miércoles, 7 de agosto de 2013

JESÚS Y LOS ENFERMOS

 

Los cuatro evangelios nos dan a conocer, en diversos pasajes, como un hecho real e histórico, la preocupación que Jesús tenía frente a los enfermos, y su actitud siempre compasiva con ellos; y nos narran, en algunos casos con lujo de detalles, los milagros que realizó en su favor.
Jesús curó a la suegra de Pedro que estaba en cama y padecía fiebre; a la mujer que padecía flujo de sangre desde hacía cuarenta años; a la hija de la mujer siro-fenicia que padecía ataques; a Bartimeo que era ciego de nacimiento; al criado del centurión romano; a los diez leprosos que encontró en su camino hacia Jerusalén y a dos ciegos que pedían limosna a la salida de la ciudad de Jericó; a la mujer encorvada que vio en la sinagoga de Cafarnaún; al paralítico que sus amigos descolgaron por el techo de la casa donde él estaba enseñando; al hombre de la mano paralizada; al endemoniado epiléptico; al tartamudo sordo; al paralítico que permanecía cerca de la piscina de Siloé, y a muchísimos enfermos más. Y como si esto fuera poco, revivió a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naín, y a su amigo Lázaro. En el Evangelio de san Lucas leemos:
Saliendo de la sinagoga entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con mucha fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre ella conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella, levantándose al punto, se puso a servirles.
A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban;bartimeo
 
y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba.” (Lucas 4, 38-40).
Pero para comprender el verdadero sentido y la verdadera profundiad de esta actitud sanadora de Jesús, debemos conocer la concepción que los israelitas tenían de la enfermedad.
SIGNIFICADO DE LA ENFERMEDAD  EN LA CULTURA JUDÍA
Distintos textos bíblicos nos muestran cómo era vista y entendida la enfermedad en el pueblo de Israel; de ellos  podemos sacar las siguientes conclusiones:
  1. La enfermedad es una situación de debilidad y agotamiento, en la que el enfermo sufre el abandono de su fuerza vital. Todo enfermo es una persona que va camino de la muerte.
  2. El enfermo vive una situación de paro forzoso, no puede trabajar, depende totalmente de los otros, de tal manera que la enfermedad implica no sólo la pérdida de la salud, sino también la condición de máxima pobreza.
  3. Por su misma condición, la enfermedad es considerada como un castigo de Dios. Se entiende que es Dios mismo quien abandona y rechaza al enfermo, por sus pecados. Todo enfermo es sospechoso de infidelidad a Dios.
  4. Como consecuencia de lo anterior, el enfermo se ve a sí mismo como culpable de algo – ante Dios y ante la sociedad -, aunque muchas veces no sabe bien qué es lo que ha hecho Este sentimiento de culpabilidad hunde al enfermo en la desesperanza, y en la marginación. Ritualmente se le considera impuro, indigno de presentarse ante Dios. Es un hombre totalmente perdido.
 
 
 
 
LA COMPASIÓN DE JESÚS POR LOS ENFERMOS
 
Conocedor de su tiempo y su cultura, Jesús percibía con inmenso dolor, la difícil situación que vivían las personas enfermas, quIenes, aparte de sus dolores físicos, tenían que enfrentar la marginación y la carencia de  los bienes indispensables para su vida; esto lo llevó a sentir en lo más profundo de su corazón, una inmensa compasión por todas ellas, sin importar su enfermedad, su condición social, su sexo o su lugar de origen.
Pero Jesús no se acercaba a los enfermos, con  la  preocupación de un médico, que simplemente deseaba resolver el problema biológico creado por la enfermedad como tal, sino que su intención fundamental era recuperar y “reconstruir”, plenamente, a estos hombres y mujeres hundidos en el dolor físico, y también en el dolor espiritual que implicaba para ellos sentirse condenados por la sociedad y la por la religión.
Los datos evangélicos nos muestran que Jesús no fue simplemente un curador de enfermedades, sino
 
el hombre de la mano seca 2
 
también, y sobre todo, un rehabilitador de hombres y mujeres destruídos, un verdadero liberador. Por eso no se detenía ante nada; ni siquiera ante las leyes y normas religiosas, que mandaban “no trabajar” el sábado, día dedicado a Dios, y también, tocar a los enfermos, particularmente a los leprosos, para no contaminarse de su supuesta impureza.
Jesús consideraba que compadecerse de las personas marginadas por la enfermedad, acercarse a ellas y sanarlas, era parte importante de su misión de Mesías – Salvador.  Fue precisamente esto lo que dijo a los discípulos de Juan Bautista cuando le preguntaron  quién era y a qué venía. Nos lo refiere san Mateo en su Evangelio:
Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle: – ¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro? Jesús les respondió: – Vayan y cuenten a Juan lo que oyen y ven: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva…” (Mateo 11, 2-6).
Jesús no actuaba como un profesional de la medicina, ni como un sacerdote a quien correspondía realizar ritos de purificación. Los únicos motivos que lo llevaban a actuar en favor de los enfermos, eran su pasión liberadora y su amor absoluto e incondicional a los necesitados. Un amor y una pasión que nacían en su corazón humano y divino a la vez, y crecían y se fortalecían en su contacto directo con Dios, su Padre, de quien procedía.
bartimeo 4
Jesús se compadecía de todos aquellos a quienes veía sufrir por la enfermedad o por la muerte, enjugaba cariñosamente las lágrimas de sus ojos, y con un gesto sencillo o una palabra aparentemente simple pero profundamente elocuente y llena de fe y de confianza en su Padre, cambiaba su dolor en gozo, su tristeza en alegría, movido por su amor y con su poder de Dios.
Y sucedió que a continuación Jesús se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaban a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla, el Señor tuvo compasión de ella, y le dijo: – No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaba se pararon, y él dijo: – Joven, a ti te digo: Levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre” (Lucas 7, 11-15).
Jesús se sentía llamado a acercarse no a los sanos y justos, sino a los enfermos y a los pecadores, para infundirles fe, aliento, esperanza. Por eso los acogía. los escuchaba, y los hacía sentir comprendidos, amados por Dios con gran ternura; esto les ayudaba a creer de nuevo en la vida, en el perdón de Dios, y en la posibilidad de restablecer plenamente sus relaciones con Él y con la sociedad de la que formaban parte.
Jesús invitaba a los enfermos sanados, a reiniciar su vida, con frases como: “Toma tu camilla y anda”, o, “vé y preséntate al sacerdote”, para que testifique tu curación.
 
JESÚS Y EL SUFRIMIENTO
Esta actitud de Jesús respecto a los enfermos, nos muestra que el sufrimiento, cualquiera que sea, no es de ninguna manera deseable; y también, que no existe un nexo directo entre el sufrimiento – y más concretamente la enfermedad – y el pecado, como muchos creían en aquel tiempo, y como muchos piensan todavía hoy.
Pero fue más allá. Afirmó en varias ocasiones, que el sufrimiento, cuando es aceptado y vivido con fe, puede convertirse en una bienaventuranza, en un motivo de alegría y esperanza, porque prepara a quien lo padece con fe y con amor, para acoger el Reino de Dios que él vino a instaurar en el mundo: el reinado de Dios en el corazón de cada hombre y de cada mujer y en el mundo entero. Recordemos sus palabras al comienzo del Sermón de la Montaña:
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados…
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos…
Bienaventurados serán cuando los injurien y los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense porque su recompensa será grande en los cielos…” (Mateo 5, 5. 10-12).
Y también dijo, que el sufrimiento es una situación, una circunstancia de la vida de los seres humanos, en la que se revela de modo especial la gloria y el poder de Dios, y su amor infinito por cada uno de nosotros:
Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta; María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decirle a Jesús: – Señor, aquel a quien tú quieres está enfermo. Al oírlo Jesús, dijo: – Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11, 1-4).
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Cuatro días después de recibir el mensaje, Jesús se dirigió a Betania. Al llegar encontró que Lázaro ya había muerto, y que, como era costumbre, ya había sido sepultado. Frente a la tumba de Lázaro Jesús lloró por su muerte, porque Lázaro era su amigo, pero luego, ante el asombro de todos los presentes, lo revivió.
Esta resurrección de Lázaro desencadenó dos acontecimientos que fueron definitivos para Jesús: mucha gente creyó en él, y los fariseos y los sumos sacerdotes, confirmaron su decisión de   llevarlo a muerte (cf. Juan 11).
Todo esto que Jesús hizo en su tiempo, lo hace también hoy con cada uno de nosotros. Aunque no podamos verlo ni tocarlo, Jesús está con nosotros, a nuestro lado, en nuestra enfermedad y en nuestra vejez; acompañándonos, guiándonos, protegiéndonos, cuidándonos. Nos lo dice la fe.  No hace falta que realice un milagro y nos cure; muy bueno si éste ocurre – ¡y puede ocurrir! -, pero no es lo importante. Lo realmente importante, es sentir que Jesús está con nosotros y que nos comunica su amor y su fuerza para ayudarnos a vivir con paciencia y buen ánimo todos nuestros padecimientos grandes y pequeños. Así
vamos preparándonos para el encuentro con Dios, al final de nuestra vida en el mundo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es inmenso el amor que Jesus tiene por nosotros, aunque no lo merescamos.