miércoles, 7 de agosto de 2013

LOS MILAGROS DE JESÚS

 

Cuando leemos los evangelios, encontramos que sus autores dedicaron buena parte de ellos, a relatar con algún detalle, las acciones extraordinarias que Jesús realizaba en favor  de las  personas que se acercaban a él, acciones que nosotros llamamos milagros, y san Juan en su Evangelio, denomina “signos”.
Frente a esta realidad innegable de la vida de Jesús, podemos preguntarnos:
  • ¿Por qué o para qué obraba milagros Jesús?
  • ¿Qué sentido daba Jesús a los milagros que realizaba?
Intentaremos dar una respuesta clara a estas preguntas.
Muchas veces, cuando pensamos en Dios y hablamos de él, lo que más nos llama la atención y proclamamos con más fuerza, es su poder. Dios es para nosotros, fundamentalmente, “el todopoderoso”, porque tiene pleno dominio sobre el mundo y nada escapa a su voluntad. Si no lo reconociéramos así, no estaríamos hablando de Dios.
Sin embargo, al acercarnos más detenidamente a lo que los evangelios anuncian, llegamos a otra conclusión que es muchísimo más bonita y también más justa con lo que Dios nos reveló de sí mismo en la persona de Jesús: La grandeza de Dios, su majestad, no está en su poder,  en su fuerza, y tampoco en el dominio que puede ejercer sobre las personas y sobre los acontecimientos, como tantas veces suponemos. El verdadero poder de Dios es el amor: su amor infinito por los seres humanos; y es precisamente ese amor lo que Jesús quiere ayudarnos a conocer, lo que quiere hacernos presente, no sólo con sus palabras, sino también y muy especialmente con sus obras, y más concretamente con sus milagros.
  • ¿Por qué o para qué hacía milagros Jesús?
El contexto general de los evangelios nos muestra que Jesús no hizo nunca un milagro en favor de sí mismo. Recordemos por ejemplo, el pasaje del Evangelio de Mateo, que no cuenta que cuando Jesús estaba ayunando en el desierto, después de su bautismo en el Jordán, el demonio se le presentó proponiéndole que convirtiera las piedras en panes para que saciara su hambre. Jesús le respondió sin dudarlo: “El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4, 1 ss).
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Tampoco hizo ningún milagro para castigar a alguien por sus pecados. Al contrario. Se opuso a que los discípulos “hicieran caer fuego del cielo” sobre un pueblo de Samaría donde no los habían recibido (cf. Lucas 9, 51-55).
Y, finalmente, Jesús tampoco hizo milagros para satisfacer la curiosidad de quienes no creían en él, o para ganarse el favor de las autoridades. Pensemos, por ejemplo, en la señal que los doctores de la ley y los fariseos le pidieron para poder aceptarlo como Mesías, según nos lo refiere san Mateo: “Algunos maestros de la Ley y fariseos, le dijeron: “Maestro, queremos verte hacer un milagro”. Pero él contestó: “Esta raza perversa y adúltera pide una señal, pero sólo se le dará la señal de Jonás…” (Mateo 12, 38-39)
O el milagro que Herodes le solicitó cuando lo llevaron los soldados de Pilato, para que lo juzgara:  “Al ver a Jesús, Herodes se alegró mucho. Hacía tiempo que deseaba verlo por las cosas que oía de él, y esperaba que Jesús hiciera algún milagro en su presencia. Le hizo un montón de preguntas, pero Jesús no contestó nada…” (Lucas 23, 8-9).
Todos los milagros de Jesús fueron obrados en favor de las personas más débiles, y tenían como primera  intención ayudarles en sus necesidades más urgentes.
 
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Jesús se acercaba a las personas movido íntimamente por el amor que el Padre había puesto en su corazón de Hijo. Un amor compasivo y misericordioso como el suyo; un amor creador y salvador a la vez; un amor que se conduele siempre del sufrimiento humano y busca la manera de devolver a quien sufre, su fe, su esperanza y su libertad. Podemos constatarlo, por ejemplo, en el pasaje del Evangelio según san Lucas que nos refiere la resurrección del hijo de la viuda de Naín:
“Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo lo acompañaba. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: “Joven, yo te lo mando, levántate”. Se incorporó el muerto inmediatamente, y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre” (Lucas 7, 11-15).
  •  ¿Qué sentido daba Jesús a los milagros que realizaba?02
San Juan llama a todas estas acciones extraordinarias de Jesús, “signos” o “señales”, porque ellas nos dan a entender quién es realmente Jesús, y cuál es la misión que le ha sido encomendada. Esta misma idea la encontramos en el Evangelio según san Lucas, cuando Jesús en la sinagoga de Nazaret, lee el texto de Isaías, que luego se aplica a sí mismo; y en el Evangelio según san Mateo, cuando Jesús responde a los enviados de Juan Bautista:
“Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres.  ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!” (Mateo 11, 2-6).
 
SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE LOS MILAGROS

Profundizando un poco en lo que los milagros de Jesús nos enseñan, podemos ver varias cosas que son muy interesantes.
1. Lo primero es que los milagros que Jesús realiza no son considerados por los evangelistas de manera aislada, sino que están conectados con su predicación y al servicio de ella. San Mateo nos dice, por ejemplo:  “Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos; enseñaba en sus sinagogas, proclamaba la Buena Nueva del Reino y curaba todas las dolencias y las enfermedades”  (Mateo 9, 35).
2. De aquí podemos deducir que la intención que Jesús tenía al obrar un milagro, no era simplemente  causar una impresión fuerte en la gente que lo veía y escuchaba, sino que buscaba  abrir el corazón de las personas a su misión como enviado de Dios, y a su mensaje salvador.
3. Por otra parte, los evangelistas nos presentan los milagros, como un elemento de la proclamación del Reino de Dios, que era el tema central de la predicación de Jesús. En este sentido, los milagros son signo de que el Reino de Dios, o mejor, el reinar de Dios, ya ha comenzado, y que es un acontecimiento poderoso, dinámico, lleno de fuerza salvadora, que se hace realidad en medio de los hombres. En el Evangelio de san Lucas leemos: “Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ya ha llegado a ustedes el Reino de Dios” (Lucas 11, 20).
 
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Los milagros son como palabras eficaces de Jesús, que  comunican a quien los recibe, la salvación y la vida de Dios. Son un mensaje en acción, una buena noticia. Y por lo tanto, Jesús que los realiza, es alguien muy especial. Recordemos  a los mismos discípulos, que después de la tempestad en el lago, exclamaron: “¿Quién este este, que esta el viento y el mar le obedecen? (Marcos 4, 41).
Los milagros nos muestran también que la salvación que Jesús nos trae de parte de Dios Padre, es una salvación integral, una salvación que cobija al ser humano entero. Por esta razón, en la narración de muchos milagros podemos ver que se repiten indistintamente los verbos “curar”, “sanar”, y “salvar”. Jesús cura, pero también perdona los pecados, porque es portador de una salvación integral. A un paralítico que le llevaron para que lo sanara de su enfermedad, Jesús le dijo: ”¡Ánimo, hijo; tus pecados quedan perdonados!”  y ante la extrañeza de algunos de los presentes, le repitió: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mateo 9, 1-7).
 
LOS MILAGROS A LA LUZ DE SU  RESURRECCIÓN
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Solamente en los encuentros con Jesús resucitado, los discípulos llegaron a tener la certeza de que su Maestro era el hombre en quien Dios había actuado, de manera decisiva y definitiva, para la salvación de todos los hombres y mujeres del mundo.
Cuando esto sucedió,  confesaron abierta y decididamente su fe en él, y pudieron descubrir el sentido salvador de su vida y de su muerte, y también, por supuesto, el verdadero significado de aquellos gestos extraordinarios que había realizado en favor de muchas personas y de los cuales ellos eran testigos directos.
Entendieron que los milagros de Jesús no habían sido simplemente, prodigios espectaculares, sino que eran acciones en las que se hacía presente la fuerza salvadora de Dios; acciones que revelaban por anticipado lo que más tarde se habría de manifestar en la resurrección: que Jesús es el Cristo, el ungido de Dios,  por quien nos llega a los hombres la salvación. Podemos recordar las palabras que en este sentido dijo san Pedro a la multitud, el día de Pentecostés, y que aparecen en el libro de los Hechos de los apóstoles:
“Israelitas, escuchen mis palabras: Dios acreditó entre ustedes a Jesús de Nazaret. Hizo que realizara entre ustedes milagros, prodigios, y señales que ya conocen…” (Hechos 2, 22).
Los milagros de Jesús son signos claros y contundentes, de la salvación que vino a traernos en nombre de Dios, su Padre. Con su amor hasta el extremo nos libera de todas nuestras esclavitudes, nos purifica de nuestros pecados, y nos salva dándonos una vida nueva. Él mismo es para nosotros el más maravilloso milagro; un milagro de amor y de esperanza; un milagro de Vida eterna.
No tenemos que pedir una señal mayor para creer. Ya todo está hecho y dicho. La presencia salvadora de Jesús en el mundo y en nuestra vida personal, es el signo, la señal, de que Dios nos ama con un amor sin límites, y que  en él y por él, obra verdaderas maravillas. Sólo tenemos que abrir el corazón para recibirlo y acogerlo, y dejarlo ser Dios en nosotros.

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