Dom Esteben
Chevevière.
Huiré
lejos, y moraré en el desierto (Salmo 54, 8).
Tornará su desierto en
vergel, y su soledad en paraíso de Yavé (Isaías 51, 3).
Vivir en el desierto no
significa sólo vivir sin los hombres, sino además, vivir con Dios y para Dios (Dr. Serge
Boulgakoff’).
El que con DIOS está nunca
está menos solo que cuanto está solo. Pues entonces goza sin trabas de su
dicha; entonces es dueño de sí mismo para gozar de DIOS en sí y de sí en DIOS (Guillermo de Sr.
Thierry).
PRIMERA PARTE el desierto
La seduciré, la llevará al desierto y
le hablaré al corazón (Oseas 2,16) Gracia de predilección es la que Dios te
da con traerte al desierto. Gratuito es el llamamiento y tu perseverancia se la
deberás únicamente a la condescendencia divina. Ten siempre ante los ojos esa
fineza del amor de Dios para con tu alma y la irás estimando gradualmente. Pese
a tus lecturas y a lo que llamas tu experiencia, no sabes, al entrar, lo que la
soledad del desierto te reserva.
Aquí, como en todas partes, no hay dos
almas que sigan exactamente la misma pista; Dios no se repite en sus
creaciones. Muy pocas veces (tal vez nunca) revela por adelantado sus
designios.
Entra en el desierto, humilde y
sosegado. Al Dios que te espera, la única cosa de valor que le has de presentar
es tu entera disponibilidad. Cuanto más ligero sea tu equipaje humano, cuanto
más pobre seas de lo que estima el mundo, mayor será tu oportunidad de éxito,
ya que Dios gozará de mayor libertad para manejarte. Te llama a vivir a solas
con El, a nada más.
La acción directa sobre los hombres,
aunque sea por la pluma, para nada entra en las perspectivas intencionales del
desierto; por lo tanto, has de consentir en perderte enteramente. Si abrigas el
secreto deseo de ser o hacerte “alguien”, vas derecho al fracaso. El desierto
es implacable: expele infaliblemente a todo el que se busca a sí mismo.Entra
en él en santa desnudez... 4
Capítulo I
El desierto del
éxodo ausencia del mundo.
Condujo a su
pueblo por el desierto, porque es eterna su misericordia (Salmo
135.16).
La
entrada en el desierto es siempre un momento solemne. Abandonas el ambiente
normal de las relaciones sociales por la incógnita de la soledad. Se empieza
por desgarramientos, rupturas, tal vez repudiaciones. No se lleva a cabo sin
lágrimas esa universal y definitiva repulsa de cuanto nos era más querido. Lo
suyo les costó a los Hebreos dejar Egipto, y lo lamentaron por mucho tiempo.
Eso que salían en familia. A ti se te pide la fe y el valor de Abrahán: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la
tierra que yo te mostraré.... Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho
Yahveh (Génesis 12,1-4).
No se lee que vacilara o le pesara.
Échalo todo por la borda, y pronto. Los miramientos, los aplazamientos sólo
harán que sean más costosos unos sacrificios que un día bien tendrás que
aceptar, so pena de nunca ser Ermitaño y no poder perseverar. El Dios que te
llama a esas renuncias será tu fortaleza. Hizo salir a los judíos de Egipto in
manu forti.
“Dios no desata, arranca; no doblega,
rompe; más que separar rasga y devasta todo”, así habla Bossuet en el segundo
sermón de la Asunción.
Más tarde entenderás esta palabra de
Dios: “Vosotros mismos habéis visto... cómo os he llevado sobre alas de águila
y os he traído a mí” (Éxodo 19, 4)
No le tomes el peso a tu cruz; se te
caería el alma a los pies. Fíate del que, por amor, te recibe tal como eres;
sin hacer caso de tu indignidad, y dice: Voy a seducirle, le
llevaré al desierto y le hablaré al corazón... (Oseas
2,16-18).El desierto, al mismo tiempo, fascina y aterra.
Es la tierra de la gran soledad, y el
hombre, por instinto, teme el cara a cara consigo mismo. El Ermitaño es un
separado efectivo. La esencia del desierto es la ausencia del hombre; el
desierto puro no tolera ni la vida. El mar de arena, al igual que la cima
helada de los montes, es la naturaleza virgen, tal como salió de las manos del
Creador, sobre la cual parece posarse aún el Espíritu de Dios que se cernía
sobre las aguas al comienzo del mundo (Génesis 1,2). Las almas ricas sienten el
hechizo de esa virginidad del paisaje. El desierto es puro y purifica; donde no
está el hombre, tampoco está el pecado ni el ruido de los negocios terrenales.
La soledad te resultará buena, pero su
austeridad te dará en rostro. Dios mismo define el desierto: “tierra de
arenales y barrancos, tierra árida y tenebrosa, tierra por donde no transita
nadie y donde nadie fija su morada” (Jeremías 2,6).
Emparedado dentro de ti mismo, habrá
horas en que sentirás la nostalgia de los intercambios humanos, y el desierto
te parecerá horriblemente vacío y absurdo. No has venido en plan de turista,
acampas en él como un nómada, sin esperanza de regreso. En esos “combates del
desierto” de que habla San Benito, apenas si tendrás 5 más apoyo valedero que el de
Dios, aun cuando aparente desentenderse. Alguien ha escrito: “El desierto no
sostiene al débil, lo aplasta. El que gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede
sobrevivir” (P. de Foucauld).
Es la verdad, y da que pensar. Tendrás
que aprender a resolver tú solo tus problemas, y sólo te quedará una seguridad:
la fe bien templada: Ojalá puedas ser, merced a una oración humilde, de esos
atletas “capaces, con la ayuda de Dios, de arrostrar con el solo vigor de tus
manos y brazos la lucha contra los vicios de la carne y del espíritu” (Regla de
San Benito).
Te gustaba la soledad como descanso,
para tomarte un respiro en medio de quehaceres aguantados por el afán de vivir
y aguijoneados por la necesidad de producir. En adelante, la soledad es tu
medio vital, y nadie espera ya el fruto de tu actividad. Único recurso que te
queda: derramar, sin utilidad aparente, sobre los pies de Jesús, el precioso
perfume de tus capacidades humanas. Si consientes en ello, tu recompensa será
espléndida.
Defiende los accesos de tu desierto. ¿De
qué te serviría la clausura si dejas a los hombres que te la invadan con la
prensa, la correspondencia, las visitas? No olvides que la ausencia del hombre
es su característica esencial.
Para ti el desierto no es un marco, es
un estado de alma. Esa es su dificultad radical. El centro de La soledad eres
tú en quien la referida ausencia del hombre y de sus vanidades crea una primera
zona de silencio. En la estepa sólo se oye un ruido: el gemir del viento. Un
refrán árabe dice que es el desierto que llora porque querría ser pradera. Es
tu caso, tierra árida y sin agua, que suplica al Señor haga llover su rocío.
Fuera del soplo del Espíritu nada se ha de oír. No te dé por poblar ese
silencio con recuerdos, imágenes del pasado, curiosidades o distracciones
mundanas, sucedáneos de la vida en sociedad. El desierto no admite componendas;
con fuerza brutal obliga a escoger; es la pista inhóspita, el incesante ir
adelante con el equipaje más ligero posible, o la muerte. No brinda ni
consiente nada que divierta. Lo perderías todo; el diletante mataría al
contemplativo. Pronto la tosca monotonía del Eremitorio acabaría por cansarte,
y el atractivo del mundo, por ser tu tormento. Languidecerías, como un
desarraigado, de sed maligna. Dos veces desdichado, te verías privado del
objeto de tus deseos y Dios te dejaría de lado. Sin duda el desierto es el país
de la sed. Lo mismo que a Agar (Génesis 21), lo mismo que a Elías camino del
Horeb (1 Reyes 19), te ocurrirá pensar que es mejor morirse. No vuelvas
atrás, Dios te sustentará.
Esa incomunicación no es cosa fácil;
entrenándote con dura ascesis es como llegarás a levantar ese antemural del silencio.
Persevera, trabaja por reducir todas tus
facultades a la unidad, a la simplicidad del silencio. No pasará mucho tiempo
sin que Dios te visite. Se presentó a Elías en el Horeb al filo de un silencio
tal que se hubiese oído el susurro de la más leve brisa. Cuando el Señor quiere
levantar un alma basta la contemplación le exige el silencio de todas las
facultades y que sólo cuente con El. En cuanto a ti, no te ocupes ya de ti
mismo. Cuando des oídos sordos a las quejas de la naturaleza, cuando niegues audiencia
a toda inquietud, a todo deseo .que no sea el del amor, cuando seas indiferente
sobre tu suerte terrestre, cuando ya casi no pienses de ti ni en bien ni en
mal, y no te importe un ardite el juicio de los hombres; cuando, en una
palabra, estés habitualmente olvidado de ti mismo, entonces habrás penetrado en
el Sancta Sanctorum del silencio, el recinto inviolable del alma donde
Dios reside y te convida. DE ti como de Moisés dirá: “él vive permanente en mí
casa. Cara a cara hablo con él, y a las claras, no por figuras; y él contempla
el semblante de Yavé” (Números 12,7-8).6 Toda
la espiritualidad del desierto se encierra en esta sentencia profunda de San
Juan de la Cruz: “Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla
siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma” (Puntos de
amor, 21).
¿Te sucede pensar que es a ti que te
habla? Audición sublime, ahí está toda la vida eremítica. Has de mostrarte
insaciable por escuchar ese Verbo, y nadie si no es el Padre, ni libros ni teólogos,
te la puede hacer oír: Nadie puede venir a mí, si el Padre que
me ha enviado no le trae (Juan 6, 44).
Esa palabra eterna será tu alimento: la
Escritura, la Eucaristía, la contemplación, te la suministrarán. Gustarás ese
Maná de Dios (Éxodo 16). El Espíritu Santo guiará tu alma hacia ella con
infinita más suavidad y delicadeza que la nube luminosa (Éxodo 40,36-38). El te
adoctrinará como desde un Sinaí interior, en la ley de los perfectos. Dios
pactará contigo la alianza de los desposorios (Éxodo 19) y te dirá al corazón
cómo le agrada la liturgia del amor para la que te tenía reservado. Para
aplacar tu sed hará brotar del seno mismo de tu aridez el agua de su gracia, de
sus dones, con que podrás beber de la fuente misma de la vida Trinitaria (Números
20,1-11). En ti se repetirán las antiguas magnalia Dei, siempre que te
avengas a surcar con arrojo la estepa.
Porque hay que estar siempre en marcha.
El eremitorio no es la Tierra de promisión; no te es lícito instalarte en él
con el confort de unos hábitos acariciados o de una tranquilidad egoísta. El
Verbo es tu manjar. Mas también esa Pascua se ha de comer de pie, ceñidos los
lomos y el bastón en la mano. Eres un peregrino sin domicilio, sin equipaje,
sin seguridad del mañana. Para el hombre que se aventura en el desierto no hay
vivienda, hay una pista por la que da prisa por alcanzar “un paisaje del que no
se vuelve”. Ese paisaje es Dios mismo visto a cara descubierta, y sólo la
muerte nos lo muestra así. El amor debe aguijonearte y quitarte todo posible
entusiasmo por fabricarte un refugio cómodo. Como anhela la
cierva las corrientes aguas, así te anhela a ti mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está
sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Salmo
41, 2-3).
Solo El sabe el momento y el camino. No
tengas plan de vida, consérvate libre de todo cuanto pueda impedir que Dios te
mueva a su gusto. Sabores y sinsabores no entran en cuenta. Has de estar
disponible y maleable. El Pueblo Elegido sólo sabía una cosa: avanzaba hacia la
Tierra Prometida; desconocía las etapas. En aquel éxodo el Señor se reservaba
todas las iniciativas. El pueblo se detenía, reanudaba la marcha, se orientaba
sin más señal que la nube a la que seguía a ciegas (Éxodo 40,36-38). Se te pide
un abandono así, que descansa en la fe en la Sabiduría, el Poder y el Amor de
tu Padre que está en los cielos.
“Lo sabe todo, lo puede todo
y me ama”. Graba esto en el corazón y en la palma de las manos. Moisés
canta la maternal solicitud de Dios. A ella debe el ermitaño entregarse. De ti
se trata: “Le halló en tierra desierta, en región inculta, entre aullidos de
soledad. Le rodeó y le enseñó, le guardó como a la niña de sus ojos. Como el
águila que incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así El extendió
sus alas y los cogió y los llevó sobre sus plumas. Sólo Yavé le guiaba; no
estaba con él ningún dios ajeno” (Deuteronomio 32,10-12).
Te lo juegas casi todo si vacilas en
lanzarte a ese abismo. Si quieres “hacer tu vida”, puede que Dios lo consienta,
pero oye su amenaza terrible: “Esconderé (de él) mi rostro, veré cuál será su
fin” (ib. 20).
Lo demás se adivina sin dificultad:
perecerás de hambre y de sed, en un género de vida que no tolera la
mediocridad, y serás un “seglar” bajo el sayal de un ermitaño.7
Capítulo II
El desierto de Juan
Bautista bajo el techo de Cristo
Maestro...
¿dónde vives? Venid y lo veréis (Juan 1, 38-39)
Tu pensamiento
más familiar ha de ser la gratuidad y eternidad de tu vocación, con su cortejo
de gracias. “No sois vosotros los que me habéis elegido a mí, sino Yo el que os
elegí a vosotros” (Juan 15, 16). “Antes de haberte formado yo en el seno
materno, te conocía...” (Jeremías 1,5). “Yavé me llamó desde antes de mí
nacimiento, desde el seno de mi madre me llamó por mi nombre” (Isaías 49,1).
Cf. Gálatas 1, 15 - San Pablo.
Tan verdad lo es de ti como de Jeremías,
Isaías, Juan Bautista, San Pablo. Tu convocatoria al desierto es eterna como
todo lo que te concierne, y trae su origen de una preferencia inexplicable del
amor de Dios para contigo. Por toda la eternidad cantarás el privilegio de
tamaña misericordia del Señor.
Cualesquiera sean las circunstancias y
los motivos personales conscientes que determinaron tu resolución, es el
Espíritu Santo el que te ha traído al desierto, como lo hizo con Jesús (Mateo
4, 1). En realidad, fue el caso del Precursor. Dios te guardaba a la sombra de
su mano (Isaías 49,2), esa mano de padre que te ha modelado, que levanta en tu
derredor un muro defensivo, que te dispensa su gracia, te estrecha en la
ternura de su abrazo. Esa mano te separa y te consagra. Te separa de lo profano
y te consagra al servicio exclusivo de su amor. Te preserva de la cercanía
indiscreta de las criaturas, te defiende contra ti mismo, tan propenso a
tenderles los brazos. Su contacto te vivifica, purifica y caldea. A El sólo
debes todas tus riquezas naturales y sobrenaturales. El desierto del ermitaño
no es un calabozo enloquecedor donde se le somete a completa incomunicación.
Sea tu fe bastante para vivir la realidad de que eres “el niño llevado a la
cadera y acariciado sobre las rodillas. Como consuela una madre a su hijo” Dios
te consuela (Isaías 66,12-13). Entonces “latirá de gozo tu corazón y tus huesos
reverdecerán como la hierba” (ib. 14).
Como el Precursor, tú has sido querido
para Cristo, no sólo en el sentido en que entiende San Pablo que todos los
elegidos han sido predestinados (Efesios 1,4), antes bien para no tener aquí
abajo otra razón de ser que el amor y la glorificación de Jesús. Eres más que
el amigo del Esposo. Tu alma es realmente la Esposa y puedes tomar como propias
las efusiones del epitalamio místico del Cantar de los Cantares: “Yo soy para
mi amado y mi amado es para mí” (6,3).
San Juan no vivió en la intimidad de
Cristo. Más dichoso que él eres tú, que posees la Eucaristía y conoces todas
las maravillas de la gracia.
Puedes con todo derecho esperar recibir
“el beso de la boca”, prometido a quienes lo dejan todo por seguirle, y el
desierto se tornará “en jardín con macizos de balsameras” donde el Amado “se
recrea entre azucenas” (Cantar de los cantares 6 2-3). En este sentido “el más
pequeño en el reino de los cielos es mayor que él” (Mateo 11, 11).
Ten buen cuidado de no quitarle al
Eremitorio su sello de austeridad. Por aquello de que la contemplación es el
ejercicio más excelente de la caridad, viene a veces con 8 fuerza la tentación de poner
en sordina la rudeza de vida de que todos los anacoretas han dado ejemplo. Juan
Bautista, puro como el que más, no le daba al cuerpo sino lo estrictamente
necesario para no morir.
El mundo está necesitado de expiación y
tú mismo no estás sin pecado, ni sin tendencias perversas. Si el Precursor
hubiera asistido a la Pasión, habría ardido en deseos de seguir al Esposo hasta
el martirio. Le fue dada, sí, la gracia de derramar su sangre, pero sin el
resplandor de la cruz que a ti te ilumina. Dichoso tú si el Eremitorio te
cercena hasta el máximo ese confort que tanto hambrea el sentido moderno. El
ahorro de tiempo, la superioridad del rendimiento, la liberación del espíritu,
no son con frecuencia sino coartadas.
El Ermitaño no tiene en absoluto por qué
acompasar el ritmo de su vida a la carrera desbocada de un mundo cuya escala de
valores es la inversa de la suya. ¡Se nutre de eternidad!
En la esfera de lo temporal no tiene
deseos, sólo tiene necesidades; aprenda a no forjárselos. La incomodidad en
todo te debe ser familiar; el “puedo prescindir” ha de regular tus
instalaciones y tus reclamaciones. Más vale que la obediencia sea para ti freno
que no estímulo. El desierto natural se subleva contra toda sensualidad; por
eso son tan pocos sus amadores. Pero los que se han dejado seducir saben por
experiencia que de un cuerpo tratado con dureza, el espíritu emerge en la
pureza y en la luz. Sin ese gusto por las austeridades ¿ cómo serías sucesor de
los mártires?
Ojalá puedas merecer el elogio del
Bautista hecho por Jesús: “Juan era la antorcha que arde y luce” (Juan 5,35) (lucerna
ardens et lucens). Según arde y se consume, el Ermitaño ilumina como la
lámpara del sagrario.
Se consume mediante la pureza que sofoca
los apetitos carnales, se consume por la penitencia, que le lleva a renunciar a
las fuentes de alegría de los hombres. Se consume sobre todo por el amor que es
un fuego. El ardor de esa llama, avivada por el Espíritu Santo ha gastado hasta
el cuerpo de los místicos y liberado el alma de la Santísima Virgen de sus
lazos terrenales. Tu pasión ha de ser Jesucristo y el celo de su gloria en ti y
en los demás.
Quizá obtengas el languidecer tras su
venida y apropiarte el gemido de la Esposa en el Apocalipsis: “¡Ven!” Entonces
se te dirá: “El que tenga sed que venga; el que quiera, que tome gratuitamente
el agua de la vida” (Apocalipsis 22,17). El vacío, la aridez, la austeridad del
desierto activan el paso por la pista que conduce .a la tierra del descanso. En
un instante Juan olvidó las penalidades de los años duros de su preparación,
cuando vio ante sus ojos al “Cordero de Dios”, cuyos caminos el allanaba (Juan
1,23). Entonces su único anhelo fue: “Es necesario que El crezca y que yo
mengue” (Juan 3,30), no sólo en renombre sino aun en su ser espiritual, al
presentir el sublime ideal que formulará San Pablo: “Y ya no vivo yo, es Cristo
quien vive en mí” (Gálatas 2,20). Así acaba por consumirse divinizándose la
pequeña lámpara.
Para ti la venida del Mesías no es un
futuro. Vives bajo el techo de Jesús, cada día te alimentas de su carne, su
vida te anima, su Espíritu te guía y estimula, con El estás muerto y
resucitado. ¿Por qué tu caridad iba a quedar en un poco de rescoldo? La única
explicación de la vida eremítica es ésta: un gran amor requiere la máxima
soledad. Tal será tu programa. En el Cuerpo Místico de Cristo te corresponde
ser el corazón. Si eso no, ¿qué eres tú, que ni tienes obras, ni predicas, ni
administras siquiera los Sacramentos?
Tu vida escondida habla al mundo, mas no
será luz para él sino, precisamente, en cuanto brote de un amor concentrado. El
Precursor fue un testigo sin igual de Jesucristo a quien tenía por misión
señalar: Ecce, “Helo aquí. También tú en la Iglesia y de cara al mundo
eres su testigo; pero lo que en ti habla no es lengua, es tu 9 estado, tú mismo ser. Vives
superiormente la doctrina, el ejemplo de Jesucristo, y el ardor de tu fe en
acto obliga a pensar en la trascendencia de Aquel que la inspira: “Brille así
vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre celestial” (Mateo 5,16). Si, conforme al designio
divino, tu vida reproduce la imagen perfecta del Hijo, por el hecho mismo evoca
el modelo (Romanos 8,29). Haces realidad el dicho de San Pablo: “Llevamos
siempre en nuestros cuerpos los sufrimientos mortales de Jesús, a fin de que
.también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Corintios 4, 10).
Jesús es Dios, y, por tanto, eres el
testigo de Dios que se refleja en ti como en un espejo (2 Corintios 3,18). Por
tu renuncia de las criaturas proclamas su nada frente al ser de Dios. Por tu
sacrificio de los goces que ellas te procuran, pregonas la suficiencia de Dios,
soberana felicidad. Por tu aplicación exclusiva a la oración, publicas su
infinita Majestad y su Soberanía. Y tu testimonio es de tanto mayor alcance
cuanto tu vida está más oculta y silenciosa en la contemplación de esta
sobrecogedora trascendencia de Dios.
Su irradiación sobrepuja infinito el
conocimiento que de ella alcanzan los hombres. Al testimonio no le basta ser
dado, tiene que ser acogido. No es cuestión de reportaje, es cuestión de
gracia. Sólo .Dios abre los ojos a la luz. Por brillante que sea, el ciego no
la percibe. El Verbo venido a este mundo “era la luz de los hombres, y la luz
ha brillado en las tinieblas y las tinieblas no han podido alcanzarla” (Juan
,15). Con oración y sacrificios merecerás a los demás la gracia de ser dóciles
al testimonio. Mucho predicó Jesús; atribuye el fruto de su apostolado a la
oblación muda del Calvario: “Cuando fuere levantado de la tierra, atraeré a
todos a mí” (Juan 12,32).
Eres verdaderamente un precursor que
abre camino. Pero te hace falta una fe que traslada montes para creer en
semejante eficiencia en un contexto vital tan modesto y descarnado.
Juan creyó en su misión; cree tú en la
tuya. No se buscó a sí mismo; nada hizo por dejar su soledad y deslizarse en el
séquito privilegiado de Jesús. Amigo del Esposo como era, se regocijó del
júbilo del Esposo, contentándose él con el terrible aislamiento de las
mazmorras de Maqueronte, de donde no salió más que para el cara a cara de la
eternidad. El que Jesús no le haya llamado al Colegio Apostólico, a la
fundación de la Iglesia, a la dicha de su intimidad, no arguye menos amor. De
ninguno de los Apóstoles hizo panegírico mayor que del que calificó “más que
profeta”. “Oseas aseguró que no ha surgido entre los hijos de mujer uno mayor
que Juan el Bautista” (Mateo 11,9-11). Tenía que ser el modelo alentador de las
almas que renunciarían a todo incluso a la suavidad de los favores divinos,
para que sea glorificado en ellas y por ellas el Dios mismo de toda
consolación. No es poco olvidarse hasta ese extremo y aguantar en el desierto
esa suprema austeridad del silencio de Dios, sin que se cuarteen ni la fe ni la
esperanza.
El Precursor supo comprender la actitud
misteriosa de Jesús respecto de él, y, en la robustez serena de su fe “por
Cristo” –tan distante – “abundaba su consolación” (cf. 2 Corintios 1,5). Su
felicidad no fue otra que la aurora de la salud del mundo (cf. Lucas 2,29-32).
Como no ha recibido ministerio alguno en la nueva economía, se oculta en el
silencio de la contemplación. De hecho, el amigo del Esposo es también la
Esposa, y desde la Visitación no ha salido de la cámara nupcial en que el Verbo
la colma de claridades...
Sea la luz de tu oscuro sendero la
máxima de San Juan de la Cruz: “El amor no consiste en sentir grandes cosas,
sino en tener grande desnudez y padecer por el Amado?’ (Punto de amor, nº 36).10
Capítulo III
El desierto de
Jesús los combates del desierto
El Espíritu le
empuja hacia el desierto. Estuvo en él... tentado por Satanás (Marcos
1)
Cuenta
San Marcos que Jesús al momento de salir del agua, después del bautismo, vio
los cielos abiertos y al Espíritu Santo como una paloma descendiendo sobre él
(1, 10). Y cuando la voz del Padre hubo sonado, “al punto, prosigue el
evangelista, el Espíritu Santo lo empuja al desierto” (v. 12). Advierte la
relación que parece establecer el texto entre la plenitud del Espíritu
posándose sobre Jesús y su apartamiento al desierto. Hay aquí un misterio que
interesa al Ermitaño antes que a nadie.
La palabra que pronuncia el Padre es
palabra de amor: Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco” (Marcos 1, 11).
El Espíritu que se da es el Espíritu de Amor. La retirada al desierto es la
respuesta de Amor a esa palabra, a ese don del Amor. El Hijo de Dios ninguna
necesidad tiene de prepararse al Apostolado. Pero su Humanidad, colmada de
manera singular en aquella hora, suspira por hallarse a solas con su Padre.
Tiene razón Guardini en pensar que el Espíritu “lo saca fuera, a la soledad,
lejos de los suyos, lejos de la multitud que estaba junto al Jordán, al
desierto donde sólo están su Padre y El”. (El Señor 1).
Quizá no has reconocido tan a las claras
el impulso de la gracia conduciéndote al Eremitorio. Es a veces el concurso de
unas circunstancias muy profanas, que más parecían atropellarte que dejarse
dirigir. Alguien que no eras tú, el Espíritu Santo, accionaba los mandos, y
combinaba todas las cosas para traerte aquí. El fue quien te arrojó fuera, a la
soledad”. Una sola es tu respuesta posible: un asentimiento de amor. Únicamente
a ese precio se conquista la perseverancia en el desierto. El Papa Pío XII lo
declaraba: “Ni el miedo, ni el arrepentimiento, ni la prudencia sola son los
que pueblan las soledades de los Monasterios. Es el amor de Dios.”
Poco te costaría fijar con parsimonia
los límites de tus expiaciones; el espíritu moderno no gusta de duelos
interminables. El amor, en cambio, es insaciable y sus propios dones le
enardecen. Estás en tu derecho sí emancipas la mente y el corazón de las
contingencias de la vida del mundo, a fin de poder así aplicar todos tus
resortes internos a las verdades eternas, a “la Verdad soberana, Dios, que es
luz” (Juan 1,5) y “amor” (4.8).
¡Ah! pero no creas con esto entrar en el
descanso. No obstante toda su pureza y santidad, Jesús se impuso una cuaresma
sobrehumana, símbolo elocuente de la lucha que tendrás que reñir para asentar
en ti el predominio tranquilo de todas las virtudes. La emprende de cara con el
demonio y lo derriba, para prevenirte de los combates que te esperan, y
enseñarte los medios de vencerlo. Los muros de tu alma los levantarás con la
llana en una mano y la espada en la otra (Nehemías 4,12). Bastante más sudor y
tiempo del que piensas lleva el pacificar esa alma. Entre la “sinceridad” de
tus esfuerzos y la “verdad” de tus renunciamientos se abre ancho foso; no
tardarás en experimentarlo.11 Ingresas en el desierto no
con la inocencia de Jesús, sino con la corrupción radical de tu naturaleza,
agravada con las torceduras y lesiones que le han infligido tus hábitos y
pecados. Los lazos no los has roto rasgando pergaminos, sino sajando en materia
viva, y los tocones pujantes de tu afectividad no dejarán de echar brotes. A
menudo sentirás la tentación de compadecerte de ti mismo. Sé intransigentemente
fiel a la obediencia y te salvarás.
La Regla bajo la que militas será tu
gran purificadora y pacificadora, aun cuando te parezca un laminador
implacable. Recetará una “dieta” absoluta a tu amor propio bajo todas sus
formas, y restablecerá por grados la jerarquía y la armonía de los valores
naturales y sobrenaturales que llevas en ti. Ese orden asegura la tranquilidad:
es lo que San Agustín llama la paz.
El Eremitorio te la promete, no sin
prevenirte que se trata de una paz armada, y que un fallo en la vigilancia, en
la energía o en la oración puede replantear toda la cuestión. Nuestra paz es
precaria porque llevamos dentro, junto con los enemigos que la amenazan, las
complicidades que comprometen nuestras defensas. Con todo, ya es mucho haber
interpuesto espacio entre tus pasiones y sus objetos. Ármate de valor :
“nuestros actos nos cambian”, escribe el Padre de Montcheuil. Una renuncia que
hoy te parece harto costosa, perderá su virulencia inicial si la aceptas con
generosidad. Conforme vaya creciendo, la caridad te hará amable algún día lo
que en este momento te repugna, cuando la fe árida y trabajosa prevalece aún
sobre un amor vencedor de todo egoísmo.
El demonio no es un mito, y si bien es
excesivo verle en todas las tentaciones, la tradición monástica concuerda en
atribuirle especial encarnizamiento contra los anacoretas. El desierto, por lo
que dice el Evangelio (Mateo 12,43) era tenido por el lugar propio de su
guarida, y el monje en aventurada ofensiva se proponía desalojarlo. San Mateo
establece explícitamente una conexión entre el retiro de Jesús en el desierto y
la tentación: “Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto ‘para’ ser
tentado por el diablo” (4, 1).
Por el conocimiento de tus deslices
habituales, por la experiencia del pasado y lo cuesta arriba de ciertos
sacrificios, podrás llegar a barruntar las luchas que te aguardan. En el
desierto, las hay clásicas, que en una forma u otra difícilmente podrás eludir:
nacen de las propias excelencias del yermo. Resulta a veces agotador el
enfrentamiento con esos monstruos de dentro, invulnerables en su
inconsistencia.
La soledad te pone a cubierto de los
intentos de perversión del mundo. El no ver, no oír, no oler, no tocar.., te
afianza en una zona de seguridad relativa, pero un peligro te acecha: el
replegarte sobre ti mismo, lo cual desarrolla en ti una sensibilidad
excéntrica, cierta exacerbación ficticia de las potencias afectivas e
imaginativas que confiere a las cosas mas nimias una resonancia desmedida, y te
pone en trance de caer en la obsesión. Pruebas interiores se levantan, que
serán niñerías, pero que turban la paz y hacen sufrir mucho.
En la vida activa te encogerías de
hombros, y a otra cosa. En el desierto, esos fantasmas te acosan. Para
purificar tu alma Dios puede echar mano de tu susceptibilidad ante el padecer.
Mas la astucia del demonio sabe sacar partido de ella. Abre el corazón a un
guía perspicaz y te salvarás de escollos que más de uno no sabe esquivar: la
excentricidad, la manía persecutoria, los escrúpulos, la melancolía con todos
sus sobresaltos. Los perpetuos descontentos, los hastiados son las víctimas
imprudentes de la reclusión. Los místicos son su mayor triunfo...
El ayuno que el desierto impone a tus
facultades cuyo juego normal asegura ordinariamente la expansión y la felicidad
de los humanos, produce en ti el triunfo de la primacía de lo espiritual. Sin
embargo, los instintos son indestructibles y nunca 12 lograrás que el corazón y la
carne no se conmuevan. El autor de tu estructura es Dios; no te toca ni
lamentarla ni ponerte a trastornar tan admirable ordenación. El dominio sobre
los instintos es delicado.
Además, la memoria y la imaginación
atizan la desazón de la privación, y el demonio tiene poder directo sobre
nuestras facultades sensibles. No es raro que los más puros sean presa de las
tentaciones menos confesables, o de los ímpetus afectivos más desesperados.
Hay que conformarse humildemente, orar,
mantener paz y confianza. Resistir a estos impulsos es un hermoso acto de fe,
de esperanza, de amor; es asimismo la más austera de las penitencias. Considera
que es un crisol purificador por donde pasaron tantas almas santas; las vidas
de los Padres del desierto te tranquilizarán. El demonio perderá una baza, sí
en vez de perder tú los estribos, reflexionas con calma que eres hombre y no
ángel, y que vas hacia Dios caminando sobre tus dos pies y no volando con alas
de serafín...
La contemplación, el acto más divino, el
ejercicio más perfecto de la caridad, puede dar origen asimismo a las más
sutiles tentaciones, al menos en su grado inicial, cuando tiene más de
adquirida que de infusa. El orgullo no tiene asidero en el místico auténtico:
la actividad intensiva del don de temor lo pulveriza. No es místico quien
quiere. El que, en expresión de San Benito, después de domeñar los vicios de la
carne y el espíritu “con el solo vigor de brazos y manos”, alcanza a rozar al
Invisible, a deleitarse legítimamente en las realidades supraterrenales por las
cuales lo ha dejado todo, a gustar lo bueno que es Yavé (Salmo 33,9): ese tal
puede tropezar en el lazo de la complacencia y de la presunción. El demonio le
susurrará que pertenece a la “aristocracia” del mundo espiritual y le
persuadirá que, rebasando el estadio del aprendizaje, puede lanzarse
desbocadamente, sin control, por la vía de las grandes singularidades
penitenciales, o, al contrario, relajar su rigor y dejar lacias las riendas:
“Si eres Hijo de Dios, tírate abajo” (Mateo 4,6). La respuesta del humilde es
sencilla: No puedo tirarme abajo puesto que no estoy arriba. Por supuesto, hay
que estar bastante adelantado en la perfección para advertirlo. Única salida:
abrirse y obedecer.
Obedecer al propio guía, pero obedecer
al Espíritu Santo, al Espíritu de Jesús que te ha conducido al desierto. Si
eres auténticamente hombre de oración, estás salvado. ¿Qué hizo Jesús
solitario, sin predicar, sin comer ni beber, quizá sin dormir? Contemplaba. Con
toda su alma estaba cara a Dios, sus potencias eximidas de toda otra actividad
se expansionaban en la contemplación. La luz beatífica inundaba su mente, su
voluntad ardía en la caridad del cielo. Los Dones del Espíritu Santo rendían en
El todos sus frutos. Libre de toda ocupación terrestre, Jesús pudo dilatar su
oración hasta una plenitud que ya no superó.
La tuya será más modesta y más
intermitente. Al menos en alas del deseo, trata de unirte a Dios con la mayor
frecuencia e intensidad posible. Suplícale sin descanso que se dé a ti. La
oración mística está en la línea de tu vocación de cristiano y de ermitaño.
Pide esa gracia, pero acepta con apacible humildad que te sea aplazada o
negada. Haz lo que está de tu parte por disponerte al don eventual de Dios.
Por toda la eternidad no harás sino
contemplar. La vocación del monje es escatológica: su intento es vivir
anticipadamente a la manera de los bienaventurados. El desierto, cerrado del
lado de la tierra, sólo tiene vistas al cielo, y la pista por la que caminas
desemboca en Dios. Sé generoso; no serán los ángeles los que te servirán, el
Maestro en persona se ceñirá, te hará sentar a su mesa y te obsequiará (Lucas
12,37).13
Capítulo IV
El desierto de
Magdalena la compunción.
Le son
perdonados sus muchos pecados puesto que amo mucho (Lucas
7,7)
Aceptemos
la tradición que venera a María Magdalena en el desierto de la Sainte Beaume.
El monaquismo la honra como Patrona. Medita los versos que le dedica el
Evangelio y síguela de corazón en su retiro. Su ejemplo te infundirá grandes
ánimos. No eres mejor que ella ni más que ella mereces la misericordia del
Señor. Eso que en sus extravíos la excusaba una ignorancia que no puedes tú
alegar. De común con ella tienes el ser una oveja perdida que el Salvador ha
buscado y traído sobre sus hombros al redil (Lucas 15,4-7).
Y en el desierto ¿qué hizo? Sin duda
expió con dura penitencia. Sobre todo recordaba la luz de la inolvidable mirada
con que Jesús la envolviera. ¿No piensas alguna vez en esa mirada
extraordinaria de Cristo cuyo benéfico poder mencionar a menudo el Evangelio?
“La miró y la amó.”
En tu caso, como en el de Magdalena hay
que invertir los términos: te ama y te mira. El te amó primero (1 Juan 4,10).
Tu deber en el desierto es vivir bajo esa mirada. Dios no aparta sus ojos de
ti. Bueno es no echar en olvido que “ven sus ojos el mundo, y sus párpados
escudriñan a los hijos de los hombres” (Salmo 10,4); que “los ojos de Yavé
están en todas partes observando a los buenos y a los malos” (Proverbios 15,3);
que tus obras están escritas “en su libro” (Salmo 138,16).
No creas que sea una mirada glacial y
terrorífica; Dios sigue siendo Padre en su justicia. Hasta cuando apenas si
pensabas en él y sorbías el pecado como agua, El posaba en ti una mirada de
misericordia: su gracia te penetraba para traerte a penitencia. ¿ Por qué esa
preferencia? “Amé a Jacob más que a Esaú.” ¿Por qué? San Pablo responde: “Tiene
misericordia de quien quiere, y a quien quiere endurece.” Oh hombre! ¿Quién eres
tú para exigir cuentas a Dios?” (Romanos 9, 14, 20).
Magdalena, incansablemente, rumiaba
aquella misericordia incomprensible cuya fascinadora ternura captara en la
pupila de Jesús, en casa de Simón el Fariseo. Creyó ella haber, tomado la
iniciativa de su arriesgada determinación; era la gracia de Cristo la que la
atraía. De lejos la veía en sus perplejidades, como divisaba a Natanael bajo la
higuera, e invisiblemente sugería a su alma los pasos a dar y le infundía la
fuerza de darlos. Fue la voluntad de Jesús la que dobló las rodillas de la
pecadora y quebrantó su corazón. Así hizo contigo. Magdalena pudo entonces
levantar hacia El unos ojos que reflejaban un alma purificada, transfigurada,
abrasada. No podrá ya olvidar la mirada de Jesús que le decía: “Tus pecados te
son perdonados... Tu fe te ha salvado, vete en paz” (Lucas 1,48); ni aquella
otra mirada iluminada con claridades de Bienaventuranzas, con que la abrazaba
cuando sentada a sus pies contemplaba en El al Verbo hecho carne (Lucas 10,39);
ni, en fin, la mirada de noble gratitud con que le pagaba la unción de Betania.
Los ojos de Jesús fueron la lámpara de su gruta provenzal.14 El sentimiento punzante de
sus miserias pasadas suscitaba siempre en ella un asombro renovado ante las
privaciones de que se juzgaba indigna y que sin embargo acogía sin reticencia,
con un corazón arrebatado, tan viva era su fe en el perdón divino.
Si quieres ser feliz en el desierto
tienes que apropiarte esa misma fe. Los hombres no saben perdonar. Tal vez
encuentres siempre Simones para echarte en cara tus faltas, como si, no pocas
veces, su virtud fuese otra cosa que pura fortuna. El hombre pecador se
acuerda, Dios ofendido olvida.
“Aunque vuestros pecados fuesen como la
grana, quedarían blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura
vendrían a ser como la lana blanca” (Isaías 1 ,18). Ha echado “tras de sí”
todos nuestros pecados, y no recobrarán vida en su memoria (Isaías 38,17).
Aplícate estas confesiones divinas: “¿No es Efraín mi hijo predilecto, mi niño
mimado? Porque cuantas veces trato de amenazarle, me enternece su memoria, se
conmueven mis entrañas” (Jeremías 31,20).
La compunción deja de ser auténtica sin
esa confiada y tranquilizadora certeza. Desconfiar del perdón es injuriar .al
corazón paternal de Dios. Si el Ermitaño llora al recordar sus extravíos, que
sean lágrimas de gozo. Dios es más admirable cuando restaura que cuando crea.
En la vida espiritual nada será definitivo, pero tampoco hay nada irreparable..
El P. de Foucauld escribía a L. Massignon: “No, las faltas pasadas no me
espantan... Los hombres no perdonan porque no pueden devolver la inocencia
perdida; Dios perdona porque borra hasta las manchas y devuelve en plenitud la
hermosura primera.”
Sólo el demonio puede insuflar el
desaliento. ¿Por qué razón sus patrañas iban a tener más peso que la palabra de
Dios? “Yo te he formado, tú estás para servirme... Yo he disipado .como nube
tus pecados, como niebla tus iniquidades. Vuelve a mi, que Yo te he rescatado”
(Isaías. 44, 21). “Por mí lo juro, sale de mi boca la verdad, y es irrevocable
mi palabra” (Isaías 45,23).
Aún así, ¿ te interesa expiar? Hazlo más
con el fuego del amor que con la fiereza de las maceraciones. ¿ Crees que
Magdalena fue perdonada a poca costa? Sólo una cosa le pedirá el amor: subir al
Calvario, estarse al pie de la Cruz y contemplar el horrible suplicio del
objeto más sublime de su amor. No se le dejará ni decir una palabra, ni esbozar
un ademán por calmar sus dolores o infundirle ánimo. Para la pecadora, esa
viene a ser la satisfacción más singular y terrible.
Averigua ahora algo que ignoraba
todavía: la atrocidad y malicia de la ofensa hecha a la Majestad del Dios
trascendente. En la perspectiva del Cristo sonriente de Betania, su pecado
tenía proporciones humanas. En el Calvario, de golpe, mide la inmensidad de su
falta al manifestarse en todo su rigor la justicia del Padre, que no perdona ni
a su Hijo único (Romanos 8,32). No puede menos de ver con sus propios ojos lo
que es la reparación de valor infinito de una ofensa, la suya, de malicia
infinita. Antes que San Pablo ella se dice: “Me ha amado y se ha entregado por
mí (Gálatas 2,20). Ve de adivinar la sacudida, el enajenamiento, el quebranto
de aquel corazón enamorado. Conserva en su memoria visual las últimas miradas
de Jesús, tan preñadas de tristeza, de angustia, de pavor, con ciertos
destellos extraños como de desesperación: “Padre, ¿por qué me has desamparado?”
(Mateo 27,46).
Nada le será ahorrado a Magdalena: las
blasfemias, los gritos de odio, las burlas, el ruido de los martillos, los
gemidos del condenado, le despedazan los nervios y el corazón. Desde el centro
mismo de la escena puede contemplar el tormento de cada músculo del Salvador
cuyo cuerpo es todo una llaga, y le es dado reconocer la horrenda eficacia de
sus caídas. Ahora es cuando descubre lo que son realmente para Dios el orgullo,
la lujuria, los amores ilícitos, el egoísmo. Aquí el pecado es 15
despojado
de las circunstancias concretas que le dan su hechicero encanto. Cuando Jesús
pronunció el “tengo sed”, no se le consintió a Magdalena como tampoco a la
Virgen, que le ofrecieran el menor alivio.
¡Horas dramáticas! ¡Crisol justiciero
para aquella amante de Jesús! Fue el castigo de sus pecados, la más atroz
satisfacción. Tenía aquel corazón que ser estrujado en el lagar del Gólgota
hasta la última gota de sus deleites pecaminosos.
Su único consuelo fue aquella postrera
mirada de Jesús, vuelto hacia su Madre para decirle: “Mujer, he ahí a tu hijo”
(Juan 19,26). Pero ¡qué mirada. En el fondo de esos ojos velados por lágrimas,
sudor y sangre! Ya la muerte proyectaba en ellos su sombra. Magdalena se
preguntaba cómo podían ser aquéllos los ojos de Betania...
Así fue la compasión de Santa María
Magdalena, el acto final del perdón divino, satisfacción más cumplida, en un
instante, que toda una vida de ayunos, vigilias, flagelaciones. Lo probable es
que en su desierto de Provenza no pasó un solo día sin revivir las horas
cumbres de la Humanidad, que fueron su propio Calvario.
Deja que tu amor de Ermitaño medite la
Pasión de Jesús desde el ángulo que te concierne a ti, como lo hicieron
Magdalena, Pablo y tantos otros santos. Pascal se queda corto cuando le hace
decir a Jesús: “Por ti derramé tal gota de mi sangre.” Es todo. la sangre la
que ha sido vertida por cada uno de nosotros. Tal vez encuentres sabor especial
en salmodiar cada una de las Horas Canónicas, unido a Cristo en este o aquel
momento de su martirio, en pasar todos los días un rato en el Calvario, aunque
sólo sea mediante la evocación explícita del sacrificio cruento del Redentor al
asistir a Misa.
Lamentas ser de pedernal cuando
recuerdas tus faltas. Es probable que la metafísica del arrepentimiento te
afecte medianamente. Si llegas a enamorarte apasionadamente de Jesús ninguno de
sus tormentos te dejará indiferente, insensible, y la convicción de la parte
que en ellos te corresponde, te hundirá en el corazón el dardo del pesar y de
la detestación. Cuando realices el análisis de tus sentimientos no lo hagas con
sutilezas. La contrición genuina no puede abolir cierta complacencia animal de
la naturaleza, cierto encanto refinado al recordar el placer gustado. Duélete
de la ofensa inferida a Dios, si no consigues detestar sensiblemente la
voluptuosidad que te embargó. Más claro que tú ve el Señor en los oscuros
repliegues de tu alma; deja en sus manos el juicio. ¡Dichoso Pedro cuyas
lágrimas cavaron barrancos en las mejillas! Es cuestión de gracia. Se requiere
tiempo para bajar tan hondo en la propia miseria; no se conoce la malicia del
pecado sino expiándolo.
Empieza por amar; el amor engendra la
compasión y de la compasión nace la penitencia.
El corazón del Ermitaño debe estallar o
ablandarse en la cercanía de Dios, so pena de no abrirse a las llamadas del
Amado que desea tenerlo como comensal: “He aquí que estoy a la puerta y llamo;
si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él
conmigo” (Apocalipsis 3,20).
Hay que estar limpio. Ejercítate en esa
delicadeza de conciencia que no es escrúpulo sino sentido del pecado. Es fruto
del espíritu de adoración y del don de temor. Si en alguna parte se ha
encomendado la confesión diaria es en el yermo.
La compunción se ha de iluminar siempre
con las claridades de la gloria; de lo contrario, se hunde en la desesperación.
Mejor que nadie lo sabía Magdalena, que vio la primera al Señor en la mañana de
Pascua. Sin echar en olvido un punto de las angustias del Gólgota, tampoco dejó
en su desierto de oír el acento personalísimo de la voz de Jesús llamándola por
su nombre familiar: “¡Myriam!”. En ese momento volvió a descubrir la mirada de
Betania irradiando una majestad glorificada que a 16 su vez le aseguraba a ella
la dicha futura. Desde ese día, Magdalena vivió la vida de resucitada, tal como
la iba a definir San Pablo. A ejemplo suyo, los anacoretas han fijado su sala
de espera más allá de este mundo, y se ingenian por vivir como si hubiesen
traspuesto ya el umbral de la eternidad.
“Para nosotros, escribe el Apóstol,
nuestra patria está en los cielos, de donde esperamos ardientemente al
Salvador, al Señor Jesucristo. El transformará nuestro miserable cuerpo
haciéndolo conforme a su cuerpo de gloria en virtud de la fuerza eficaz que
posee de someter a sí todas las cosas” (Filipenses 3,20-21).
La conciencia del pecado debe hacer
rebotar el alma hacia esas alturas. La historia de nuestra desgracia personal
no termina con la confesión, por humilde que sea. Se continúa en su redención y
culmina en la gloria. En el texto de la Epístola a los Filipenses San Pablo,
una vez más, nos invita a la santidad, a partir del hecho de la Resurrección
corporal de Cristo que confirma nuestra resurrección espiritual. Bien muerta al
pecado estaba Magdalena y su corazón volaba en pos de su tesoro: Jesucristo en
su triunfo.
El Ermitaño ve que su destino de gracia
ilumina su soledad, pero con la condición de mantener hasta el último aliento
la voluntad de no pedir a la tierra nada, de entender a la letra la consigna
del Apóstol: “Si, pues, resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba,
donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba,
no en las de la tierra. Porque estáis muertos y vuestra vida está escondida con
Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, entonces
también vosotros apareceréis con él llenos de gloria” (Colosenses. 3,1-4).
Colmado como has sido por Dios, esmérate
por ser la alegría de su corazón. Sé, en el desierto del mundo, un fruto
suculento de su gracia. Como uvas en el desierto hallé Yo a Israel (Oseas 9,10).17
Capítulo V
El desierto de san
Pablo el descubrimiento de Cristo.
Pues para mí el
vivir es Cristo... (Filipenses 1,21)
Se
habla poco de la marcha de San Pablo al desierto a raíz de su conversión. El
mismo nos la da a conocer incidentalmente: Cuando plugo al que
me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, revelar en mí a
su Hijo para que lo anunciase a los Gentiles, al momento no consulté más con
carne y sangre, ni subí a Jerusalén a los que eran Apóstoles antes que yo, sino
que marché a Arabia (Gálatas 1,15-17).
Bajo la expresión “sin consultar carne y
sangre se deja adivinar lo fiero de la decisión: el soltar las amarras, el
afrontar lo desconocido. Pablo no discute, obra; igual que en el camino de
Damasco. En las manos de Dios, el recién convertido es el hombre del servicio
hasta la esclavitud, y la perspectiva de un sacrificio, así sea el de la vida,
jamás le ha retenido o retardado en la obediencia. A él, como a Jesús, es el
Espíritu Santo el que le arroja fuera, y le empuja a la soledad.
¿Acaso tu rompimiento es mayor que el
del Apóstol? No se te pide que reniegues de tu pasado religioso, de tu pueblo,
de tus amistades, para afiliarte a una secta de la que eras el perseguidor, si
bien por motivos nobles. Sin embargo, todos tenemos nuestro “Isaac” muy querido
que inmolar... No remolonees. Vienes al Yermo tan rico espiritualmente como
Pablo. El iba hondamente afectado. La costumbre lima las aristas de la vida
cristiana. ¿Por qué Jesucristo, el amigo de tu alma desde la infancia, te es
tan indiferente? Suplica a Dios te lleve a un camino de Damasco donde el
encuentro con Jesús te derribe y te haga para siempre su prisionero. Prisionero
de corazón, y, por lo mismo, prisionero del desierto.
No está en tu poder el recibir un choque
tan llamativo. Una sola palabra ha encadenado al Apóstol irrevocablemente: “Yo
soy Jesús a quien tú persigues.” Pablo huye al desierto con esa revelación.
Necesita estar solo para escudriñaría, exprimir de ella toda la luz y todo el
amor. Se propone hacer rendir todo su contenido vital a ese primer toque. “Por
la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia no ha sido estéril en mí” (1
Corintios 15, 10). Con la fogosidad de su juventud, la violencia del
temperamento y el fuego de la caridad que le abrasa, Pablo debió ser un
terrible anacoreta. Talla tenía para haberlo sido toda su vida, mas su vocación
era otra. Las austeridades del apostolado sobrepasarán con creces las
maceraciones del desierto (2 Corintios 11). Por severo que sea tu tenor de vida
jamás sufrirás por Cristo la larga pasión del Apóstol (Cf. 2 Corintios 6).
En su misterioso desierto ¿en qué puede
San Pablo ser modelo tuyo? En esto: que se retiró a él con Jesús. Jesús luz,
Jesús caridad. Esa ha de ser toda tu contemplación, toda tu ocupación. Destinado
como le tiene para vastas empresas, Dios activa la revelación con su Apóstol.
Tú, en cambio, tienes toda una vida para estudiar las dimensiones
inconmensurables de la persona, de la misión y enseñanzas del Verbo Encarnado.
Con la Biblia, libro por excelencia del Ermitaño, en las manos, estás en
posesión de cuanto Dios tiene dicho a los hombres desde el principio del 18 mundo. Los escritores
sagrados: Profetas, Apóstoles, Evangelistas, el mismo San Pablo, ponen a
disposición tuya la luz que les ha inspirado, y que sigue alumbrando a la
Iglesia. El Verbo de Dios se ha hecho “Escritura” antes de hacerse “Carne” y
“Pan”. Ahí tienes tu Maná en sus tres formas. ¿Y morirías de hambre?
El centro, la cúspide de toda esa
revelación es Jesucristo. Pablo se retira a la soledad para meditar y saborear
el extraordinario designio de Dios respecto de nosotros, “el misterio escondido
desde siglos y generaciones”, y que acaba de serle manifestado: “Cristo entre
vosotros” (los gentiles) (Colosenses 1,26-27). Durante esos dos o tres años de
anacoretismo se despliega ante la mirada atónita de su alma la prodigiosa
historia del amor de Dios para con su criatura, historia que para él se cifra
toda en el Cristo que lo ha deslumbrado (Gálatas 1,17).
Ese mismo ha de ser el tema de tus
habituales reflexiones: el designio eterno de Dios, que se realiza en ti en el
tiempo de tu existencia. El Ermitaño no abriga otra ambición que la de cooperar
en él con entera buena voluntad.
Dichoso tú si la luz brota del corazón.
Jesús quiso mostrarse primero a Saulo en el esplendor de su carne glorificada,
en la que no faltaría el detalle conmovedor de las cicatrices de la Pasión,
para hacerle comprender más a lo vivo aquellas sencillas palabras: “¿Por qué me
persigues?” (Hechos 9,4). Desde ese día Pablo ama a Jesús con una pasión casi
salvaje: “El amor de Cristo nos apremia” (2 Corintios 5,14). “Si alguno no ama
al Señor, sea anatema” (1 Corintios 16, 22). “¿Quién nos separará del amor de
Cristo?” (Romanos, 8,35).
Lee y relee el Evangelio a fin de que la
persona de Cristo cobre vida y relieve a tus ojos. Es preciso que su Humanidad
se te haga familiar y que su encanto te conmueva y cautive como cautivó a
cuantos tuvieron la dicha de conocerle. Los misterios de su vida terrestre son
la versión en lengua inteligible para nosotros de las divinas perfecciones que
nos incumbe imitar. Sin Él nos traería de cabeza esta consigna “Sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5,48).
En el desierto comprendió Pablo que esa
perfección se nos da a conocer en Jesucristo, la fiel “imagen de Dios invisible
(Colosenses. 1, 15). Después, descubre en la enigmática expresión del camino de
Damasco, la deslumbradora maravilla de nuestra unión con Cristo, prefacio, a su
vez, de la revelación subsiguiente del plan de Dios sobre el hombre; no
hallamos gracia ante Dios sino en su Hijo Único, y en la medida exacta en que
le pertenecemos y semejamos: “Nos ha escogido en El desde antes de la creación
del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el amor,
predestinándonos a ser hijos suyos por medio de Jesucristo” (Efesios 1, 4-5).
Más adelante precisa los lazos íntimos
que nos ligan al Verbo Encarnado, Cabeza del Cuerpo Místico cuyos miembros
hemos venido a ser, Pablo, y nosotros por el Bautismo (1 Corintios 12,13-27),
vivificados por su Espíritu, viviendo de su vida hasta poder y deber en cierto
sentido identificamos con El; “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”
(Gálatas 2, 20).
Ahora le parece haber saltado a otro
mundo, el mundo venidero; cree que, muerto al pecado, resucitado con Cristo,
tiene que vivir la vida escatológica que llenará de entusiasmo a los primeros
cristianos y a generaciones de ascetas:Para nosotros nuestra patria
está en los cielos (Filipenses 3, 20) Sois ciudadanos de los santos (Efesios
2,19).Si, pues,
resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo… Porque
estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Colosenses
3,1-3).19 La
única aspiración de Pablo es configurarse con Cristo. El Espíritu Santo enfoca
su atención especial sobre el misterio de la Cruz que le ha merecido a él como
a nosotros esa vocación.
Su programa es el mismísimo del
Ermitaño: “Sí ahora vivo en carne, viva por la fe en Dios y en Cristo que me
amo y se entregó por mi” (Gálatas 2, 20).
Nadie ha penetrado más a fondo el
sentido de 1a Cruz. A la luz del misterio, el ex fariseo, tan versado en la
ciencias de las Escrituras, se percata de que ignoraba la clave de las mismas,
y ahora les descubre un sentido nuevo, el único auténtico. Vuelve a leer la
Biblia, es una inundación de claridad. Descifra el Pentateuco a la luz del
Sacerdocio de Cristo, y, al reflexionar sobre sí mismo y recordar sus pecados y
su incorporación a Cristo arde en deseos de “llevar en su cuerpo las marcas de
Jesús” (Gálatas 6,17), de “castigar su cuerpo y esclavizarlo” (1 Corintios
9,27), “estar crucificado con Cristo” (Gálatas 2,19) y “no gloriarse sino en la
cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Gálatas 6,14).
Desasido hasta en su fibras más hondas
de todo cuanto no es divino y que él mira como cosa despreciable (ut
stercora) (Filipenses 3,8); verdugo de su carne, lucha, pero “no como quien
azota el aire” (1 Corintios 9,26); escrutador celosísimo de las Escrituras
(Filipenses 3,5); levantado a la cima de la contemplación (2 Corintios 12,2);
místico enamorado que suspira por ir a unirse con Cristo (Filipenses 1 ,23) ése
era San Pablo, la figura gigante del anacoretismo.
Posiblemente el desierto lo hubiera
retenido si Dios no le hubiese explícitamente llamado al apostolado, dándole,
por revelación, “el conocimiento del misterio de la salud en Cristo” (Efesios
3,3), y encomendándole la misión de anunciado (ib 8-9). El Espíritu a su vez le
infunde un aumento de caridad para con las almas que deben integrarse en el
Cuerpo Místico de Cristo. Y deja la soledad espoleado por la ambición cósmica
de “recapitular en Cristo todas las cosas” (Efesios 1, 10) acuñada en la
divisa: “Es preciso que El reine” (1 Corintios 15,25).
Llamado al yermo para vida y para
muerte, no tienes que recorrer el mundo, ni siquiera en imaginación, para
anunciar el Evangelio. Haz lo que hizo Pablo en el desierto. Es para ti más que
un modelo, es tu guía, tu padre espiritual. Lee una y otra vez sus Epístolas.
Te ayudarán a hacer el inventario de la “soberana riqueza de la gracia de Dios,
por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2,7), ya que a él,
Pablo, le ha sido encomendado “poner en claro la dispensación de la insondable
riqueza de Cristo” (Efesios 3,8-9).
Lo que escasea en ti, sin duda, es el
ardor en la caridad de Cristo. Reconoce la endeblez de tu generosidad. Y, sin
embargo, la única posibilidad que tienes de perseverar en un desierto que no te
brinda ningún interés humano y se arma hasta los dientes con inclemencias
agotadoras, es adherirte a Jesucristo. El Apóstol te dice: “en todas esas cosas
triunfamos por el que nos amó” (Romanos 8,37). No se ama al desierto por sí
mismo; pronto se encarga de desmoralizar con su “cotidianeidad”. Su gran valor
espiritual consiste en desanudar las ligaduras que enredan nuestro corazón, e
impulsar nuestros deseos más allá que él y más arriba: hacia Dios. Con lazos
nuevos nos vincula a Cristo, único compañero de nuestro viaje.
El Eremitorio no es morada estable.
Vivimos en él bajo la tienda de campaña del mundo para realizar en el mínimo de
tiempo y el máximo de eficacia la mutación de fondo: despojarnos del hombre
viejo y revestirnos del hombre nuevo (Efesios 4,22-24), esto es, Jesús (Romanos
13,14).
Si al entrar en soledad traes otras
esperanzas, te equivocas de camino y no tardarás en comprobarlo. Saulo se
ofreció al Señor cual página en blanco, cual 20 instrumento nuevos Su vida
no ha tomado el curso que él previera, más en nada le pesó, ni de lejos.
A ejemplo suyo y por idéntico motivo,
nada te tiene que amedrentar. “Sé a quién me confié y estoy seguro de su poder
para guardar mi depósito hasta aquel día, el de la muerte” (2 Timoteo 1,12).
Nada importa que seas débil. Gloriarse
de ser fuerte en los combates del Señor, lo puede sólo quien se apoya en
Jesucristo con todo su peso. “En El, sí, lo puedo todo” (Filipenses 4.13).Ojalá
puedas en la hora postrera pronunciar como tuyo y con total sinceridad y verdad
el juicio de San Pablo sobre su vida:He combatido el buen
combate, He terminado la carrera. He guardado la fe. Y ahora, he aquí que me
está reservado la corona de justicia que me dará el Señor aquel día, el Justo
Juez, y no sólo a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su
parusía (2 Timoteo 4,7).21
Capítulo VI
El desierto de la
noche el crisol del desierto.
Las tinieblas no
son densas para ti, y la noche luciría como el día (Salmo
138,12)
Para
el Eremita la noche es el momento de la máxima cercanía de Dios. La noche da
realce al desierto desmaterializando las cosas. Colores y contornos se
desdibujan y todo se disuelve en una capa uniforme de sombra azulada en que se
pierde la mirada. El ritmo del tiempo parece estar en suspenso; la inmovilidad
ha relevado a la sucesión y trae el presentimiento de que la eternidad está a
la puerta Duerme la tierra es el silencio “mayor”. El firmamento atrae la vista
del que vela hacia “los astros que brillan en sus atalayas… Lucen alegres en
honor de quien lo hizo” (Baruc 3,34-35).
En el umbral de su celda, pronto a
responder a la campana de Maitines, el solitario escucha al Salmista: “Los
cielos pregonan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus
manos” (Salmo 18, 1):
Es como si Dios lo estrechara por doquier,
cual sí descansara en su regazo. Podría decir lo que el piloto americano:
‘Saqué la mano fuera y toqué el rostro de Dios.” La noche te será más querida
que el día, como más de Dios, ya que en ella no puedes hacer otra cosa que
orar, y tus sentidos, liberados de la obsesión del detalle, dejan tu alma más
disponible para la unión con Dios. Es la hora que prefería Jesús para sus
coloquios con su Padre (Lucas 6,12), y la que han preferido los grandes
espirituales: Me levanto a media noche para darte gracias por
tus justos juicios (Salmo 118,62).De noche me acuerdo de tu nombre, ¡oh Yavé! (ib.
55).“Deséate mi alma por
la noche, y mi espíritu te busca dentro de mí (Isaías
26,9).Dios se complace en
colmar los corazones atentos; la oscuridad protege contra testigos indiscretos.
El Esposo llega de improviso en plenas tinieblas (Mateo
25,6). Ábreme, hermana
mía, amiga mía (Cantar de los cantares 5,2).
Si tienes el corazón limpio y el
espíritu vigilante, para ti la noche brillará como el día, como el relicario precioso
de los grandes memoriales de las Gesta Dei en la Humanidad. Exenta de
formas creadas, se llena de reminiscencias que le confieren una solemnidad
impresionante: la creación de la luz el primer día, y la de los luminares que
seguimos admirando tales como salieron de las manos del Creador: la luna, las
estrellas. Amparado en la noche, Dios habla con Abrahán para prometerle una
posteridad de la que nacerá el Salvador, y esa palabra alcanza en nosotros sus
frutos. De noche se encarnaría el Verbo en María mientras oraba. “Un profundo
silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de la media noche, tu
palabra omnipotente, de los cielos, de tu trono real... se lanzó en medio de la
tierra (Sabiduría 18,14-15). De noche nacerá. La liberación de los Hebreos de
la opresión de Egipto, 22 tipo
de nuestra liberación espiritual, fue de noche, y Dios quiso que se conmemorara
por siempre (Éxodo 12,42). La Iglesia lo hace en la Vigilia Pascual. Jesús
sufrió su agonía y fue detenido en la noche del Jueves al Viernes Santo, y, si
murió a media tarde, una noche milagrosa envolvió el Calvario durante las tres
horas del drama, para que nada viniera a distraer nuestra atención del
sacrificio que nos salva. Y no olvides la más augusta de todas las noches, la
que vio a Cristo saliendo vivo y glorioso del sepulcro.
Al Ermitaño le es dado escuchar cada
noche esas voces del silencio y recibir la gracia siempre operante de tales
misterios. En sus grandes líneas, la Sagrada Escritura le describe el caminar
del amor de Dios hacia el anacoreta envuelto en la sombra amiga. El P. de
Foucauld, en el Sahara, bendecía sus insomnios porque le permitían esas
contemplaciones: «Las dos de la madrugada. ¡Qué bueno sois, Dios mío, por
haberme despertado! Más de seis horas aún para no hacer otra cosa que
contemplaros, estarme a vuestros pies y no deciros sino esto: os amo!”
Evoca estos ejemplos al dirigir tus
pasos a la iglesia del Eremitorio cruzando las tinieblas, hacia Aquel que es el
centro de toda la Historia y que te aguarda en el Sagrario. Nunca te pese dejar
tu celda para ir a la iglesia. El Ermitaño de Tamanrasset tiene razón: “Estar
solo en la celda y entretenerme con Vos en el silencio de la noche, es dulce,
Señor mío, y estáis en ella como Dios, así como con vuestra gracias Y con todo,
quedarme en la celda pudiendo estar delante del Santísimo Sacramento, es obrar
como si María, cuando estabais en Betania, os dejase solo… para ir a pensar en
Vos, a Solas en su habitación.”
La obediencia escoge por ti,
alégrate de su elección. Sumido en las tinieblas está el mundo y
sólo hay una antorcha: Jesucristo. “Yo soy la luz del mundo.” (Juan 8,12). Es
también la tuya: “El Verbo es la luz verdadera que alumbra a todo hombre” (Juan
1, 11). Pocos son los adoradores nocturnos. Era la hora preferida de Jesús, la
tuya. El “subía al monte a solas para orar” (Mateo 14,23). Hoy ya no tiene que
estar solo...
Mas la noche tiene también sus terrores;
puede resultar un crisol. El desierto aprisiona al explorador. El Ermitaño lo
lleva dentro. Así igualmente la noche: está en ti, a manera de fermento para
remover toda la masa de tu alma. No conoces a Jesucristo sino por la fe. Pero
la fe es para tu espíritu tinieblas no menos que luz. . Esto te la hará más
dolorosa en el Eremitorio, donde no podrás vivir sino de fe desnuda, sin cosa
que te distraiga de las pruebas que te impone, ni te ayude a pasar el tiempo de
los silencios de Dios.
Tu vida se desliza, la mayor parte del
tiempo, bañada en esa “oscura claridad que cae de las estrellas”, siendo así
que estás hecho para la plena luz del día. Nada te importaría desdeñar la
tierra y sus alegrías; si Dios dejara traslucir su gloria, o pulsara
deleitosamente las fibras de tu almas Aun suponiendo que se te conceda algún
contento sabroso, sólo será de paso. Dios quiere ser creído bajo palabra, sin
fianza ni contraprueba, y tu postura ante el mundo es la de testigo de la fe.
La tuya debe estar pura de toda aleación, sin más punto de apoyo que la
afirmación de Dios mismo. No tendrás aquí el aliciente de las grandes manifestaciones
de la piedad, ni el sostén de la predicación dada o recibida, si el estímulo de
la dirección de almas. El bien que hagas lo ignorarás totalmente. Las gracias
de Dios, aun las más selectas, vendrán tal vez despojadas de todo carácter
experimental, y te verás reducido a “querer creer”, a caminar a tientas, entre
gemidos, sin comprender más nada.
“Cuando canto la dicha del cielo, la
eterna posesión de Dios – escribe Santa Teresita del Niño Jesús – no siento la
menor alegría pues canto sencillamente lo que quiero creer.”23 Has de portarte como sí la
luz guiara tus pasos, profundizar tu fe, no compulsando libros sino
sometiéndote con humildad a esa sustracción de luces y poniendo hasta los
últimos detalles de tu vida toda bajo el imperio de la fe.
Nadie podrá echarte una mano vigorosa si
no es Dios; Dios se esconde. No lo habrás percibido, pero nunca habrá sido tan
estrecha tu adhesión a la soberana Verdad, ni tan valiosa tu oblación. Ni habrá
estado Dios nunca más cercano: “Yavé ha dicho que habitaría en la nube oscura”
(1 Reyes 8,12).
Esa “noche oscura” tan martirizadora
será cabalmente tu iluminación; conocerás a Dios con su propio conocimiento,
sabrás de Él, no lo que la criatura llega a balbucir, sino lo que El mismo sabe
de sí y lo que le place revelar. De todas formas, si Dios te arroja a ese
crisol terrible, padecerás la cosa más tremenda que cabe para un Ermitaño, que
cree desplomarse bajo las ruinas de su ensueño.
Como Job, tendrás prisa porque despunte,
el día (17,12). En poco tiempo habrás hecho más actos heroicos de fe que otros
en una larga vida.
Eso en el caso de que abrigues la
esperanza de ese alborear próximo, pues la esperanza se enraíza en la fe
vivirás sin sentirla. También de ella eres testigo, y de ningún sitio la debes
sacar más, que de la promesa divina, no, en absoluto, de la seguridad de tus
méritos o de una vida buena. Tienes que llevar cincelada hasta en tu carne la
convicción de la gratitud del don de Dios. En el lagar de la tentación
exprimirás hasta la última gota de esa confianza en ti mismo de que estás
lleno. Dios permitirá por algún tiempo que no vislumbres ya el fin de esa noche
horrorosa y creas, hagas lo que hagas, que estás destinado a las tinieblas
eternas.
No es seguro que llegues ahí. Todo
depende del grado de santidad al que te llama Dios, pero ¡está tan dentro de la
línea de una vida escatológica ser purificado a fondo en ese Purgatorio
anticipado!
Invisible, en la sombra, el Espíritu
Santo te sostendrá, y tu alma angustiada no dejará de esperar contra toda
esperanza, invenciblemente convencida de la fidelidad de Dios, en virtud de la
cual, en este mismo destierro te ha “desposado” (Oseas 2,22). “Yavé lo ha
jurado, no se desdecirá” (Salmo 109.4). La infidelidad tuya no acarrea la de
Dios. Cuando vuelves a El arrepentido, le encuentras esperándote con todos los
bienes que tenía pensado otorgarte. “Ea, pronto, sacad el vestido más rico y
ponédselo, y un anillo a su mano y sandalias a sus pies” (Lucas 15, 22).
Todo eso lo sabes de muy atrás; en este
momento de prueba, el Corazón del Padre, abierto a todos te parece cerrado para
ti. Pese a todo tu alma “espera a Yavé” (Salmo 32,20). En tu desolación no
cesarás de repetir: “En ti todo el día espero a causa de tu bondad, Yavé.
Acuérdate de tu ternura, Yavé, de tu amor, pues son eternos” (Salmo 24, 5-6).
Pensarás que lo dices con la punta de los labios, por cumplimiento, cuando
antes te arrancarían la piel que hacerte dudar de la palabra de Dios. Pero la
noche nos oculta el horizonte de luz. Seguirás tu camino, con tu mano temblorosa
cogida de la de tu Padre del cielo. “Le así, ya no le soltaré” (Cantar de los
cantares 3,4).
¡Oh! qué difícil es creer en el amor de
Dios cuando el cielo parece acerrojado, y te abruma el sentí miento de que nada
debes esperar de él. Lo has dejado todo con el fin de vivir en la intimidad de
Dios. Dios finge no dignarse dirigirte una mirada; y se te hace tan lejano que
dudas de si te amará Aquel que, a despecho de todo, es tu único amor. Nada
oprime tanto como un amor ignorado o desdeñado. Con el corazón lacerado te
quejarás al Señor de haberte engañado al prometerte su intimidad, y te trata
peor que un esclavo. Se te haría inconsolable esa frialdad de Dios si no
supieras que Él te ha amado primero. De lo contrario, te será indiferente (1
Juan 4, 10).24 Lo
que Él quiere es que le ames como merece serlo: por sí mismo, por su amabilidad
trascendente, y no en primer lugar por su bondad para contigo. Deberías amarlo
aunque nada te reportase, porque es el Bien sustancial. Sé ante los hombres
testigo de que es digno ser amado de esa manera desinteresada.
El desierto con su aridez, la noche con
su anonadamiento de las formas, hablan menos de la munificencia de Dios que de
su trascendente perfección. No basta que lo sepas por la metafísica. Debes
experimentaría y ofrendar al Amor ese homenaje gratuito. Si la prueba durase
demasiado podrías periclitar. La humildad te salvará. Acepta el no saborear el
Amor de Dios, por lo mucho que has gustado el de la criatura, y el andar en las
tinieblas sin siquiera sentir la mano paternal que te lleva sin tú saberlo.
Guíate por su voz; no cesa de resonar en la Escritura: “Dios es amor; el que
permanece en el amor, en Dios permanece y Dios permanece en él” (1 Juan 4,16).
Ejecuta todo lo que manda el amor.
Podrás, como Job, discutir: “Puede matarme; sólo me queda la esperanza de
defender ante El mi conducta” (Job 13,15).
Y sobre todo, tente por indigno del
menor favor de Dios: “Padre, no merezco que me llames hijo trátame como a un
jornalero” (Lucas 15,19). Entonces no te sentirás chasqueado si te toca avanzar
por la vía común.No vuelvas atrás. No lo achaques ni al medio ambiente ni al
marco de la vida: la noche está en ti, y obedece a Dios.
Podrá ser estéril para los hombres, cuya
actividad suspende; es siempre fecunda en las manos del Creador. Antes que la
luz eran las tinieblas; de ellas hizo Dios brotar la claridad del día. “Cuando
es hermoso creer en la luz es de noche”, dice Platón. El Señor espera de ti esa
fe, no te zafes. Aquel que te ama se oculta en esa oscuridad y te da cita en
su misterio. Alzad vuestras manos al Santuario y bendecid a
Yavé, por la noche (Salmo 133, 3).25
SEGUNDA PARTE
La montaña
Eres tú magnífico en las alturas, ¡oh
Yavé! (Salmo 92,4)
No carece de razón el
que el Eremitorio se oculte casi siempre en algún repliegue de montaña. Será
que es más fácil hallar en él un desierto menos accesible a los hombres para
vivir escondido. Mas ese paraje tiene también en la historia religiosa del
mundo una significación divina. Es uno de los lugares privilegiados de los
encuentros de Dios y debes conservarle ese sabor místico.
La montaña virgen y solitaria es una
marco digno para las grandes comunicaciones del Señor. Tiene de común con el
desierto las exigencias de desnudez. Pero es además un signo en el espacio de
la elevación del alma por encima del hormigueo de los negocios terrenales, de
los pecados y placeres de los hombres.
Es un empuje soberbio de la tierra hacia
la pureza del cielo. Cuantos la escalan experimentan y refieren esa sensación
tónica de una especie de virginidad ambiental que filtra la pobre naturaleza
humana eliminando la fiebre de las pasiones malas.
Sus cimas invioladas hablan de Dios
“magnífico en las alturas”. Los mismos anacoretas paganos han cedido al
atractivo de la montaña, como sí sus cumbres intactas fueran el trono de su
gloria. Déjate prender en ese hechizo espiritual; no es ilusorio. El
Eremitorio tendrá para ti las gracias de esos montes benditos, escogidos por el
Señor para hablar al corazón de los hombres.26
Capítulo I
El monte Sinaí la
transcendencia de Dios.
Que se sepa de
oriente que todo es nada fuera de mí (Isaías 45,6)
El
Sinaí es el monte de la Trascendencia de Dios, el carácter divino más
desconocido del que el Ermitaño debe ante todo ser testigo de cara al mundo.
Recién llegado al desierto, no te duela aún la carencia del sentido de la
trascendencia de Dios. Pronto, al amparo de la soledad, descubrirás en ti el
resabio de esa tara contemporánea. El descubrimiento te afligirá, tal vez te
espante. El temor de Dios se hace raro. Se peca sin pudor y sin gran pesar. En
la misma penitencia diríase que el sacramento desvaloriza la virtud ¡Cuesta tan
poco alcanzar el perdón!
Examina lealmente cómo reaccionas en tus
adentros ante las Verdades Eternas, y sabrás dónde vas de esa asignatura. El
pecado original, la muerte, el infierno, la Cruz, suenan a cosa antipática, a
antigualla. El servicio del prójimo atrae más que el de Dios, y su salvación se
enfoca más como beneficio para el hombre que como el triunfo de la gloria de
Dios. Incluso la unión con Dios nos tienta más como el coronamiento de nuestra
personalidad que como respuesta desinteresada a su llamada. Hemos perdido el sentido
de Dios a cambio de un sentido erróneo del hombre, el cual se planta delante
del Ser divino, no como una “nada”, sino como un Don “Alguien”, muy digno de
que Dios le tenga en cuenta. Extraño seria que esa atmósfera no te haya
contaminado. Es una óptica ésa, antagónica de la del monje. Vas a tener que
revisar eso.
A todos los amantes de la Sagrada
Escritura ha impresionado la insistencia celosa, a veces machacona en las
expresiones y los hechos, con que Dios reivindica su trascendencia y subraya el
abismo infinito que separa su Ser y sus perfecciones, del ser creado. No fue
por juego de niños ni para impresionar a mentalidades primitivas, por lo que se
manifestó en el Sinaí con el aparato de una teofanía que no dejaría de
apabullamos en pleno siglo XX.
Acude sin descanso a la Biblia para
descubrir en ella a Dios tal como se revela a sí mismo. No opongas el Dios de
Amor del Nuevo Testamento al Dios del temor del Antiguo; la antítesis es
engañosa. No hay sino un Dios que no varía ni se contradice. Lo que era antes
de la Encarnación lo sigue siendo. El que ha cambiado es el hombre. Sacando de
su evolución cultural cierto aire de seguridad, y tal vez debido a una
interpretación equivocada de las condescendencias evangélicas, va tomando para
con Dios posturas desenvueltas, descorteses, muy ajenas al espíritu del Magnificat.
El hombre de nuestros días, si habla de su nada, lo hace con la punta de los
labios; de la “afirmación de su personalidad”, en cambio, a boca llena. Es
insolente tanta reivindicación del propio “yo”.
La tradición anacorética en bloque
repudia semejante actitud. La compunción es la principal constante del espíritu
eremítico, y no se da sin el sentimiento vivísimo de la trascendencia de Dios.
Aquel santo temor de si estará uno condenado, es tachado de arcaísmo, como si
fuésemos, más que los antiguos, los dueños de nuestro destino eterno, o
estuviésemos más a cubierto. Como si una ofensa hecha a Dios tuviese hoy 27 menos importancia, como si
Dios pasase la esponja sobre nuestros pecados sin exigir dolor ni satisfacción.
Desechada la compunción, muy pronto el
Yermo te parecerá incoloro, y tu vida, inútil de puro egoísta. No cometas la
impertinencia de auparte hasta el mismo plano de Dios. No debe partir de ti el
hablarle “cara a cara como un hombre habla con su amigo. Dios era quien así
hablaba con Moisés, no Moisés con Dios (Éxodo 33,11). Cuando el Altísimo deja
traslucir algo de su gloria, los más santos tiemblan despavoridos; Moisés,
Elías hunden el rostro en los pliegues de su manto; Abrahán queda aterrado, y
su conciencia le dice que no es sino tierra y ceniza”; Isaías se cree perdido;
los mismos serafines ocultan la faz detrás de sus alas. ¿ Quién puede subsistir
delante de Yavé, el Dios Santo? (1 Samuel, 6,20).
Las amabilidades del Verbo Encarnado no
deben hacerte olvidar nunca que Dios es el “Santo”, el “Separado” de toda la
creación por su naturaleza misma: su divinidad, su gloria, su santidad. El
contemplativo gusta de sobrealimentarse con esos textos inspirados que le
ayudan a mantenerse en su puesto, mientras va engrandeciendo en su espíritu y
en su corazón al Soberano Señor de todas las cosas, que es también su Padre.Soy Yo; Yavé es mi nombre, que no doy mi gloría a ningún otro (Isaías
42,8).Sed santos, porque
Yo, Yavé, soy santo (Lev 20, 26).Yo soy el primero y el último y no hay otro dios fuera
de mí (Isaías 44,8).Yo,
Yo soy Yavé... Yo soy Dios desde la eternidad y lo soy por siempre jamás (Isaías
43,11-12).
¿Puede alguien quedar frío ante tales
exigencias? Todos los libros de la Biblia, sobre todo los Profetas y los Salmos
han celebrado esa sobrecogedora Majestad del Dios que se sienta sobre los
querubines, ante quien la tierra es presa de vértigo, los pueblos se postran
‘despavoridos (cf. Salmo 98, 1-5), las naciones son como “gota de agua en el
caldero, como un grano de polvo en la balanza” (Isaías 40,15).
Majestad que se muestra en los portentos
de su omnipotencia, en la obra de la Creación (Isaías 45,11-12), en los
fenómenos terroríficos que acompañan su presencia (Salmo 76,17-20).
Jesús no ha aguado el recio colorido de
esa grandeza divina, que contemplaba en el cara a cara de la visión beatífica.
Se insiste a placer en el carácter filial del temor, pero éste supone de
antemano la visión perfectamente nítida de todo cuanto necesariamente nos
mantiene en el abismo de nuestra nada por debajo de nuestro Padre de los
cielos. No van a ser las afrentas anodinas y ficticias inferidas a tu amor
propio las que te hagan humilde.
La humillación tiene buena prensa en
religión; recibirla con edificación realza nuestro prestigio e hincha los
carrillos de nuestra vanidad. Desde dentro es como el Espíritu Santo te
despojará de la propia estima, contrastando en su luz la grandeza de Dios y tu
bajeza. Quizá llegue al extremo de obligarte a pedir auxilio a la vista de tu
abyección: “¡Ay de mí, perdido soy! Soy hombre de impuros labios” (Isaías 6,5).
Y viene el pecado a deprimirte aun por
debajo de tu nada de creatura: “Aun a sus ministros no se confía, aun en sus
ángeles halla tacha. Cuánto más en los que habitan moradas de barro y del polvo
traen su origen 1, que son aplastados como un gusano, son acabados de la noche
a la mañana” (Isaías 4,17-20). Has de mantener en ti el pesar de haber
desagradado al Amor que pródigo se volcaba en ti.
Con todo, trata de no proyectarte sino
raras veces en la pantalla de tu reflexión. Dios mismo con todo su incomparable
esplendor es quien debe ocupar lo mejor de 28 los pensamientos del
Ermitaño. Tu dicha consistirá en no ser nada para que Dios sea todo. Santo
Tomás tiene esta sentencia de oro, que parece escrita para los anacoretas:
“Suponiendo que no haya en el mundo más que una sola alma que posea a Dios,
será bienaventurada aun cuando no tuviera prójimo a quien amar” (1-2,4,8,3). El
ser infinito de Dios ante el cual el de la creatura es como inexistente, te
dará a conocer que los afectos puestos en ella indebidamente a expensas del
Señor te aniquilan abatiéndote hasta su nivel y te incapacitan para unirte al
Todo y transformarte en El.
La perfección infinita de Dios junto a
la cual todas las perfecciones creadas que son reflejo de aquélla pierden todo
su brillo, te irá desasiendo gradualmente de cierta complacencia hedonista y te
hará amar la soledad y el silencio donde sólo está El.
La incomprensibilidad e inefabilidad de
Dios asentarán en tu alma una quietud profunda, dando muerte a toda curiosidad
revoltosa. Si renuncias a los análisis complicados y a la multiplicidad de
palabras, entenderás que ni el trabajo del espíritu, ni las visiones, ni las
delectaciones extraordinarias te unen a Dios, antes bien la fe simple y
desnuda. Y te complacerás en recogerte en un silencio adorador delante del
Hogar misterioso de la Vida y del Amor. Preferirás callarte en su presencia,
porque está por encima de toda alabanza: no conociéndole en toda su perfección,
no podemos alabarle como se merece. El silencio es su alabanza. Job es locuaz
con sus amigos; delante de Dios no sabe qué decir: “Pondré mano a mi boca” (Job
40,4).
La suficiencia de Dios, plenitud del
Ser, de la perfección, de la santidad, de la vida, de la luz de la felicidad,
te colmará de gozo. ¡Su dicha será la tuya! ¡Saber que nada ni nadie puede
añadir a la beatitud de Dios, ni turbarla nunca! Nuestras faltas le ofenden,
mas en nada le ensombrecen. No es que se entibie nuestra contrición, pero
atempera su amargor en el alma amante.
El mundano no puede resignarse a no ser
necesario ni útil para Dios. El contemplativo se dilata en ese pensamiento. En
verdad, una sola es su alegría: la de Dios mismo. Es su “éxtasis” perpetuo; ya
no piensa en mendigar para si mismo una satisfacción distinta. Pide la gracia
de alcanzar ese ideal, y el hastío te será imposible en la soledad.
Es la revelación escueta de esa
trascendencia la que revoluciona la vida de Moisés. El Sinaí del Ermitaño es el
de la zarza ardiendo más bien que el del Decálogo. El misterio de la grandeza
de Dios hechiza al solitario, y, lejos de helarlo o aplanarlo, hace brotar de
su corazón un grito de entusiasmo, porque se liberó, al fin, de las ilusiones
que sobre sí mismo le tenían engañado: “Tú solo el Santo, Tú solo el Señor, Tú
solo el Altísimo.” Sin cesar repiten sus labios las aclamaciones del Gloria:
“Te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos y te damos gracias
por tu gloria infinita.” No se harta de pregonar el Todo de Dios, que le sitúa
a él en su verdad: la nada, la dependencia total, dando así respuesta a la
afirmación divina: “Sépase de levante a occidente que todo es nada fuera de mí.
La espiritualidad moderna ha acentuado
la Inmanencia de Dios, la dulzura de sus relaciones de intimidad con el hombre,
pero no puede, so pena de caer en error, desconocer las exigencias de su
trascendencia. Sólo los espíritus superficiales, ajenos a los verdaderos
problemas de la vida interior, pueden imaginarse que la misericordia haya
desarmado a la justicia de Dios.
La misericordia se ejercita en que, para
unir a Sí a un alma, Dios le aplica, ya en esta vida, todos los derechos de la
justicia y la sumerge en el fuego purificador de unas pruebas que los teólogos
declaran equivalentes a las del Purgatorio. Las purificaciones pasivas de los
místicos no son una broma como no lo es el Purgatorio por donde tantos de
nosotros tendremos que pasar. Su Santidad no le permite a Dios unir a Sí un
alma cargada con la más pequeña deuda. En esto también su misericordia 29 es trascendente; la nuestra
cierra los ojos sobre las culpas, la de Dios exige una satisfacción tanto más
estricta cuanto más quiere colmar de gloria. El perdón de Dios no es un manto
echado sobre nuestras impurezas; todo tiene que ser lavado, restaurado,
reintegrado en la inocencia.
El Ermitaño lo sabe y las aprensiones de
la naturaleza no son parte a impedirle desear esa prueba de las preferencias
divinas.
No entres en el Eremitorio como en un
lugar de plácida euforia. Es un crisol. Llamado a la familiaridad del Señor,
tienes que desprenderte de esa ganga opaca que lastra tu alma con una tenacidad
que no sospechas. Purificaré en la hornaza tus escorias y
separaré el metal impuro (Isaías 1,25).
Este crisol será justamente la
Contemplación en su fase de purificación. La experiencia te enseñará hasta qué
punto la perseverancia en la oración asidua y prolongada es más costosa que la
acción.
La pasividad relativa bajo la mano
industriosa de Dios repugna a la naturaleza cuyas facultades se revuelven de
impaciencia. Tú, deja obrar a Dios.
Si sintieras más hondo la trascendencia
de Dios, el gusto por la contemplación se desarrollaría en ti. Suplícale al
Señor te la conceda; para esto has venido. Humildemente dile con Moisés: “Muéstrame
tu gloria” (Éxodo 33,18).Cuando la Belleza de Dios se descubre al alma toda
criatura palidece para ella; el reflejo ya no la seduce cuando la llama se le
mete por los ojos: Ya no será el sol tu lumbrera, ni te
alumbrará la luz de la luna. Yavé será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu luz
(Isaías 60, 19).30
Capítulo II
El monte Tabor el
sentido de Cristo.
En cuanto a
fundamentos, nadie puede poner otros que el que ya está puesto, Jesucristo (1
Corintios 3,11)
Sería
sorprendente que Dios trajera un alma al desierto para “hablarle al corazón”, y
no le regalara con alguna de esas visitas inefables que han embriagado a tantos
contemplativos. Es preciso dejar ‘la cosa en manos de su liberalidad, y
juzgarse a priori indigno de todo favor. No se entra en el Eremitorio
para hacer un experimento. Dios está infinitamente por cima de sus
consolaciones, y si se le posee es por la caridad; el gusto nada añade a la
realidad. Aquél depende de su beneplácitos y no “le forzarás la mano.
Conténtate con desear que te una consigo
con la mayor intimidad posible en la tierra. Es San Juan de la Cruz el que
dice: “El amor no consiste en sentir grandes cosas, sino en tener grande
desnudez, y padecer por el Amado.” Importa mucho que lo entiendas desde los
inicios; así te ahorrarás un desengaño, agravado con un error de orientación.
La enseñanza auténtica del Monte Tabor no es precisamente la que se suele
sacar. Lo esencial para los Apóstoles en este misterio de la Transfiguración no
fue tanto el haber entrevisto a Jesús en su gloria, como el haber recibido de
labios del mismo Padre la consigna: “Este es mi Hijo muy amado... Escuchadle...
Alzando los ojos a nadie vieron, sino a Jesús solo” (Mateo 17). Difícil
determinar mejor el puesto de Jesús en la vida del Ermitaño: no ver ni oír nada
fuera de El.
Lo antes posible, toma conciencia de los
lazos que te unen a El. Muchos repiten con San Pablo: “Para mí la vida es
Cristo” (Filipenses 21), y luego buscan inspiración en otra parte. En el
Eremitorio eso sería un despropósito. Desconfía del sentimentalismo; el Cristo
de ‘las revelaciones privadas corre a veces peligro de hacer que desmerezca la
verdadera devoción que se le debe. El Evangelio y San Pablo, su Apóstol más
apasionado, te darán el imprescindible genuino “sentido de Cristo”.
Para ti, Cristo es más que un canal de
vida, más que un intermediario entre la fuente y tu alma. Es la Fuente misma de
las aguas vivas. Escucha su invitación: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y
beba” (Juan 7,37). Antes de dejarte prender de los encantos humanos de Jesús y
verde revivir las escenas evangélicas, escudriña la palabra del Padre. Su
intérprete más profundo. ¿Qué significa la expresión extraña: “Para mí, la vida
es Cristo”?
Ante todo que Cristo es en sí mismo la
VIDA, la Vida increada, sustancial, divina. Además, que Él es la “vida de todo
ser”. Por fin, que es tu vida, ya que no ha venido a este mundo sino para
comunicarte la suya. Es tu vida porque es su causa; te la ha merecido y te la
comunica (Romanos 6,23; I Juan 2,25).
Lo es también como objeto suyo. Entiende
que en el Eremitorio no has de vivir “tu vida” sino la suya. Esto supone una
renuncia grande de ti mismo: es la suprema pobreza. Con ello te es dado imitar
la de Jesús. Su humanidad no poseía más personalidad que la del Verbo. “Vivía
de Dios”. Tú guardarás tu personalidad 31 humana, pero referirás a
Cristo, mediante tu voluntad de unión, todas las actividades de esa persona
“divinizada” por la gracia. Así será El tu vida.
Concentra en El tu pensamiento, tu amor,
tu esperanza. El tomará efectivamente la dirección de tu vida. Como una madre
dice: “Mi hijo es toda mi vida”, debes tú decir: “Jesús es toda mí vida”.
Que en derecho lo sea todo para ti no es
una quimera. Lo afirma Dios por San Pablo: “Cristo ha sido hecho para nosotros
Sabiduría y Justicia y Santificación y Redención” (1 Corintios 1,30).
Delante del Señor nada eres sin Jesús.
Medita a menudo esta enseñanza del Apóstol; hallarás en ella gran paz. ¿No
andas a veces atormentado por las faltas graves o leves que han cavado un
abismo o producido una desavenencia entre Dios y tu alma? No habría penitencia
capaz de reanudar las relaciones de amistad, si Jesucristo no hubiese de
antemano saldado tus deudas. Insiste, como el Apóstol, en el carácter
intencionadamente personal de esa mediación; no eres un anónimo en la masa de
los redimidos: Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores,
de los cuales yo soy el primero. Más por esto alcancé misericordia, para que en
mí primeramente mostrase Jesucristo su longanimidad y sirviera de ejemplo a los
que habían de creer en él para la vida eterna. (1
Timoteo 1 ,15-16).
El desierto no te pondrá a recaudo de
todo desfallecimiento. Tus miserias diarias en nada deben abatirte ni alterar
tu alegría. Oye a San Juan, el gran Profeta del Amor: “Hijitos míos, os escribo
estas cosas para que no pequéis. Pero si alguno peca, aboga- do tenemos ante el
Padre: Jesucristo, el Justo. Y él es propiciación por nuestros pecados, no sólo
por los nuestros, sino por los del mundo entero” (1 Juan 2,1-2). San Juan
conocía mejor que nadie el Corazón de Jesús y la eficacia del sacrificio de la
Cruz.
Conforme te preserva de una mala
tristeza, esta doctrina te precave de una confianza errónea en el valor de tus expiaciones.
Este les viene exclusivamente del hecho de que Cristo las asume. En el
Eremitorio amar importa más que extenuarse. La Misa ofrecida u oída vale
infinitamente más que todas las maceraciones. La Iglesia apela a los méritos de
Jesucristo, no a los nuestros.
Toda falta debe despertar en ti el
reflejo de un recurso a las satisfacciones del Redentor. No son tus lágrimas
las que te lavan, sino la Sangre de Cristo, si bien tienes que llorar la ofensa
inferida a Dios. A nadie más que a El debes tu justificación. Dios te tiene por
justo no a causa de la exacta conformidad de tu conducta a un Código de leyes,
sino por tu adherencia y participación a la Justicia divina. Obra de tal suerte
que mirándote Dios vea en ti los rasgos de su Hijo. Tal es la vocación cabal
del cristiano: “destinado a reproducir (esa) imagen” (Romanos 8,29).
Al imponerte el sayal de los ermitaños
se te dijo: “Revístete del hombre nuevo , el que se renueva en orden al
conocimiento verdadero, a semejanza de su Creador” (Colosenses 3,10). El mismo
Pablo precisa en otro lugar: “Revestíos del Señor Jesucristo” (Romanos 13,14).
Comprende lo que se te pide.
El desierto no es el refugio de una
personalidad sombría que ha roto con la sociedad cenobítica, con el fin de no
lastimar sus aristas vivas. Por muy solo que estés, no puedes zafarte ante ese
trabajo de desasimiento total con miras a trasfórmarte en la semejanza interior
con Jesucristo.
Progresivamente debes llegar a pensar, a
juzgar como El; a amar lo que El ama y como El lo ama; a obrar según las
intenciones que fueron las suyas. No se llevará a cabo esa labor sin derribos
importantes. A cambio de ello, El podrá vivir en ti, y tú merecerás la
complacencia del Padre: no reconoce por hijos 32 sino a los que vivifica el
Espíritu de Jesús (Romanos 8,14). Es preciso empeñar una voluntad de
“desapropiación” incompatible con toda segunda intención de reservar el propio
“yo”.
Haz esto y te santificarás. Como la
justicia del Ermitaño no es la exacta observancia de un Código de leyes,
tampoco su santidad es la práctica concienzuda de un catálogo de virtudes. Sé
fiel a la Regla, es un mínimum necesario. Pero no te dejes paralizar por
la letra. Jesús obraba con gran amplitud de miras, eso que había venido a
perfeccionar la Ley, y a no tener otro alimento que hacer la voluntad del Padre
(Juan 4,34). Lo que te hace justo te hará santo: la imitación perfecta de
Jesús, practicar la virtud porque El la practicó y de la manera como El la
practicó; por amor del Padre. Tu santidad ha de poseer ese sello filial de
amorosa presteza que irradia alegría y deja creer que no te cuesta nada.
En cierto sentido es así. Has hallado tu
equilibrio y el equilibrio es generador de paz. Cristo contemplado, amado e
imitado ha proyectado la plenitud de su luz sobre el misterio de tu existencia
y de su papel en el plan de Dios. Esa es la Sabiduría: el conocimiento del “por
qué” y del “cómo”. Jesús es la Verdad (Juan 14,6). El ha pedido y alcanzado
para ti el Espíritu de Verdad (Juan 14,16-17) a fin de que seas consagrado en
la Verdad” (Juan 17,17).
Jesucristo es toda la Filosofía del
Ermitaño. Con el Evangelio y la Cruz sabe más que todos los pensadores. Los
mundanos lo toman por un inculto y un simple. “El lenguaje de la cruz,
efectivamente, es lo cura para los que se pierden” (1 Corintios 1, 18). Ojalá
sea siempre para ti “poder de Dios”. No te asustes sí a veces le encuentras
cierto sabor ajeno al sentido común. Sólo tras largo aprendizaje del sufrir
saborearás su fruto. La cruz se ofrece primero como instrumento de suplicio; sólo
poco a poco se esclarece con la luz del que la ha transfigurado.
Frecuenta a Jesús sin descanso, ya que
es tu Todo. La del Ermitaño es una vida “evangélica”. Muy lógico que se
aficione a revivir con la mente y el corazón al Cristo del Evangelio. La metafísica
no colma el corazón. Si se dan sentidos espirituales, sentimientos
espirituales, también existen emociones espirituales que desorientan a los
psicólogos de escuela, pero que las almas interiores conocen bien.
No en vano seguirás al Maestro en todas
las idas y venidas de su vida terrestre, devorándolo con los ojos del corazón,
contemplando sus actitudes y gestos, sorbiendo sus palabras, comulgando con sus
penas y alegrías, orando con El, viviendo como uno de los suyos. De esa
intimidad nacerá en ti algo mucho mejor que una simpatía platónica de exégeta.
El Ermitaño debe vivir la amistad que le brinda Cristo (Juan 15, 15). Nada hay
de novelesco en ese esfuerzo por reconstituir el pasado. Viene legitimado por
un principio que vierte a raudales la luz y el gozo en nuestras almas.
Por su ciencia beatífica y su ciencia
infusa Jesús sabía ya entonces todo lo tuyo, tus más íntimos pensamientos, los
movimientos secretos de tu voluntad buena o mala. El, durante su paso por la
tierra, vivía contigo y para ti. Por encima de veinte siglos entras realmente
en contacto con Aquel que, de lejos, leía en la conciencia de Natanael (Juan
1,48). De ti depende que Cristo haya estado más consolado y haya padecido
menos.
Le conoces mejor que a tus más íntimos
amigos. En El ningún recoveco de inquietantes sombras.
La Iglesia, en su Ciclo Litúrgico,
repite cada año esa peregrinación a las fuentes de nuestra salud. Síguela y
descubrirás a Cristo en sus misterios. Cada uno de ellos trae siempre su gracia
que caldea el corazón e ilumina el espíritu. Así Jesús vendrá a ser para ti
“Alguien” muy cercano.33 Todo
él, con su trascendencia divina, sus amabilidades humanas, su influjo salvador
en tu alma, es el que se llega a ti en la Eucaristía y a quien adoras en el
sagrario. Y ¿podría el Ermitaño creerse solo en el desierto? ¿Quién habló de la
monotonía desesperante de los días?
Vive esa amistad que decimos. Tiene sus
condiciones para que sea consoladora. La primera es ser amistad verdadera, con
sus intercambios enriquecedores y reconfortantes. Es más lo que recibes que lo
que das. Precisamente el don que el Señor espera de ti es tu “receptividad”.
Los encuentros han de ser para ti una necesidad. Las ocasiones son múltiples:
los Sacramentos, las visitas a la iglesia, la lectio divina, la oración
que te sitúa cara a cara con Jesús.
Defiende celosamente tu
soledad. Tu deseo de estar siempre frente Jesús no sólo excluye la
atención a las personas, sino también el interés impropio por las cosas.
Aprende a contentarte con El. Muchos se imaginan haber llegado a este punto,
pero hace confidencias con el primero que les sale al paso.
Jesús está celoso de tu confianza. No
hay uno que te comprenda mejor que El, y nadie como El sabe consolar y
socorrer. Un sentido de Cristo tan delicado es raro aun en religión. Para el
Ermitaño es una necesidad vital, es cuestión de perseverancia y de florida
santidad.No lamentarás todo lo que has dejado cuando llegue el día en que
Jesús ocupe ese primero y exclusivo puesto en tu existencia. Entonces, en
verdad, te habrás sentado con él para cenar (Apocalipsis 3,20).34
Capítulo III
El monte de los Olivos
la santa voluntad de Dios.
Padre..., no se
haga mi voluntad, sino la tuya... (Lucas 22,42)
En el
Getsemaní, la palabra de Jesús que debe fijar tu atención es la que profirió
por tres veces durante su agonía: “Padre mío... no sea como yo quiero, sino
como Tú lo deseas” (Mateo 26,39).
Aquella adhesión de su voluntad humana a
la de Dios ‘le costó sudor de sangre. Sin embargo, toda su vida había profesado
gozosamente una sumisión ilimitada, de la que parecía extraer una felicidad
radiante. Mira que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad (Hebreos
10,7).Mi alimento es
cumplir la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a su obra (Juan
4,34).No busco mi
voluntad, sino la del que me envió (Juan 5,30).He bajado del cielo no para hacer mi
voluntad, sino la del que me ha enviado (Juan 6,38).
En la hora suprema Jesús no se retracta.
Pero todo su ser humano no puede menos de estremecerse de angustia ante las
exigencias de una voluntad cuya Sabiduría y Santidad son para él evidentes.
El Ermitaño debe con frecuencia acudir a
Getsemaní, no tanto para consolar a Jesús, que probablemente no quiso que
nuestra simpatía le proporcionase el menor alivio, como para aprender el
secreto de la obediencia perfecta a Dios. No todo es encanto en la vida
monástica. Bien pesados tenían los Apóstoles los pies y el corazón camino del
Huerto de los Olivos pese a la presencia de Jesús.
A lo único que vienes al
Eremitorio es a conocer y cumplir la Voluntad de Dios sobre ti. Suplícale
como Moisés, que te enseñe sus caminos tan distintos de los nuestros: “Si he
hallado gracia a tus ojos, dame a conocer el camino, para que yo, conociéndolo,
vea que he hallado gracia .a tus ojos” (Éxodo 33,13).
Ruego sencillo pero temible. Si Dios lo
escucha, entrarás en la vía real de las tribulaciones. Al escalar la montaña
nada sabes del porvenir, no tienes proyectos. Dios te ha dicho: “Sube a mí al
monte y quédate allí. Te daré unas tablas de piedra... escritas... para (tu)
instrucción” (Éxodo 24,12). Moisés ignoraba el tenor de lo escrito; tú también.
La experiencia del pasado te ha familiarizado con los procedimientos del Señor,
sin por eso ilustrarte sobre sus designios futuros. “Sube a mí...” Eso es todo
lo que sabes y has venido. Tienes que ser todo receptividad, todo
disponibilidad. En el mismo instante de la Encarnación, Jesús y María
pronunciaban la misma palabra de abandono: ecce... “Heme aquí”. “Mira
que vengo a hacer tu Voluntad”. No pasará mucho tiempo sin que adviertas lo
amargo que es renunciar a la tuya.
Será puesta a prueba ya desde los
primeros pasos. Dabas por descontado que el desierto era una tierra de
austeridades, pero te veías “como onagro salvaje en el 35
desierto”
(Job 39,5) en completa libertad. La primera privación que te impone es
cabalmente la de esa libertad. Aunque al principio te parezca lo contrario, ésa
es tu gran suerte. La obediencia te pondrá a salvo .de las divagaciones del
romanticismo espiritual.
El que camina a la ventura por lugares
solitarios está perdido. “Lo primero y lo más imprescindible en el Sahara es
un buen guía” (P. de Foucauld). Las ascensiones alpinas exigen la misma
seguridad. En la estepa “no se halla camino de ciudad habitada” (Salmo 106,4).
Dios en persona guiaba a Israel desde la Nube, pero sus órdenes las transmitía
Moisés (Números 9).
La Iglesia, sabiamente, no quiere que el
Eremitismo escape a la ley común de la obediencia religiosa. Puede que lo
lamentes y te venga la tentación de añorar el anacoretismo independiente .para
poder moverte a tus anchas y tirar por atajos. Es ilusión frecuente, como
frecuente es la desilusión consiguiente. La sumisión en el marco de un
Eremitorio es una defensa. Sin género de duda, el Superior es el canal de la
voluntad divina. El independiente está a merced de sus ensueños. Corre gran
peligro de llamar “divina” a su voluntad “propia”. Acepta alegremente el yugo
de la obediencia. Toma tal como está la “ley” que rige el Eremitorio,
sancionada con el tiempo y la experiencia.
¿Sufrirás un desengaño? Los hombres y
las costumbres ¿serán conformes a tus sueños? ¿Qué valen los sueños? Una sola
cosa te importa: la posibilidad de una vida verdaderamente eremítica. Si
quieres la paz no cobres interés sino por lo esencial. Lo contingente es
siempre variable y siempre deficiente. Lo que te dan lo es; lo que desearías no
lo sería menos.
El desierto es la tierra del espejismo,
de ese alucinamiento encantador cuyo único defecto es su irrealidad. Sería de
lamentar que por unas prácticas sin importancia quedases sin enterarte de los
valores de fondo.
Los hebreos podían en unas semanas
conquistar a Canán. Pero murmuraron; el resultado fue que esperaron cuarenta
años y ninguno de los murmuradores entró en la tierra del descanso (Números
14,23-36; Deuteronomio 1, 34-40).
Nicodemo con razón se extraña: “¿Cómo
puede nacer un hombre ya viejo” (Juan 3,45). Es un problema volver a ser niño.
Jesús da la solución: “Es preciso nacer de Arriba” (v. 7), es decir, juzgar las
cosas no según la carne, sino según el Espíritu. El ingreso en el Eremitorio es
un test excelente: desenmascara al hombre.
Donde hay dos, cada cual levanta una
fachada, se fabrica una personalidad que anda exhibiendo y a la que él mismo
toma en serio. El aprecio del otro le interesa y le satisface. El Ermitaño sólo
tiene un interlocutor: Dios. ¿Para qué maquillarse? El deber de ser verdadero
hace intolerable la soledad a muchos, pero amable a las almas rectas y
valientes.
Tus reacciones concretas te harán ver
exactamente hasta qué punto eres carne o espíritu; y si eras ya religioso,
marcarán el rendimiento real del trabajo cumplido.
Se requiere una larga madurez para
rehacerse Aquí la docilidad no es ya la ignorancia temerosa que se confía, es
la sabiduría que escoge. La del niño nace del instinto de inseguridad; la del
novicio se funda en el Evangelio: “Si no cambiáis y os hacéis como los niños no
entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18,3). Es más meritoria; el hombre
hecho y derecho no puede creer cándidamente y sin pruebas en la superioridad
humana de los demás. Reverencia en ellos un poder “vicario” al que sus
deficiencias no siempre dignifican, pero que la fe de él mantiene siempre en
plena luz. Sé lúcido, pero deferente. La verdad hace libre y conserva un
pacífico equilibrio.36 Tal
sumisión va mucho más lejos de lo que llaman “obediencia religiosa”. Dios
ejercerá sobre ti los derechos de un amante celoso y acosará tu alma mientras
vea en ella una veleidad de autonomía. No eres ni sabio, ni santo, ni
todopoderoso; Dios es todo eso infinitamente. Por la obediencia irás a su
encuentro; no hay otro camino.
¿De qué manera esperas unirte a Él?
Pensando, no. Nuestro entendimiento lo reduce a su medida; los seres no entran
en él sino en forma de nociones abstractas. Es desconsolador comprobar lo
impotente que es un espíritu, del que estamos tan orgullosos, para captar el
verdadero rostro del Dios vivo, y que tengamos que seccionar la inefable
naturaleza, o, lo que es lo mismo, deshacerla, para forjarnos la idea
aproximada. Nos falta la luz de la gloria.
En frase muy profunda de Saint-Exupéry:
“No se ve bien más que con el corazón”. El amor es el que nos une a Dios y el
amor se define por la identidad de los deseos: Idem velle, idem nolle.
Nuestra voluntad, al perderse en la de Dios, le aprehende y abraza en su Ser
divino. Dios y su Voluntad es todo uno. La nuestra entonces ha hallado y
recorrido a pasos veloces el camino de su Corazón, y desde ese centro contempla
sus admirables perfecciones:
“El que acepta mis mandamientos y los
guarda es el que me ama; y quien me ama será amado de mi Padre y yo le amaré y
me manifestaré a él” (Juan 14,21) no de lejos, desde fuera, antes bien, desde
lo interior de nuestra alma, hecha, por la caridad, su morada: “Si alguno me
ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, vendremos a él y en él haremos
nuestra morada”, (ib. 23). Se produce entonces un intercambio sorprendente:
Dios, a su vez, hace todas las voluntades de su “esclavo”. A pesar de su ira,
no resiste a la oración de Abrahán (Génesis 18,23-33), ni a la de Moisés (Éxodo
32,14). La razón de ello vale para toda alma abandonada: “También a eso que me
pides accedo, pues has hallado gracia a mis ojos y te conozco por tu nombre”
(Éxodo 33,17). ¿De dónde esa “gracia”? De la perfecta docilidad de esos grandes
siervos de Dios.
Si deseas gozar de la paz del
Eremitorio, sé fiel al “deber” de la improvisación. En este marco la voluntad
de Dios te será significada al día, al momento. A veces patalearás de
impaciencia y de curiosidad por la mañana. Ejercítate en reprimir ese afán de
iniciativas tan arraigado en nosotros. Tu necesidad de actuar, de “crear” se
verá a menudo, mortificada por la insignificancia de las ocupaciones
corrientes, si es que te atreves a mirar como triviales los dos acontecimientos
mayores del mundo: la Misa y el Oficio coral.
El Ermitaño recuerda que todo cuanto le
prescribe la obediencia es una liturgia, que sus movimientos más ignorados
están ordenados a la gloria de Dios. Nada es “profano” en el Yermo: esmérate
por no profanar nada con tu falta de espíritu de fe. Tu existencia humilde y
escondida, por tu consagración, recibe valor de holocausto y no es ningún
engaño el creerte hostia de alabanza, ya que San Pablo te exhorta expresamente
a serlo: “Oseas ruego... que os ofrezcáis como hostia viva, santa, agradable a
Dios” (Romanos 12,1). Para ello nada espectacular se te pedirá: “Ya comáis, ya
bebáis, o hagáis alguna otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1
Corintios 10,31), y hacedlo con la sonrisa en los labios: “Cada uno dé según se
ha propuesto en su corazón, no con desagrado o a la fuerza, pues Dios ama a
quien da alegremente” (2 Corintios 9,7).
La obediencia a Dios es el
eje de la Historia de la criatura inteligente. Fue
la prueba de los Ángeles, de Adán. La Encarnación y la Redención son actos de
obediencia sublime. Hasta el advenimiento de Cristo la Voluntad de Dios y la
del Pueblo escogido se han enfrentado. Fácil era prever quién saldría ganando y
fue tanto peor para Israel. Sin embargo, sabía lo que perdía: “Si me
obedecéis... vosotros seréis mí propiedad entre todos los pueblos... seréis
para mí un reino de sacerdotes y una 37 nación santa” (Éxodo 19,
5-6). Dios lamenta esa llana insumisión: “¡Ah, si hubieras atendido .a mis
leyes, tu paz sería como un río!” (Isaías 48, 18). Para entregar a Dios nuestra
libertad no necesitamos ya los rayos del Sinaí. Se viene al Yermo por amor y
para amar. Una palabra de Jesús te ha de bastar: “Tomad mi yugo sobre vosotros
y sed mis discípulos, pues soy humilde y manso de corazón, y hallaréis descanso
para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mateo 11
,29-30). Y aun así tu obediencia estará bajo el signo de Getsemaní. Es
improbable que te sea siempre fácil y no te cueste jamás lágrimas. Que tu
consentimiento sea sin brusquedad ni rigidez: Ita Pater.... “Sí, Padre...”
(Mateo 11,26). Es una conformidad filial, la única digna de Dios. La
obediencia, más que el saldo de una deuda -aunque también lo sea- es una
ofrenda cordial.
Ora; la experiencia de los siglos no te
ha vuelto juicioso. El someterse, aunque sea a Dios, no te viene de la
naturaleza. El bautizado, como cualquier otro, lleva instintos de autócrata, y
más de una vocación auténtica a la Tebaida viene a estrellarse contra ese don
de sí necesario.
Di muchas veces: “En tus voluntades
hallo mis delicias, y no me olvido de tu palabra” (Salmo 118,16). “Guíame por
la senda de tus mandamientos, que son mi deleite” (v. 35). “Me deleito en tus
mandamientos, que es lo que amo (v. 47). “Alzo mis manos a tus mandamientos y
medito en tus decretos” (v. 48). “Abro mi boca y aspiro, ávido de tus
mandamientos” (v. 131), etc.
Eres “sincero”. ¿Eres “verdadero”? El
desierto te lo revelará, como reveló a los Hebreos su fragilidad. Si vienes
huyendo de la sujeción y por unirte con Dios sin trabas por la vía de tu gusto,
no perseverarás mucho tiempo, y no precisamente porque pretendan encuadrarte
sino por la extinción de las verdaderas luces.
Lo dicho a Saulo vale para el Ermitaño:
“Se te dirá lo que debes hacer” (Hechos 9). El P. de Foucauld, sin pertenecer a
ninguna familia religiosa, obedecía hasta los más pequeños detalles al Abate
Huvelin y al Prefecto Apostólico.Lo expresado quiere decir que tienes que
volverte niño. Entonces Dios será para ti una Madre. Cual niño de pecho,
olvidadas las horas tormentosas, serás Llevado a la cadera y
acariciado sobre las rodillas (Isaías 66,12).38
Capítulo IV
El monte de las
Bienaventuranzas la alegría espiritual.
Que mi gozo sea
en vosotros y vuestro gozo sea perfecto (Juan
5, 11)
Si
sigues a Cristo de cerca, bien pronto te llevará al monte de las
Bienaventuranzas. Como discípulos suyos sólo quiere corazones dilatados y
rostros sonrientes: “El reino de Dios es... gozo en el Espíritu Santo” (Romanos
14,17). Dejó el desierto y, al poco tiempo, dice San Mateo, “subió al monte, se
sentó y sus discípulos se le acercaron” (3,1).
El Ermitaño ha de ponerse en primera
fila para recoger la Ley de la Alegría que Jesús promulga aquí y que es la
médula de su Evangelio. A todos embelesa, muy pocos la viven. El Eremitorio te
revelará su sentido oculto y te descubrirá que tampoco tú, para tu confusión,
habías captado su misterio. Aquí no hay equívoco posible, ni compromiso, ni
retroceso. La palabra de Cristo es simple, directa, tajante, y te pone entre la
espada y la pared.
Esto has de vivir en el desierto so pena
de morir de sed. Las Bienaventuranzas son el Evangelio de la Perfección, o si
prefieres, un comprimido de la verdadera imitación de Jesucristo. El Bautismo
te impone el deber de asemejarte a Él; Dios no puede amarte sí no halla en ti
los rasgos de su Hijo Único, por pálidos que sean. El Eremitorio te ayudará a
acentuar su nitidez, con más rapidez, más fácilmente y con mayor plenitud. San
Pablo le describe al Ermitaño el plan de Dios sobre su existencia toda. Siguiéndolo
no puede extraviarse. Medítalo a menudo, si no quieres descarriarte ni
dormitar:
“El Padre... nos ha escogido en El
(Jesucristo) desde antes de la creación del mundo, para ser santos e
inmaculados en su presencia, en el amor, predestinándonos a ser hijos adoptivos
suyos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la
gloria de su gracia, con la que nos ha agraciado en el Amado” (Efesios 1, 36).
Con el fin de realizar ese designio, a más de la gracia, nos ha sido dado el Espíritu
de Jesús. En la medida en que el Evangelio es una manera de pensar, todo él te
instruye sobre ese espíritu. Pero en las Bienaventuranzas está condensado lo
más sustancial de esa enseñanza. “Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo,
ése no es de El” (Romanos 8, 9). Lo que sería horrendo para un Ermitaño.
Los poetas se han dejado cautivar por
esos aforismos consoladores sin sospechar lo que encubren de dolorosa
abnegación. Pronto entenderás que no se trata de literatura sino de un gran
despojamiento a realizar, sin el cual sería engañoso pretender la
bienaventuranza prometida. Las Bienaventuranzas evangélicas se nutren de la
savia de la Cruz. Están en las antípodas de las del mundo. Este solo hecho te
indica el valor que hay que reconocerles.
No las comprenderás, y sobre todo no las
vivitas sino a la luz y con la fuerza que dispensa el Espíritu Santo, el
Espíritu viviente que animaba, inspiraba, guiaba a Cristo, y que tú has
recibido. Él te dará el sentido de las palabras de Jesús (Juan 16,26).39 “Uno solo es vuestro
Maestro: Cristo” (Mateo 23,10). Ha dicho Jesús. El Ermitaño lo tendrá en cuenta
más que nadie. ¿Acaso no lo has escogido deliberadamente al dejar el mundo y
todas sus promesas? Has venido a Él, porque tiene “las palabras de la vida
eterna (Juan 6,68). El monje no necesita más que de la sabiduría de Cristo.
Rumia este principio si quieres mantener en toda su pureza una doctrina que no
te guardará miramientos y cuya intransigencia tratan unos y otros de edulcorar.
En las horas sombrías el tentador querrá empujarte por la senda facilona de los
“bien pensantes”. La atmósfera del mundo moderno está saturada de propaganda
del bienestar y los mismos cristianos le dan oídos. El castigo de la facilidad
es que ahoga la alegría.
El Ermitaño es la sal de la tierra.
¡Desgraciado de él si se desvirtúa! (Mateo 5,13). Siguiendo a San Pablo, nada
quiere saber fuera de “Jesucristo y Jesucristo crucificado” (1 Corintios 2,2).
Adquirirás la inteligencia de las Bienaventuranzas conforme poseas el sentido
de Cristo. Él nos dice que es “la Verdad”, la luz del mundo, y que el que le
sigue no anda en las tinieblas, sino que dará mucho fruto y tendrá la vida
eterna. ¿De dónde ha sacado su sabiduría? De Dios mismo cuyo portavoz es: “Yo
digo lo que he visto junto a mi Padre” (Juan 8,38). “Mi doctrina no es mía sino
del que me ha enviado” (Juan 7,16). ¿Por qué buscar primero y ante todo la
penitencia en el Eremitorio? Inconscientemente lo que te atrae es la sed de
felicidad. El hombre no puede vivir sin alegría; y si renuncias a todas las de
la tierra es por amor de las que promete Dios. Todos sus preceptos, todos
nuestros deberes se iluminan con una bienaventuranza: “Bienaventurado el hombre
que se acoge a Él” (Salmo 33,9). “Bienaventurado el que se compadece del pobre”
(Salmo 40,2). “Bienaventurado el que teme a Yavé” (Salmo 111, 1). La revelación
entera es una oferta de felicidad. La letanía bíblica del gozo es interminable.
Dios, Beatitud perfecta, la irradia sobre todos los seres. La alegría es la
sonrisa de una buena conciencia. San Pablo advierte con finura que “el reino de
Dios no es asunto de comida ni bebida; es justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo” (Romanos 14,17). Después de la caridad, ella es el primer fruto, la
primera señal de su presencia y fecundidad en un alma.
Juan Bautista saltó de gozo en el seno
de su madre al acercarse Nuestro Señor (Lucas 1, 44), y más tarde, desterró
toda tristeza el día que halló a Cristo (Juan 3,29). Jesús, inundado él mismo
de la felicidad beatífica, quiere que ésta se refleje en el alma y la frente de
los suyos: “Que mi gozo sea en vosotros y vuestro gozo sea perfecto” (Juan
15,11). Nadie puede arrebatarnos esta alegría porque brota “de nuestra
comunión... con el Padre y con su Hijo, Jesucristo” (Juan 1, 4).
¿No es el Señor quien nos dice que “no
hay bien superior a la alegría del corazón” (Ecl 30, 16), que esa alegría es
“la vida del hombre” (ib. 22)?
El Eremitorio te la dará, se entiende la
verdadera, y siempre que la busques en su fuente propia. Desciende de Dios, no
sube de la criatura. “El temor del Señor es gloria y honor y corona de gozo”
(Ecl 1,11), “hace florecer bienestar y salud” (v. 18).
La verdadera compunción, lejos de
agostar esa alegría, aviva su llama mediante la fe en la misericordia divina y
las certezas de la esperanza: “Yo te alabo, Yavé; estabas irritado contra mí,
pero se aplacó tu ira y me has consolado. Este es el Dios de mi salvación, en
El confío y nada temo, porque mi fuerza y mí canto es Yavé. Él es mi salud. Y
sacaréis con alegría el agua de las fuentes de la salud” (Isaías 12,13).
Desconfía del humor melancólico. Un
Ermitaño hosco es un adefesio. La tristeza pasional en el monje es la luz roja
indicadora del desajuste de la vida espiritual. Trata de descubrir la causa: o
la generosidad está en baja o te has descaminado hacia un 40 estado para el que no estás
hecho: la soledad sobrepasa tus medios. Con frecuencia no se trata más que de
un aflojamiento en el don de sí.
Relee las Bienaventuranzas; cada una es
el premio de un renunciamiento. Florecen entre los escombros del egoísmo. En
esta página evangélica Dios especifica su suprema voluntad sobre ti y te da a
conocer lo que El entiende por la muerte a sí mismo. Cada bienaventuranza
tendrá una recompensa enteramente personal. Sin nada de espectacular irá
socavando en ti silenciosamente un vacío que podrá darte el vértigo sí miras al
abismo más que al amor de quien lo ahonda. En la vida interior el mayor
desacierto consiste en objetivar su dolencia para analizarla curiosamente y en
sopesar sus cruces. Óyelo de una vez: no se puede morir a fuego lento sin
notarlo...
La POBREZA es la
soledad, el silencio, el abandono. Es la virginidad del corazón, el expolio de
toda posesión aun de los favores de Dios en lo que tienen de sabroso. Es la
acogida cordial dispensada a la aridez, a la noche, a la desolación. Es sufrir
todo eso, sin saberlo los hombres, por el Amado, con una generosidad gratuita
que sólo aspira a darle gusto.
La MANSEDUMBRE es la
inalterable paciencia dentro y fuera, el amor apacible de los quereres que
contrarían de Dios y de sus instrumentos: hombres y cosas. Es la sonrisa
sincera que brota de un corazón roto pero sumiso.
El LLANTO es el
gemido amoroso y benévolo a toda prueba del alma estrujada por la animadversión
de los, hombres, las magulladuras de la existencia, la acción purificadora de
Dios, esa que nadie adivina, ni comprende, ni compadece.
La JUSTICIA es el
deseo lacerante de Dios, que El mismo atiza y que obra frutos admirables de
santidad. Es la “herida de amor” que no deja descansar, el tormento atroz del
alma desterrada que muere de impaciencia por que se rasgue el velo que le
oculta el rostro de su Dios.
La MISERICORDIA es la
intuición perspicaz y entrañable de la indigencia humana, hecha necesidad de
remediarla; la tierna compasión por la debilidad ajena, nacida del sentimiento
agudo de la propia y de la actitud del Dios-Hombre para con los pecadores. Es
la indulgencia que comprende, perdona todo y rehabilita con palabras y gestos
de bondad...
La PUREZA es la
aversión por el mal y la fealdad; el temor filial de ofender a Dios, el
valeroso esfuerzo por expiar las propias faltas, la vigilancia heroica por
evitar nuevas, la pasión de la gloria de Dios superior a toda otra intención,
la oración instante por que sea lavada nuestra alma del polvo del camino.
La PAZ es, dentro de
sí y fuera, la tranquilidad del orden en el respeto de la jerarquía de los
valores, el cumplimiento, en la propia vida, de las tres primeras peticiones
del Padre nuestro: que el Nombre de Dios sea santificado, que su reino venga,
que su voluntad se haga. Es el advenimiento en nuestra alma del Reino de Dios.
La PERSECUCIÓN santificada
es el dolor por la incomprensión de los hombres, la más penosa de todas, la de
los buenos, de los que más amamos, aceptada con un corazón generoso, con
agradecimiento no fingido para con los que así nos ayudan a despegarnos de
nosotros mismos.
Bien mirado es el programa de la
santidad auténtica, del que las Bienaventuranzas emergen a manera de cumbres,
no muchas veces alcanzadas, pero a las que es preciso aspirar. La gozosa
serenidad de los santos ha admirado siempre a sus contemporáneos, prueba de que
su alegría era de una esencia más fina que la de los cristianos medios. La
alegría corre parejas con el desasimiento y sus quilates dependen del empeño
desplegado.41 Si
se llora en el desierto, que sea de gozo. Como ya nada le embaraza, el Ermitaño
que vive allende el espacio y el tiempo, participa de la inmutabilidad de Dios
en su felicidad eterna. Está ya allí donde “no existirá ni duelo, ni gritos, ni
fatiga”, pues Dios mismo habrá enjugado todas las lágrimas de sus ojos
(Apocalipsis 21,4).
Sin embargo, ese ideal, aquí abajo, es
raro que se realice en plenitud. Tu alegría, de ordinario, se refugiará en el
centro del alma, dejando que pese sobre tus espaldas, a veces abrumadoramente,
la pesada monotonía de los días. Sin duda no habrá anacoreta que no haya gemido
por la atonía habitual de sus horizontes y la prolongación de su destierro.
Más que júbilo sentirás paz; más que
empuje, serenidad. La alegría de los niños es expresiva y ruidosa, pero frágil
e inconstante; no es una conquista ni se enraíza en el sacrificio. La serenidad
del Ermitaño es el descanso de un corazón desasido a punta de lanza, de una
voluntad que tras el esfuerzo canta la victoria de su imperio, de una
naturaleza calmada por el sufrimiento, de un espíritu penetrado de la vanidad
de las cosas, de un alma avasallada enteramente por Dios y que ya nada espera
sino de Él. No es el desencanto nacido de repetidos desengaños, antes, por el
contrario, el consentimiento de un alma arrebatada por la gracia, después de
haber bordeado los abismos, hasta los dominios de la fe desde los cuales
descubre cada cosa en su verdad y ya no más en la ilusión de las apariencias.
Te causará admiración y envidia la
tranquilidad dulce de los viejos ascetas a los que ningún acontecimiento de
este mundo parecía conmover, como si hubieran emigrado del planeta.
Ellos han vivido su fe sin pedirle a la
tierra lo que no puede dar. En ellos florece en todo su esplendor la esperanza
cristiana, con su alegría discreta, presagio de la que esperan conforme al
dicho de Jesús: “Alegraos y regocijaos, porque es grande vuestra recompensa en
los cielos” (Mateo 5,12).
Pero ¿acaso no es grande ya en la tierra
misma la recompensa del Ermitaño, colmado de las preferencias divinas? Olvida
la pobreza y austeridad del marco y contempla a menudo las grandes cosas
obradas por la gracia en tu alma. ¿Estaría bien que te mostrases malhumorado en
la intimidad de un Dios que se encierra contigo en el secreto de la celda
interior para descubrirte sus esplendores?
Escucha el canto del Ermitaño: Yo me gozo en Yavé, mi alma salta de júbilo en mi Dios porque me ha
vestido de vestiduras de salud, como esposo que se ciñe la frente con diadema,
como esposa que se adorna con sus joyas... (Isaías
61, 10).La llama del corazón canta en los ojos...42
Capítulo V
El monte Calvario
el amor de la cruz…A
fin de vivir para Dios, estoy crucificado con Cristo (Gálatas
2,19)
La
cruz campea sobre el Eremitorio: es una advertencia. Todo aquí florece a la
sombra de la cruz y en ella vienes a cobijarte. Bueno es en seguida llamar tu
atención sobre ella. El mundo del que sales no le pone mejor cara que en tiempo
de San Pablo: locura para unos, escándalo para otros (1 Corintios 1,23). Y aun
los que la predican no lo hacen sin mucha timidez.
La vida del Ermitaño sólo a su luz cobra
sentido. Cristo te previene: “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a
sí mismo, tome su cruz diaria y sígame” (Lucas 9,23). Tendrás que sufrir cada
día, y sufrir de buena gana. Eres débil y sensible como todo hombre, y esa
perspectiva no es del todo placentera. Aun para un alma generosa, el único
atractivo de la cruz es su relación con Jesús.
El Hijo de Dios se encarnó para sufrir.
Su primer acto consciente en el instante mismo de su concepción fue ofrecerse
como víctima para expiar nuestros pecados:Sacrificios y ofrendas
no quisiste pero me formaste un cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado
no te agradaron; entonces dije: Mira que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu
voluntad (Hebreos 10,57).
Esa voluntad era que padeciese y
derramase toda su sangre por nosotros. Lo dirá más tarde: (Mi vida) “nadie me
la quita, yo la doy por mí mismo... tal es la orden que recibí de mi Padre”
(Juan 10,18). Jesús entra de lleno en los designios paternos y, conformando
perfectamente su voluntad con la del Padre, escoge positivamente el sufrir: “En
vez del gozo que le fue propuesto, soportó la cruz” (Hebreos 12,2), es decir,
toda una vida de trabajos y dolores, del cuerpo, del corazón y del alma: todo
en Él ha quedado traspasado del amargor de la Cruz. Gracias a ese tremendo
sacrificio somos lo que somos sobrenaturalmente, “santificados mediante la ofrenda
del cuerpo de Jesucristo” (Hebreos 10, 10), (cf. 1 Pedro 2,21-25).
No hace falta enseñarle al Ermitaño que
no está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo sobre su señor”
(Mateo 10,24). Si corriese peligro de olvidarlo, escuche a San Pedro: “Si
haciendo el bien tenéis que sufrir y lo lleváis con paciencia, esto es grato a
Dios. Pues para esto fuisteis llamados, porque también Cristo sufrió por
vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus pasos, El que no cometió
ninguna culpa”
(1 Pedro 2,20-21). Así fuera inocente,
debería configurarse con su Maestro, aunque su sufrimiento no sirviese para
nada ni a nadie. Por su estructura, el cristiano es un crucificado, y la razón
es la que da San Pablo: “Con Cristo estoy crucificado, pues ya no vivo yo, es
Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,19), y “Cristo quiere continuar su Pasión
en sus miembros” (Colosenses 1 ,24).
Examínate: la cruz está hondamente
grabada en tu carne y en tu alma por todos los sacramentos, desde el Bautismo
en el que te dijeron al signarte: “Recibe la señal de la Cruz en la frente y el
corazón” (Ritual). Era una salvaguardia y un programa de 43
vidas. La Confirmación ha añadido una precisión: la Cruz es tu guion de
combate: “Te señalo con el signo de la Cruz y te confirmo con el crisma de la
salud”.
La Eucaristía, la Penitencia,
revitalizan esa señal para recordarte que todo, en el orden de la gracia, te ha
venido por la Cruz; que, por tanto, es una bendición, más también una carga, y
que se te juzgará según ella.
La vida seglar tiene sus cruces; el
Yermo posee las suyas, y el desierto que te guarece del siglo es la tierra
preferida del sacrificio: es la réplica del Edén. Donde un jardín de delicias,
la estepa; donde un árbol frondoso, la Cruz; el hombre se perdió en el Paraíso
terrenal, se redime en el desierto. La Cruz es el verdadero árbol de la vida.
Subiendo la pendiente del Eremitorio
asciendes a tu calvario. No dramatices nada; no hay peor engaño que la
inflación verbal o sentimental que encubre a menudo escuálidas realidades. No
pocas generosidades no son heroicas más que en imaginación, y fantasean con un
ideal inasequible, sueño más que vida. La cruz del monje es muy sencilla y muy
modesta, aun siendo pesada. La gente la conceptúa irrisoria. Nunca la han
sopesado. Por otra parte, cada cual sólo siente el peso de la suya, la única
que le duele.
¿Qué te tocará? Dios lo sabe. Sin
remedio serás acribillado por las mil y unas contrariedades de la vida regular.
Es la más trivial de las cruces, pesada porque no suscita en nadie interés ni
compasión: es el lote común. Confiar su pena a otro, mendigar su conmiseración
alivia no poco. No lo busques. Tu actitud interior de aceptación y oblación
basta para conferir dignidad a esas fruslerías. Perderías mucho rebelándote,
incluso desahogándote.
Todo lo que es doloroso, física, moral,
espiritualmente, cualquiera que sea el instrumento, hombres, sucesos, cosas,
incluso siendo tú la causa, tiene valor de cruz para el espíritu de fe. Basta
que aceptes y ofrezcas las consecuencias penosas de tus faltas o de tus fallos.
La Iglesia llama “feliz culpa” al calamitoso desliz de Adán. La mejor
penitencia es sobrellevar por amor los ‘efectos molestos de tus desvaríos.
Hazlo así, siempre gozarás de paz.
Los renunciamientos que imponen los
votos acarrean infinidad de padecimientos: incomodidades de la pobreza,
aislamiento de las criaturas, repugnancias de cuerpo y espíritu en la ascesis.
Todo ello, en la práctica, toma un aire, ora gracioso, ora displicente. Poco se
beneficia el amor propio. Sola la fe transfigura tanta trivialidad y garantiza
su repercusión eterna.
Puede que el Señor recargue tu cruz. ¡De
tantas maneras sabe poner a prueba el maravilloso instrumento que es la
sensibilidad! Como autor de ella la pulsa con arte divino. El Ermitaño no debe
molestarse por ello. ¿Acaso no ha venido al Yermo para asemejarse a Cristo
crucificado? Siempre nos toma Dios en serio. A veces te vendrán ganas de
echárselo en cara. Sólo una mirada al crucifijo puede sofocar tus críticas, sin
por eso volatilizar tus sufrimientos.
Si amas intensamente, desearás estar
tendido sobre la Cruz. Tal deseo es una cima. No te aflija el verte lejos de
ella. Está ya bien el no rebelarte nunca, ni huir. El mismo Jesús no subió al
Calvario en marcha triunfal; no lo pierdas de vista. San Pablo te dice:
“Reflexionad en el que soportó tal contradicción de parte de los pecadores,
para que no os canséis descorazonados” (Hebreos 12,3).
No te fíes del entusiasmo de imprenta.
Es fácil escribir cosas sublimes. La Sagrada Escritura es más realista, está
más al tanto del pobre corazón humano. El Dios que la ha inspirado es asimismo
el que nos ha moldeado, y nuestras quejas, transidas de amorosa conformidad, no
pueden desagradarle cuando se dirigen a El: “Venid a mí todos los fatigados y
agobiados, y Yo os aliviaré” (Mateo 11 ,28). 44 Nuestros gemidos hallaron
eco en el Corazón de donde brotó tan rica palabra. Nunca nos hemos de quejar de
Dios a los hombres pero no le disgusta que le dirijamos a El suaves reproches.
Lleva tus cruces sin fanfarronería. Ni
la gracia que te sostiene, ni el brío de tu correspondencia les quitarán su
cariz penoso. La naturaleza seguirá gimoteando, experimentará el mismo horror
por lo que la desgarra y quebranta, la misma gana de ahuyentar lo que la
molesta. La Cruz no sería más la Cruz si dejase de afligir. Sola la parte
espiritual de tu alma podrá regocijarse, si bien esa alegría no la encontrara
en sí misma: es un don de Dios.
El Eremita debe orar mucho. Recela de tu
debilidad; no eres más valiente que los Apóstoles que protestaban cuando Jesús
les profetizó: “Oseas vais a escandalizar por causa de mí esta misma noche”
(Mateo 26,31). Y así fue. Tu única seguridad es que Jesús haya orado por ti
para que tu fe no desfallezca (Lucas 22,32).
Sé humilde, no te adelantes a la gracia;
lleva lo mejor que puedas las cruces de Providencia, antes de pedirlas más
pesadas. El peligro lejano no asusta. ¡A cuántos paraliza su proximidad!
Esto no obstante, pide el amor de la
Cruz. La resignación es el grado ínfimo de la adhesión a la Voluntad de Dios.
Le falta calor y empuje; deja como un resabio de pesar. La fe en la sabiduría,
poder, bondad de Dios no actúa con toda su fuerza en el alma. Una cosa es
aceptar lo que Dios dispone; otra, acogerlo, quererlo positivamente con El, en
la visión clara del bien de la Cruz.
No eres tú quién para darte a ti mismo
esa iluminación dinámica: Meditando detenidamente en la Pasión te preparas, la
oración asidua y la generosidad en los sacrificios corrientes inclinan al Señor
a otorgarte esa gracia. Sin embargo, arrastrarás sin duda mucho tiempo la
humillación de una inconfesable aversión por la Cruz.
Siquiera, no te fugues a la primera
alerta, ni pongas el grito en el cielo por un arañazo. Compara tu cruz con la
suma de sufrimientos que la lucha por la vida inflige a la gente del mundo. Tu
pusilanimidad te sonrojará. A Jesús y a nadie más es a quien debes confesar tu
escaso valor, a menos que ya no puedas más. Es el único que puede prestarte
ayuda eficaz. La confidencia no imprescindible de nuestras contrariedades está
a menudo agusanada de amor propio. Se busca un derivado humano, o se mendiga
una aprobación de nuestra impaciencia, tal vez su tanto de admiración por
nuestro tesón. Aprende a no airear las pruebas corrientes. Si Cristo es de
veras tu amigo, Él te basta. Él es quien te pone a prueba, ¿crees que le
gustará que le controlen los hombres?
Te codearás con almas silenciosas y
serenas, de esas que, zarandeadas por el sufrir, nunca hablan de sí mismas;
están henchidas de compasiva comprensión por las lágrimas de los demás. Los
grandes anacoretas de antaño dan esa impresión.
El desierto enseña a llevar la cruz a
solas, en seguimiento de Jesús y como El. Creyó el Cireneo que le ayudaba,
cuando era Jesús quien le inyectaba su fuerza. San Benito te advertía: “Sin el
auxilio de nadie.., con el solo vigor de sus manos y brazos”. Resulta austero,
mas es preciso acomodarse a ello. Dios retira su mano en la medida en que nos
apoyamos en la del hombre.
En la Cruz Jesús no quiso la menor
ayuda, el menor alivio, ni el de su Madre. No posees, bien es verdad, su fuerza
divina, pero El está ahí para sostenerte. Tu cruz es una astilla de la suya y
la lleva El más que tú.
La cruz es el pan de cada día del Ermitaño.
Sin apariencia ni belleza, escribía Guigo el Cartujo, así debe ser adorada la
verdad”. Pero la lleva tan sonriente que parece no tener ninguna. Sus lágrimas
son para el Señor, que es quien las hace correr: “Tienes cuenta de mi vida
errante, pon mis lágrimas en tu redoma” (Salmo 55,9).45
Capítulo VI
El monte Carmelo
los caminos de la oración
Exulte el
desierto y la tierra árida, regocíjese la estepa y florezca como un narciso,
exulte con júbilo y cantos de triunfo.., le será dada la hermosura del
Carmelo... (Isaías 35,12)El Monte Carmelo, cuyo nombre significa “Viña” o “Vergel”, ha
llegado a ser el símbolo de las ascensiones espirituales, cuyo término, en la
cumbre, es el descanso en Dios, en las delicias de la unión plena. La Escritura
nos lo describe como paraje fértil y deleitable, que por su encanto y feracidad
le ha merecido evocar a la Santísima Virgen: “tu cabeza como el Carmelo”
(Cantar de los cantares 7,6). Isaías pondera la hermosura del Carmelo (35,2).
Dios mismo anuncia como tipo de su vindicta contra su Pueblo
prevaricador la devastación del Carmelo. La arrogante montaña quedará pelada
(33, 9), su cima se secará (Amós 1,2), toda su belleza se marchitará (Nah 1,4).
Su único rival en magnificencia es el Líbano (Isaías 35,2). Su opulencia
representa el alma expansionada en los goces de la contemplación.
Para el contemplativo el centro de
interés es el episodio profético de la nubecilla que a ruegos de Elías viene a
poner fin, vertiendo su lluvia benéfica, a la sequía y al hambre (1 Reyes 18,
41-45). El retiro de Elías al torrente de Kerit, la purificación del Monte del
culto de Baal (1 Reyes 18, 41-46), bien semejan una sorprendente premonición de
las etapas que llevan al Ermitaño por las vías ascendentes de la Oración.
¿Qué es lo que buscas en la huida del
mundo y aun del mundo cenobítico? ¿Por qué deseas vivir en celda, no ver nada,
no oír nada, no decir nada, si no es por entrar en gozosa comunión directa con
Dios y en conversar con El con la frecuencia y continuidad que consiente la
fragilidad humana?
La oración es eso: un coloquio filial
con Dios, en confianza y libertad inspiradas por el amor. La celda sin oración
no pasa de calabozo o de retiro de solterón; es un desierto en el sentido
peyorativo de la palabra, una tierra árida donde el alma se agosta en su
esterilidad. El Ermitaño es el hombre de la Oración. Esta es para él una
necesidad vital, una exigencia del corazón.
No te descarríes por falsas pistas.
Sería un desastre que te convirtieras, en tu soledad, en un molinillo de rezos,
o en el abogado parlanchín de todos los pleitos interesantes. El amor es
alabador más que pedigüeño. El Padre nuestro, el Sacrificio de la Misa, el
Oficio divino proveen con largueza a todas las peticiones. Lástima grande sería
que tus encuentros personales con Dios se tornaran entrevistas de negocios.
Otras aspiraciones tiene tu corazón y Dios sobre ti otras miras.
Tienes que sentir impaciencia por
abrazarle en su realidad. Digno de compasión es el Ermitaño que se satisface
con los cantos de alegría, de los demás, aunque éstos sean unos santos, y
aquéllos vengan estampados en textos sublimes. Lo que hace falta es poseer el
fuego que les arrancaba esos acentos apasionados. Nada hay de 46 más personal, de más
incomunicable que la oración verdadera. Es el lenguaje o la actitud silente de
un alma individual cara a cara con su Creador y su Padre. Es la reacción
espontánea del corazón ante ese ponerse en presencia. El corazón ni se presta
ni se pide prestado. Lo que piensan, sienten, expresan los otros puede sacudir
nuestra torpeza, animar nuestra poquedad, pero no será nunca la expresión
adecuada de nuestras propias emociones. Dios interpreta condescendiente nuestra
sinceridad desmañada, pero cuánto mejor le glorificaría la verdad de nuestras
personales palabras. Pensando a lo humano, es la eterna inquietud: ¿Me amas de
veras?
Si el Ermitaño no está enamorado de
Dios, nunca sabrá orar. Cerrado el libro, el aburrimiento le invade de nuevo, y
ni por descuido se aventurará en esos largos silencios, durante los cuales el
alma enteramente desocupada se abre a la irradiación del amor.
La oración pertenece al orden de la fe.
Si lo que buscas es la emoción nacida del sentimiento vivo de una prueba que te
dilate los pulmones, acelerando los latidos del corazón, te expones a tomarle
asco a la oración. Por la fe es como cobramos conciencia de la inhabitación de
Dios en nuestras almas: pero una fe en actos. No hay oración posible sin ese
situarnos cara .a cara con el Señor en la actitud interior que nos sugiere lo
que Él es y lo que somos nosotros. Todas las verdades que conciernen nuestras
relaciones con El tienen que brillar a los ojos del Ermitaño con un resplandor
que nada pueda empañar.
De aquí que la lectio divina le
sea imprescindible. Mejor que nadie debe conocer las “maneras” de Dios, según
la frase de Santo Tomás de Aquino.
Ningún libro le formará mejor que la
Sagrada Escritura, en la que Dios “se expresa a sí mismo” y se revela a
nosotros. Lo que oyes es su voz. Y nada más cautivador, ni más dulce que la voz
del amado. Lo mismo llama a la puerta de tu corazón: “Ábreme” (Cantar de los
cantares 5,2), que “estremece al desierto” (Salmo 28,8).
El Verbo hecho carne y hecho Eucaristía
a quien recibes todas las mañanas, es asimismo Palabra escrita, y es El quien
en la Biblia te inunda con su Luz. Te habla de la grandeza, de la Belleza del
Amor, de su Bondad, de sus designios, de las iniciativas que le han abajado
hasta tu nada. Los tratados de teología disertan sobre un ausente; una sola
palabra de la Escritura te trae el sonido de una voz adorab1e.
Ojalá llegues a engolosinarte de la
Escritura; es sentir la sed de Dios. Abriendo la Biblia adelantas los labios
hacia la Fuente, y la fuente “tiene sed de ser bebida”, sitit sitire (San
Gregorio Nacianceno).
Léela con corazón humilde y simple. La
erudición podría volverte árido. En ella Dios habla a los pequeños, a sus
“pobres” que alaban su Nombre (Salmo 73,21), y a quienes prepara una morada
(Salmo 67,11).
Rumia los textos que han despertado un
eco en tu alma. Los viejos anacoretas se repetían indefinidamente los versos en
que parecía estar condensada para ellos la luz de lo alto. La ciencia, tal vez,
no salía muy bien parada en su exégesis; con todo, ellos paladearon un manjar
inefable ignorado de los sabios. El corazón se había abierto a la voz del Amado
que en él había entrado.
Así nutre el Ermitaño su contemplación.
Pide al Señor ilumine tu espíritu. Pues los hay que ciega la suficiencia y que
tienen ojos para no ver. Nunca has de leer las Escrituras sin antes invocar al
Espíritu Santo. Dios habla, pero Él es también quien se hace comprender y quien
se da. Dile: “Abre mis ojos para que pueda ver las maravillas de tu ley” (Salmo
11, 18). “Haz que entienda... y pueda meditar sobre tus maravillas” (ib. v.
27).47 No
leas la Biblia como un libro de Historia ni de historias; no la leas como el
curioso testigo de una religión. Para el Ermitaño es el libro sagrado donde
debe buscar el conocimiento de lo que Dios quiere decirle a él personalmente.
Lleve su alma siempre pura y libre so pena de permanecer opaca a los rayos
divinos. Una y otra vez dile al Señor: “Aparta mis ojos de la vista de la
vanidad, y dame la vida de tus caminos” (Salmo 118, 37). Dando por supuesto que
se ha de merecer el sentido de esa oración. Para el Ermitaño casi todo, fuera
de Dios, es “vanidad”. Tiene que ser fiel a su desierto interior.
Muchos no saben hallar a Dios. Sus
sentidos piden pábulo sensible, su espíritu, abastecimiento de nociones. Se
queman las cejas discurriendo, como si el silencio no fuese el lenguaje del
corazón: “Cuando rezas, entra en tu habitación y, cerrada la puerta, ora a tu
Padre que está en lo secreto; y tu Padre, te premiará” (Mateo 6,6). Si estás
realmente desasido de todo y andas siempre orientado hacia Dios con el deseo,
notarás palabras. Dios interpreta esa tensión de amor que refleja incluso en tu
carne el anhelo de tu ser hambriento.
La actitud del pobre postrado en su
miseria, la del novio silencioso que contempla con los ojos brillantes a su
prometida, es más elocuente que toda perorata; “Mis deseos, ¡oh Yavé!, ante ti
están y no se te ocultan mis gemidos” (Salmo 37,10). Todo lo que les debe
concurrir a encender ese deseo. Si son pocos los contemplativos ¿no será porque
ci deseo de Dios es raro o débil en muchos? Dada la importancia de los
sacrificios hechos ¿no es corno para creer que el Ermitaño vive devorado por
esa sed? Así tendría que ser, y su alma entera verterse en estos versos que
salmodia: “Como anhela la cierva las corrientes aguas así te anhela a ti mi
alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo” (Salmo 41,2-3).
Cuida de que tu conducta no desmienta
tus declaraciones. ¡Supone tanta desnudez el decir a Dios tales cosas!
Ejercítate a no negarle nada. Son infinitas sus exigencias para con las almas
que El llama al itinerario de la Oración. Son tantos los que se estancan en eso
que uno no se atreve a llamar “oración”. Son tan reticentes en el don de sí
mismos, tan de manga ancha para lo que ellos llaman peccata minuta, tan
poco generosos en el sacrificio, tan enzarzados en sus seudo desvelos, tan
curiosos de frivolidades... Lo más difícil para un Ermitaño contemporáneo
parece ser el consentir en no saber ya nada del mundo, el persuadirse de que
puede prescindir. de estar al corriente de todos los vaivenes del pensamiento.
La lectura asidua de un diario socava solapadamente el espíritu de soledad.
Todo se paga en la oración, y ello explica que un anacoreta profesional de la
unión con Dios no pueda permanecer treinta minutos .a solas con El sin la ayuda
de un ‘libro...
Medita en la orden terminante que Dios
da a Elías y, de rebote, a ti: “Parte de aquí, vete hacia el oriente y
escóndete junto al torrente de Kerit... Beberás el agua del torrente y yo
mandaré cuervos que te den de comer allí” (1 Reyes 17, 34). Es un imperativo de
ruptura absoluta con el mundo, que implica la ignorancia de lo que en él pasa.
Huir hacia el Oriente es refugiarse en Jesucristo, cuyo nombre es “Oriente”
(Lucas 1, 78), que es la hendidura de la roca, la grieta de la peña escarpada
donde se ‘le invita a la paloma a anidar (Cantar de los cantares 2,14).
Entonces Dios mismo dará al alma generosa el alimento y la bebida de las
gracias selectas de la unión. Muchos más serían los contemplativos sí se contaran
más “peregrinos de lo absoluto”. De ellos está escrito: “Se sacian de la
abundancia de tu casa y los abrevas en el torrente de tus delicias; en ti está
la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz” (Salmo 35,9).
Experimentarás por tu cuenta un reflejo
de retroceso al borde del abismo. No deja de causar cierto terror el abandonar
en manos de Dios los mandos del mundo 48 interior de cuyo
funcionamiento somos tan celosos. Cuando sienten que se les escapa el libre
dominio de sus actividades en la oración, muchos pierden los estribos y se
figuran que van a hacer pie en tierra firme enfrascándose en la lectura. De
hecho abandonan la oración. Consiente en aburrirte con Dios.
Poca cosa te enseñaran los libros sobre
las vías de la contemplación. Son sencillas y derechas: morir al mundo y a sí
mismo, vivir en la mayor soledad y el más profundo recogimiento, dejar a Dios
toda la iniciativa. Lo demás es obra suya. Prepárate mediante una valerosa
ascesis.
Y ¿quién sabe si serás arrebatado hasta
la cúspide de ese Carmelo opulento desde donde verás ascender la nubecilla que
pronto anegará tu alma en lluvia fecundante.
No puede el Ermitaño no ambicionar ese
estado de la más alta unión con Dios, “la unión plena”, la más cercana a la que
nos brindará la eternidad, y para la que estamos hechos.
En el desierto, Dios no ha señalado más
rutas ni más sendas que las de la oración (Isaías 43,19). La contemplación
halla su fin en sí misma: no es otra cosa que el más subido ejercicio de la
caridad, y, la caridad, virtud teologal que tiene a Dios por objeto, carece de
finalidad utilitaria para nosotros. Por eso, cuando es auténtica, es
inseparable de una santidad verdadera, la cual, a su vez, no es sino la
eflorescencia de esa misma caridad vivificando la práctica de todas las
virtudes hasta el heroísmo.
Tu desierto entonces se trocará en
prado. Por haber sido fiel, El cumplirá sus promesas: “En las alturas peladas,
dice Dios, haré brotar manantiales... tornaré el desierto en estanque y la
tierra seca en corrientes aguas” (Isaías 41, 18-19). “Exulte el desierto y la
tierra árida, regocíjese la soledad y florezca como un narciso... le será dada
‘la hermosura del Carmelo” (Isaías 35).Tu alma sedienta podrá abrevarse en
el torrente de las delicias de Dios: Pues brotarán aguas en
el desierto y correrán arroyos por la soledad, la tierra quemada se convertirá
en estanque, y el país de la sed se convertirá en fuentes (Isaías
35,6-7).49
TERCERA PARTE.
El Templo.
Nos acordamos, Dios, de tus favores
aquí en tu templo (Salmo 47,10)
El desierto
interioriza. No serías verdadero eremita si no vivieras en el cómo en un
templo, si no aprendieras a hablar al Señor en lo más íntimo de ti mismo. El
Ermitaño no es un vagabundo de la estepa. Es el hombre desasido, despojado,
desnudo, cuya morada es Dios mismo, en quien se ha escondido con Cristo
(Colosenses 3,3).
No es más de la tierra, aunque todavía
no haya penetrado en los cielos. Y sin embargo, en la fe, en el amor, Vive ya
lo que vivirá eternamente. Por lo mismo, el Eremitorio es por excelencia un
lugar santo. Dichoso tu elegido, tu familiar, habita en tus
atrios. Sácianos de la dicha de tu casa, de la santidad de tu templo (Salmo
64,5).
De los que como tú han sudado en la pista
árida y han trepado a la montaña abrupta, está escrito: Están
ante el trono de Dios, y le rinden culto día y noche en su templo; y el que
está sentado en el trono habita entre ellos. No tendrán hambre ni sed ya más,
ni caerá sobre ellos el sol y el calor abrasador. Porque el Cordero que está en
medio del trono los apacentará y los guiará hacia las fuentes de las aguas de
la vida; y Dios enjugará todas las “lágrimas de sus ojos (Apocalipsis.
7,15-17).50
Capítulo I
El Templo cósmico
de Dios a la criatura.
Vio Dios ser muy
bueno cuanto había hecho (Génesis 1,31)
El
desierto es siempre bello: el océano, la estepa arenosa o rocallosa, la montaña
caótica, la selva misteriosa nos imponen el silencio de la admiración. Por
instinto, se piensa en el genio sobrehumano que ha derramado tales maravillas,
en el esplendor de la fuente luminosa de tales reflejos. No menosprecies lo que
Dios ha tenido la fineza de dedicarte:
Mil gracias derramando
pasó
por estos sotos con premura
y
yéndolos mirando,
con
sola su figura
vestidos
los dejó de su hermosura.
Así
canta el Doctor Místico, San Juan de la Cruz (Cantar de los cantares 5, 5).
A lo largo de la Biblia Dios va haciendo
desfilar ante nuestros ojos encandilados las obras maestras de su creación; las
exhibe con satisfacción como un tapiz tornasolado en un lujo de imágenes que
las abrillanta aún más y les da más vida. “Son las aclamaciones de los astros
matutinos” (Job 38,7), es el “mar que sale impetuoso del seno” y que él “cerró
con puertas (v. 8); son las “nubes como mantillas”, “los densos nublados como
pañales” (v. 9); es “la aurora adueñándose de los extremos de la tierra” (v.
12); es “el rayo que retumba se fracciona dejando el espacio salpicado de
chispas” (v. 24), la lluvia “derramada de los odres de los cielos cuando se
hace una masa el polvo y se pegan uno a otro los terrones (v. 38).
Para el que sabe mirar la tierra es
siempre el Paraíso terrenal. “Las criaturas son como un rastro del paso de
Dios” (San Juan de la Cruz). Siendo El la belleza infinita, no se ha desdeñado
en irradiarla para nosotros y atraer así nuestra atención: “Vio Dios todas las
cosas que había hecho y eran muy buenas” (Génesis 1,31). “Sí, proclama el autor
de la Sabiduría, amas todo cuanto existe y nada aborreces de cuanto has hecho,
pues si hubieras odiado algo, no lo habrías hecho” (11 1,25). “Las
misericordias de Yavé se posan en todas sus criaturas’ (Salmo 144, 9).
El universo de lo infinitamente grande,
como el de lo infinitamente pequeño rebosa de magnificencias que ningún ojo
como no sea el del Creador verá jamás. El mundo es su santuario, y lo quiere
ataviado de “potencia y hermosura” (Salmo 95,6). Al comienzo, gustaba de
“pasearse por el jardín al fresco del día” (Génesis 3,8). Era el paisaje en que
debía encarnarse y su acción conservadora se esmeró con amor, día y noche, en
mantener en su frescor el esplendor y encanto de la tierra: “¿Cómo podría
subsistir nada si tú no quisieras?” (Sabiduría 11,26).
El Eremitorio te brindará la ventaja de
una naturaleza hermosa. Abre los ojos para admirarla, el corazón para
agradecerla. La fe te mostrará en ella la infinita 51 hermosura sobrenatural “de
la figura de Dios, cuyo mirar viste de hermosura y alegría el mundo y todos los
cielos” (San Juan de la Cruz).
Esa será quizá tu única alegría humana
que no esté teñida de tristeza. La criatura irracional es la única que no haya
decepcionado a su Creador, y que se doblega sin falta ni resistencia a todas
sus voluntades. Mírala: con todo su ser canta la gloria de Dios (Salmo 18).
Bossuet dice: “ella no puede ver, se muestra; no puede adorar, nos inclina a
ello; y lo que ella no entiende no consiente que lo ignoremos”. El Ermitaño le
presta su corazón y su voz: “Obras todas del Señor, bendecid al Señor” (Dan
3,57).
Mas también sabe escucharla; toda la
obra de sus manos habla de Él (Salmo 18, 1). ¿Por qué cerrar los ojos a la
sinfonía de las formas y de los colores, los oídos a la armonía de los sonidos,
el olfato al perfume de las flores? Todos ellos te dicen que Dios los ha hecho
mensajeros suyos, encargados de alegrar tu destierro (Salmo 103,4). Tú mismo lo
reconoces en el coro: “De sus moradas manda las aguas sobre los montes, y del
fruto de sus obras se sacia la tierra; hace nacer la hierba para los animales y
el heno para el servicio del hombre” (Salmo 103, 13-14).
¿Temes acaso que la belleza de las cosas
te atornille a la tierra? Míralas en contemplativo. Al cristiano se le enseña a
descubrir a Dios en su criatura, a verle a su trasluz. Tú, que vas al Señor
derecho, ve su obra en El, admírala a través de Él. Tu visión interior es la
que proyecta su luz sobre la creación, y no ésta la que condiciona esa visión.
Los bienaventurados en el cielo no perciben nuestro universo sino en el
Creador, y Dios mismo sólo en sí ve lo que está fuera.
Tú que vives ya de la vida futura, no
admires nada si no es en la relación que une cada ser con su fuente sabia y
amante, con aquella Providencia cuya mano paternal derrama sus bendiciones
sobre la creación entera (Salmo 144, 16). Dios no se desdeña de ataviarse, en
la Escritura, del esplendor de los elementos de nuestro planeta. La luz es el
“manto” centelleante con que se arropa; las nubes son su “carro”, y “las alas
del viento” su corcel; el trueno, su voz las tinieblas su “velo”.
Inspirando al escritor sagrado, Dios
mismo nos coloca en la perspectiva de la más alta estética. El pensamiento
sobrenatural expande y despliega hasta el infinito el encanto de las formas, de
los colores, de los sonidos, a la manera que el eco, al oído de un amigo, se
reviste de los sonidos del alma de aquel cuya voz repercute.
Jesucristo gustaba de descifrar el
sentido divino de la naturaleza, inclinándose hasta sus más humildes
maravillas, que tantos otros pisan distraídos: la hierba, vestida por Dios, y
las flores de los campos, superiores en magnificencia a las galas de Salomón;
la caña que el viento cimbrea, los manantiales que refrescan, los arreboles
mañaneros o vespertinos, los campos ondulante de mieses, los senderos
pedregosos, el relámpago que rasga el espacio, la luz centelleante. Los
animales tan humildes de nuestro contorno familiar le encantan: la gallina que
reúne sus polluelos bajo sus alas, los gorriones que Dios alimenta, la cándida
paloma, la oveja mansa y dócil... No hay rastro de hermosura que le deje
insensible. Pero cada onda que hace vibrar sus facultades estéticas le trae al
mismo tiempo el mensaje de su Padre que da a todo un sentido tan personal. Yo soy la fuente de agua viva... (Juan 4,13).Yo soy la luz... (Juan
8,12).Yo soy el camino... (Juan
14,6).Yo soy el pan... (Juan
6,35).Yo soy la piedra... (Mateo
21,42).Yo soy la puerta (Juan
10,7).Yo soy la flor de
los campos... (Cantar de los cantares 2,1).52 Con sus reacciones ante la
primorosa naturaleza, Jesús nos da la inteligencia de ella y nos sitúa en la
óptica en que debemos mirarla. El mismo, “resplandor de la luz eterna, espejo
sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad” (Sabiduría 7,26), es el
que, con miras a su Encarnación, se ha preparado un templo digno, un marco
soberano para la “Figura” que es de la sustancia del Padre. Se comprende que
las radiaciones de ese “Rostro” sublime, al rozar las criaturas, las haya
dejado “vestidas de su hermosura” (cf. San Juan de la Cruz. Cant V, 5).
No hay ningún mal en que vuelvas a ver
en espíritu, sin nostalgia quejumbrosa ni vana cavilación, las bellezas que te
ha tocado contemplar. Ahora, más de cerca de Dios, no te resultará difícil
lograr que esos cuadros canten el himno de alabanza que quizá entonces no
supiste interpretar. Remeda al caminante solitario a quien la oquedad inspiró
esta meditación:
“He aquí la hora de la quietud, y de
cantar, cara a cara contigo, la consagración de mi vida en el silencio de este
sobreabundante ocio” (Tagore).
Todo nos convida a esas elevaciones:
w La
rama del cerezo en flor: “En el alma unida a Dios siempre es primavera” (Cura
de Ars).
w La
sombra de la tarde en el océano: “Lo que sé de mañana es que antes que el sol
se levantará la Providencia” (Lacordaire).
w Las
cumbres nevadas: “El hombre tiene hambre de altura y de pureza” (Gustave
Thibon).
w El
sauce a la orilla del lago que sestea: “Mi paz es la que os doy. No se trata de
juzgar, sino de amar” (X).
w Un
rayo de luna en el bosque mecido por la brisa: “Guíame, ¡oh suave luz! en la
oscuridad que me cerca. ¡Oh! guíame. La noche es profunda y estoy lejos de mi
mansión. Guíame, Señor” (Newman).
w El
agua que fluye por un canal de barro a un pilón de piedra: “La fuente tiene sed
de ser bebida” (Nacianceno).
w La
hierba del sendero que vas pisando: /”Señor, a mis pies desnudos /dales un paso
largo y puro, /por entre las hierbas que estremecí /para poder llegar a ti”
(Marie-Noël).
w Una
pista en la nieve: “El Señor ha ensanchado la ruta de mi viaje, y mis pies no
vacilan” (Salmo 17, 37).
w El
arbusto zarandeado por la borrasca: “Ten misericordia de mí, Señor, pues que
soy débil” (Salmo 6,3).
w El
fulgor del sol y la claridad de la luna evocan a Jesús, el Sol de justicia, y
la Virgen María, vestida de su luz, y con la luna a sus pies (Apocalipsis
12,1).
¿Quién formará tu alma a esa respiración
sobrenatural? La soledad, la meditación de las Escrituras, el conocimiento
amoroso del Cristo de los Evangelios, la oración constante en la atmósfera del
Padrenuestro. Esto es más que poesía, aun concediendo que la poesía sea una futilidad
para el Ermitaño, que no lo es, ya que se puede definir: el instinto de lo
Infinito que resuena en la finitud de las cosas.
Disfrutarás de un jardín; no lo tengas
en barbecho. Dios te ha colocado en él como a Adán en el Paraíso, “para
cultivarlo” (Génesis 2, 15). Ten en cuenta que la celda del Ermitaño es el
lugar de las citas con Cristo. Las dos hermanas de Betania, sin duda, adornaban
de flores su casita para acoger al Maestro. No tienes por qué privarte de ese
inocente gozo. Las flores variopintas son un regalo de los ojos y del 53 corazón. “Yo te planté de la
vid más generosa” (Jeremías 2,21), te susurra tu parra, “¿Qué más podía yo
hacer por mí viña, que no hiciera” (Isaías 5,4). Escucha mis enseñanzas, musita
la higuera; el lirio te sugiere a Jesús, la rosa a María, y todo tu diminuto
predio, el ortus conclusus reservado en exclusiva al Esposo.
Harás lo que el hombre moderno ya no
hace: contemplar al Creador atareado en la planificación de la vida, y sentirás
mejor, en tu laboreo, cuán a merced estás de la Providencia de la que depende
el éxito de tus trabajos.
Una fauna de insectos, de perfiles y
coloridos extraños te hará palpar la inagotable fecundidad de la inventiva
divina y la prodigalidad de sus dones. El jardín hace amar la celda, y si al
Ermitaño no le es licito apegarse al lugar ni a cosa alguna, es menester que
experimente que en la celda está en el corazón de su desierto, en el centro de
todas sus riquezas.
Abomina del lujo y del confort, pero ama
lo bello en todo; es un destello de la luz divina. Es la hermosura de Dios, que
en el cielo nos beatificará, dado que es el resplandor de todas sus
perfecciones. Lo bello nos sumerge en una especie de éxtasis al dejar en
suspenso la algarabía de nuestras actividades internas en el silencio de la
admiración, y la admiración confiere a nuestro ser una suerte de eflorescencia
plenaria, di hartura calmante que no desea ya nada. Es la esencia misma de la
contemplación adoradora.
Tal vez te sea dado no pocas veces,
sentado en el umbral de tu celda, como Psichari en el desierto, saludar “el
nacimiento del mundo” cuando despunta la aurora. Te embargará aquella religiosa
emoción con que Sedia, el Moro de la escolta, le dijo, con los brazos tendidos
hacia el Levante: DIOS ES GRANDE Su voz temblaba un poco..., observa el oficial
–ninguna otra palabra se dijo aquella mañana. Sé tú el corifeo de ese
concierto de las cosas: Alabad a Dios en su santuario...
Todo cuanto respira alabe al Señor (Salmo 150,5).54
Capítulo II
El Templo bíblico
la Iglesia del eremitorio.
¡Oh! qué alegría
la mía cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor (Salmo
121,1)
Tú
buscas a Dios; Él también te busca ti. El Eremitorio es su Templo, en el que te
esperaba, mejor, hacia el que te atraía. No tiene, afortunadamente, la
magnificencia del edificio de Salomón. El Evangelio nos ha enseñado que la
mayor riqueza es la pobreza: es el oro del Nuevo Testamento que decora el Sancta
Sanctorum donde reside Dios.
Hay aquí más que la gloria luminosa que
llenaba el Tabernáculo de la reunión (Éxodo 40), o el Santuario de Jerusalén.
Jesús Eucaristía mora en él y con Jesús la Trinidad toda. El desierto es el
Palacio del Rey de Reyes.
¿Alguna vez soñaste que habitarías bajo
su techo y serias su comensal? Pon tu atención en el honor debido a la Santa
Hostia, más que en el agrado o desagrado del Ceremonial de la Comunidad que se
encarga de tributárselo. Los hombres son hombres en todas partes. Jesús los amó
y se rodeó de Apóstoles cuya compañía nos hubiera disgustado: Israel no perdonó
nada para hacerse odioso. El Señor amó su servicio en el Templo. Lo interesante
del Eremitorio no estriba en el encanto de su paraje, sino en la presencia de
un Sagrario. Estás aquí en la cumbre del orbe, en el punto de conjunción de la
tierra y el cielo. Tu desierto está más poblado de lo que parece, ya que el
Cielo entero en él tiene su morada.
Nada debería serte costoso a cambio del
honor que se te hace: “Un día en tus atrios vale más que mil fuera, y prefiero
estar a la puerta de la casa de mi Dios a morar en la tienda del impío” (Salmo
83,11). En esta perspectiva, las contrariedades pierden mucho de su virulencia.
Para los judíos la dicha suprema era visitar el Templo: “¡Oh qué alegría la mía
cuando se me dijo: Vamos a la casa de Yavé.” En ella vives en permanencia, en
ella oficias.
Más afortunado que los anacoretas de la
Tebaida, el Ermitaño de hoy hace de la Eucaristía el eje de su vida. La iglesia
es el centro del Eremitorio; podríamos decir, su justificación. No santificas
tú el lugar, es la presencia de Jesús. ¿ Hay alguien que piense en ello al
visitar tu soledad? El homenaje del turista da en falso. No te hagas reo de tamaña
equivocación. Necesitas, para vivir aquí dignamente, mayor pureza que el Sumo
Sacerdote para acceder al Santo de los Santos.
Pensar en la Eucaristía te tiene que ser
familiar. La reclusión en la celda no te aísla de la iglesia. Los ojos del
corazón horadan las paredes y tu alma está orientada hacia el Sagrario. En el
Templo era donde Dios daba audiencia a su Pueblo. Mas aquella entrevista no
sufre parangón con tus encuentros con Jesús Sacramentado. Puesto en oración
ante el altar no velas a un muerto, ni veneras una reliquia. A cada segundo se
te dice: “El Maestro está ahí y te llama” (Juan 11,28).
El Maestro, el Salvador, el Amigo, el
Consolador, el Confidente, el Doctor, Aquel –el Único– que te enseña y dirige
con su propia palabra: “Sólo tenéis un Maestro, el Cristo” 55 (Mateo 23,10). Tú mismo lo
confiesas: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna”
(Juan 6, 68). Dios habita en tu corazón y en tu celda. Así y todo, no puede
serte indiferente el acercarte a la Humanidad de Jesús. Él es el Evangelio
siempre viviente. Ese mismo cuya familiaridad envidias a los Apóstoles. Jamás
tendrás ya luces sobre el sentido de las Escrituras sino mediante la
Eucaristía: es la Verdad misma de Dios en la “Letra”, en la “Carne” bajo las
apariencias del “Pan”. Como otrora, Cristo está ahí enseñando el camino de
Dios. Ese “Camino” es El mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie
va al Padre sino por mí” (Juan 14,6). Y el Padre ha querido autenticar esa
afirmación: “Este es mí Hijo muy amado. Oídle” (Lucas 9,35).
¿No te sientes feliz de exponer tus
miserias delante de Aquel que aliviaba a los desgraciados durante su vida
terrestre, y al que tienes a dos pasos de ti, para ti? ¿Será menor tu fe que la
de aquella mujer que codiciaba tocar la orla del manto de Jesús, siendo así que
te alimentas de El cada mañana?
El Ermitaño es el hombre de
la adoración y de la alabanza. Al confiarte el ministerio
de su propia oración, la Iglesia quiere que lo ejerzas delante del Santísimo
Sacramento. Ciertos textos sólo ahí adquieren toda su sonoridad: “Tú eres el
Rey de la Gloria, ¡oh! Cristo; Tú, el Hijo eterno del Padre” (Te Deum).
Aunque todas las cosas están en El y Él
lo llena todo, Dios quiso ser adorado especialmente en el Templo. Su presencia
en la Hostia consagrada justifica la voluntad de la Iglesia. Nos enseña que
ninguna oración es acepta a Dios si no le viene presentada por Jesucristo, el
perfecto adorador del Padre, el único que es escuchado, pues según dice San
Pablo: “único es el mediador entre Dios y nosotros los hombres, el Cristo
Jesús, hombre también El” (1 Timoteo 2,5).
A la vera de su sagrario pedirás a Dios
con mayor instancia se digne oír las súplicas de la Iglesia ya que le son
transmitidas “por Jesucristo Nuestro Señor”.
Nuestra Liturgia es una prefiguración de
aquella otra, grandiosa, del cielo que nos describe el Apocalipsis (c. 4). El
monje que tiende a vivir ya los tiempos futuros debe saborear esa anticipación.
Cuanto es más sobria y despojada de los esplendores terrestres, tanto más
invita con instancia a dejar atrás este mundo y adentrarse más en el misterio
de la eterna adoración. El Ermitaño ama la desnudez y el silencio de su
iglesia. Silentium tibi laus. En ningún otro sitio se apodera de él con
tanta fuerza la sensación de haber dejado el mundo.
Efectivamente, ahí es donde,
jurídicamente, has consumado la ruptura. Al pie de ese Altar hiciste Profesión,
subiste las gradas para recibir de Jesús el beso de paz, y la Comunión de su
Cuerpo te dio la prenda de tu perseverancia. ¿Será posible que nunca pienses en
ello al ir a la iglesia, o que ese recuerdo no despierte en ti más emoción que
el de un contrato en un despacho de notario? En ese lugar y en ese instante fue
cuando y donde se realizó la promesa: “Así la traeré y la llevaré al
desierto... te desposare conmigo para siempre... en misericordias y piedades...
seré tu esposo en fidelidad y tú reconocerás a Yavé” (Oseas 2,16-22). Que el
aire protocolario de un Ritual no te oculte la viviente realidad. Después de la
iglesia de tu bautismo, ninguna debe serte tan querida como la de tu Profesión,
la que será, sin duda también, la iglesia en que tus restos mortales -restos de
una víctima- recibirán la última aspersión de agua bendita.
Defiéndete enérgicamente contra la
anquilosis de la rutina. Cada mañana asistes al acontecimiento más sublime de
la jornada del mundo, la Santa Misa. Si eres sacerdote la celebras. El Sacrificio
de la Cruz se perpetúa ante tus ojos, y si bien Cristo aquí está glorioso, nada
te cuesta evocar la Cena y el Calvario: “Cuantas veces coméis este pan y bebéis
de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor” (1 Corintios 11,26).
¿Nada dice esto a tu corazón, siquiera a
tu fe? Todo lo que eres en el orden sobrenatural, todo lo que tienes, todo lo
que la eternidad te promete, tiene aquí su 56 origen y su garantía: “Hemos
sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Romanos 5,10). Los peregrinos
de Jerusalén soñaban con ver degollar animales y levantarse el humo de los
holocaustos del Templo. ¿Qué era esa figura al lado de su sublime cumplimiento?
El Ermitaño no debe pasar tedio en la
Misa, ni apartar de ella su atención hacia otras devociones. No es un
espectáculo, ni siquiera en primer lugar una oración. Es una “acción”
sacrificial, en la cual todos, celebrante y asistentes, están implicados.
La Iglesia te asigna una función activa
que debes asumir. Además de la enseñanza diaria que te dispensa en una
selección de lecturas bíblicas, te pide que te unas al sacerdote cuando habla
en tu nombre: “Te ofrecemos..., te pedimos..., te presentamos..., te
rogamos..., veneramos (Comunicantes)... Esta es la ofrenda que te presentamos
nosotros, tus siervos, y, con nosotros, toda tu familia.., te ofrecemos, o te
ofrecen ellos mismos (los que nos rodean) este sacrificio de alabanza, para
ellos y para todos los suyos (Memento).
¿Crees te será lícito, sin bochorno,
desinteresarte del misterio, en el instante mismo en que te lava de tus
pecados, y tributa a Dios, en tu nombre, una gloria de valor infinito? ¿ Qué
valen tus pobres oraciones solitarias o tus lecturas edificantes al lado de la
gran oración del Esposo y la Esposa aunados en la adoración?
Saca de ahí tus fuerzas, que tu vida de
Ermitaño es un sacrificio. No es hacer literatura pía decir que el religioso es
una víctima. El simple cristiano lo es por razón misma de su inserción en
Cristo crucificado. Hemos venido a hacernos “un mismo ser con Cristo por una
muerte semejante a la suya” (Romanos 6,5).
¿No te tienta el convertir en una misa
ese sacrificio obligado? ¡Es tan fácil en el marco de tu soledad! Ofrecido como
víctima, lo eres por tu Profesión: Suscipe me…, “Recíbeme, tómame...”
(Salmo 118, 116) en cuerpo y alma, entendimiento y voluntad. Consagrado lo
estás, en el sentido de que la eficacia de la gracia te configura con
Jesucristo hasta el punto de vivir El en ti (Gálatas 2,20). Debes comulgar a su
espíritu, a sus sentimientos, a sus intenciones (Filipenses 2,5). Así serás una
Acción de gracias, un Tedeum viviente. Recuerda que a cada minuto, aquí o allí,
la gotita de agua que te representa cae al cáliz para hacerse sangre de Cristo.
La Misa te traerá el pensamiento de la
muchedumbre de tus hermanos en Cristo, de los cuales el anacoreta cristiano no
puede desolidarizarse.
Ni siquiera en el Eremitorio eres un
aislado: la Iglesia que convoca a los solitarios, es para ellos el signo
visible de los lazos de gracia que los unen. Literalmente es un hogar de Amor
al que todos vienen a caldear su caridad. Cuando veas a tus hermanos postrados
en torno al Sagrario, evoca el hermoso ofertorio de la Dedicación que expresa
tan bien tu donación y la suya: “Señor, Dios mío, en la rectitud de mi corazón
te he hecho todas mis ofrendas voluntarias... y veo ahora con alegría a todo tu
pueblo, aquí presente, ofrecerte voluntariamente sus dones” (1 Par 29,17).
Dichoso tú si la obediencia te confía la
guarda del Tabernáculo y el cuidado de la Casa del Señor. No tengas por perdido
el tiempo que la iglesia roba a la celda; busca tan sólo convertirlo en un
servicio del corazón: “¡Oh qué alegría la mía cuando me han dicho: Vamos a la
Casa de Yavé!” (Salmo 121,12).
Cuando sales de tu celda al
tañido de la campana, detente unos segundos a contemplar el bello conjunto de
la modesta iglesia con el Eremitorio acurrucado en su derredor. ¡Visión de paz!
Como los peregrinos del Templo musita alegre: Por amor de mis hermanos y amigos te deseo la paz. Por
amor de la Casa de Yavé, nuestro Dios, te deseo todo bien (Salmo
121,8-9).57
Capítulo III
El Templo Crístico
en oración con Jesús.
Se retiró al
monte para orar y pasó la noche orando a Dios (Lucas
6,12)
Jesús
no es solamente el Señor del Templo, es el Templo mismo: “En El habita toda la plenitud
de la divinidad corporalmente” (Colosenses 2,9). Amas la “Casa de Dios”, el
edificio ése de piedra que tantas cosas te dice. Es el lugar de las audiencias
y de los homenajes públicos. Acostúmbrate a buscar a Dios en Jesús, a orar “por
El, en El, con El”.
El Ermitaño que vive en permanente
contacto con Nuestro Señor necesita una fe muy viva si no quiere deslizarse
hacia la descortesía o la atonía de los sentimientos. Ámale con santa pasión,
cree en su bondad, su misericordia, su amistad, pues te la brinda. Advierte,
sin embargo, que esa amistad, del orden de la que la gracia establece entre
Dios y nuestra alma, nada tiene de común con el compañerismo de los hombres.
“Oseas llamo amigos porque todo lo que oí de mi Padre os lo di a conocer” (Juan
15, 15).
Los Apóstoles lo vieron comiendo y
bebiendo, cansado, durmiendo, llorando, abrumado de angustia y mendigando
confortación, solazándose con los niños; nunca perdieron el sentido de su
sobrecogedora trascendencia, se le acercaban con un respeto teñido de temor:
“Apártate de mí, que soy un hombre pecador, Señor” (Lucas 5,8). “Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios vivo” (Mateo 16, 16). San Juan, más familiar que los
otros, advierte oportunamente que lo que ha oído, visto, contemplado, lo que
han tocado sus manos, era el “Verbo de la Vida” (1 Juan 1, 1).
Escucha cómo Jesús, el “Templo santo del
Señor”, declara serlo (Juan 2,19). Es “en El” en quien Dios recibe “todo honor
y toda gloria” (Canon). Cuando el Ermitaño está lejos de la iglesia, puede
siempre retirarse para hallar a Dios en el Oratorio del Corazón de Jesús, de
quien el Templo de los judíos, no menos que nuestras iglesias, son figuras.
Orar en El ¡qué felicidad!
La historia del Templo, en la Biblia,
prefigura a Cristo, “Casa del Padre”, residencia del Altísimo, donde Dios, en
adelante, nos acoge: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
Esa carne se ha hecho la morada de la
Divinidad en la tierra. En esa perspectiva, la obra toda de Salomón se
esclarece y adquiere proporciones infinitas. Jesús es la clave, es el atrio al
que tienen acceso los paganos para hallar a Dios; Jesús, altar de su propio
sacrificio, es el altar de los holocaustos; El, el agua viva que purifica, es
el mar de bronce; es el “Santo” al que se llegan los sacerdotes; El, la oración
encarnada, la alabanza perfecta, es el altar de los perfumes; El, el “pan de
vida” de la Eucaristía, es el pan de la proposición; El, la luz del mundo, es
el candelero; es el Santo de los Santos, el mismo Dios Encarnado; El, autor de
la Ley Antigua y de la Nueva, es el Arca de las Tablas de la Ley; El, cuyo
sacerdocio anula y sustituye al de Aarón, es la Vara de Aarón; El, cuya carne
alimenta a sus fieles, es el Maná.58 Toda la Majestad de Dios
Trinidad descansa en El y se hace patente por la gloria de una humanidad cuya
esplendorosa santidad se impone, por el ministerio de los ángeles que le
sirven, por milagros innumerables. En ese Templo es donde, en adelante, Dios
enseña. Jesús es el Verbo, la Palabra auténtica: El que me ha enviado es veraz
y lo que he oído de Él, eso es lo que yo digo al mundo” (Juan 8,26).
Por El, el Señor perfecciona su Ley: “No
he venido a abolir sino a perfeccionar (la Ley y los Profetas)” (Mateo 5,17).
Por Él se revela a nosotros en toda su verdad: la unidad de su Naturaleza y la
Trinidad de sus Personas.
En ese Templo es donde sube hacia Dios
el único homenaje digno de Él. Jesús es el Adorador, el Orante, la Víctima sin
mancilla que será acepta y cuya inmolación rescata al mundo, satisface a toda
justicia.
Nadie, en adelante, tiene acceso junto
al Padre sino por El: “Nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14,6). La Epístola
a los Hebreos lo dice magníficamente: “Tenemos seguridad de entrar en el
Santuario, por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y viviente que Él nos
inauguró a través del velo, esto es, de su carne (Hebreos 10,19-20).
Por apartada que esté tu ermita,
siempre, a cualquier hora, puedes penetrar en ese santuario, ese “Tabernáculo
del Altísimo”. Más afortunado que el Sumo Sacerdote, tienes siempre abierto el
Santo de los Santos, el Corazón de Jesús. No rezarás bien sino ahí. No menos
que los Apóstoles, necesitas aprender a orar; sólo Jesús puede enseñártelo.
El Ermitaño tiene una manera privilegiada
de hacerlo que estriba en su condición de “religioso”: está dedicado al culto
de Dios. Es el hombre de la Adoración y de la Alabanza. Te imaginas saber
adorar. Dios busca adoradores en espíritu y verdad (Juan 4,23); no abundan. La
adoración auténtica es difícil al hombre, y debería ser su respiración. Te
falta sin duda el sentido profundo de la trascendencia, de la Majestad de Dios
y el del abismo de tu nada. Es débil la conciencia que tienes de tu universal
dependencia para con el Creador. Quizá incluso la Paternidad de Dios no pasa de
ser una fría noción en tu espíritu.
Mira a Jesús frente a su Padre: es el
modelo perfecto del Ermitaño. “Por la mañana, de noche aún, se levantó, salió y
se fue a un lugar solitario, y allí oraba” (Marcos 1,35). “Subió al monte a
solas para orar. Caída la tarde, estaba solo allí” (Mateo 14,23). “Él se
retiraba a lugares solitarios para orar” (Lucas 5, 16). “Se retiró al monte
para orar y pasó la noche orando a Dios” (Lucas 6,12). Con el Evangelio en las
manos, trata respetuosamente de percibir algún acento de esa oración que sube
del desierto: tiene que ser la tuya.
Jesús contempla las infinitas
perfecciones de su Padre, a quien ve cara a cara, y entrega su Corazón al fuego
de la caridad. Ahí tienes “la vida eterna” (Juan 17,3) que su Humanidad ha
comenzado a vivir aquí abajo en la visión beatífica, y a la que el Ermitaño,
por profesión, se compromete a aproximarse lo más posible.
Escucha lo que dice; repítelo después de
El para decirlo de veras: “Padre, Yo te he glorificado en la tierra” (Juan
17,4). “Yo te conocí (ib. v. 25). “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo
haré conocer” (v. 26).
Las divinas perfecciones que contempla
no le dictan más que una palabra por la que pasa todo el éxtasis de su alma, ya
que las veía todas deslumbradoras en la unidad e infinitud de Dios: “Padre
santo” (Juan 17,11). En ellas lee toda la historia de su sublime vocación: su
eterna predestinación: “Tú me amaste antes de la creación del mundo” (Juan
17,24); su unión inefable con el Padre: “Salí del Padre” (Juan 16,28). Ha sido
enviado por El sin abandonarlo. Se estremece en sus fibras más recónditas con
pensar en su permanencia en el seno del Padre (Juan 1, 18). “Padre, 59 Tú en mí, y Yo en ti” (Juan
17,21). “Estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Juan 14, 10). Sabe que es
amado infinitamente. ¿Acaso no ha oído dos veces la voz del Padre que desde el
cielo proclamaba su tierno amor: “Este es mi Hijo muy amado, en El están todas
mis complacencias”? Se pone a pensar en el abismo vertiginoso de las
predilecciones divinas, y su corazón vibra de gratitud.
Sin una gracia especial no hubiera
podido considerar sin desfallecer, la liberalidad divina:
w Su
pertenencia al Verbo y su milagroso nacimiento: “Salí del Padre y vine al
Mundo” (Juan 16,28).
w Su
misión de Jefe de la Humanidad: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos” (Juan
15, 5), liberalidad que le daba a Él, y a Él solo para comunicarla, la vida que
recibiera “en plenitud” (Juan 17,2).
w Su
realeza sobre el universo: “Yo soy Rey” (Juan 18,37).
Tiene conciencia hasta de ser el Dueño y
dispensador de los tesoros de la divinidad: “Padre..., todo lo tuyo es mío”
(Juan 17, 10), incluso del Espíritu Santo que él nos enviará (Juan 16,7). Se ve
dando remate a su misión, llevándose consigo al cielo todo su Cuerpo Místico, y
cifrando toda su gloria en ese último cumplimiento de la voluntad del Padre:
“Quiero que los que me has dado estén también donde Yo esté, para que
contemplen mi gloria” (Juan 17,24). En la soledad y el silencio del monte Jesús
se repite a si mismo con una emoción que la sencillez de los términos apenas
permite vislumbrar: “El Padre ama al Hijo” (Juan 5,20). Y ante ese Amor que le
colma, Jesús adora: “El Padre es mayor que Yo” (Juan 14,28).
El Padre es el Señor de Cielos y tierra
(Lucas 10,21). Frente a esa Majestad Jesús se abaja, san Pablo dirá se anonada”
(Filipenses 2,7). Se entrega por entero a su voluntad santa por onerosa que
sea. Tal había sido su primer acto consciente en el instante de la Encarnación:
“He aquí que vengo para hacer tu voluntad” (Hebreos 10,7). Sabe que le llevará
a la muerte; esa muerte El la ama, la quiere porque “por esa voluntad somos
santificados mediante la ofrenda de (su) cuerpo” (Hebreos 10, 10).
Hasta donde puede bajar baja, tomando la
“condición de siervo” (Filipenses 2,7), y se “humilla aún más obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz (y. 8). Ciertamente para salvarnos, pero sobre todo
por espíritu de religión, porque su anonadamiento como criatura y criatura
perfecta proclama que sólo el ser de Dios es grande y necesario.
En ese Templo Jesús es el Sacerdote y la
Víctima que en cada minuto de su existencia ha renovado su oblación: “Mi
alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Juan 4,34), impaciente
por ser inmolado en aras de la soberana Majestad de Dios: “He de recibir un
Bautismo; ¡y cómo me angustio hasta que sea consumado!” (Lucas 12-50). Sabe que
por esa puerta oscura entrará en su gloria, y su amor se exalta al pensar en el
Padre que le acogerá para coronarlo: “¡Oh Padre, Yo voy a ti”; “Ahora voy a ti”
(Juan 17, 11-13).
Tal era la oración de Jesús en el
desierto, dechado de la tuya. Oración pura, breve en sus fórmulas, pero
indefinidamente prolongadas por el eco que despiertan en el alma.
El Ermitaño sólo tiene una oración que
responda exactamente a las aspiraciones de su corazón: las tres primeras
peticiones del Padre nuestro, sin que le sea menester precisar más de lo que ha
querido hacerlo Jesús, para sí como para nosotros. Mantén virgen tu imaginación
de la multiplicidad de las preocupaciones apostólicas. El film que vas rodando
en tu cabeza y posterga a Dios al trasfondo, en manera alguna valoriza tu
intervención. Como Santa Teresita de Lisieux, haz el bien “sin mirar atrás”.60 Todo va incluido en el
advenimiento del reino de Dios, en el cumplimiento universal de su voluntad, en
la glorificación de su nombre por todos; la conversión de un pueblo, de un
alma, igual que el éxito en un examen.
A la oración de Jesús no le quites sus
dimensiones a escala mundial. La extensión de su objeto en nada disminuye su
eficacia. La verdadera caridad repudia el particularismo.
Imita a Jesús; canta las alabanzas de
Dios, entrégate a todos sus quereres, déjale reinar sobre tu inteligencia por
la fe, sobre tu corazón por la caridad, sobre tus deseos por la esperanza, en
unión con Cristo.
Hazlo a través de Él. Él es el único
mediador. Nada es acepto a Dios, ni oración, ni sacrificio, sino pasando por
las manos de Jesucristo: “Cuanto pidiereis al Padre, os lo concederá en mi
nombre. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis y
vuestra alegría será perfecta” (Juan 16,23-24). Sólo El merece ser escuchado,
en razón de la perfección de su amor filial (Hebreos 5,7). Lo serás tú en la
medida de tu unión con El.
El Ermitaño que ora con Jesús, con su
oración, dilata el corazón a la medida del Salvador. No puede apetecer Maestro
más soberano de Oración. Ponte, como El, en presencia de Dios trascendente: no
existe otro método para adquirir la humildad. Esa contemplación te sumerge en
la verdad y te hace cobrar conciencia de tu nada hasta llorar, y de la grandeza
de Dios hasta saltar de gozo…En el Templo admirable que es el Corazón de
Jesús, escucharás un eterno Tedeum: su eco debe llenar el tuyo: Santo, Santo, es el Señor, Dios de los Ejércitos; llenos están los
cielos y la tierra de su gloria...61
Capítulo IV
El Templo de María
pura capacidad de Dios.
El Espíritu
Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te pondrá bajo su sombra... (Lucas
1,35)¿Quién es esta
que sube, del desierto apoyada sobre su Amado? (Cantar
de los cantares 8,5)
No es
un espejismo: María es ciertamente la Reina del desierto. A ella, antes que a
nadie le fue dicho por Dios que la atraería a la soledad para hablarle al
corazón, y eso de modo único, ya que la “Palabra” increada descendió a ella
para habitarla. (Lucas 1,38). En la soledad, en el silencio es donde concibió
en total secreto. Y vuelve al mundo, sin ser jamás del mundo, para darle a su
Amado y hacerse cargo de nosotros.
El Ermitaño no acertará a encontrar a
Jesús sino por María. Ella es el oasis del desierto que alumbra la Fuente de
las aguas refrescantes. Es asimismo el “Tabernáculo del Dios Altísimo”. Una de
las mayores gracias que puedan serte otorgadas, es la de descubrir ese Templo
Marial, y penetrar en él para abordar a Jesús. Está siempre “viviente en
María”, y al igual que los Magos no hallarás al uno sin la otra (Mateo 2,11).
Recuerda que María no es sólo la Madre
de Dios, es también la tuya; y en el orden de la gracia se lo debes todo. Ella
ha dado a Jesús al mundo, ella te lo da a ti. Ella le ha hecho nacer en tu alma
en el Bautismo. Ella le hace crecer y te moldea a su imagen. Nada te llega de
Dios sin que pase por ella. Más afortunado que todos los exploradores, te
adentras en el desierto bajo la guarda de una madre que te traza la pista y
cuya mano te protege y provee a todas tus necesidades, la más imperiosa de las
cuales es la necesidad de Dios: “Fuera de ti nada deseo sobre la tierra” (Salmo
72,25). Ella te conduce a Él.
Jesús es la Luz, María es el candelero;
Jesús es el Maná, María la Urna que lo contiene; Jesús es el incienso, María el
altar de oro que lo sustenta; Jesús es el carbón incandescente, María el
incensario donde arde; Jesús es el Pan de vida, María la mesa en que se nos
sirve; Jesús es el Dios adorable, María el Santo de los Santos donde recibe
nuestra adoraciones.
Todo ello fue verdadero físicamente
durante los nueve meses en que el Verbo Encarnado vivió en el seno de su Madre.
Y no lo es menos, espiritualmente, por lazos de gracia que unen a Cristo y a la
Virgen, y por su vocación de Madre de los hombres. Es el Templo de la Trinidad:
“Dios está en ella...” (Salmo 45,6).
Es la “ciudad de Dios” cuyas “puertas
ama Dios más que las tiendas de Jacob” (Salmo 86,2), la que ha elegido, de la
que dice: “Esta será por siempre mi mansión, aquí habitaré porque lo he
querido” (Salmo 131,14), el monte que “eligió Dios para morada suya, en el que
siempre habitará Yavé” (Salmo 67,17).
Contempla con cariño de qué manera y
hasta qué grado de perfección es María el Templo de Dios. Tú mismo lo eres: ¿No
sabéis que sois templo de Dios y que el 62 Espíritu de Dios habita en
vosotros?” (1 Corintios 3,16) -”Efectivamente, nosotros somos templo de Dios
vivo” (2 Corintios 6,16).
No lo has sido siempre; Ella, en cambio,
lo fue ya desde su concepción. El Espíritu Santo habita en ti a título de la
gracia santificante que le atrae a tu alma junto con las otras Personas
divinas. Reside en María como en su Templo propio. Madre del Verbo Encarnado,
el Espíritu de su Hijo le es dado con un carácter de pertenencia que hace de
Ella su Santuario normal y privilegiado.
Es el Trono de la Sabiduría (Sedes
sapientiae) no sólo en el sentido de que la Sabiduría increada se haya
encarnado en su seno; lo sigue siendo después del nacimiento de Jesús. Al
tomarla por Madre, el Verbo ha contraído con Ella una unión que ha sido
comparada con el matrimonio. Ha establecido entre ambos una pertenencia
recíproca, una solidaridad por la que ponen en común la Obra íntegra de la
Redención. Con miras a ese “matrimonio divino”, a esa colaboración, es por lo
que la ha enriquecido con tantos privilegios que hacen de Ella, en cuerpo y
alma, el Templo más puro y el más hermoso que jamás existió: puro por su
Concepción Inmaculada; hermoso, por su plenitud de gracia.
En ese Templo ha depositado Dios los
tesoros que nos destina, confiando a la solicitud maternal de María la
distribución universal de los mismos.
Por Ella, la vida de Jesús fluye hasta
nosotros. En tu harto peligroso peregrinar por el desierto necesitas más que
nadie ayuda. Tienes hambre y sed de lo divino. La Iglesia le hace decir a la
Virgen: “¡Oh vosotros los sedientos! venid a las aguas; aun los que no tenéis
dinero, comprad y comed” (Isaías 5, 1).
Respira el perfume de incienso que sube
de ese santuario. Alma contemplativa como la que más, María jamás perdía la
presencia de Dios. No se derramaba en palabras. Exponía su alma virgen a la
cálida luz del amor divino para ser penetrada por sus rayos. Como un espejo
cuya limpidez ninguna sombra empañaba, recibía la imagen de Dios y la reflejaba
en adoración y alabanza. Devolvía en gloria lo que se le daba en gracia:
“Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador”
(Lucas 1,46-47).
Si pudieras ser como Ella “pura
capacidad de Dios!” ¿Por qué retirarte al desierto, por qué haber quemado las
naves, desconectado todas las antenas, alzado paredes en torno a tu soledad,
sino a fin de conservar o recuperar la virginidad de tu alma? Recién bautizado,
cuando lo creado no había hecho aún irrupción, un himno único, del fondo de tu
alma se elevaba: la alabanza y el amor que se tributan las Tres Divinas
Personas. Ese canto, en forma permanente, era el que escuchaba María, y su eco
en la gracia que la llenaba; y el don rebotaba en gloria: “Santo es su nombre”
(Lucas 1,49).
Sólo puedes tener un deseo: dar oídos a
ese perenne “Gloria” que resuena en el hondón de tu alma. No puede escucharse
sino en pureza, silencio y paz.
Tal vez piensas que amar a Dios es darle
algo... Ábrele paso franco, no pide otra cosa, pues amar a Dios es ofrecerse a
las liberalidades de su amor, es dejarle que nos ame. No digas: “Dios mío, os
amo”, Di: “Dios mío, amadme”. Para El amar es dar, y lo que da es su caridad,
que nos permite corresponderle.
La Virgen María se alegra en su Magnificat
porque “el Señor ha mirado la pequeñez de su sierva” (Lucas 1, 48),
“haciéndole grandes cosas
Deja que en ti cante el hombre nuevo con
su primacía recobrada en el desierto. Cuanto más sencillo sea el marco de tu existencia
y más comunes tus ocupaciones, más fácil te será vivir a la escucha de Dios.63 Piensa en Nazaret: la Madre
de Dios, la Reina del cielo y de la tierra es nada más que el ama de casa de
una familia pobre, y su horizonte diario no rebasa los términos de una aldea.
Así y todo, es más que el Templo de Jerusalén, Ella, la Esposa mística del Dios
que en él se adora. ¡Ah, sí pudieras sustraerte al ambiente de ruindad, y no
vivir más que de las realidades invisibles! Hazte indiferente a lo contingente y
tendrás a mano una zona desértica favorable a la libertad de tu alma.
María no desea nada sino ser en plenitud
“la sierva del Señor” (Lucas 1 ,38), en el mismo sentido en que San Pablo
gustará de llamarse “esclavo” (1 Corintios, 7, 22; Romanos 6,22).
Advierte una notable semejanza de
disposiciones íntimas entre la Madre y el Hijo. Jesús viene también para servir
al Padre (Hebreos 10,7), y se hace “esclavo” de sus voluntades (Filipenses
2,7). La humildad y la sumisión confiada nacen infalible y solamente del
sentido de Dios y del espíritu de adoración. En el desierto, el hombre se
siente pequeño y destituido, a merced del Creador a quien todos los elementos
obedecen. Cual un mendigo, se calla, postra su miseria y junta las manos en
señal de que está implorando: “A ti alzo mis ojos, a ti que habitas en los
cielos; como los de esclavo atentos a las manos de su señor” (Salmo 122, 1-2).
El Ermitaño, a despecho de las
apariencias, es la antítesis de un independiente. Libertado de todo y de sí
mismo, se entrega al beneplácito de Dios. Si eres íntimo de la Santísima
Virgen, ésa será la más profunda lección que aprenderás de ella. Habla poco, más
lo que dice cambia el rumbo del mundo y puede transformar tu existencia. Toda
tu sabiduría delante de Dios se encierra en estas tres palabras caídas de
labios de María: Ecce, Fiat, Magnificat. Tu éxito en el Eremitorio está
pendiente de la impronta que dejen en ti...
“Heme aquí” es la ofrenda generosa del
abandono, la entrega incondicional de si, en la total ignorancia de un porvenir
que sólo Dios conoce y se reserva de labrar. Necesitas una fe sólida, maciza en
la Paternidad de Dios. Tienes suficiente conocimiento de sus vías para saber
cuán misteriosas, “insondables e incomprensibles” son (Romanos 11 ,33), y hasta
qué punto “los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, ni sus
caminos nuestros caminos” (Isaías 55, 8) No ignoras con qué condición va el
discípulo en seguimiento del Maestro: “Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lucas 9,23).
Aquel que no perdonó a su Hijo Único
(Romanos 8, 32), no será blando para el hijo adoptivo: “Mi Padre es el
viñador... Todo sarmiento que da fruto, lo poda para que dé más... (Juan 15,2).
Con todo, no dudas de su Corazón. Pero en
ti, el hombre animal tiene miedo: se sabe condenado por tu ingreso en el
desierto. Tu santa despreocupación le espanta al arrebatarle toda oportunidad
de salvación. La sentencia de muerte está dada contra el “hombre viejo”, y Dios
la ejecutará sin duda a proporción de tu generosidad en el abandono. Ora por
obtenerla.
Es una cumbre. Sábete que no la
alcanzarás en un día: Afírmate en la segunda petición del Padre nuestro:
“Hágase tu voluntad”. La tuya se resistirá cada día menos, amansada por el
amor.
Entrénate en el Fiat, en los
quereres positivos del Señor. En ellos sabes dónde hacer pie, y tu esfuerzo
está circunscrito con precisión. Se te ahorra la incertidumbre, y tu
responsabilidad no recae sino en tu correspondencia.
En la Anunciación, la Santísima Virgen
asumía un formidable capital de sacrificios. Mas la contrapartida fue
maravillosa: en Ella el Verbo se hizo carne. Por 64 un modesto asentimiento, se
convertía en Madre de Dios, Madre de los hombres y Corredentora del género
humano.
Toda la fecundidad de nuestra vida
depende de esas aquiescencias y de esas renuncias: “Si el grano de trigo no es
enterrado y muere, queda solo; sí muere, da fruto en abundancia” (Juan 12,24).
La resistencia a los quereres de Dios no
viene ordinariamente de falta de luz, sino de un entibiamiento de la caridad.
Dios y su voluntad es todo uno. Si le amaras no andarías en titubeos.
Nadie tiene el derecho de menospreciar
tus combates ni tus sufrimientos. Jesús no subestima tu abnegación, y los que
se ríen de tus luchas dan pruebas de que no están muy hechos a desistir de sí
mismos. Se siembra en lágrimas, pero se cosecha cantando (Salmo 125,5).
El Magnificat hinche el corazón
que ama hasta el don de sí. La Virgen de los Dolores es también la de los
Gozos. En el Eremitorio debe reinar un ambiente de paz gozosa. El Ermitaño que
no niega nada a Dios, posee la ciencia de los santos. Puede ignorarlo todo
acerca del saber, y no estar al tanto de las batallas de ideas. Ha recibido el
“Espíritu de Sabiduría” que le guía (Efesios 1,17). Como María, él es su trono,
y como Ella, piensa que “lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo
flaco de Dios más fuerte que los hombres” (1 Corintios 1,25).
La devoción a la Adorable Voluntad de
Dios te salva del pecado, de todo mal espiritual. ¿Qué complacencia tomaría
Dios en ti si anduvieses en continua divergencia con El? Juguete de la
turbación ¿cómo serías el espejo que refleja su fiel imagen? ¿Qué sería el
desierto del Ermitaño si no pudiera decir con total sinceridad y verdad: “Yo soy
para mi Amado y mi Amado para mí?” (Cantar de los cantares 6,3).Pídele que
te vacíe de ti mismo y ensanche tu capacidad de lo divino. La Virgen María te
enseñará como ingeniártelas. Escúchala: Yo soy la madre del
amor... Venid a mí... El que me escucha, jamás será confundido y los que me
sirven no pecarán (Ecl 24, 30-31: Vulgata).65
Capítulo V
El Templo eclesial
presencia en el mundo.
Como piedras
vivas dejaos edificar en edificio espiritual... (1
Pe 2,5)
El
Ermitaño es un solitario, no un aislado. El aislamiento se define como la
ausencia de relaciones vitales con los otros. Puede haberlo en plena
aglomeración. El aislamiento es inhumano, es una suerte de eterna condenación.
El hombre no tolera ser tenido por inexistente, y él mismo se rebaja al nivel
de los brutos si excluye de su mente y corazón a todos sus semejantes. Lazos de
gracia invisibles mantienen al Ermitaño en comunión íntima con innumerables
hermanos, y aun delante de Dios responde de la humanidad entera.
No encontrarás a Dios fuera de la
Iglesia cuyo miembro viviente eres. Cobra viva conciencia de esa pertenencia
que justifica tu apartamiento al desierto y lo vivifica. ¿Cómo pertenecer a
Cristo sin ser miembro de su Cuerpo? “En él habita toda la plenitud de la
divinidad corporalmente, y vosotros estáis llenos de El, que es la Cabeza”
(Colosenses 2,9). El Templo de la economía actual, helo aquí: La Iglesia unida
a Cristo, como en un cuerpo el tronco a la cabeza, recibiendo de El toda su
vida. Tú mismo eres, por tu parte, miembro de ese organismo sobrenatural, y por
él, “miembro de Cristo mismo (Efesios 5,30). Dios ha constituido a Jesús
“cabeza para la Iglesia, la cual es su Cuerpo” (Efesios 1,22-23).
Demórate en contemplar la dilección de
Jesús por la Iglesia a la que ama como a su esposa: se entregó por ella para
santificaría. Quería hacerla parecer delante de sí toda gloriosa sin mancha ni
arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada” (Efesios 5,26-27).
La alimenta y la cuida (ib. v. 29). Bajo
esa personificación la Iglesia es tu madre. El Ermitaño debe abrigar para ella
los sentimientos de un hijo. Piensa en lo que le debes: todo, en el orden de la
gracia, te ha venido por ella, y por ella accedes al Salvador. Abriéndote su
regazo en el Bautismo te dice: “Entra en la Casa de Dios a fin de que tengas
parte con Cristo para la vida eterna” (Ritual).
Desde entonces, mediante los
Sacramentos, te prodiga su vida, que es la de Jesús. Fertiliza tu desierto y
provee a tus necesidades. Por la Eucaristía que ella custodia y dispensa,
aplaca tu hambre y apaga tu sed.
Por la Penitencia venda tus llagas y
abastece tu alma. Su infalible autoridad abaliza tu itinerario. No se te lanza
a la ventura en la incógnita de las estepas. La Iglesia lo ha dispuesto todo
para que no te extravíes, y tu alma se expansione; tu estrecha unión con ella
afianza tu seguridad. Todos los días, por medio de las lecturas del Oficio
divino y de la Misa, que ella ha escogido para ti en las Escrituras y los
Padres, gracias a su larga experiencia de los hombres y su instinto maternal,
orienta tus pensamientos y alimenta tu oración. Con discreción y ternura te
lleva de la mano a su Esposo, que es también el tuyo.66 La Iglesia no es una
alegoría. Bajo la conducta de su Jerarquía, está formada de las miríadas de
fieles con los que te unen los lazos reales de la caridad: “siendo muchos,
somos un cuerpo en Cristo, pero miembros los unos de los otros” (Romanos 12,5).
Reflexiona en el flujo y reflujo de
beneficios y deberes recíprocos que ello representa para cada uno. Tu soledad
queda a salvo íntegramente; esos intercambios vitales se hacen en Dios y no
precisan ninguna relación de conocimiento directo con las personas. Sin
embargo, el aislamiento te es imposible porque comulgas en lo que cada cual
lleva en sí de más valioso y de más querido: la caridad que es amor de Dios y
del prójimo. Recibes de todos y das a todos. Compartes las alegrías y las penas
de todos, así como ellos, sin conocerte, simpatizan contigo: “los miembros se
preocupan por igual unos de otros. Si sufre un miembro, todos los demás sufren
con él. Si un miembro es honrado, todos los miembros participan de su gozo” (1
Corintios 12,25-26). Todos colaboramos a una obra de conjunto: la construcción
y ornamentación del Templo eclesial.
En tus momentos de lasitud,
cuando el silencio de tu celda te espanta de repente con su inquietante
severidad, cuando la sensación de ser el prisionero del vacío te invade, piensa
en la Comunión de los Santos. No es un mito.
Por todas partes: en el mundo, en los
claustros, en los eremitorios, innumerables hermanos y hermanas, varios de
ellos auténticos santos, oran, sufren por tu perseverancia y tu santificación,
y se reconfortan pensando que tú intercedes en favor suyo. Nunca te has
entrevistado con ellos y te son más íntimos que tus mejores amigos. Tu Dios es
el suyo, su ideal el tuyo; la misma gracia os vivifica, el mismo Espíritu os
anima. Asistís a la misma Misa y con los mismos sentimientos; recibís el mismo
sacramento de la Eucaristía.
Rezáis el mismo Padrenuestro, cantáis
las mismas alabanzas. Tenéis la misma Madre, María. Aspiráis al mismo cielo; en
la tierra consentís en los mismos renunciamientos por vivir de las mismas
realidades sobrenaturales. Tenéis las mismas luchas. Y vuestros méritos a una
van a parar al mismo tesoro de la Iglesia para ser repartidos entre todos. Si
la amistad es una puesta en común de las riquezas de espíritu y corazón,
cuentas con una infinidad de amigos en todos los medios y por toda la tierra.
No puedes, cada mañana, seguir
atentamente las oraciones del Canon de la Misa, ni comulgar, sin sentirte unido
de corazón con cada miembro de la Iglesia de la tierra, del cielo y del
Purgatorio, sin cobrar conciencia de la responsabilidad que te alcanza, como a
todos, de los infieles y los pecadores. Millones de almas dicen contigo cada
día: “Padre nuestro”, y son hermanas de la tuya. “A solas con Dios”, se ha de
entender tan sólo de una abstención de contacto directo con los hombres, para
reservarle a Dios todas las disponibilidades. Pero sería una monstruosidad anticristiana
y la negación misma del monacato, perfección de esa vida cristiana, el no
solidarizarse con Cuerpo Místico y con sus miembros actuales o llamados a
serlo.
Conllevas una parte de responsabilidad
en el crecimiento y expansión de ese Cuerpo Místico de Cristo, que no logrará
su plena y definitiva madurez sino al fin del mundo: Trabajamos todos “en la
edificación del Cuerpo de Cristo hasta que lleguemos todos a la realización del
hombre perfecto, a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo...” (Efesios
4,13). Eso nos dice San Pablo. San Pedro, fijándose en el símil del Templo,
subraya que somos “piedras vivientes” y que “debemos ser elementos de
edificación de un edificio espiritual” (1 Pe 2,5). Sin dejar de ser solitario,
te toca un papel social al que no puedes faltar sin traicionar los intereses de
la Comunidad y sin frustrar a la Iglesia. Cada órgano tiene su función. Los
ministerios son diversos: todos son grandes delante de Dios.67 El
Ermitaño no está llamado ni al gobierno, ni a la predicación, ni a las obras.
De incógnito absoluto, debe orar, sufrir por sus hermanos y asegurar en su
nombre el Oficio de la Alabanza y de la Adoración. A fin de estar día y noche
en presencia de la Augusta Majestad de Dios, su pureza y el fervor de su caridad
deben hacer de él un embajador grato a Dios. Ese hecho le impone una obligación
especial de santidad.
La belleza y la fuerza espiritual de
toda la Iglesia, está hecha de la perfección de cada uno. San Pablo insiste en
el deber de crecimiento individual del que depende el del Cuerpo entero
(Colosenses 2; Efesios 4). En este sentido Isabel Leseur tenía razón: “toda
alma que se eleva, eleva al mundo”. No te es lícito vegetar en una torre de
marfil. Estás exonerado de todo cuidado humano; tienes que sobresalir en los
deberes de tu profesión. Tu función eclesial es la del corazón, sede del amor
que lo anima y al que propulsa a su vez hasta las extremidades de los demás
miembros. No defraudes.
Para el Ermitaño desconectado de todo
¡qué dinamismo en esa doctrina del Cuerpo Místico! No necesitas, para vivirla,
ni diarios ni revistas. La curiosidad por las vicisitudes de la vida del mundo
te expone más a perder de vista su estructura y funcionamiento espiritual que a
reanimar tu fe. ¿Acaso es normal que el desamparo de los hombres produjera en
un contemplativo mayor impacto que las solicitudes del amor de Dios? Tu misión
es ofrecer los hombres a Dios; otros se encargan de dar Dios a los hombres.
Permanece vuelto al Señor en la actitud de la antigua Orante.
Aplícate personalmente este texto de San
Pedro: “Como piedras vivas sed edificados en edificio espiritual para un
sacerdocio santo, que ofrezca sacrificios espirituales, agradables a Dios por
Jesucristo” (1 Pe 2,45). La Iglesia toda, unida con su Cabeza, constituye ese
“sacerdocio regio”, cuya función es “anunciar la gloria de Dios” (v. 9). Cada
cual debe contribuir a esa acción sacerdotal; más que otros tú, que has sido
elegido para desempeñar oficialmente el ministerio de la oración y del
sacrificio que incumbe a la Iglesia. Esos “sacrificios espirituales” son, ante
todo, la Adoración, la Alabanza, la Acción de gracias. En la soledad, el
silencio, el reposo del alma, estás en situación privilegiada para ofrendar a
Dios, en unión con Nuestro Señor, “un sacrificio de alabanza en todo tiempo”,
esto es, según la hermosa expresión del Apóstol, “el fruto de los labios que
confiesan su Nombre” (Hebreos 13,15).
Hazte cargo de la amplitud y potencia
que da a la oración del Ermitaño esa encomienda oficial de la Iglesia. Si ella es
el Cuerpo de Cristo; si es su Esposa muy amada, y esposa intachable, ¡con qué
complacencia no la han de escuchar, sea que implore, sea que exhale, a través
de los himnos de que eres el cantor, su propio amor! A ella se dirige el
Esposo: “Dame a oír tu voz, que tu voz es suave (Cantar de los cantares 2, 14),
“hazme oír tu voz” (Cantar de los cantares 8,13).
Da preferencia a la oración litúrgica,
cuando es su hora, sobre las oraciones privadas. Por tus labios el mundo entero
ora. Suples a la inhibición de los que no oran y, por ti, la voz del amor cubre
la del pecado. No se trata de una “socialización” arbitraria del Eremitismo.
Dejarías de ser cristiano no solidarizándote de la Humanidad. Tu clausura, como
la del P. Foucauld, es “una barrera contra el mundo, no contra el amor”. Toda
la Humanidad, de hecho o de derecho, pertenece al Cuerpo Místico de Cristo, y
todo cuanto haces de bueno o de malo, en el secreto de tu celda, repercute en
el organismo entero. Depende de ti que el valor secundario de cada misa, en
cuanto ofrenda de los méritos de los fieles, sea más o menos considerable.
Ama, si cabe decir, a ultranza. La
caridad es como la sangre de ese Cuerpo: “un poquito de ese puro amor más
provecho hace a la Iglesia que todas esas otras obras juntas” (San Juan de la
Cruz, Cant 29).68 Si algún vago sentimiento de tu inutilidad amenaza hacerte
vacilar, vuelve a leer las recias palabras de Pío XI a los Cartujos:
“Contribuyen mucho más al Incremento de la Iglesia y a la salvación del género
humano los que asiduamente cumplen con su oficio de orar y mortificarse, que
los que con sus sudores y fatigas cultivan el campo del Señor; pues si aquéllos
no atrajesen del cielo la abundancia de las divinas gracias para regar el
campo, más escasos serían ciertamente los frutos de la labor de los operarios
evangélicos... Porque, en verdad, si en algún tiempo ha sido conveniente que
hubiese en la Iglesia de Dios tales anacoretas, mayor motivo hay para que
existan y prosperen en los tiempos actuales” (Umbratilem).
Impalpable, la presencia del Ermitaño en
el mundo es como la de los bienaventurados del cielo: actúa eficazmente sobre
las necesidades reales de los hombres, las del orden de la eternidad, que son
las más importantes de todas: “¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero
sí arruina su propia vida?” (Marcos 8,36). El Ermitaño que alcanza al pobre la
luz que le haga amar sobrenaturalmente su indigencia, hace infinitamente más
por él que el que le construye una casa.
En el Templo de la Iglesia estás junto
al altar, tienes a mano el agua que salta hasta la vida eterna.
El manjar de la Tebaida es la
Eucaristía. No crecerás sin comer. San Pablo dice que el cuerpo todo en tero y
cada miembro recibe de la cabeza su alimento para realizar su crecimiento en
Dios en la caridad. Ese alimento es el Cuerpo y la Sangre de Jesús: “Siendo uno
solo el pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese pan
único” (1 Corintios 10,17).
La Comunión será la gran fuerza y el más
dulce consuelo de tu soledad: te da a Dios en persona. Asimismo, estrecha los
lazos que te unen, por la Iglesia, a todas las almas. La Hostia formada de
minadas de partículas de harina te recuerda los incontables hermanos que
comparten tu “comida”, y la muchedumbre de los invitados desdeñosos a quienes
debes suplir, en espera de que les obtengas el sentarse a la misma mesa. Dirige
con frecuencia tu corazón hacia el Copón y pide a Jesús que venga a ti. La
comunión espiritual es quizá la más fecunda toma de contacto con Dios a lo
largo de la jornada. Al mismo tiempo ratifica tu pertenencia a la Iglesia y tu
universal caridad.
Tu sacrificio está al servicio de la
Comunidad cristiana; no es una ascesis raquítica cuyos frutos se limitan a ti.
Pues entonces no serías ya una verdadera “hostia viva, santa, agradable a Dios”
(Romanos 12,1).El Dogma de la Comunión de los Santos comprendido y vivido
por ti te preservará del entumecimiento.
Has de pensar que detrás de tus paredes
no te es lícito organizar una existencia farniente. La llamada de las
almas te acosa. Responde con San Pablo: Completo en mi
carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo que es la
Iglesia (Colosenses 1,24).69
Capítulo VI.
El Templo interior
la inmanencia de Dios.
Glorificad a
Dios en vuestro cuerpo (1 Corintios 6,20)
Nunca
leerá el Ermitaño sin un alborozado estremecimiento las siguientes afirmaciones
de San Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios
habita en vosotros? El templo de Dios es sagrado, y ese templo sois vosotros”
(1 Corintios 3,16-17). ¿ No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu
Santo que habita en vosotros y le habéis recibido de Dios?... Glorificad, pues,
a Dios en vuestros cuerpos” (ib. 6,19-20).
No busques a Dios ni en un lugar ni en
el espacio. Cierra los ojos del cuerpo, ata tu Imaginación y baja dentro de ti
mismo: estas en el Santo de los Santos donde habita la Santísima Trinidad.
En el instante de tu
Bautismo has quedado hecho templo de Dios: “Yo te bautizo en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. En el acto, “el amor de Dios
fue derramado en tu corazón por el Espíritu Santo que te fue dado” (cf. Romanos
5, 5), y se realizó la promesa de Jesús: “Si alguien me ama, esto es, si tiene
la caridad, si se halla en estado de gracia, mi Padre le amará y vendremos a él
y haremos en él nuestra mansión” (Juan 14,23).
Sabes lo que significa esa presencia:
algo totalmente distinto de la del Creador en su criatura. Por ella contraes
una amistad divina que te introduce en la intimidad de la Trinidad. Huésped de
tu alma. El Ermitaño ve en esa inhabitación de Dios la razón específica
personal de su retirada al desierto. Viene a vivir, con exclusión de toda otra
ocupación, esa sublime verdad. Desde ese ángulo sobre todo, su vocación es
escatológica: comienza en la tierra en las sombras de la fe y la luz del amor
lo que hará en la eternidad, donde sólo habrá un templo: Dios mismo. ¿ Acaso no
está más él en Dios que Dios en él por su accesión gratuita al misterio tan
secreto de las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?
El hombre es contemplativo por
destinación y por estructura: “La vida eterna está en que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Juan 17,3), mas con un
conocimiento que participa del de Dios mismo, viéndole cara a cara en el fervor
del amor beatífico. Conocerle es el objeto supremo de nuestra inteligencia.
Amarle es el todo de nuestra voluntad, ávida de bien. Nuestra condición
terrestre interpone entre Dios y nosotros toda una gama de verdades parciales y
de bienes fragmentarios que deberían ayudarnos a remontar el vuelo hasta su
fuente, pero que con harta frecuencia nos apartan de ella en razón de la
sobreestima que les damos.
¿No es extraño que el hombre, organizado
para alcanzar su pleno desarrollo en la contemplación, que le dilata a la
medida de Dios, prefiera la acción, que le repliega sobre sí mismo en su
voluntad de vencer?
Es más fácil actuar que hacer oración.
En ésta la iniciativa pertenece a Dios, en aquélla a nosotros, y no nos gusta
enajenar nuestra libertad aunque sea en provecho del Señor. Para la fe es una
especie de enigma que la mayoría tengan aversión a la contemplación, que viene
a ser para ellos como el lujo de los cristianos ociosos.70 El Ermitaño lo ha dejado
todo para afincarse en esa “Presencia”. Cerradas todas las avenidas del lado de
la tierra, se siente con ánimos de ser “conciudadano de los santos” (Efesios
2,19). Su cualidad de cristiano y la vocación formal que le llama a la soledad
fundamentan su pretensión. Si comprende bien el sentido de su vocación,
entonces todo él, cuerpo y alma, es un templo.
La disciplina de sus sentidos y la
“esclavitud de su carne” cobrarán un significado más profundo: no serán tan
solo un esfuerzo laborioso por mantener el señorío. El cuerpo, por su parte, es
una piedra escogida que hay que labrar y pulir para la iglesia que se construye
(Dedicación). Lejos de execrarlo, el Ermitaño lo rodea de respeto con miras al
papel que le asigna la Liturgia. Esta tiene para con el cuerpo un ritual
minucioso que regula y ennoblece las actitudes y funciones de cada miembro en
la participación que le brinda en la oración y el sacrificio.
Le viene su dignidad sobre todo del alma
que lo anima, y que en gracia a su unión sustancial se lo asocia en el honor de
ser morada del Altísimo. Esta teología del cuerpo rectamente entendida no
autoriza ya más respecto del mismo el trato sórdido que le infligían los
ermitaños primitivos. El Bautismo lo ha lavado en la lustración purificadora;
el sacerdote lo ha signado con la Cruz, ungido con el Santo Crisma; la Comunión
eucarística lo transforma en copón viviente. Después de la muerte, la Iglesia
lo inciensa y lo lleva en triunfo. ¿No era el templo del Espíritu Santo?
Esmérate por que él también venga a ser
lo que es. Gracias a él y al funcionamiento satisfactorio de sus órganos es
como tu alma podrá gozar conscientemente de la presencia de Dios en ella.
Guárdate de que una severidad indiscreta te incapacite para sostener un
coloquio prolongado con el Huésped interior. Si María hubiera padecido jaqueca,
la entrevista de Betania perdiera de su colorido.
No puedes, sin alegrarte, pensar en lo
que pasa en el fondo de ti mismo... En el instante en que tomas alimento,
recreo o sueño, el Padre, en tu alma, engendra a su divino Hijo. Su Palabra es
de una actualidad incesante: “Yo, hoy, te he engendrado” (Salmo 2,7).
Trata de percibir con la fe algo de esos
intercambios de amor y alabanza entre las divinas Personas, que son la vida de
la Trinidad, su gloria que irradia en tu alma. El Gloria Patri... que
jalona tu salmodia es sólo un eco, si bien el más fiel, de la alabanza que se
tributan mutuamente “los TRES”.
La gloria del Padre es su Hijo que
refleja a la perfección todos sus atributos. Es su Palabra interior su canto.
Le ensalza como la fuente de todos los bienes divinos, el “Principio”. La
gloria del Hijo es el Padre que testifica, al engendrarlo perfecto como El, su
trascendente hermosura. La gloria del Espíritu Santo es el gozo mutuo del Padre
y del Hijo, su beso sustancial.
Pídele una y otra vez que te haga menos
insensible a ese grandioso himno al que se refieren todos los actos de
religión, es decir, todos los actos de tu vida de Ermitaño, orientada a la
glorificación de Dios.
Al repetir, en unión de la Trinidad, ese
inefable “Gloria”, comulgas a su beatitud. Tal es la suprema consolación del
desierto, la única que pueda legítimamente codiciar el Ermitaño. Por una gota
de esa alegría los santos lo abandonaron todo. En tu retiro, esfuérzate por que
tu corazón sintonice con el de Dios, y tu gozo se sitúe en lo que constituye la
felicidad de cada una de las Personas divinas.
El gozo del Padre es su Hijo, su
expresión perfecta, es la palabra que lo engendra: “Tú eres mi Hijo” (Salmo
2,7), es ese Verbo semejante en todo al Padre, imagen viviente suya, hacia el
que le impele toda su ternura y que le devuelve amor por amor en igualdad
perfecta.71 La
alegría del Hijo es su Padre, de quien recibe todo cuanto es en sí mismo, ese
Padre que de un solo acto agota en favor suyo toda su fecundidad, al
comunicarle la naturaleza divina con sus perfecciones: su felicidad consiste en
estar “en el seno del Padre” (Juan 1, 18) y en amarle con ese matiz de infinita
gratitud.
La alegría del Espíritu Santo es la
alegría misma del Padre y del Hijo, fundiéndose en esta tercera Persona. Amor
sustancial de las dos primeras Personas, es llamado el Corazón de Dios. Es un
canto, una fiesta divina, es el eco sublime del Amor. Es en Dios el foco de la
alegría y de la dicha.
No hay alegría humana que se pueda
comparar con esa felicidad divina. El Ermitaño sabe que es un bien no ajeno a
su vocación, ni menos una tesis que descifrar en los libros, un espectáculo
lejano cuya inasequible esplendidez tornaría su Tebaida aún más antipática.
Es en ti, templo de la divinidad, donde
palpita ese corazón de Dios, es en el centro de tu alma donde se explaya esa
maravillosa vida trinitaria. Haz tuyo este dicho de un teólogo: “En este
momento actual que se me va en naderías, Dios todo entero se ocupa (en mí) en
dar nacimiento a su Hijo coeterno” (Régnon).
Eres hijo adoptivo y como tal habitas en
el seno de la familia divina, presentado e introducido por Jesús: “Padre,
quiero que los que me has dado estén también donde Yo esté” (Juan 17,24).
Y ¿dónde está Jesús? “En el seno del
Padre”. La fe y la caridad, participación del conocimiento que Dios tiene de si
mismo y del amor que se da a sí mismo, te sumergen en la corriente vital de la
circumincesión (Los tres se inhabitan. Donde está el Padre está el Hijo y el
Espíritu Santo, y así con cada uno). ¿No es ése el sentido de la oración de
Jesús: “Que ellos sean uno como nosotros somos uno, Yo en ellos y Tú en mi”?
(cf. Juan 17,20).
En el Eremitorio ésa será tu vida
interior: asociarte con toda la continuidad posible al canto de gloria y de
amor de las Tres divinas Personas, en comunión con Jesús, el cual asume tus
actos personales y los eleva, valorizados al infinito, hasta Dios. Según el
atractivo del momento únete al Padre para celebrar la gloria del Hijo, al Hijo
para exaltar la gloria del Padre, al Espíritu Santo para saborear la alegría de
la Trinidad entera.
Todo ello sólo es posible vivirlo en la
fe, en la desnudez del espíritu y el silencio. Ninguna criatura, ninguna imagen
te servirá, toda vez que lo creado te revela la naturaleza de Dios, pero nada
te dice de su vida. Es menester, para llegar ahí, desbordar las cosas terrenas
y olvidarlas. El día que del fondo de tus entrañas ascienda un deseo verdadero que
te arranque el ansia del salmista: “Como suspira la cierva por las aguas vivas,
así te anhela a ti mi alma, ¡oh Dios!”, sabrás que Dios llama a tu puerta y
quiere cenar contigo (Apocalipsis 3,20). Es el Espíritu del Hijo, que Dios ha
derramado en tu corazón, el que clama: “Abba, Padre”, el que con gemidos
inenarrables pide por ti “lo que corresponde a las miras de Dios” (Romanos
8,26-27), es, a saber, tu perfecta unión con El.
Ese es el último “por qué”, el último
“cómo” del desasimiento del Ermitaño, por qué sigue a la letra el consejo del
Señor, “se retira a su celda, cierra tras de sí la puerta y ora al Padre, que
está ahí en lo secreto (Mateo 6,6). Lo hace materialmente, y más aun
espiritualmente con el recogimiento intensivo de la celda interior que favorece
el Eremitorio.
No pases ningún escrúpulo por no dedicar
sino poco tiempo a las “devociones”, por no sobrecargarte de intenciones
particulares; la oración oficial de la Iglesia provee a todo, y el honor que
rinde a los Santos en sus Oficios, la eficacia apostólica de sus 72 súplicas, aventajan infinito
tus homenajes e intercesiones privadas. La Epístola a los Hebreos dice que
Jesús, en el cielo, “está siempre viviente para interceder por nosotros”
(Hebreos 7,25). Lo hace sin requerimientos formulados, con la sola presencia de
la marca gloriosa de las cicatrices de la Pasión, memorial de su amor y
obediencia. Tu ser entero, por su consagración y el fervor de tu caridad, pide
por sí solo que el nombre de Dios sea santificado, que su reino venga, que su
voluntad se haga.
El Ermitaño puede, con pleno derecho,
considerarse como agregado ya a la grandiosa liturgia de la Eternidad que nos
describe el Apocalipsis. Tiene su puesto entre las “minadas de minadas”, y los
“millares de millares” de Ángeles y Santos reunidos en torno al solio de Dios,
y dice con potente voz: “Al que está sentado en el Trono y al Cordero la
bendición, el honor, la gloría y la dominación por los siglos de los siglos”
(Apocalipsis 5,11-14).
Si la liturgia monástica que celebras
está simplificada hasta el límite, si se te proporcionan largas horas de
soledad y de santo ocio, es para permitir que tu alma, liberada de toda traba,
anticipe, en cuanto sea posible, lo que será nuestra vida eterna. No por eso
confíes en que ya no sabrás de la pesadez y el hastío de las oraciones
desoladas. Toda la fiesta es para la fe y el amor. La alegría es la de Dios, no
la tuya, en lo que podría tener de sensible.
Por miserable que seas, la adoración, en
la cual tu egoísmo no puede tener la menor cabida, será siempre para ti una
salida dichosa de tu “yo” obsesivo. La felicidad de Dios será tu felicidad: ese
es el supremo desinterés de la caridad verdadera.Que en el Templo de tu alma
resuenen sin cesar las bellísimas aclamaciones de Gloria: Gloria
a Dios en lo más alto de los cielos. Te alabamos, te bendecimos, te adoramos,
te glorificamos y te damos gracias por tu gloria inmensa...Puesto que
en el desierto ninguna voz se eleva fuera de la tuya, habrá al menos un sitio
en la tierra donde Dios es adorado puramente...73
Epílogo
La celda.
Me ha llevado a
la sala del festín y la bandera que sobre sí alzó es el amor (Cantar
de los cantares 2,4)
De
todas estas riquezas, las primeras semanas de celda no te descubrirán gran
cosa, tal vez nada. Confórmate humildemente con aburrirte y dar vueltas. Tienes
el corazón en carne viva por todo cuanto acabas de dejar, y en las paredes
enjalbegadas nada se dibuja sino sólo un Crucifijo y una Virgen. Hay aún
demasiado tumulto en tu imaginación y tu sensibilidad como para que te cautive
lo Invisible. Habías soñado con esta casita que tu fantasía te pintaba hermana
de la del autor de la imitación de Cristo. En ella estás... y te dan
escalofríos. Te entran ganas de fugarte.
Ten paciencia. Ora. Organízate incontinenti
un ciclo de ocupaciones, lecturas, algún trabajito sobre la Biblia o
cualquier otro tema espiritual de tu gusto. Poco a poco descubrirás y
saborearás la mística de la celda. Los que la han cantado en términos emotivos
que han atravesado los siglos no eran novicios, puedes creerlo, y lo mismo que
tú, han probado, de buenas a primeras, su austeridad.
La celda del Ermitaño es una vivienda
única en su género. No es el despacho de un eclesiástico, ni la habitación de
un jesuita o de un mendicante. El solitario duerme, trabaja, come y se solaza
en su celda. Pero su carácter distintivo está en que ella es todo su universo.
Salvo sus visitas a la iglesia, no debe buscar nada fuera. Todo se le da ahí,
en su minúsculo coto.
Todos los tesoros del desierto, del
Monte y del Templo, de tal forma están ligados a ella que el Ermitaño que la
abandone sin un motivo de peso controlado por la obediencia, los pierde al
momento. Fuera, nada encuentra, a él no le aprovecha. El Ermitaño está sometido
a la celda para la subsistencia del alma.
Es un refugio contra las miasmas del
mundo; un lugar santo en que el Señor se hace el encontradizo, sostiene
entrevistas secretas con el alma que, por su amor, en ella se recoge, dando de
mano a todo lo demás. Es aquella “bodega” (Cantar de los cantares 2,4) donde el
Amado introduce a su amada para embriagaría con su presencia y sus dones.
Entregarse en ella a futilidades sería
profanarla. En la celda da Dios audiencia al alma solitaria. Llegado a los
confines de la vida terrestre, desprendido de las contingencias que hacen gemir
a tantas almas sedientas de Dios, pegadas como están a las duras condiciones de
la existencia, el Ermitaño da comienzo a su eternidad en el gozo del Señor. Si
eres generoso verás surgir de la sombra, poco a poco, ese mundo divino en medio
del cual vivías sin tener conciencia de él, porque el relumbrón y el alboroto
del otro impedía que se manifestara. A su vez, experimentarás, embelesado, que
nunca está uno menos solo que cuando está solo.
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