miércoles, 7 de agosto de 2013

LA HUMILDAD DE JESÚS

 

Si leemos con atención los evangelios, podemos darnos cuenta, muy claramente, que en Jesús, Dios no se define por su poder, o por su fuerza, como pensaban los israelitas y como esperaban que fuera su Enviado.
En Jesús, Dios se nos ha revelado como un Dios esencialmente humilde. La humildad es uno de sus muchos atributos. Parece extraño, pero no lo es.
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Esta humildad de Dios se nos hace presente de una manera radical, en el Misterio de la Encarnación: Dios toma nuestra carne y nuestra sangre, y se hace hombre como nosotros, en el vientre de una mujer virgen y pobre, en un pueblito apartado de la región de Galilea, al norte de Israel, que ni siquiera figuraba en los mapas de entonces, y que tiene que cargar con la mala fama de ser un lugar donde viven personas incultas y poco fieles a la Ley de Moisés.
Jesús es Dios que se viene a vivir a nuestro mundo, se integra en nuestra historia humana, y comparte plenamente lo que somos y lo que tenemos, incluyendo las limitaciones propias de nuestra condición. Así lo proclamaban los primeros cristianos, en uno de sus himnos, que recoge san Pablo en su Carta a los creyentes de la ciudad de Filipos, y que ha sido de gran significación para la Iglesia:
“Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó a sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz…” (Filipenses 2, 5-8)
Jesús, Dios-con-nosotros, es un Dios que se “agacha”, que se “abaja”, que se “humilla”, que se anonada.
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Jesús, Dios-con-nosotros, es un Dios que se inclina delante de nosotros para servirnos. Dios que se pone a nuestra disposición y hace todo lo que está a su alcance para liberarnos de todo aquello que nos esclaviza, y así elevarnos a nuestra dignidad de hijos de Dios, aún a pesar de nosotros mismos. Para enseñarnos que lo más importante no es situarse uno por encima de los otros y dominarlos, sino hacernos todos servidores. Por eso nos dice:
“El que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes, sea su esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20, 26-28). 
Una representación clara y concreta de esta humildad de Dios en Jesús, la tenemos en el episodio de la Última Cena que nos narra san Juan en su Evangelio: Jesús se inclina delante de cada uno de sus discípulos para lavarles los pies; una trabajo que correspondía exclusivamente a los esclavos (cf. Juan 13, 2-15).
Precisamente, de aquí se deriva, que la humildad sea una característica fundamental de nuestro seguimiento de Jesús. Una humildad activa y efectiva; de pensamiento, de palabra y de obra; una humildad que se hace entrega generosa al servicio de los demás.
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“Ustedes me llaman el “Maestro” y el “Señor”, y dicen bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes” (Juan 13, 13-15)
Jesús, Hijo de Dios, su Enviado, su Mesías, pone la humildad en el primer lugar de las virtudes humanas y cristianas. Como él, también nosotros, si queremos ser verdaderos discípulos y seguidores suyos, tenemos que ser personas humildes, capaces de servir a los demás,  en todo lo que nos sea posible.

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