martes, 29 de octubre de 2013

El camino de las lágrimas en Juan Clímaco

Una espiritualidad de la imperfección  




Y así llegué… a esta verdadera tierra de lágrimas”
Juan Clímaco. Escala 5, 5.

“Es tan misterioso el país de las lágrimas”.
Antoine de Saint Exupery


El don de las lágrimas nace con la historia del cristianismo. Se encuentra ya en el Nuevo Testamento, en los Apotegmas de los padres, hasta en Juan Clímaco que añade al tema nuevas dimensiones y después, en los siglos siguientes, en Simeón el Nuevo Teólogo que había ciertamente leído la Escala, y que sobre este tema representa quizás el testimonio más grande. Alrededor del siglo IV el tema de las lágrimas tenía en las expresiones místicas y ascéticas un rol esencial. Los padres del desierto y los Capadocios son los primeros en ponerlo de relieve. Otros que también hablan de ellas son: Evagrio Póntico, Isaías de Escete, quien dedica un discurso entero sobre las lágrimas, Diádoco de Fótice, las Homilías del Pseudo-Macario, Isaac de Siria, contemporáneo de Juan y, en occidente, Juan Casiano. El oriente “acunó” este tesoro dado a la cristiandad por Jesús que llamó felices “los que lloran” (Mt 5,4). Si bien no conocidas en occidente, las “profundas aguas del corazón” tuvo un lugar primordial en oriente, quizás por motivo de la acentuación del corazón como vaso del Espíritu Santo. Pero no hay una exposición orgánica sobre el tema. También Juan Clímaco, que le consagra un escalón-capítulo –el séptimo- a la “gozosa tristeza”, no ofrece una exposición sistemática. En realidad, en la “teología de las lágrimas”, Juan no agrega nada esencia a la doctrina tradicional – tampoco en su énfasis innovador sobre la gozosa tristeza – pero revela de manera simple algunos de sus “secretos escondidos”.
  
 El contexto de las lágrimas

La compunción (“katànyxis”)

Aflicción, o pénthos, es el término general que describe la “pre-condición” de las lágrimas. Pero el término griego katànyxis – y el término italiano tiene una etimología similar, basada la palabra latina compunctio – da a la noción la particularidad de una punción o de un pinchazo, que tiene un efecto doble. Se trata de una experiencia a la vez doloroza y estimulante. Se tiene una imprevista sensación de dolor y, al mismo tiempo, uno es atraído a avanzar por un largo camino que se abre adelante: este es el camino de las lágrimas. La incisiva punción provoca una tangible y conciente exitación, descripta por Juan como “un estímulo (kéntron) dorado en el alma”.

La compunción, por esto, no implica simplemente remordimiento o lamento, sino también una incitación, un impulso hacia la perfección. Su significado no es puramente negativo, sino sobre todo positivo. En realidad, la punción viene de Dios, pero puede venir también indirectamente del exterior – por medio de alguien a quien encontramos o de una palabra que oímos – o también del interior – de nuestro corazón o de nuestra mente-. En todo caso la compunción presupone una “visita” por parte de Dios: “El Señor viene sin ser invitado”, dice Juan.

Juan habla de un don que consuela (parakaloùmenos). El dolor provocado por la “aguja” de la gracia de Dios tendrá como efecto la separación de las pasiones, la remoción de los deseos de la carne. Así, la herida es ante todo infligida por la gracia y después aliviada por la gracia. Se resuelve en la dolorosa realización del propio vacío que constituye el prerrequisito en vista a ser colmados por la gracia de Dios. Toda forma de orgullo dispersa – Clímaco dice: “destruye”- inmediatamente la compunción. En cambio, la compunción es sostenida por el recuerdo de la muerte, pero no puede ser realmente una consolación por el dolor sino fuera por la misma gracia, que viene “como agua fresca”, como un rocío de agua fresca sobre el rostro. La compunción nos hace ebrios del deseo de Dios (methystheìs katanyxei). Es un signo de completa franqueza, lejos de todas las máscaras de la hipocresía.

Algunos están inclinados a las lágrimas porque están muy sujetos a estados de ánimos emotivos:


“He visto derramar con pena pequeñas gotas como de sangre y he visto brotar fuentes sin ninguna pena. Por esto tienen para mí más valor que las lágrimas las penas de quienes sufren. Pienso que para Dios también es así.” Juan Clímaco. Escala 7, 26

Para Juan, cuando la compunción es obtenida por naturaleza o por inclinación es menos preciosa que cuando ésta es un don que viene de Dios. El criterio real es la experiencia del sufrimiento, la herida que le es infligida. La compución obtenida “sin ninguna pena (àponos)”, según la opinión de Juan, es de menor valor. Simeón el Nuevo Teólogo, como quiera que sea, no acepta escusas para la falta de lágrimas, y considera esta condición como una herejía: para Simeón, “cualquiera que quiera, puede llorar” (Catequesis 4). Al contrario, Juan Clímaco, atento a animar a cada uno, admite vías alternativas para aquellos a los cuales no son otorgadas las lágrimas”.

Arrepentimiento (“metanoia”)

La única definición de arrepentimiento que se vislumbra en la obra de Juan es una descripción indirecta. Esta sería “una feliz privación de todo confort del cuerpo”. Él observa que

“el penthos es el dolor propio del alma convertida, que cada día suma dolor a dolor, como la que sufre en los dolores del parto.”

El arrepentimiento no es un estadio puro a través del cual pasa el asceta, y que luego olvida. Es una actitud que da color a la vida entera y por el cual continuamente él se esfuerza:
“con el tiempo y la paciencia, poco a poco, las cosas de las cuales se ha hablado se radican en nosotros y llegan a la perfección.”

El arrepentimiento es un modo de vivir, no un incidente o un estadio de la vida. No se trata ni de un acto aislado, ni de un lugar de parada, sino de un sentimiento continuo, por lo menos en esta vida. En el último día, en el juicio, Dios no nos pedirá un milagro u otros dones excepcionales. Dios juzgará nuestro arrepentimiento por nuestro “ejercicios afligidos incesantementes”.

Es así como hay un estrecho vínculo entre el arrepentimiento y las lágrimas. Las segundas son consideradas una prueba de lo primero. El sufrimiento es grande e inconmesurable, en proporción a la profundidad del arrepentimiento. Con motivo del sufrimiento por sus pecados –un sufrimiento literalmente capaz de mover montañas- los ascetas de la “prisión” de Alejandría visitada por Juan llegaron hasta Dios. La “prisión” tiene aquí un significado simbólico, y sin embargo no se trata de una representación teatral. Juan está describiendo un lugar de internación penitencial monástica en Alejandría, una misteriosa pero “verdadera tierra de personas afligidas”. Si bien Juan se da cuenta que semejante práctica despierta espanto incluso a los monjes de Raito, no intentaba con su relato infundir repulsión en sus lectores. Él esperaba que la “prisión” de Alejandría fuese considerada como una imagen del penthos, pintando el pecado como una esclavitud autoinfligida, un impedimento al cual las lágrimas ofrecen el único camino de salida. La descripción es un símbolo tosco pero profético, cuyo punto extremo es un doloroso, pero vivo, recuerdo de la naturaleza mortal de nuestro estado de aflicción:

 “Algunos gritaban en su corazón y retenían en sus gargantas el sonido de su lamento. A veces sin embargo no podían más retenerlo e imprevistamente gritaban… rugiendo desde lo profundo del corazón, mostrando los dientes con gritos feroces… Era justamente llamado prisión o penitenciario en cuanto se presentaba como una verdadera tierra de penitencia, como maestra del penthos.”

La condena a la “prisión” significa simplemente que uno no puede huir a la aflicción:

“Quien no llora por sí mismo acá, llora eternamente en el más allá. O acá por nuestra elección, o más allá por los tormentos: es imposible no llorar.” Arsenio 4.

En el siglo X, Simeón el Nuevo Teólogo no es menos claro:

“Quita las lágrimas y con ellas quita la purificación; y, sin purificación, nadie se salvará.” Catequesis 29.

Las lágrimas son un resultado del amor de Dios y del deseo de Dios de que todos puedan ser salvados. Para Juan, “Dios, en su amor por la humanidad, nos ha dado las lágrimas”. Las lágrimas son un camino de conocimiento de sí. Nosotros lloramos porque hemos perdido nuestra identidad paradisíaca o también porque tenemos nostalgia del “paraíso perdido”. Hay un fuerte elemento de nostalgia en esta condición: “¡Oh como aquellos prisioneros querrían recordar los acontecimientos anteriores!”, exclama Juan. Y cita el salmo: “Nosotros recordamos los días antiguos” (Sal 142 [143], 5). Las lágrimas son el camino por el cual nuestro cuerpo participa del arrepentimiento, es como participa de la entera ascensión de la vida espiritual y como también ha verdaderamente participado en el descenso y en la caída. Los monjes en Siria eran llamados “los llorantes” (abile o penthikoì). Para Juan Clímaco un día que transcurre sin lágrimas es un día perdido, un día sin arrepentimiento, si bien Juan no confunde las lágrimas o el penthos con el arrepentimiento.


El arrepentimiento no es un acto de autoregeneración o una condición: es un pasaje – una pascua – de la muerte a la vida y una continua renovación de la vida. Consiste en un cambio de aquello que se había vuelto el modelo normal de desarrollo, el movimiento desde la vida a la muerte. Es una nueva vida o una “resurrección” que marca nuestra presencia delante de Dio y la presencia de Dios en nuestra vida:


“El arrepentimieto es hijo de la esperanza y renegamiento de la desesperación.. Es reconciliación con el Señor… y un contrato con Dios para una segunda vida.”

Aflicción (“penthos”)

La palabra pénthos tiene la misma raíz que la palabra pàthos: ambas derivan etimológicamente del verbo pathein que significa “sufrir”. Ahora, el sufrimiento puede asumir diversas formas, y para el asceta cristiano que reconoce que todos los sufrimientos son asumidos en la cruz, también las heridas de la compunción son diversas, una de estas desemboca en las lágrimas. La gozosa tristeza es la transformación del sufrimiento a través de la gracia.

El pénthos consiste en una aflicción por una pérdida, es la tristeza y el sufrimiento por la ausencia de Dios, una inextinguible sed de la presencia de Dios. Uno se aflige por el propio alejamiento de Él y sus ojos se vuelven “una fuente de lágrimas”. Gregorio de Nisa observa que las lágrimas son provocadas por la privación de algo que deseamos (pàthos como el resultado de pòthos), mientas Teodoro de Ciro concluye: “Es una pasión (pàthos) por Dios que da origen a las lágrimas (penthos)”. Juan recapitula:

“El pénthos según Dios es la tristeza de un alma, la disposición de un corazón entristecido que busca siempre con pasión aquello por lo cual tiene sed y lo persigue con todo su esfuerzo, entre gemidos y gritos, cuando de él está privado.”

Clímaco evita la retórica cuando habla de aflicción. Es lúcido y sobrio, reprochará quien da conferencias sobre el pàthos con una sonrisa en el rostro. El pénthos conduce a la conciencia de sí, y las lágrimas son el lenguaje a través del cual reconocemos estar separados de Dios, y por tanto de haber perdido  la comunicación con los otros. Las lágrimas revelan nuestra verdadera naturaleza, nuestro despojo y nuestra alienación. Manifestando nuestra real condición de alejamiento. Según las Homilías del Pseudo-Macario, nosotros debemos llorar para volver a la vida.


También Clímaco habla de las lágrimas como llave para una nueva, si bien es vieja, tierra, una peregrinación interior o un éxodo que es esencialmente un reentrar. Del mismo modo Isaac el Sirio, un contemporáneo de Juan, más joven que él, - que más allá de esto no es verosímil que ellos se hayan conocido – las lágrimas caracterizan el punto crucial de la transición, la frontera, entre el presente y el futuro. Simeón el Nuevo Teologo toma prestada la imagen de Isaac del recién nacido que llora al momento de su ingreso en el mundo, imagen del cristiano que llora al momento  de su renacimiento al mundo futuro. Para renacer en el presente y en el futuro debemos recordar el pasado.


Si no nos arrepentimos del pasado, estamos condenados a repetirlo en el presente. Esta dialéctica de inicio y fin, o de salida y reingreso, es crucial. Cada aspecto de la vida cotidiana en esta óptica asume una dimensión escatológica, mientras paradójicamente comienza un retorno al estado originario de la naturaleza humana. Cada cosa tiende hacia el fin (éschaton) y la espera, aunque estando inmerso en el hic et nunc. Es un derribamiento de nuestra experiencia de la caída y una intensa espera de la gracia de Dios. Esta condición  naturalmente no puede ser medida, sino mientras más grande es la caída, más profunda es la aflicción y más cierta es la resurrección. Juan parece simpatizar con los grandes pecadores, casi preferibles, porque su sed de Dios crece en proporción a la experiencia de su propia degradación:

“Considero felices a aquellos que han caído y están afligidos más que aquellos que, no habiendo caído, no están afligido.”

Ahora bien, las lágrimas y el arrepentimiento, como la caída y el pecado, no son fenómenos individuales, sino eventos personales con implicaciones cósmicas. Las lágrimas son vertidas por todos  y con todos. El dolor de una persona abraza el dolor del mundo. Basilio el Grande dice:

Los monjes sufren con (sympàschein) aquellos que sufren, llorando con (syndakrùein) ellos y estando con gran aflicción (penthein) por ellos

Barsanufio de Gaza llega incluso a identificar el pénthos con el amor. Para Juan Clímaco, la forma del verdadero amor es tal que “cuando se oye que otro ha caído en una desgracia espiritual o física, se sufre y se llora como por sí mismo”. El camino de las lágrimas es en definitiva el camino del amor.

El camino de las lágrimas

Las fases de las lágrimas

“Llorar es el camino que nos han dejado la Escritura y los padres… No hay otro camino más que este.”

¿Cuáles son entonces las fases de este camino? La Escala muestra un orden doble del pènthos, indicado por dos especies de lágrimas: las producidas por el temor y las producidas por el amor, unas culminan en las otras:

“Las lágrimas derramadas por temor interceden por nosotros, pero aquellas de purísimo amor nos revelan que la súplica ha sido aceptada.” Poimén 119.

Las lágrimas de amor son un don divino extraordinario que debe ser custodiado “como a la pupila de los ojos”. En verdad, Juan no es inflexible ante este esquema sencillo, evangélico (cf. Juan 4, 18 y 1 Cor 13, 13). En otro lugar escribe:

“Es sorprendente como lo más humilde (el temor) sea lo más seguro en aquel momento.”

Las lágrimas de temor expresan nuestra preparación conciente a la acogida de la gracia de Dios (cf. Sal 122 [123], 2). Dios busca solo nuestra apertura al amor divino, mientras la medida (tò métron) del pénthos refleje la profundidad de nuestra iniquidad y el nivel de nuestra disponibilidad a la gracia de Dios.


Hay, además, una distinción entre lágrimas de los principiantes (tà pròtera) y aquellas que concierne a los perfectos (tà ànothen), como entre las lágrimas del cuerpo (somatikà) y las lágrimas noeticas o espirituales (noerà). Juan habla también de las lágrimas “externas”, caracterizadas por la penitencia o la compunción, y las lágrimas “psíquicas”, que alimentan al alma. Finalmente, otro modelo tripartito distingue entre lágrimas naturales (katà physin, sensibles, pertenecientes a la naturaleza humana), innaturales (parà physin, demoníacas, derivadas de motivos pecaminosos) y lágrimas sobrenaturales (hypèr physin, espirituales, provenientes de Dios). Todas estas lágrimas no son interiores o imaginarias, sino reales y sensibles:


“Se contaba de abba Arsenio que por toda su vida, mientras estaba sentado en su trabajo manual, tenía un trozo de tela sobre el pecho a causa de las lágrimas que corrían por sus ojos.” Arsenio 41.

Las lágrimas y el bautismo

Las lágrimas lavan los pecados exteriores e interiores, los vicios conocidos y los ignorados, “sean estos visibles o no, aquellos cometidos en el cuerpo y en el alma: los padres han establecido que… las lágrimas son un baño”. Juan juega con los verbos piptein (caer) y niptein (lavar). Lavar significa limpiar las heridas del cuerpo y del alma. Esto trae la salvación. Siglos más tardes, claramente influenciado por Juan, Simeon el Nuevo Teólogo escribió:

“Sin agua es imposible lavar ropa sucia y aún más sin lágrimas es imposible lavar y limpiar el alma de la suciedad y de las imperfecciones.”

Tales afirmaciones tienen una inequivocada connotación bautismal. En el séptimo escalón, Juan hace una afirmación que él mismo admite que es audaz:

“Mas grande que el bautismo es la fuente de las lágrimas después del bautismo, si bien este es un modo provocador de decirlo.”

 Si bien Juan habla en otro lugar en estos términos, él no intenta sustituir el sacramento del bautismo por las lágrimas. Juan es perfectamente conciente de la condición de unicidad del bautismo. Esto es evidente también en el pasaje arriba citado, en el cual Juan establece de un modo deliberadamente paradojal que por un lado las lágrimas pueden ser más grandes (meìzon) que el bautismo, pero por otro lado las lágrimas siguen al bautismo (metà). Cualquiera sea su importancia, las lágrimas no sustituyen, sino más bien renuevan el bautismo. No garantizan la gracia divina, sino que trae a nuestra conciencia una gracia ya otorgada en el bautismo. El poder de las lágrimas es precisamente el de rejuvenecer, dar continuidad a la función purificadora del bautismo, sin que ellas se vuelvan un duplicado del bautismo. Las lágrimas así caracterizan la función entre el ser y el devenir. La supremacía y la eficacia del sacramento no es cuestionada, pero si hay una afirmación de la necesidad de una receptiva conciencia y de una continua respuesta a la gracia bautismal. El bautismo de las lágrimas ilumina –no elimina- el bautismo del agua y del Espíritu.

Lágrimas y oración

Como símbolo de purificación, las lágrimas limplian los ojos para que vean, pero también para que sean visitado por Dios en la oración. La búsqueda de Dios en la oración sucede verdaderamente a través de la aflicción. La oración es contemporáneamente la causa y la consecuencia de las lágrimas, o –como afirma Clímaco- “la madre y también la hija de las lágrimas”. La oración “contiene” nuestras lágrimas y las lágrimas constituyen la realización más pleno de la oración. “En la verdadera oración –según Antonio el Egipcio- uno olvida que está orando” y las lágrimas nos hacen capaces verdaderamente de olvidarnos de nosotros mismos en un deseo orante de Dios. Esta es la descripción típica que Juan hace de las lágrimas de un monje:

“No le bastaría el tiempo para llorar sus pecados, ni siquiera si pudiese vivir cientos de años y viese el río Jordán por entero correr por sus ojos.”

Hay incluso una conexión persistente entre “lágrimas incesantes” (aénnaon en... tò dàktyon) –Barsanufio dice achòriston kaì adiàleipton – y oración, más allá de lo paradojal que “pueda parecer esto”. La exhortación de los padres del desierto a llorar incesantemente es interpretado a la luz del mandamiento de Pablo de “orar sin interrupción” (cf. 1 Ts 5, 17).

Lágrimas como carisma

La conexión entre bautismo, oración y lágrimas implica que las lágrimas no son obtenidas por nuestro esfuerzo, sino que vienen espontáneamente (autokinétos, o más bien eterokinétos). Las lágrimas espirituales corren sin contracción de los músculos faciales, son una consecuencia de la gracia divina.

“El Señor viene sin haber sido invitado a darnos la esponja del dolor querido por Dios, el agua refrigerante de las pias lágrimas.”

[…] En cuanto don, las lágrimas testimonian una visita divina. Ellas son precedidas por una visita del “Huesped no invitado” que viene, pero que después nos hace llorar la divina ausencia. Esperar es llorar. Esperar es ser humilde. Esperar es el camino más seguro para conseguir un don de Dios. Y la paciencia es fundamental, porque el sobrevenir de las lágrimas es gradual: literalemente gota a gota. Dios da y Dios toma: dar, tomar y retener, con todas las fases del camino de las lágrimas. Las privaciones es prenda de restitución:

“En cuanto el niño reconoce al padre, inmediatamente se llena de alegría. Y cuando, después de un tiempo, por sus motivos, el padre se va y después vuelve, el niño goza y sufre a la vez. Es colmado de alegría porque ve a la persona amada y de tristeza porque ha sido privado por tanto tiempo de aquella agradable belleza.”

Naturalmente la pérdida del don de las lágrimas puede también venir por nuestra responsabilidad. Puede, por ejemplo, ser el resultado del orgullo. Es necesario prestar atención a no alterar el antídoto de las pasiones en más pasiones. Más allá de que sean un don precioso, las lágrimas no son nunca consideradas un fin en sí mismo. Son un camino, tal vez ni siquiera el único y tampoco un camino absolutamente necesario. Dios no tiene necesidad de nuestras lágrimas. Somos nosotros los que tenemos necesidad cual fuente de purificación y de alegría. ¡Lloro, por esto soy! Las lágrimas de alegría llegan al final – no al inicio – de un largo y doloroso combate interior.

 “Charmolype” – alegría y dolor

“Charopoiòn pénthos” – gozosa tristeza.

La contribución más original de Juan a la teología de las lágrimas se encuentra en su identificación del pénthos con la alegría. Los términos técnicos que emplea para el estado de gozosa tristeza - charopoiòn pénthos e charmolype – se encuentran por primera vez en sus escritos, mientras el capítulo dedicado a este tema ha sido la sección de la Escala que ha ejercitado mayor influjo. Para Juan la amargura de las lágrimas es endulzada a través del arrepentimiento. Las lágrimas de temor florecen en lágrimas de amor. Las lágrimas son al mismo tiempo  la pregustación de la muerte (prooìmion thanàtou) y la pregustación de la resurrección (prooìmion anastàseos).

El fenómeno requiere un examen más profundo. El monje recuerda la muerte y esta memoria es claramente doloroza. En todo momento, el monje hace esto en primer lugar no por motivos de sus pecados personales, sino por amor a Dios, por un sentido de pertenencia al Reino, en un tiempo suyo pero ahora perdido. El monasterio entonces se asemeja a una tumba temporal, antes de la tumba final. Ahora el hábito del monje representa más un “habito de bodas” que un hábito fúnebre. Cada día se vuelve una fiesta como si la aflicción del monje marcase un paso hacia adelante, o atrás, hacia la naturalez caída. Por el contrario, “un eterno pènthos espera quien no deja de estar en una fiesta todo los días”. La memoria de la muerte, así, no es idéntica al temor de la muerte. Aquello que está en juego es el reconocimiento que ningún momento de nuestra vida puede ser revivido. Cada detalle, cada encuentro, contiene una plenitud que envuelve la vida y la muerte. El recuerdo de la muerte es dador de vida y renovador de nuestra vida.  


Esta es la dimensión positiva o “bella” de la aflicción (Clímaco habla de Kallìpenthos y kállos pénthous). La humanidad ha perdido el equilibrio entre alegría y tristeza presente en la “belleza del pénthos”. El concepto caracteriza el acercamiento dialéctico de Clímaco: el arrepentimiento es un equilibrio de perdición y resurrección, de muerte y de vida, de desesperación y de esperanza. Ptoutotapeínosis (o “feliz abundancia de humildad”) es la experiencia simultanea de Getsemaní y del Tabor, del viernes santo y del domingo de Pascua: “moribundos y he aquí que vivimos… afligidos, pero siempre felices” (cf. 2 Cor 6, 9-10). La co-inerencia entre la alegría y la tristeza refleja también la bienaventuranza de Cristo considerando la aflicción (cf. Mt 5,4) como también su ascensión cuando él fue separado de los discípulo pero prometió permanecer siempre con ellos (cf. Mt 28,20).


 Como un niño, el monje es

“colmado de alegría y de tristeza. De alegría porque ve la persona amada, de tristeza porque ha sido privado por tanto tiempo de aquellla agradable belleza.”

Juan condensa la entera enseñanza evangélica y patrística. Otros escritores hacen alusión a la gozosa tristeza, pero Juan desarrolla explícitamente el concepto por primera vez. La “milagrosa” transformación de las “lágrimas dolorosas” en “lágrimas sin dolor” asombran al mismo Juan:

“Estoy asombrado de cómo esto que se llama pénthos y el dolor contienen en ellos mismos una mescla de gozo y alegría…”


Alegría espiritual

Hay un optimismo subyacente en la enseñanza de Juan sobre las lágrimas. La naturaleza humana fue creada para la alegría y no para la tristeza, para la risa y no para las lágrimas:

“Dios no tiene necesidad de que nosotros nos aflijamos con dolor del corazón ni lo desea, sino más bien [desea] que nosotros nos alegremos con una sonrisa en el alma por amor por él.”

En cuanto expresión de amor, la alegría espiritual es alejamiento de las tinieblas:

“Quita el pecado y será superfluo el llanto causado por la tristeza; donde no hay herida no es necesario vendaje.”

Esta afirmación puede parecer disonante para las otras explicaciones sobre las lágrimas, pero es coherente con la concepción de Juan de la alegría espiritual. “Hay un tiempo para llorar y un tiempo para reir” (cf. Qo 3, 4), y nuestra alegría será completa solo en la patria celestial, en el paraíso. Hay una alegría en el llegar y una alegría en el caminar por esta vía. Alegría (chàrà) y gracia (chàris) tienen una raíz común y comparten el mismo significado, desde un punto de vista etimológico, teológico y espiritual.


Una espiritualidad de la imperfección

En la lectura de la Escala se necesitaría tener en mente dos puntos relacionados entre si: en primer lugar que el texto ha sido escrito por un asceta, expresamente para los monjes que vivían en comunidad; y en segundo lugar, que el texto es importante también para los laicos, porque en el curso de los siglos ha influenciado tanto a los monjes como a gente casada. Es necesario recordar que el modo monástico de vivir es simplemente “la vida según el evangelio” (Basilio). Todos son llamados a responder al llamado de Cristo a la salvación. Las circunstancias de las respuestas pueden cambiar externamente, pero el camino, interior y esencialmente, es uno solo. En la vida espiritual no hay una distinción neta entre lo monástico y lo no monástico. La vida monástica es sencillamente la vida cristiana vivida de un modo particular. Este es el motivo por el cual la Escala, si bien concebida para los monjes y dirigida a ellos, puede ser de beneficio para toda la Iglesia. Juan quiere ante todo escribir un informe de su experiencia personal durante los cuarenta años de estancia en el desierto del Sinaí. Informe que pretende estimular experiencia personal semejante de aquellos que leen la Escala. Y es la experiencia personal por consiguiente lo que Clímaco continuamente pone de relieve solicitando una respuesta e incitando a sus lectores a un salto en la fe, llevándolos al encuentro personal.

Ahora bien, a primera vista, en su globalidad, el libro puede quizás dar una impresión negativa. Dieciseis de treinta escalones tratan los vicios a evitar, y de los catorce sobrantes algunos son aparentemente negativos: arrepentimiento, tristeza y liberación de las pasiones. Sin embargo, esta impresión inicial podría ser desviada, porque los dieciséis escalones que tratan de los vicios tratan al mismo tiempo de la correspondiente virtud y son mucho más breves que los otros catorce que, a su vez, no son tan negativos como puede parecer en una primera mirada.

Sin embargo, el equilibrio entre “negatividad” y “positividad” es mucho más profundo de cuanto parece en una observación superficial. Juan no tiene temor de los elementos negativos o de las dimensiones más oscuras del corazón. No las ve simplemente como estadios pasajeros, sino que reconoce en ellos la superación del fracaso humano y de su resultado. Considera el pecado humano y el fracaso como la última oportunidad para la gracia y el poder divino puede realizar la obra solo “en la debilidad” (cf. 2Cor 12,9). Este es precisamente el contexto dentro del cual Juan comprende el rol de las lágrimas. Las lágrimas son a menudo percibidas, desgraciadamente, como un aspecto negativo de la vida espiritual. Pocos comprenden que las lágrimas de fracaso, como símbolo de imperfección, son de hecho el único camino del progreso espiritual. Juan no habla de la théosis, de la divinización, el recuerda simplemente el largo viaje, los estadios graduales, los pasos llenos de temor hacia tal meta sublime. Él conoce sólo aquello que está a nuestro alcance y que es lo real. Una lágrima silenciosa nos hará avanzar en la vida espiritual más que una gran cantidad de “ruidosos” actos ascéticos o de las más “visibles” empresas virtuosas.

El silencio de las lágrimas es un camino de interioridad, un camino de exploración de las inaccesibles profundidades del corazón. Esto refleja nuestra restitución a Dios y a nuevos modelos de aprendisaje y de vida. Nosotros aprendemos el sufrimiento y la paciencia a través del pénthos y no solo a través de una comprensión intelectual. El vínculo entre lágrimas y silencio es importante. Las palabras son un camino para afirmar nuestra existencia y justificar nuestras acciones y nuestras emociones. Sin embargo, el silencio, que puede incluso parecer como una muerte, es un camino para abandonar toda autojustificación. Muy a menudo, en efecto, nosotros buscamos engañar o esquivar a la muerte con explicaciones y escusas. Las lágrimas nos enseñan a esperar en silencio en la experiencia del dolor o del temor. A través de las lágrimas, abandonamos nuestras imaginaciones infantiles de Dios y nos rendimos a su imagen viviente. Confesamos nuestra personal impotencia y profesamos el divino poder. Las lágrimas confirman nuestra disponibilidad a permitir a nuestra vida caer en la oscura noche del alma y a nuestra voluntad asumir una vida nueva en la resurrección de los muertos.

Cuando admitimos nuestra falta de esperanza y nuestra desesperación y reconocemos que hemos tocado fondo en nuestras relaciones con los otros y con Dios, entonces descubrimos también la compasión de un Dios que voluntariamente ha asumido la vulnarebilidad de la crucificación. No se buscaría la curación divina si no fuese verdaderamente necesaria para sobrevivir. No se la buscaría a menos que uno no fuese obligado a admitir que no hay otro camino de salida. Nuestros corazones son morada de Dios, pero son todos hechos de cristal. Las lágrimas son entonces fragilidad, heridas y debilidad. Dios entra a través de la herida abierta de nuestro corazón, la ventana quebrada, y trae la curación al alma y al mundo, no para consolar sino más bien para identificarse con nosotros en un acto de compasión infinita. Dios comprende, siendo él mismo sometido a la vulnerabilidad al hacerse niño y al morir en la cruz. Esta vulnerabilidad es el único camino hacia la santidad. Más profunda es nuestra personal miseria, más abundante es su eterna recompensa. Más profundo es el abismo de la humana corrupción, más grande es la gracia de la compasión celestial. Más envolvente es nuestro abandonarnos en el camino de la cruz, más intensa es nuestra experiencia de la luz de la resurrección.

Así, en la Escala, el informe de Juan sobre el don de las lágrimas es un testimonio, no un tratado. Se trata de una homilía quizás, o de una confesión, pero no de un discurso con una serie determinada de axiomas y de reglas. Juan revela en verdad una intuición extraordinariamente sutil considerando “la misteriosa tierra de las lágrimas”, considerando la complejidad de las lágrimas, su condición y su significado en la vida espiritual. Su enseñanza sobre las lágrimas se asemeja a una teología de lo profundo, que manifiesta la fragilidad de la vida y revela una espiritualidad de la imperfección. Para Juan, la vida es un continuo equilibrio de tensiones, un perpetuo permanecer bajo la cruz, un llanto incesante. Y la fuente, el objeto de estas lágrimas es la luz de la resurrección que resplandece más allá de la cruz, transformando nuestra tristeza en alegría de Cristo.

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