sábado, 10 de agosto de 2013

El silencio monástico




Hoy quería hablar del silencio monástico, pero ¿cómo?, me preguntaba. Curioso puede parecer que quiera hablar de algo que pueda llevar implícita una contradicción, algo que habría que aprender a escuchar, eso si, escuchando.  
Pues como hablar y enseñar le corresponde al maestro, y callar y escuchar le toca al discípulo, que diría san Benito en el cap. 6 de la santa Regla, con gran humildad quiero dar la palabra al P. Mauro-Giuseppe Lepori, abad general de la Orden Cisterciense, ya que este articulo suyo que he leído, me ha gustado tanto que, en el silencio, quería compartirlo con vosotros. Espero que lo disfrutéis. Solo tenéis que pinchar aquí.
 
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Capítulo sobre la Regla de San Benito – CFM – Roma 01.09.2011

Ayer por la noche eran casi las once cuando pude ponerme a preparar el Capítulo de esta mañana, por este motivo, decidí elegir como tema el silencio, así, si digo poco, el silencio mismo será mi enseñanza…
También es oportuno hablar del silencio después de haber hablado del diálogo. San Benito nos invita a aprender a hablar y a callar en el monasterio, lo que significa que ninguna de estas dos actitudes son un absoluto en sí mismas. El silencio absoluto de los monjes no es un mito benedictino, ni tampoco cisterciense. Lo que no quiere decir que hablar continuamente deba convertirse en un mito…
San Benito pide cultivar el silencio, aprender el silencio, “studere silentium”, según la bella expresión que utiliza en el capítulo 42, y lo pide, fundamentalmente, por dos fines: la escucha meditativa de la Palabra de Dios y la caridad hacia los otros.
El capítulo 6 de la Regla pide cultivar el silencio como taciturnitas para no pecar, porque “La muerte y la vida en poder de la lengua están – in manibus linguae“, dice Benito citando el libro de los Proverbios (RB 6,5; Prov 18,21). La expresión es curiosa: una lengua provista de manos que eligen la vida o la muerte. La lengua, la palabra, tiene, por lo tanto, una capacidad de poseer, de aferrar. Es como si la lengua fuese un cow-boy armado que tiene las palabras como armas con las que puede amenazar y matar. Así pues, el silencio como taciturnidad es la renuncia a este poder, un desarmarse ante los demás de manera que las palabras entre nosotros no sean siempre duelos en los que el más débil debe morir. San Benito nos invita también a desarmarnos de las palabras que creemos buenas: “Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad” (RB 6,3).
El problema es que raramente somos dueños de la calidad de nuestra palabra y de su efecto en los demás. Tenemos necesidad de una conversión del corazón que corte el poder de nuestra palabra, su capacidad posesiva y ofensiva, y se convierta cada vez más en transmisión de la Palabra de Dios que crea cada cosa como “cosa buena” (cfr. Gn 1), es decir, bendiciéndola.
Para que esto suceda; san Benito propone esencialmente dos cosas: callar y escuchar: “Además, hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar” (6,6).
Por lo tanto, el silencio que escucha es para san Benito el principio de la caridad. Callando y escuchando aprendemos a concebir la palabra no ya como un arma de poder en manos de nuestra lengua, sino como un don no nuestro que solo podemos transmitir, y el bien que hace esta palabra radica en la Palabra que recibimos; radica, finalmente, en la palabra misma, en cuanto Palabra de Dios que escuchamos en silencio.
Para san Benito, sin escucha no hay silencio. El silencio benedictino y monástico en general no es nunca “autista”, no es nunca un cerrarse en sí mismo, sino un acto de relación, exactamente, una “taciturnitas”; es decir, un renunciar al propio turno de palabra para escuchar al otro. El silencio nace precisamente de la humildad de reconocer que la palabra del otro es más importante que la mía. Pero a esto solo llegamos si se cultiva la escucha de Dios, la escucha del Verbo de Dios, también a través de las mediaciones humanas.
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Nuestro silencio está en la Palabra de Dios, consiste en concentrarse en la única Palabra que vale la pena escuchar y que contiene todas las palabras, toda la verdad, toda la realidad: la palabra del Verbo de Dios, Cristo mismo.
Es por esto por lo que en todos los pasajes de la Regla en los que se pide silencio – durante la noche (capítulo 42), durante la comida (38,5), durante la siesta (48,5), saliendo del oratorio después del Oficio divino (52,2-3), etc. – la razón de la disciplina del silencio es siempre al mismo tiempo, como he dicho, la escucha de la Palabra y la caridad fraterna. No se pueden separar estas dos razones, porque la Palabra que escuchamos es Aquella en la que coinciden la Verdad y el Amor. El Hijo de Dios encarnado, que habita en medio de nosotros, es el Logos y el Ágape. En Él, como lo expresa el Salmo 84, “el Amor y la Verdad se encuentran” (Sal 84,11), y en este encuentro nos encontramos también nosotros. La comunión entre nosotros, la comunión fraterna en comunidad, es el fruto de nuestra acogida del Verbo, que es Amor, de la Palabra, que es Caridad. Por lo que el silencio monástico es más profundo que la quietud, que el no-ruido, que la ausencia de lo que molesta a los oídos y al sueño. Es un silencio que abraza todo y a todos en el encuentro con Cristo por la Verdad y la Caridad.
Este silencio que escucha el abrazo en Cristo del Amor y la Verdad, genera entonces nuevas relaciones entre nosotros, se convierte en un espacio interior de la comunidad, y de cada monje y monja en particular, para acoger a todos. San Benito describe este silencio acogedor en el capítulo 53 sobre la acogida de los huéspedes: toda la comunidad acoge al huésped, con una actitud humilde y silenciosa, adorando en él a Cristo que se acoge (53,6-7). Después, el superior, o un monje encargado por él, se sienta con el huésped y lo introduce en la escucha de la Palabra de Dios (53,9). Así pues, también el huésped entra en el silencio a través de la escucha de la Palabra de Dios. También a él se le dice “¡Escucha!” y no “¡Calla!”.
Solo después de esta escucha, se servirá al huésped todo aquello de lo que tenga humanamente necesidad (“post haec omnis ei exhibeatur humanitas”, 53,9), por lo que todo aquello que recibirá en el monasterio y del monasterio estará como incluido en el don supremo del Verbo de Dios, y, por lo tanto, todo le hablará del Amor y de la Verdad que se abrazan en Cristo para acoger a toda la humanidad en la Trinidad.
P. Mauro-Giuseppe Lepori
Abad General O.Cist.
 
 

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