, sino antes con más hambre: y
sucédele esto, no por otra causa sino porque sustentándose de las cosas del
mundo (aunque las tenga todas), viene a sustentarse de sombras, sueños,
vanidades y mentiras, cosas que no pueden darle nutrimento alguno.
Las promesas del mundo son
todas falsas y llenas de engaños; promete felicidad, y da inquietud; promete y
no da la más veces; y si da lo que promete, luego lo quita; y si no lo quita
luego, aflige y atormenta más a sus apasionados; porque tienen puestos sus
deseos, sin hallar en ellos el descanso, en los bienes aparentes. A estos
hombres se puede decir justamente: Filii hominum, usquequo gravi corde? Ut quid
diligitis vanitatem, et quaeritis men dacium? (Psalm. IV, 3), Hijos de Adán,
¿hasta cuando seréis duros de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la
mentira?
Pero concedamos a estos
engañados que estos bienes aparentes del mundo son verdaderos: ¿qué diremos de
la rapidez y presteza con que pasa la vida del hombre para gozarlos? ¿Dónde
están las riquezas, las prosperidades, la soberbia de tantos príncipes, reyes y
emperadores? Pereció en un momento toda su falsa gloria.
El modo pues, de que venzas de
tal suerte el mundo, que le vuelvas las espaldas, y lo obligues a que él te las
vuelva a ti, esto es, que estés crucificada al mundo (Galat. VI), y el mundo
esté crucificado a ti, es, que antes que tu voluntad se aficione y se pegue al
mundo, le salgas al encuentro, primeramente con una profunda consideración de
sus vanidades y mentiras, y después con el desprecio de la voluntad; porque
así, no estando ni la voluntad ni el entendimiento apasionados por él, con facilidad
lo despreciarás; y a cualquiera criatura que te proponga podrás decir: ¿Eres
criatura? No pondré en ti la afición, porque yo voy buscando en la criatura
sólo a mi Creador, y lo espiritual, no lo corporal; no eres tú a quien yo
quiero y deseo amar, sino al que a ti te da la operación y la virtud.
CAPÍTULO IX
Del segundo socorro con que
ha de ayudarse la voluntad humana
Este segundo socorro de la
voluntad humana consiste en echar fuera al príncipe de las tinieblas, como
autor de todos los desordenados movimientos de nuestras pasiones.
A este enemigo de nuestra salud
lo venceremos y echaremos fuera, todas las veces que venzamos nuestra
concupiscencias y deseos desordenados.
Y así, si quieres que el
demonio huya de ti, resiste tú a tus pasiones; que esta resistencia es la que,
como Santiago dice (Epist. cath. IV), lo ahuyenta. Y debes advertir, que este
enemigo a veces nos asalta de tal suerte, encendiendo la concupiscencia de la
carne y todas las pasiones, que parece
se
halla ya el hombre forzado a rendirse; pero no te aflijas ni te acobardes,
resístele con valor, y ten por cierto que Dios estará contigo para que no se te
haga alguna injuria o engaño. Resístele, te digo, que si resistes y perseveras,
te aseguro que vencerás.
He dicho si perseveras, porque
no basta resistir una, dos y tres veces, sino todas las que intentare rendirte,
porque es costumbre de este astuto enemigo intentar mañana lo que hoy no ha
podido conseguir, y la semana siguiente lo que en la presente no ha podido
lograr; y de este modo va continuando con tesón sus asaltos, variándolos de
tiempo en tiempo, ya con furia, ya con destreza, hasta salir con su intento.
Por lo cual conviene estar
constantemente con las armas en la mano, sin fiarse ni descuidarse, por muchas
que hayan sido las victorias conseguidas; porque la vida del hombre es una
continua guerra, y no se puede obtener la victoria hasta llegar al fin de la
carrera.
Y si tú en esto sientes pena,
sabe que mayor es la que el demonio siente cuando con valor lo resistes, y así
para tu consuelo y su afrenta le puedes decir: Vete a penar, espíritu infernal;
mas porque tú penas por tu impiedad, y yo peno por no ofender a mi Señor y mi
Dios, tus penas serán eternas; y las mías, por la gracia de Dios, se mudarán en
eternos goces.
CAPÍTULO X
De la tentación de la
soberbia espiritual
En el capítulo pasado te he
advertido de las tentaciones con que el demonio nos suele acometer, valiéndose
del mundo, de sus riquezas y deleites; ahora he de tratar de la soberbia
espiritual, complacencia y vanagloria de que se vale para derribarte, tanto más
peligrosa y digna de temerse, cuanto es menos conocida, y más desagradable a
Dios.
¡Oh, cuántos generosos
soldados, y grandes siervos de Dios, después de las victorias insignes de
muchos años, han perecido en este escollo, y de hijos de Dios se han hecho
esclavos de Lucifer!
El modo de librarnos de este
tremendo golpe, y oculto lazo de Satanás, es temblar siempre, y ejercitar las
virtudes y buenas obras con temor y temblor, para que no se engendre en ellas
el gusano oculto del amor propio y la soberbia, que tan odiosa es a Dios; y por
eso, humillándonos en ellas, debemos procurar cada día hacerlas mejores, como
si nada bueno hubiéramos obrado bien hasta el presente; y cuando nos pareciere
(que jamás debemos pensarlo) que hemos obrado alguna cosa bien, y con
perfección, debemos de todo corazón decir a Dios: Servi inutiles sumus: Somos
siervos inútiles y de ningún provecho (Luc. XVII, 10).
Sobre todo debemos recurrir a
menudo a Cristo nuestro Salvador y Maestro, pidiéndole que librándonos de toda
especie de soberbia, nos enseñe y ayude a ser humildes de corazón. Asimismo
debemos recurrir a su Santísima Madre, para que nos alcance la verdadera
humildad, que es el fundamento de todas las virtudes, y la que siempre las
acompaña, las conserva, las asegura y las aumenta.
He tratado largamente de la
humildad en la primera parte de este Combate, y así nada se me ofrece que
añadir en este lugar, de semejante materia.
CAPÍTULO X
Del tercer socorro de la
voluntad humana
El tercer socorro con que se ha
de ayudar nuestra voluntad, es la frecuente oración, a la cual te has de
acostumbrar de tal suerte, que cuando te hallares asaltada, recurras siempre y
sin dilación a Dios, diciendo: Deus in adjutorium meum intende: Domine, ad
adjuvandum me festina: Atended, Señor, a la necesidad que tengo de socorro, y
dadme ayuda sin dilación (Psalm. LXIX).
Has
de entrar, pues, en el combate, acompañada de la oración y de la resistencia en
presencia de tu Dios, y siempre vestida de la desconfianza de ti misma, y de la
confianza en su divina Majestad; que si con este aparato y de este modo
combates, tendrás siempre segura la victoria.
¿Qué cosas no sobrepuja y vence
la oración? ¿Qué dificultades y peligros no rinde y avasalla la resistencia
unida con la desconfianza propia, y la confianza en Dios?
Y ¿en qué batalla puede ser
vencido quien combate en presencia de su Dios con ánimo y deseo de agradarle?
CAPÍTULO XII
De qué modo ha de habituarse
el hombre para tener presente a Dios todas las veces que quiera
Para que alcances la costumbre
de tener a Dios presente todas las veces que quieras, procura pensar siempre
que Dios te mira, y considera tus obras y pensamientos; o que todas las
criaturas que ves son otras tantas celosías por donde te mira Dios, escondido,
y te dice: Pedid, y recibiréis, porque al que pide se da lo que necesita, y al
que llama se le abre la puerta (Matth. VI).
Además de esto, podrán hacerte
presente a Dios, mirando las criaturas; en las cuales, dejando lo corporal, te
has de ir luego con el pensamiento a Dios, considerando cómo su divina Majestad
es quien les da el ser, la vida, el movimiento, la virtud y las operaciones.
Siempre, pues, que combatiendo,
o haciendo alguna cosa, quisieres orar, represéntate a Dios en cualquiera de
estas dos maneras. Después ora, y pídele ayuda y socorro.
Y sabe, oh alma devota, que si
llegares a hacerte familiar la presencia de Dios, alcanzarás grandes victorias,
y ganarás tesoros infinitos, y entre otros bienes te guardarás de muchos
pensamientos, palabras y obras, indignos de la presencia de Dios, y no
conformes con la vida de su santísimo Hijo Jesucristo.
Ten también por cierto que esta
presencia de Dios te infundirá y dará virtud, para que puedas estar como debes
en su presencia.
Porque si de la presencia y
vecindad de los agentes naturales, que son de virtud limitada y finita,
contraemos y tomamos su calidad y virtud, ¿qué diremos de la presencia y
vecindad de Dios, que es de virtud infinita y sumamente comunicable?
Además del sobredicho modo de
orar: Atended, Señor, a la necesidad que tengo de socorro, y dadme ayuda sin
dilación (Psalm. LXIX), de que podemos usar en cualquiera necesidad, podrás
orar también de otros modos más particulares, como si desearas conocer y
ejecutar la voluntad de Dios, la oración que has de hacer es una de las
siguientes: Bendito sois, Dios mío; enseñadme a ejecutar vuestros preceptos:
guiadme por la senda de vuestros mandamientos. Ojalá que todos mis pasos se
enderecen a guardar vuestras justas y santas leyes (Psalm. CXVIII).
Y para pedir a Dios cuanto se
le puede pedir, y su divina Majestad gusta que se le pida, puedes usar la
oración del Pater noster (Matth. VI), la cual deberás decir con toda la
atención posible, y con todo el afecto de tu corazón, para que así alcances lo
que pides.
CAPÍTULO XIII
De algunos avisos acerca de
la oración
Lo primero has de advertir que
las oraciones (no hablo aquí de las meditaciones, de que hablaré más abajo) no
sólo deben ser breves según quedan expuestas, más también frecuentes, llenas de
deseo, y de fe actual y confianza de que Dios te ha de socorrer y ayudar, si no
en el modo que deseas, y cuando tú quieres, pero sí con mejor socorro, y en
tiempo más oportuno.
Lo
segundo, han de ir siempre acompañadas, o actual o virtualmente, con alguna de
las cláusulas siguientes:
Según tus promesas: A tu honra:
En nombre de tu amantísimo Hijo: En virtud de tu pasión: En nombre de María
Virgen, tu Hija, tu Esposa y tu Madre.
Lo tercero, que algunas veces
añadas algunas jaculatorias como: Concédeme, Señor, tu amor en nombre de tu
amantísimo Hijo. Y ¿cuándo, gozaré yo de tal ventura?
Lo mismo se puede hacer también
en cada una de las peticiones de la oración del Padre nuestro, como: Padre
nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre (Matth. VI). Mas
¿cuándo será el día, Padre nuestro celestial, que vuestro nombre sea conocido
por toda la redondez del mundo, honrado, glorificado y ensalzado? ¿Cuándo, Dios
mío, cuándo? Y de este modo en las demás peticiones.
Lo cuarto, que pidiendo en la
oración virtudes y gracias, será bien considerar el valor y precio de las
virtudes y tu necesidad, la grandeza de Dios, y su infinita bondad, la pequeñez
de quien pide (que de esta manera se pedirá con más afecto y deseo, con más
reverencia y confianza, y con más humildad), y finalmente se ha de considerar
el fin de lo que se pide, que ha de ser para agradar y honrar a Dios.
CAPÍTULO X
De otro modo de orar
Puedes orar también
perfectísimamente, poniéndote en la presencia de Dios con el pensamiento, sin
decir cosa alguna, ya enviándole de cuando en cuando suspiros amorosos, ya
volviéndole los ojos, y manifestándole tu corazón con un breve y encendido
deseo de que te socorra, para que lo ames, honres y reverencies, como es justo
y debido; o también con un deseo de que te otorgue la gracia que le tienes
pedida en la oración precedente.
CAPÍTULO XV
Del cuarto socorro de la
voluntad humana
El cuarto socorro de la
voluntad humana es el amor divino, el cual de tal manera la fortalece que no
hay cosa que con él no pueda, ni pasión o tentación que no venza.
El modo de conseguirlo es,
primero, la oración, pidiéndoselo a Dios muy a menudo; y segundo, la
meditación, ponderando aquellos puntos que son a propósito con la gracia de
Dios, para encender este divino amor en nuestro corazón. Estos son:
Quien es Dios; cuánto y cuál es
su infinito poder, su sabiduría, bondad y belleza. Qué ha hecho Dios por el
hombre, y qué más hiciera, si fuese necesario; la voluntad con que lo ha hecho,
que cosas hace cada día por el hombre, las recompensas que le tiene aparejadas
en la otra vida, si mientras vive en ésta cumple sus preceptos por agradarle, y
sirve con pureza de alma.
CAPÍTULO XVI
De la meditación del ser de
Dios
Qué cosa sea Dios, el mismo
Dios, que se conoce perfectamente a sí mismo, nos lo declaró, cuando dijo: Yo
soy el que soy (Exod. III).
Es tal y tan grande este
predicado de Dios, que a ninguna criatura puede atribuirse: no a príncipes, no
a reyes, no a emperadores, no a los Ángeles mismos, ni al universo entero;
porque todas las cosas tienen su ser dependiente de Dios, y de sí no son sino
la misma nada.
De
aquí se reconoce cuán vano es el hombre que ama las criaturas no amando en
ellas al Creador, o no amándolas ordenadamente.
Digo vano, porque ama la
vanidad: vano, por que piensa satisfacerse de aquellas cosas que de sí son
nada: vano en fin, porque se fatiga por tener aquellas cosas que de suyo son
caducas y perecederas. Si quieres, pues, amar como conviene amar, ama a Dios, que
llena y satisface enteramente nuestro corazón.
CAPÍTULO XVII
De le meditación del poder
de Dios
Ya se sabe que no sólo esta
aquella potencia del mundo, sino aun todas juntas y unidas, que riendo
edificar, no reinos, ni ciudades, sino un solo palacio, necesitan de varios
materiales, instrumentos y maestros, y de mucho espacio de tiempo; y con todo
esto, por grande que sea la diligencia, no se acaba el edificio a su voluntad y
gusto; mas Dios, con solo su poder y querer, en un momento creó de la nada todo
el universo mundo, y con la misma facilidad podría crear infinitos mundos,
destruirlos y reducirlos al no ser.
Este solo punto, si
profundamente se medita, despertará en nosotros nuevas maravillas y nuevos
incentivos para amar a un Dios y Señor tan sumamente poderoso.
CAPÍTULO XVIII
De la meditación de la
sabiduría de Dios
Cuán alta e inescrutable sea la
sabiduría de Dios, no hay quien lo pueda decir ni comprender; pero para que
conozcas algo de ella, vuelve los ojos al ornamento de los cielos, a la hermosura
de la tierra y de todo el universo, y no hallarás otra cosa que la
incomprensible sabiduría del Artífice divino.
Vuelve la mente a la vida de
los hombres, a los varios accidentes que ocurren, y hallarás que no hay cosa
tan desordenada que respecto de Dios no sea suma sabiduría.
Medita los misterios de la
redención, y los hallarás todos llenos de esta altísima sabiduría, y dirás a
menudo con san Pablo, absorto en este piélago inmenso: ¡Oh inefable y altísima
grandeza de los tesoros de la ciencia y sabiduría de Dios, Cuán incomprensibles
son sus juicios, e investigables los caminos de sus secretos! (Rom. XI, 33).
CAPÍTULO XIX
De la meditación de la
bondad de Dios
Como todas las demás infinitas
perfecciones suyas, la bondad de Dios es incomprensible en sí misma; pero si
miramos lo que por de fuera se dilata y extiende, es tal y tan grande, que no
hay cosa en el mundo en que no resplandezca.
La creación es efecto de la
bondad de Dios: la conservación y gobierno de las criaturas es también efecto de
la bondad de Dios: la redención nos muestra que es inefable e infinita la
bondad de Dios pues nos dio su propio Hijo para nuestro rescate, y nos lo da
también por sustento cotidiano en el admirable Sacramento del altar.
CAPÍTULO XX
De la meditación de la
belleza de Dios
De
la belleza de Dios, basta que sepamos todos que es tal y tan grande, que
contemplándose en ella el mismo Dios, ab aeterno, se halla, en su capacidad
infinita incomprensiblemente satisfecho y bienaventurado.
¡Oh hombre, conoce la altísima
dignidad a que eres llamado por Dios, que es para gozar de esta su incomparable
belleza! No seas de corazón tan duro y tan pesado, que despreciando sus
infinitas perfecciones, pongas tu afición en la vanidad, en las mentiras y en
las sombras. Dios te llama al amor de su poder, sabiduría y bondad: te llama al
goce de su belleza, y de los incomparables bienes que tiene preparados en el
cielo; ¿y tú te haces sordo? Piensa, piensa seriamente en tus cosas; porque
llegará tiempo en que no aprovechará el arrepentimiento.
CAPÍTULO XXI
De lo que ha hecho Dios por
el hombre, con que voluntad, y que más hiciera si fuese necesario
Lo que Dios ha hecho por el
hombre, se puede conocer meditando la creación y la redención. Después de esto,
la voluntad con que lo ha hecho, y con que ha obrado nuestra eterna salud, ha
sobrepujado lo infinito.
Infinito ha sido el precio del
rescate; pero la voluntad ha sido más infinita, porque ha sido de padecer y
volver a morir por el hombre si fuese necesario; y así, si eres, oh alma, tan
deudora al que con tal rescate te rescató, que toda te debes a Él; ¿en qué
grado lo serás por la voluntad con que lo hizo, que excede y sobrepuja en
tantos quilates al mismo rescate?
CAPÍTULO XXII
Qué es lo que cada día hace
Dios por el hombre
No hay día, hora ni momento en
que el hombre no reciba de Dios nuevos beneficios; porque cada día y cada
momento Dios lo crea, conservándolo en el ser que le dio.
Asimismo, cada momento le sirve
con sus criaturas, con el cielo, con el aire, con la tierra, con el mar, y con
cuanto se halla en ellos.
Cada día le da su gracia,
llamándolo del mal al bien, guardándolo para que no peque, y en pecando lo
ayuda para que no peque más. Lo espera, lo llama a penitencia, y volviéndose a
Él, lo perdona con mayor presteza que con la que el mismo pecador se mueve a
buscar el perdón de su pecado. Cada día le envía su Hijo santísimo con todas
las riquezas de los misterios de la cruz, y se lo entrega en el santísimo
Sacramento del altar.
CAPÍTULO XXIII
Cuánta bondad muestra Dios,
aguardando y tolerando al pecador
Para que conozcas cuánta bondad
muestra Dios en sufrir al pecador, has de considerar, que así como ama
indeciblemente la virtud, así por el contrario aborrece infinitamente el
pecado.
¡Qué bondad, pues, muestra Dios
sufriendo al pecador, que a los ojos de su divina Majestad y de su infinita
pureza comete tantas maldades, y lo ofende, no una, dos o tres veces, sino más
y más!
Bien veo (puede decir el
pecador), Señor mío, que cuando yo pecaba, Vos me decíais al corazón:
Entremos en cuentas, y veamos
quién vence: tú en ofenderme, y Yo en perdonarte (Vide infr. tract. IV, cap.
XVI).
Creo que este punto, bien
meditado, encenderá con la gracia de Dios el corazón del pecador, para que
luego se convierta.
Y
si no lo hace, debe temer los altos e inescrutables juicios de Dios, de los
cuales suelen salir golpes de venganza, rápidos, terribles e irremediables.
CAPÍTULO XXIV
Qué hará Dios en la otra
vida, no sólo con quien le ha servido bien, sino con el pecador convertido
Son tantos y tales los bienes y
felicidades que Dios nos tiene preparados en su reino celestial, que no se
pueden imaginar ni comprender clara y perfectamente, por más que un alma los
medite.
Porque, ¿quién llegará a
comprender bien qué cosa sea sentarse un hombre a la mesa de Dios, y que el
mismo Dios, lo sirva y lo sustente de su bienaventuranza?
¿Quién llegará a imaginar
debidamente qué cosa sea entrar un alma bienaventurada en el gozo de su Señor?
¿Y quién concebirá el amor y la
estimación que muestra Dios a sus ciudadanos y escogidos? Ha blando de esto
santo Tomás dice: Nuestro omnipotente Dios en tanto grado se sujeta a los
Ángeles y a las almas santas, como si fuese siervo comprado de cada uno de
ellos, y como si cada uno fuese su propio Dios (Opuse. LXIII, cap. II, § 3).
¡Oh Señor! ¡oh Señor! quien
considera profundamente vuestras obras para con las criaturas, os halla tan
embriagado de su amor, que parece consista vuestra bienaventuranza en amarlas,
favorecerlas y sustentarlas de Vos mismo.
Haced que nos sea tan familiar
y frecuente esta consideración, que os correspondamos y amemos, y amándonos,
nos transformemos en Vos mismo por unión amorosa.
Oh corazón humano, ¿a dónde
corres? ¿a dónde vuelas? ¿a la sombra? ¿al viento? ¿a la nada, dejando al que
es todas las cosas, dejando la Omnipotencia, la suma Sabiduría, la inefable
Bondad, la Belleza increada, el sumo Bien, el Piélago infinito de toda
perfección? Dios te llama, no sólo con los antiguos beneficios, sino con muchos
nuevos que cada día te hace.
¿Sabes de dónde nace todo tu
mal? De que no oras, ni meditas; y así, estando sin luz y sin calor, no es
maravilla que no te muevas, si no es en obras de tinieblas.
Vuelve en ti, ¡oh hombre, oh
religioso tibio!, entra en la escuela de la meditación y oración, que en ella
conocerás que el verdadero estudio del cristiano y del religioso es negar su
propia voluntad, para hacer la de Dios; aborrecerse a sí mismo, para amar a
Dios.
Advierte que todos los estudios
sin éste, aunque sean de todas las ciencias, están llenos de presunción y de
soberbia; y que cuanto más alumbran el entendimiento, más ciegan la voluntad,
con daño y ruina, del alma.
CAPÍTULO XXV
Del quinto socorro de la
voluntad humana
El odio de nosotros mismos es
un socorro muy necesario para nuestra voluntad, porque sin él no podemos tener
el socorro del amor divino, autor de todo bien.
El modo de conseguirlo es, lo
primero, pedirlo a Dios, y después ir meditando los daños que ha causado y
todavía causa el amor propio.
No ha habido daño alguno en el
cielo ni en la tierra, que no se haya originado del amor propio.
Este amor propio, y de nosotros
mismos, es de tanta malignidad, que si le fuera posible entrar en el cielo,
convertiría la celestial Jerusalén en una confusa Babilonia. Considera, pues,
¿qué hará esta peste y mortífero veneno en esta vida presente dentro del pecho
humano?
Destiérrese
del mundo el amor propio, y cesará el infierno.
¿Quién, pues, será tan impío y
tan desacordado contra sí mismo, que meditando el ser, las calidades y los
efectos del amor propio, no se indigne contra él, y lo aborrezca, y con todas
veras procure desarraigarlo de sí?
CAPÍTULO XXVI
De que modo se podrá conocer
el amor propio
Para que conozcas cuánto en ti
se dilata y extiende el reino del amor propio, acude a menudo a ver y examinar
con cuál de las pasiones del alma se halla más frecuentemente ocupada tu
voluntad, puesto que nunca la hallarás sola.
Y en reconociendo que ama, o
desea, o se alegra, o entristece, considera luego si la cosa amada o deseada es
alguna de las virtudes, o cosa que Dios manda amar o desear; y asimismo en la
alegría o tristeza considerar si es de aquellas cosas de que Dios quiere que
nos alegremos o entristezcamos; o si por ventura todo esto nace del mundo o del
apego a las criaturas, por tratar y conversar con ellas, no por necesidad ni
cuanto conviene, ni como Dios quiere. Y si hallas algo de esto, es claro que
reina en ti el amor propio, y que es el que mueve tu voluntad.
Mas si los negocios y
ocupaciones de la voluntad son en orden a las virtudes, y en las cosas que Dios
quiere, debes considerar bien si a estos negocios y ocupaciones se mueve por
voluntad de Dios, y por deseo de agradarle, o por alguna propia complacencia y
capricho; porque muchas veces sucede que movido uno puramente de complacencia o
capricho, se da a diversas obras buenas, como a la oración, a los ayunos, a la
sagrada comunión, y a otras cosas santas.
La prueba para discernir esto
es de dos maneras: la una es si tu voluntad no se da indiferentemente, en todas
las ocasiones que se ofrecen, a todas las obras que son buenas: la otra es si
ofreciéndose algún justo impedimento, se lamenta, se inquieta y se turba; o si
sucediendo como quiere, se deleita y se complace de sí misma.
Si fuere movida por Dios, se ha
de considerar también a dónde, y a qué fin endereza sus operaciones; y aunque
va bien si el fin es solamente el divino agrado, sin embargo no debe
asegurarse; porque es tan sutil y tan astuto el amor propio que muy
disimuladamente se suele introducir y mezclar aun en las mismas obras buenas.
Cuando conozcas manifiestamente
que esta crudelísima bestia se ha introducido, debes perseguirla con todo el
odio y aborrecimiento, y desterrarla de ti, no sólo al practicar cosas grandes
sino también las más pequeñas.
De lo que está oculto y tú no
puedes discernir, debes, oh alma, estar siempre sospechosa; y así en todas las
buenas obras que hicieres, humíllale a los ojos de Dios, y ruégale que te
perdone, y te guarde del amor a ti misma.
Será bien que por la mañana,
luego al despertar, te vuelvas a Dios, y le protestes que tu intención y
pensamiento es de no ofenderlo jamás, y de hacer siempre, y particularmente en
aquel día y en todas las cosas, su santísima voluntad, sólo por agradarle; y le
rogarás que te socorra siempre, y que te proteja con su divina mano, para que
conozcas y hagas cuanto a su divina Majestad le agrada, y en la forma que le
agrada.
CAPITULO XXVII
Del sexto socorro de la
voluntad humana
El sexto socorro de la voluntad
del hombre es el de oír misa, la confesión y la comunión; porque siendo la
gracia de Dios, el principal y más necesario socorro de nuestra voluntad, para
que se
guarde
del mal y ejecute el bien, necesariamente se sigue que todo aquello que ayuda
al aumento de esta gracia es el socorro de nuestra voluntad.
Pero para que oyendo misa
adquieras nuevo aumento de gracia, la debes oir de la siguiente manera:
En la primera parte (pues en
tres se divide la misa), que comprende desde el Introito hasta el Ofertorio,
procura encender en ti un deseo grande de que, como Jesucristo vino del cielo
al mundo para encender en la tierra el fuego de su divino amor (Luc. XII, 49),
así se digne venir y nacer en tu corazón con su virtud, ut ardeat: que arda de
tal modo, que no cuides de otra cosa más que de servirle y agradarle siempre
mientras vivieres.
Después, cuando el sacerdote
dice las oraciones, pide tú también con encendido deseo a Jesucristo, oh alma
necesitada, las mismas gracias que aquél le pide.
Cuando empezare la Epístola y
el Evangelio, pide con la mente a Dios que te dé entendimiento y virtud para
entenderlo y observarlo todo.
En la segunda parte, que
comprende desde el Ofertorio hasta la comunión, abstrayéndote de toda afición o
pensamiento de las criaturas y de ti misma, ofrécete toda a Dios y a la
ejecución de su divina voluntad.
Cuando alzare el sacerdote la
Hostia y el cáliz consagrados, adora el verdadero cuerpo y sangre de Cristo con
su sacratísima divinidad.
Contemplándolo oculto debajo de
aquellos accidentes de pan y vino, ríndele amorosas gracias, porque cada día se
digna venir a nosotros con los preciosos frutos del árbol de su cruz, y con la
misma oferta que hizo de sí mismo, estando en ella, a su eterno Padre; y para
los mismos fines que se ofreció, ofrécete tú también a su mismo Padre.
Después, cuando comulgare el
sacerdote, podrás tú también comulgar, a lo menos espiritualmente abriéndole el
corazón, y cerrándolo a todas las criaturas, a fin de que su divina Majestad
encienda en él el fuego de su amor.
Al mismo tiempo que el
sacerdote con la lengua, podrás tú con la mente pedir cuando se pide en las
oraciones después de la comunión.
CAPÍTULO XXVIII
De la comunión sacramental
Para que recibas grande aumento
de gracia de la comunión, conviene que te dispongas para ella; y no pudiendo de
nosotros mismos tener la disposición que se requiere, dirás con grande afecto,
para que Dios te lo otorgue, la oración siguiente:
Pedímoste, Señor, que visitando
nuestras conciencias, las purifiques, para que viniendo a nuestras almas
Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, con todos los Santos, halle en ellas
morada digna de su divina Majestad.
Mas para no dejar de hacer, de
nuestra parte, alguna cosa con la ayuda de Dios, tu preparación ha de ser
considerar, lo primero, para qué fin instituyó Dios el Santísimo Sacramento del
altar; y hallando que fue para que nos acordemos del amor que nos mostró en los
misterios de la cruz, considera después para qué fin quiso que en nosotros
quedase esta memoria.
Y siendo el fin, para que le
amásemos y le obedeciésemos, nuestra mejor preparación será un fervoroso deseo
y una encendida voluntad de amarlo y obedecerlo, doliéndonos de no haberlo
obedecido ni amado hasta aquí, sino antes ofendido.
Con este fervoroso y encendido
deseo de amarlo tendremos preparado el corazón antes de recibir la sagrada
Eucaristía.
Mas
en llegando el tiempo de recibirla, avivando la fe en que debajo de aquellos
accidentes de pan consagrado está el Cordero de Dios que quita los pecados del
mundo, adórale y ruégale que borre de tu corazón los que tuvieres ocultos, y
que te perdone los demás; y recíbelo con toda reverencia, y con una firme
esperanza de que te dará su amor.
Después que lo hayas recibido,
introdúcelo en tu corazón, y pídele una y otra vez que te dé su amor, y todo lo
que te fuere necesario para agradarle.
Después lo ofrecerás al Padre
eterno en sacrificio de alabanza de su inmensa caridad, la cual nos ha mostrado
en este singular beneficio, y en todos los demás de la redención; así para que
te dé su amor, como por las necesidades de los vivos y los difuntos.
CAPÍTULO XXIX
De la confesión sacramental
La confesión sacramental, para
que se haga como se debe, requiere varias cosas.
La primera, un buen examen de
conciencia, regulándolo por los preceptos de Dios y por las obligaciones del
propio estado.
En el examen de tus pecados y
faltas, aunque sean muy pequeñas, llóralas amargamente considerando la
ingratitud del hombre contra la bondad y caridad infinitas de Dios; y así, vituperándote,
dirás contra ti estas palabras: ¿Así correspondes, ignorante y necio, a los
innumerables beneficios que has recibido de Dios? ¿Por ventura no es tu Padre
que te poseyó, que te hizo y te creó? (Deut. XXXII, 6).
Con esta consideración, excitando
en ti repetidas veces un ferviente y eficaz deseo de no haberlo ofendido, di:
¡Oh quién no hubiera ofendido a mi Creador, a mi Padre celestial y Redentor,
aunque hubiera sido padeciendo muchos males!
Después volviéndote a Dios con
vergüenza de tus culpas, y con fe de que te las ha de perdonar, dile de todo
corazón: Padre, pequé contra el cielo y delante de Vos. No soy digno de ser
llamado hijo vuestro; y así ponedme en el número de vuestros jornaleros (Luc.
XV, 18, 19).
Y renovando el dolor de la
ofensa divina, con propósito de querer antes sufrir y padecer cual quiera pena
o tribulación que ofender voluntariamente a Dios, descubre claramente al
confesor tus pecados con dolor y vergüenza, sin excusarte a ti ni acusar a
otros, y diciéndolos tal como los cometiste.
Acabada la confesión, rinde
muchas gracias a Dios porque siendo así que tantas y tan repetidas veces lo has
ofendido, no te niega el perdón, antes está más pronto a dártelo que tú a
recibirlo.
De esta consideración tomarás
ocasión para dolerte de nuevo de haber ofendido a un Padre tan benigno, y con
una plena voluntad propondrás no volver a ofenderlo con su ayuda y la de la
Virgen María, del Ángel custodio, del Santo de tu nombre y de los demás Santos
a quienes tuvieres particular devoción.
CAPÍTULO XXX
Cómo se ha de vencer la
pasión deshonesta
Todas las pasiones fuera de la
deshonesta se vencen asaltándolas aunque nos cuesten heridas; y provocándolas a
la batalla, hasta que enteramente las venzamos. Mas la pasión deshonesta no
sólo no conviene excitarla, sino antes bien es necesario alejarla de todas
aquellas cosas que la puedan excitar y mover.
Véncese la tentación de la
carne, y se mortifica la pasión deshonesta, huyendo y no
combatiéndola
de frente.
Aquel, pues, que huye más
prontamente y más lejos, tendrá más cierta y más segura la victoria.
Las buenas inclinaciones, la
voluntad sincera, las pruebas pasadas, las victorias, el parentesco, los
objetos indiferentes y los de fea apariencia que no amenazan algún peligro, y
otras cualesquiera cosas que prometen seguridad, no son buenos argumentos para
que tú no debas huir: huye, huye, oh alma, con presteza si no quieres quedar
presa y despojada de la vestidura de la gracia.
No es dudable que algunos
santos varones, tratando y conversando con personas peligrosas se han
conservado puros y perfectos sin caer jamás ante el golpe blandísimo de este
vicio; pero a nosotros no nos toca examinar la causa, sino venerar los
profundos juicios de Dios, fuera de que donde no se descubren ni advierten las
caídas, suelen hallarse mayores precipicios.
Huye, pues, oh alma, y obedece
a los avisos y ejemplos que Dios te da en la sagrada Escritura y en las vidas
de tantos grandes Santos, y cada día te los propone y renueva, ya en éste, ya
en aquél. Huye sin detenerte ni aun a ver o pensar en el objeto de que has
huido; porque en esta detención, aunque sea breve, está todo el peligro.
Y cuando el hablar sea forzoso,
la conversación sea corta y breve, y con palabras más bien rústicas que blandas
y afectadas, porque en esas suele estar el cebo, la llama y el fuego impuro.
Ten en la memoria aquel sabio
aviso: Antes de la enfermedad aplica la medicina, esto es, no esperes a estar
enferma; antes huye en tiempo oportuno, que ésta es la medicina de la salud.
Y si por desgracia vinieres a
caer en alguna flaqueza, toda tu salud consiste en que luego que la sintieres:
Des contra una piedra a estos hijos babilónicos, tan malos y tan perversos
(Psalm. CXXXVI); esto es, que acudas sin tardanza a tu confesor, y no le
escondas la falta más venial y ligera de esa pasión; pues ninguna hay en este
vicio tan pequeña y tan leve que, como la centella, si no se apaga y queda
encubierta, no pueda crecer y estimular un grande incendio.
CAPITULO XXXI
De qué cosas se debe huir,
para no caer en el vicio deshonesto
Para no caer en este vicio,
debemos huir de muchas cosas. Lo primero, de las personas que amenazan evidente
peligro; lo segundo, de las demás personas en cuanto se pueda; lo tercero, de
las visitas, de los recados, de los presentes y de las amistades, aunque no
sean de las que llamamos estrechas; porque así como las cosas anchas más
fácilmente se estrechan, que las estrechas se ensanchan: así es más fácil que
las amistades corteses y honestas se estrechen y pasen a ilícitas, que las
ilícitas se conviertan en lícitas y honestas; lo cuarto, se ha de huir de
hablar de esta pasión, de las músicas y canciones amorosas, y de los libros
profanos; lo quinto (de que suelen guardarse pocos), se ha de huir del deleite
universal de todas las criaturas, como de los vestidos preciosos y de los
manjares delicados; porque estos deleites, aunque sean lícitos, acostumbran al
corazón del hombre a deleitarse, y lo mantienen siempre deseoso de nuevos
deleites.
De donde nace que, ofreciéndose
el deleite deshonesto, que de su naturaleza es pronto a herir y penetrar hasta
la médula de los huesos, dificultosamente el corazón así acostumbrado halla el
camino de vencerlo y mortificarlo.
Por el contrario, el corazón
ejercitado en la mortificación de los deleites lícitos, cuando se le ofrecen
los ilícitos y deshonestos, hasta de solo el nombre huye con facilidad.
CAPITULO XXXII
Qué se ha de hacer cuando se
ha caído en el vicio deshonesto
Si te acaeciere haber caído en
el vicio de la sensualidad, para que no añadas pecados a pecados,
el
remedio es que corras luego con toda velocidad, sin otro examen de conciencia,
a la confesión; donde, menospreciando todos los dictámenes de la prudencia
humana, expliques y manifiestes con sinceridad y sin artificio tu llaga y
enfermedad, tomando la medicina y el consejo que se te diere, aunque te parezca
duro, áspero y amargo.
No tardes ni te detengas,
aunque te lo persuadan diferentes consideraciones o causas; porque si tardas,
recaerás, y de esta recaída renacerán nuevas tardanzas: de manera que,
procediendo de las tardanzas las recaídas, y de las recaídas nuevas tardanzas,
se pasarán años enteros antes que te confieses y te levantes de la culpa.
Por conclusión de esta materia
te aviso de nuevo, que si no quieres caer en este vicio, huyas de él.
Los pensamientos que te vengan,
aunque sean pequeños y leves, húyelos no menos que los grandes; y aunque
conozcas con claridad, después de haberlos huido prontamente, que son culpas
ligeras, confiésalas no obstante, y descubre las tentaciones y el estado de tu
alma al confesor.
Finalmente, como remedio
eficacísimo si desgraciadamente cayeres, repito que acudas cuanto antes puedas,
a los pies del confesor, sin dejarte jamás esclavizar en este punto de la
maldita vergüenza.
CAPÍTULO XXXIII
De algunos motivos para que
el pecador se convierta prontamente a Dios
El primer motivo para que el
pecador se convierta a Dios, es la consideración del mismo Dios, el cual,
siendo el sumo bien, y la suma sabiduría, no debe ser ofendido por el hombre
por ningún motivo.
No por prudencia, porque ya se
ve cuán grande locura y desacuerdo es ponerse en lucha con la Omnipotencia, y
con el supremo juez que le ha de juzgar.
No por la vía de conveniencia
ni de justicia, no siendo tolerable que la nada, el lodo y la criatura ofenda a
su Creador, el esclavo a su señor, el hijo a su padre.
El segundo motivo es la
obligación grande del pecador de volver luego a la casa de su padre, siendo la
conversión del hijo, y su retorno a la casa paterna, honra del mismo padre, y
alegría y fiesta para toda su casa, para la vecindad y para los Ángeles del
cielo (Luc. XV, 10).
Porque así como antes, pecando
el hijo ofendió a su padre y lo enojó, así volviendo arrepentido y llorando con
lágrimas amargas la ofensa, con firme voluntad de obedecer en todo sus divinos
preceptos, lo honra y lo alegra; y de tal suerte enternece su corazón y lo
mueve a misericordia, que sin aguardar el padre a que llegue el hijo, sale a
recibirlo, lo abraza, lo besa y lo viste de su gracia y de sus dones.
El tercer motivo es el interés
propio; porque debe considerar el pecador que si no se convierte a tiempo,
ciertamente llegando el invierno y el día del sábado (Matth. XXIV)1, no podrá
convertirse y será castigado con el infierno.
Ni debe confiar el pecador en
el propósito de convertirse en el fin de su vida, o después de algunos años o
meses; porque semejante propósito no solamente es loco, sino lleno de impiedad
y malicia.
Es locura pensar que se puede
vencer una dificultad grande en el tiempo en que el hombre se halla más flaco.
Y en verdad que continuando en el pecado, cada día se inhabilita más para su
conversión, ya por la costumbre que creciendo siempre va poco a poco
convirtiéndose en naturaleza, ya por su mayor indisposición a recibir la gracia
de la conversión. Porque menospreciando a Dios con impía malicia, y
deleitándose cuanto puede con las criaturas, fiado en la vana esperanza de
convertirse más tarde o a la hora de la muerte, viene a desobligar a Dios de
suerte
que
le quita la voluntad de ayudarle eficazmente.
Es asimismo loco este consejo y
propósito, por que aun cuando se conceda la posibilidad de convertirse y
alcanzar la gracia eficaz, la seguridad de que en el interín no muera el hombre
de repente sin poderse reconciliar con Dios como ha sucedido a tantos, y sucede
cada día, ¿quién se la ha dado o se la dará?
Clama, pues, oh pecador que
lees esto; clama y da voces a tu Señor, diciendo: Convertidme Señor, y me
convertiré en Vos que sois mi dueño y mi Dios (Jerem. XXXI); y no ceses en tus
clamores, hasta tanto que lo hayas conseguido, llorando con amargura su ofensa,
y resignándote a practicar todo cuanto conocieres que puede agradarle y
satisfacerle.
1 En el invierno se significa la frialdad de la culpa, y en el sábado la
omisión de las buenas obras. Véase Ludolfo in Vita Christi, part. II, c. X. Y
en este sentido N. P. S. Cayetano por su grande humildad, decía: Rogad a Dios
que mi partida de esta vida no suceda en invierno, ni en día de sábado.
CAPÍTULO XXXIV
Del modo de procurar la
conversión y el llanto de la ofensa de Dios
El mejor modo de procurar el
llanto por la ofensa de Dios, es la meditación de su grandeza y bondad, y de la
caridad que ha mostrado al hombre.
Porque quien considera que
pecando ha ofendido al sumo Bien y a la inefable Bondad (que no sabe sino hacer
beneficios, ni jamás ha hecho ni hace otra cosa que derramar sus gracias, y
comunicar su luz a amigos y enemigos), y considera que lo ha ofendido por un
leve gusto y por un falso deleite, no puede dejar de llorar amargamente.
Te pondrás delante de un
Crucifijo, y te imaginarás que te dice: Aspice in me (Psalm. CXVIII): Mira y
considera atentamente mis llagas; tus pecados me han maltratado, y puesto en el
doloroso estado en que me ves.
Considera que Yo soy tu Dios,
tu Creador y tu Padre; y así: Vuélvete a mi con llanto amargo y encendida
voluntad de que Yo no hubiese sido ofendido, y con pleno y sincero deseo de
padecer antes cualquiera grave pena que volver a ofenderme. Vuélvete a mí, que
soy el que te redimí (Isai. XLIV).
Después, figurándote a Cristo
en tu imaginación coronado de espinas, vestido de púrpura con la caña en la
mano, lleno de llagas y dolores, te imaginarás que te dice: Ecce homo (Joann.
XIX): He aquí al hombre que amándote con amor inefable, te ha redimido con
estos oprobios, con estas llagas y con esta sangre. Ecce homo: Este hombre es a
quien tú has ofendido, después de haberte dado tantas pruebas de amor y
colmándote de tantos beneficias.
Ecce homo: este hombre es la
misericordia de Dios, y la redención copiosa. Este hombre con todos sus méritos
se ofrece por ti al Padre cada día, cada hora y cada minuto. Éste es el hombre
que sentado a la diestra de su eterno Padre pide por ti, y hace el oficio de
abogado; ¿por qué, pues, me ofendes? ¿Cómo no te vuelves a mí?: Vuélvete a mí,
que así como el sol destierra la nube y deshace la niebla, así borraré tus
culpas, y olvidará tus pecados (Isai. XLII).
CAPÍTULO XXXV
De algunas razones por que
los hombres viven descuidados, sin llorar las ofensas de Dios, y sin aspirar a
la virtud ni a la perfección cristiana.
Las razones por qué el hombre
duerme profundamente en su tibieza, y no se levanta del pecado, ni se da a la
virtud, como debe, son diversas, y, entre otras, las siguientes:
La primera es, porque no habita
dentro de sí, ni ve lo que se hace en su casa, ni sabe quién la
posee;
mas, vago y curioso pasa sus días en divertimientos y vanidades; y aunque se
ocupe en cosas lícitas y buenas en sí mismas, no obstante, de las que
pertenecen a la virtud y conducen a la perfección cristiana, ni se acuerda ni
tiene pensamiento alguno.
Y si tal vez se acuerda y
conoce su necesidad, y es inspirado por Dios a mudar de vida, responde cras,
cras, después, después, y nunca dice con resolución hoy ni ahora.
Otros hay que persuadiéndose
que la verdadera mudanza de la vida, y los ejercicios de la virtud, consisten
en ciertas devociones particulares, gastan todo el día en repetir muchas veces
el Pater noster y Ave María, sin trabajar ni poner la mano en la mortificación
de las pasiones propias, que los tienen asidos a las criaturas.
Otros se dan a los ejercicios
de la perfección, mas edifican sin los fundamentos de las virtudes, porque cada
virtud tiene su propio fundamento, como la humildad tiene por fundamento el
deseo de ser estimado en poco, y parecer vil y despreciable a los ojos de
todos. Quien abre la zanja y edifica el fundamento de la humildad, recibe luego
con alegría las piedras de esta fábrica, que son los desprecios, las afrentas y
las ocasiones de producir actos de dicha virtud. Con lo cual aumentándose el
deseo de ser tenido en baja estimación y concepto, y recibiendo los desprecios
con alegría, va creciendo el edificio de la humildad; y para que éste llegue a
su perfección, se debe pedir continuamente a Dios por los méritos de su Hijo
humillado.
Algunos hacen todo esto, mas no
por amor a la virtud o por agradar a Dios. De donde nace que su virtud no es
uniforme; pues en el trato con los demás, son humildes con unos, y soberbios
con otros: humildes con los que han menester, y soberbios con aquellos cuya
estimación no conduce ni aprovecha para sus fines.
Otros hay que, deseando la
perfección cristiana, la procuran por sus propias fuerzas (que son muy débiles
y flacas), y por sus industrias y ejercicios; y no estriban en Dios,
desconfiando de sí mismos; por lo cual antes retroceden que adelantan. Ni
faltan algunos que apenas han entrado en el camino de la virtud, se persuaden
que han llegado ya a la cumbre de la perfección, y desvaneciéndose en sí
mismos, se desvanece también su virtud
Si quieres, pues, adquirir la
perfección cristiana, desconfía primero de ti misma; y después, con- fiada en
Dios procura con todo estudio encender en ti un vivo deseo de alcanzarla,
renovando y aumentado cada día este deseo. Además de esto estate advertida, y
cuida de que no se te huya de las manos ocasión alguna de ejercitar la virtud,
ya sea grande, ya pequeña, y si alguna dejaste escapar, mortifícate y castígate
en alguna cosa, y no omitas jamás esta mortificación o castigo.
Aunque aproveches y adelantes
mucho en la virtud, haz de cuenta que empiezas cada día, y procura ejecutar
cualquier acto con tanta diligencia y cuidado, como si en él solo consistiera
toda la perfección; y lo mismo que hicieres en el primer acto has de hacer en
el segundo y en el tercero, y en los demás. Guárdate de los defectos pequeños
con el mismo cuidado que de los grandes.
Abraza la virtud por la virtud,
y por agradar a Dios; pues de este modo serás siempre una misma con todos y una
misma ya estés sola, ya acompañada; y sabrás tal vez dejar la virtud por la
virtud, y a Dios por Dios. No declines ni a la diestra ni a la siniestra, ni
vuelvas atrás. Procura ser discreta, amiga de la soledad, de la oración y de la
meditación, pidiendo a Dios que te dé la virtud y la perfección que vas
buscando, porque Dios es la fuente de toda la virtud y perfección a que nos
llama cada hora.
CAPÍTULO XXXVI
Del amor para con los
enemigos
Aunque la perfección cristiana
consiste en la perfecta obediencia de los preceptos de Dios, no obstante,
procede principalmente del precepto de amar a los enemigos, por ser este
precepto muy conforme a la costumbre del Señor, y a lo que Él practicó en la
tierra, y practica en el cielo.
Y
así si pretendes adquirir en breve la perfección, debes procurar cumplir
exactamente cuanto Cristo manda en este precepto de amar a los enemigos,
amándolos, haciéndoles bien y rogando por ellos (Matth. V), no tibia y
lentamente, sino con tanto afecto que casi olvidada de ti misma te entregues de
todo corazón a su amor, y a rogar por ellos.
En orden al bien que deberás
hacerles, guardarás esta regla. En lo que toca al bien de su alma, has de estar
advertida, que de ti y de tu mal ejemplo no tomen jamás ocasión de tropiezo; y
muestra siempre con el semblante, con las palabras y con las obras, que los
amas, y que estás siempre dispuesta y pronta a servirlos.
En cuanto a los bienes
temporales te aconsejarás con el recto juicio y la prudencia, considerando la
calidad de los enemigos, y tu propio estado y las ocasiones. Si a esto
atendieres con cuidado, ten por cierto que la virtud y la verdadera paz
entrarán en tu corazón.
Este proceso no es tan difícil
como algunos se persuaden; duro es a la naturaleza, no es dudable; mas a quien
está sobre aviso para mortificar los movimientos de la naturaleza y del odio,
se le hará suave, porque lleva escondida, dentro de sí, una dulcísima, paz.
Para socorrer la flaqueza de la
naturaleza te servirás de cuatro medios que son muy eficaces y poderosos.
El primero es la oración,
pidiendo a Jesucristo el amor a los enemigos, en virtud de aquel amor con que
estando en la cruz, primeramente se acordó de los enemigos suyos, después de su
santísima Madre, y últimamente de sí mismo (Luc. XXIII, 43, 46.– Joann. XIX,
27).
El segundo medio será decirte a
ti misma: Precepto del Señor es que yo ame a mis enemigos (Matth. V); y así
debo cumplirlo.
El tercero será que mirando y
contemplando en ellos la viva imagen de Dios, la cual les dio Él mismo en la
creación (Genes. I), te excites y te despiertes a amarla.
El cuarto, el precio infinito
con que han sido rescatados, que no es plata ni oro, sino la misma sangre de
Jesucristo (I Petr. I, 18, 19), que tú debes venerar siempre y no permitir
jamás que sea pisada, vilipendiada y ultrajada. Si estas cuatro cosas
contemplas a menudo, amarás, como Dios quiere, a tus enemigos.
CAPÍTULO XXXVII
Del examen de la conciencia
Este examen suelen hacerlo las
almas diligentes tres veces al día: la primera antes de comer, la segunda
después de vísperas, y la tercera antes de acostarse. Pero si esto no se
pudiere, a lo menos no deberá omitirse el de la tarde; porque si Dios miró dos
veces la obra que hizo para el hombre (Genes. I), muy razonable será que el
hombre mire a lo menos una, vez al día las obras que hace para Dios, de las
cuales ha de dar cuenta muy estrecha a su Majestad.
El examen se ha de hacer en
esta forma: lo primero has de pedir luz a Dios, para que puedas conocer bien
todo lo interior de tus obras. Después considerarás si has estado recogida y
encerrada en tu corazón, y lo has guardado de cualquier desorden.
Lo tercero, examinarás cómo has
obedecido a Dios aquel día, en todas las ocasiones que te ha dado para
servirle: esta tercera consideración incluye en sí el estado y las obligaciones
de cada uno.
De su correspondencia a la
gracia, y de tus buenas obras, después que hayas dado gracias a Dios, te olvidarás
enteramente, quedando deseosa de empezar de nuevo este camino, como si nada
hubieses hecho hasta entonces.
Si hallares faltas, defectos o
pecados, vuélvete a Dios; y doliéndote de tu ofensa, dile: Señor, yo he obrado
como quien soy; y hubiera sido sin duda mayor mi precipicio, si vuestra diestra
soberana
no
me hubiera ayudado y socorrido: por lo que os doy infinitas gracias; ahora,
Señor, obrad Vos como quien sois; os lo suplico en nombre de vuestro amantísimo
Hijo: y perdonadme, y dadme gracia para que no os ofendo más.
Después por penitencia de tus
faltas, y para estímulo de la enmienda, mortifica tu voluntad (privándote de
alguna cosa lícita); lo mismo digo del cuerpo, porque esto agrada mucho a Dios.
Procura no omitir jamás estas o semejantes penitencias, si no quieres hacer los
exámenes de tu conciencia solamente por costumbre y sin provecho ninguno.
CAPÍTULO XXXVIII
Dos reglas para vivir en paz
Aunque el que vive conforme a
las indicaciones que se han propuesto está siempre en paz, todavía quiero en
este último capítulo darte dos reglas, que si las observas, vivirás quieta
cuanto es posible en esta miserable vida.
La una es que atiendas, con
todo el cuidado que te fuere posible, el cerrar la puerta de tu corazón a todos
los deseos; porque has de advertir que el deseo es el leño largo de la cruz y
de la inquietud, el cual será grave y pesado según la grandeza del deseo; y
así, si el deseo fuere de muchas cosas, también serán mayores, más graves y en
mayor número los leños preparados para muchas cruces.
Después sobreviniendo
impedimentos y dificultades en la ejecución del deseo, se forma el otro leño
que atraviesa la cruz, en la cual queda clavado el deseo. Así, pues, el que no
quisiere cruz, no desee: y cuando se hallare en alguna cruz, deje el deseo; que
en el mismo punto que lo dejare descenderá de la cruz.
La otra regla es que, cuando te
hallares molestada y ofendida de tu prójimo, no te entregues a la consideración
del agravio, imaginándote que no debiera hacerse esto contigo, ni des lugar a
pensar quién es él o piensa ser, u otras cosas semejantes, las cuales no son
sino cebo y fomento de la ira, de la indignación y del odio; mas recurre luego
en estos casos a la virtud y a los preceptos de Dios, para que sepas lo que
debes obrar, a fin de no incurrir en mayores faltas que los mismos que te han
ofendido; y de hallar el camino de la virtud y de la paz.
Considera
también que si tú misma no haces contigo lo que debes, ¿qué maravilla es que
los otros no hagan lo que deben contigo? Y si te complaces en la venganza de
los que te ofenden, primero debes tomarla de ti misma; pues no tienes otro
enemigo que más te ofenda ni haga mayor daño.
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