domingo, 15 de septiembre de 2013

Elzeario o Elzearo, Santo


Laico, 27 de septiembre
 
Elzeario o Elzearo, Santo
Elzeario o Elzearo, Santo

Laico

Martirologio Romano: En París, en Francia, san Elzearo de Sabran, conde de Arian, que viviendo la virginidad y todas las virtudes con su esposa, la beata Delfina, murió en la flor de la edad (1323).

Fecha de canonización: Fue canonizado solemnemente en la basílica de San Pedro de Roma por el papa Urbano V el 1 de abril de 1369.
Elzeario de Sabrán y Delfina de Provenza, esposos, vivieron virginalmente el matrimonio. Vistieron el hábito de la Tercera Orden Franciscana, cuyo espíritu orientó y conformó sus vidas. De condición noble y rica, distribuían abundantes limosnas a los pobres, y se dedicaban de continuo a la oración y a las obras buenas. La Beata Delfina vivió 35 años en santa viudez.

Tengamos en cuenta, antes de entrar en la vida de este matrimonio santo, que también la santidad, como todas las cosas, sufre las influencias del ambiente. Muchas cosas hay en los santos enteramente acordes con las ideas del tiempo en que vivieron, y que hoy, o no resultarían imitables, o en algunos casos podrían llegar a ser perjudiciales. Esto no quita para que podamos leer con fruto su vida, porque aunque no podamos imitar detalladamente los ejemplos concretos que nos dieron, podemos y debemos, en cambio, sentir el estímulo que supone la contemplación de la generosidad con que ellos respondieron al llamamiento divino. Así, aunque en la vida de este santo matrimonio haya cosas que choquen con nuestra mentalidad actual, no podemos menos de reconocer que constituye un magnífico ejemplo de dócil entrega a los impulsos del Espíritu Santo y que en lo sustancial puede servir como actualísima lección de lo que ha de ser un hogar cristiano.

Catorce años tenía Delfina, nacida en Puimichel (Provenza) en 1282, cuando le propusieron el matrimonio con Elzear, quien había nacido en Aussouis (Provenza) el año 1285, y era dos años más joven que ella. Y a sus catorce años, rechazó con energía aquella unión que le proponían. Sin embargo, y cediendo a los consejos de un franciscano, terminó por consentir, y dos años después se celebró el matrimonio. Los dos jovencitos así unidos, quedaron solos después de cuatro días de fiesta, y entonces tuvo lugar en realidad, históricamente demostrado, lo que tantas veces ha sido un elemento claramente legendario en la vida de los santos. Solos en su cámara nupcial, Delfina mostró a su esposo el gran deseo que tenía de quedar siempre virgen. Él consintió en ello, pero sin querer en manera alguna obligarse con voto, como ella se lo pedía. Entonces ella insistió una y otra vez en los ejemplos de San Alejo y de Santa Cecilia, en consideraciones sobre la brevedad de esta vida, lo despreciable del mundo, lo hermoso de la gloria eterna. Con todo, Elzear no consentía en el voto, aunque continuaba respetando la virginidad de su esposa. Un día cayó ésta gravemente enferma y declaró de manera rotunda a su esposo que estaba persuadida de que sólo el doble voto de castidad la curaría. Entonces Elzear prometió satisfacerle. Ambos hicieron su voto ante un franciscano, que era su confesor, y entraron en la Tercera Orden.

Su santidad se inserta de lleno en la maravillosa corriente de espiritualidad franciscana que recorre toda la Edad Media. Ambos pertenecían a familias de la primera nobleza, y gozaban, por consiguiente, de gran abundancia de bienes de fortuna. Pero, como San Luis de Francia, San Fernando de Castilla, Santa Isabel de Portugal y su homónima la de Hungría, supieron en medio de las riquezas conservar enteramente libre su corazón, y aplicar, a su vida de seglares, el admirable contenido evangélico de la regla de los terciarios franciscanos.

Marido y mujer llevaban la estameña bajo sus nobles vestidos. Por la noche se reunían para pasarla en oración y disciplinarse. Delfina no tocó nunca a su marido más que para hacerle pequeños servicios. Elzear había hecho un reglamento muy preciso y detallado para la buena marcha de la casa, que le exigía, entre otras cosas, la misa diaria y una especie de círculo de estudios familiar.

Pero todo esto se hacía sin abandonar la vida propia de un matrimonio seglar. Así vemos a Elzear abandonar a su esposa para marchar al reino de Nápoles, en el que había heredado el condado de Ariano Irpino (Benevento). Allí brillaba, de una parte, la bondad, y, de otra parte, la firmeza del joven señor provenzal. Encantador en el trato con los pobres, sabía, sin embargo, hacer frente con valentía a la turbulencia de sus vasallos italianos. Y al terminar el ejercicio de las armas, retirarse, después del combate, para disciplinarse. Su destreza en el manejo de las armas brillaba en la corte napolitana. Un día, Delfina se encontraba entonces con él, hubo una gran fiesta en Nápoles. Ambos cónyuges supieron hacer un magnífico papel. Elzear arrebató un anillo con su lanza, desde el caballo lanzado a todo galope, en pleno torneo. Horas después, en el baile, Delfina se mostraba encantadora, evolucionando con una gracia enteramente singular.

Su existencia venía repartiéndose entre la Provenza natal y aquellas tierras de Italia. Hacia 1317, Elzear ve aumentarse sus responsabilidades, porque el rey Roberto I le encarga administrar justicia en el Abruzo citerior. Poco después el matrimonio tiene que marchar a París, nombrado Elzear embajador extraordinario por el mismo rey Roberto para negociar un matrimonio de príncipes. Pero sólo Elzear pudo hacer el viaje. Delfina se vio obligada a quedarse en la corte del rey Roberto, en Aviñón, lejos de pensar que aquella separación iba a ser definitiva.

En París, el 27 de septiembre de 1323, cuando solo tenía treinta y ocho años, moría Elzear. El rey de Francia Carlos IV enviaba rápidamente un correo que diera la noticia a su esposa. Pero ya ella la había conocido misteriosamente. Sin vacilar un momento, abandonó la corte del rey y se volvió a sus tierras.

Elzear dejaba en pos de sí el recuerdo de una vida verdaderamente santa. Como el rey San Luis, se le había visto visitar los hospitales, atender a los leprosos, cuidarles con sus propias manos y besarles. Verdadero asceta en el mundo, había sido un constante abogado de los pobres, un mentor ejemplar del joven príncipe Carlos de Calabria, hijo de Roberto I, y un esposo modelo para su mujer, que confesaba que junto a él sentía una constante invitación a crecer en la gracia divina, y veía a su esposo como a su ángel guardián.

Un año después de su muerte, Elzear se apareció a su esposa y le reprochó con dulzura la pena que mostraba por su muerte. «El lazo se ha roto, y ahora estamos libres», le dijo recordando las palabras del salmo 123 y la liturgia de los Santos Inocentes. Delfina sonrió en medio de sus lágrimas, volvió a su antigua alegría, y se dedicó de lleno a la tarea de santificarse más y más.

Fiel a la espiritualidad franciscana, quiso abrazarse con la pobreza. Pero eso no era fácil. Poco a poco fue despojándose de sus bienes. Abandonó sus tierras de Provenza y se fue a Nápoles. Aunque le ofrecieron alojamiento en la corte, ella prefirió vivir miserablemente y mendigando. Los chiquillos la injuriaban por la calle, y ella se gozaba en aquella humillación.

Pero he aquí que sobreviene algo imprevisto: la reina doña Sancha había quedado viuda del rey Roberto en 1343 y quería tener junto a sí alguien que le apoyara en su vida espiritual. Llamó a Delfina y la hizo su consejera. Por indicación de ella entró la reina en las franciscanas de Santa Cruz de Nápoles, donde murió el año 1345.

Delfina volvió a la ciudad francesa de Apt, donde ya había vivido buena parte de la última fase de su vida, y allí pasó sus quince últimos años. Humilde y pobre, no desatendió, sin embargo, a sus conciudadanos. Cuando una guerra local amenaza arruinar el país, Delfina, aunque enferma, se interpone y consigue un apaciguamiento. Es hermoso también verla organizando una caja rural, en la que ella actuaba de secretaria y de fiadora. Prestando sin interés, conseguía resolver dificilísimas situaciones de los pobres labradores. La santidad, bien conocida por todos, de Delfina, era la garantía que permitía que aquella interesante empresa funcionara.

Por fin, el 26 de noviembre de 1360, a sus setenta y ocho años, murió en Apt, donde se la enterró, juntamente con su marido, en la iglesia de los franciscanos.

El pueblo rodeó aquella tumba bien pronto de una espontánea y cariñosa veneración. Tres años después de la muerte de Delfina, los comisarios apostólicos enviaban al Papa un informe sumamente favorable a su causa. Pero el resultado no fue decisivo por el momento. Había temor de que Delfina, en su trato con la reina doña Sancha y los franciscanos «espirituales», rebeldes a la Santa Sede, se hubiera contaminado de algunos de sus errores. Sólo años después su nombre empieza a aparecer en los martirologios franciscanos, y el Papa Inocencio XII aprobó su culto el 24 de julio de 1694.

Por lo que hace a Elzear, fue canonizado solemnemente en la basílica de San Pedro de Roma por el papa Urbano V el 1 de abril de 1369. Se conserva su proceso de canonización, en el que, desgraciadamente, falta la declaración, que tan interesante hubiese sido, de su esposa Delfina. La fiesta de San Elzear se celebraba el 27, y se celebra juntamente con la de su esposa el 26 de septiembre.

A propósito del caso de estos santos esposos escribió Blondel unas palabras con las que terminamos esta semblanza: «Asociarse (en el matrimonio) para ayudarse mutuamente en la caridad humana y divina o para realizar una especie de respetuosa inmolación doblemente meritoria, no es incompatible con la confianza en gracias excepcionales o en circunstancias impuestas por estados físicos y morales. Por eso ha sido posible canonizar vocaciones paradójicas y de una virtud singular, como la de San Elzear y la Beata Delfina de Provenza, verdaderos esposos, pero unidos en una emulación virginal».
San Elzearo de Sabran, virgen
fecha: 27 de septiembre
n.: 1285 - †: 1323 - país: Francia
otras formas del nombre: Eleazar
canonización: C: Urbano V 15 abril 1369
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En París, en Francia, san Elzearo de Sabran, conde de Arian, que vivió la virginidad y todas las virtudes con su esposa, la beata Delfina, y murió en la flor de la edad.

Aunque san Elzear y la beata Delfina están inscriptos en el Martirologio en sus respectivas fechas de fallecimiento, 27 de septiembre y 26 de noviembre, llegaron a la santidad santificándose en el matrimonio, al igual que otros matrimonios santos donde los dos miembros se veneran juntos; por ello pareció apropiado mantener la biografía unificada que trae el Butler-Guinea del 27 de septiembre (t. III, pág. 684).

El año de 1285 vino al mundo Eleazar de Sabran en el castillo que poseía su padre junto a la ciudad de Ansouis, en Provenza. Por parte de su madre, recibió valiosas lecciones de virtud que fueron perfeccionadas por su tío Guillermo de Sabran, abad de San Víctor en Marsella, que se hizo cargo de educarlo en el monasterio. El abad debió reprender a su sobrino por las excesivas mortificaciones que practicaba; sin embargo, en su fuero interno, admiraba un fervor tan grande en un joven noble. Cuando Eleazar era todavía niño, se concertó su matrimonio con Delfina de Glandéves, la hija y heredera del señor de Puy-Michel que, habiendo quedado huérfana desde niña, quedó al cuidado de unos tíos suyos y fue educada por otra tía que era abadesa. Cuando tanto Delfina como Eleazar cumplieron los dieciséis años se realizó el matrimonio. Se afirma que la joven, aconsejada por un fraile franciscano, pidió a su esposo que guardaran la continencia en el matrimonio, pero pasó bastante tiempo antes de que Eleazar accediera. Sin embargo, a partir de entonces, el mundo vio en aquella virtuosa pareja la práctica de la devoción religiosa en medio de las dignidades seculares, de la contemplación en el ruido de la vida pública y una rivalidad amistosa por parte del uno y la otra para hacer el bien y prodigar su caridad. Eleazar recitaba a diario el oficio divino y comulgaba con mucha frecuencia. «Yo creo -le dijo cierta vez a Delfina- que ningún hombre sobre la tierra siente una felicidad tan grande como la que yo experimento al recibir la santa comunión».

Eleazar tenía veintitrés años cuando heredó los títulos, la fortuna y las tierras de su padre y se vio obligado a viajar a Italia para tomar posesión de las propiedades en Ariano. Ahí encontró a sus vasallos, los campesinos napolitanos que habitaban en sus tierras, con una mala disposición manifiesta hacia el nuevo señor y Eleazar tuvo que echar mano de todo su tacto y natural bondad, para arreglar las cosas satisfactoriamente. En aquella ocasión, un primo suyo comentó que sus maneras delicadas y sus métodos suaves no servían de nada y le propuso: «Déjame tratar con esas gentes en tu nombre. Mandaré ahorcar a unos cuantos y te dejaré al resto suaves como un guante. Está bien conducirse como un cordero en el rebaño, pero si andas entre los lobos tiene que ser como un león. La insolencia de tus siervos debe ser castigada. Dame mano libre y propinaré en tu lugar golpes tan fuertes y efectivos que esa plebe no volverá a molestarte nunca». A aquella perorata repuso sonriente Eleazar: «¿Me pides que comience a gobernar mis señoríos con matanzas y sangre? Yo llegaré a ganarme la voluntad de esos hombres con el bien. No es ninguna hazaña que el león devore a los corderos, pero que una oveja despedace a un león ya es otra cosa. Ahora, con la ayuda de Dios, verás realizarse ese milagro». Los resultados que obtuvo Eleazar con sus métodos, confirmaron plenamente su predicción. Relatemos otro ejemplo de la forma en que practicaba las normas del cristianismo: entre los papeles que dejó su padre, encontró las cartas de cierto caballero, llenas de calumnias contra él y de argumentos para convencerle de que desheredase a su hijo único porque era un incapaz, destinado más bien a la vida del convento que a defender sus tierras con las armas. Delfina experimentó una indignación desbordante al enterarse del contenido de aquellas cartas y pidió a su esposo que respondiese al malvado caballero como merecía. Pero Eleazar le recordó que Jesucristo nos había recomendado perdonar las injurias y no tomar venganza, combatir el odio por la caridad. En consecuencia, destruyó inmediatamente aquellas cartas y no se volvió a hacer mención del asunto. Al poco tiempo, el autor de la intriga se presentó en el castillo, y Eleazar lo acogió con extraordinaria amabilidad y acabó por conquistarse su amistad.

Es un grave error el creer que se puede ser verdaderamente devoto si se dedica mucho tiempo a la oración y, por ello, se descuidan o se olvidan las procupaciones temporales. Por el contrario, las gentes de más firmes virtudes son las más capaces para entendérselas con los asuntos de este mundo. La piedad de Eleazar no sólo hizo de él un devoto fiel, sino también un hombre prudente y diestro en el manejo de las cuestiones temporales, tanto privadas como públicas; valeroso en la guerra, activo en la paz, leal para todos y celoso guardián de su hogar, para cuyo gobierno impuso reglamentos bien meditados. El mismo ponía el ejemplo en todo lo que ordenaba hacer a los demás y Delfina, su esposa, apoyaba todas sus opiniones y le dispensaba una perfecta obediencia. Jamás hubo un desentono en la armonía o un enfriamiento en el afecto de aquella virtuosa pareja. Nunca olvidó Delfina que las devociones de una mujer casada deben seguir otro sistema que las de una monja, ni que la contemplación puede hermanarse con la acción, ni de que Marta y María deben ayudarse mutuamente.

Alrededor del año 1317, Eleazar regresó a Nápoles y llevó consigo a su esposa, quien fue una de las damas de honor de la reina Sancha, esposa del rey Roberto. Los reyes nombraron a Eleazar tutor de su hijo Carlos. Aquel joven príncipe era insoportablemente altanero, muy pagado de sí mismo y de su alta posición, intratable, y con todos los defectos de los cortesanos. El conde Eleazar advirtió desde el primer momento las peligrosas inclinaciones de su pupilo, pero no dijo una palabra sobre ellas, hasta que hubo conquistado su afecto y su confianza. Entonces, Eleazar condujo al joven Carlos por mejores caminos y se lo devolvió a su padre convertido en un hombre de provecho. Por aquel entonces, el rey tuvo necesidad de un juez cauto y enérgico para la turbulenta región de los Abruzos, y Eleazar fue a ocupar el cargo. Algunos años después, el monarca lo envió a París a fin de que pidiera la mano de María de Valois para su hijo Carlos. En ocasión de aquel viaje, Delfina se mostró un tanto preocupada ante la perspectiva de que su marido se mezclase con los escandalosos y poco recomendables personajes de la corte francesa, pero Eleazar le respondió con cierta sequedad que, si por gracia de Dios había logrado conservar su virtud en Nápoles, no era probable que la perdiese en París. En realidad, el peligro que le aguardaba en la capital francesa era de otra índole. Después de haber cumplido con su cometido, cayó enfermo y ya no volvió a recuperarse. Tan pronto como sintió los efectos del mal, hizo una confesión general y no dejó de confesarse ni un solo día a lo largo de su enfermedad, a pesar de que, según afirman sus biógrafos, nunca ofendió a Dios con un pecado mortal. A diario también se hacía leer la historia de la Pasión de Cristo, porque aseguraba encontrar en ella un gran consuelo para sus sufrimientos. Al recibir el viático exclamó lleno de alegría: «¡Se ha realizado mi esperanza! ¡Así quiero morir!» Y el 27 de septiembre de 1323, murió en los brazos del fraile franciscano que había sido su confesor. Alrededor del año de 1309, Eleazar había sido el padrino de bautismo de su sobrino, Guillermo de Grimoard, una criatura enfermiza, que, años más tarde, recuperó la salud y la fuerza, gracias a las plegarias que se elevaron a su padrino. Cincuenta y tres años después, el niño débil se convirtió en el enérgico papa Urbano V, quien, en 1369, firmó el decreto de canonización de san Eleazar.

La Beata Delfina sobrevivió a su esposo treinta y siete años. Después de la muerte del rey Roberto, la reina Sancha tomó el hábito de las Clarisas Pobres en un convento de Nápoles y así continuó su vida, sin apartarse de Delfina, que era su consejera y su guía en los ejercicios de la vida espiritual. Al morir la soberana, Delfina regresó a su Provenza natal, donde llevó una existencia de reclusión, primero en Cabriéres y después en Apt. Casi todos sus bienes los distribuyó entre los pobres y, durante los últimos años de su vida, sufrió una dolorosa enfermedad que soportó con heroica paciencia. Murió en el año de 1360 y fue sepultada en la tumba de su esposo, en Apt. Una antigua tradición dice que tanto San Eleazar como la Beata Delfina eran miembros de la tercera orden de San Francisco y, por lo tanto, son especialmente venerados por los franciscanos; en el suplemento franciscano del martirologio, a la Beata Delfina se la conmemora el 9 de diciembre, aunque al parecer murió el 26 de noviembre.

Los materiales manuscritos coleccionados e impresos por los bolandistas en su volumen VII para septiembre, son de considerable interés. A esas fuentes de información recurrió el P. Girard para escribir una biografía de tipo popular, titulada: Saint Elzéar de Sabran et la B. Delphine de Signe (1912). El oficio litúrgico que antaño se rezaba en la fiesta de este santo y la beata, se encuentra en el Archivum Franciscanum Historicum, vol. x (1917), pp. 231-238.
Cuadro: San Elzear y la beata Delfina presentados a Cristo por San Francisco de Asís, óleo de Claude Francois (1655), museo municipal de Châlons-en-Champagne, Francia.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
 
 

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

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