martes, 29 de octubre de 2013

Negarse a sí mismo


Esta meditación está dirigida explícitamente a cuantos han abrazado la vocación monástica recibida por Dios, pero su contenido, así como la palabra de Cristo de la que ha tomado la inspiración – “Si alguno quiere ser  mi discípulo que se niéguese a sí mismo, que tome su cruz y que me sigue” – se dirigen a cada cristiano que en el bautismo ha aceptado morir con Cristo para resucitar con él.


El monaquismo es el camino de la verdadera y auténtica muerte al mundo, es decir, a uno mismo. Por esto la comunidad monástica en la cual vive es para el monje la arena en la cual se somete a la muerte a sí mismo. Si un monje se somete a esta muerte en toda verdad y sinceridad hacia Dios y cada día comienza a vivir en Cristo, la puerta del amor divino se abrirá de par en par ante él. Cuando el amor divino se enciende en el corazón, entonces finalmente la vida en comunidad se vuelve para el monje un nuevo mundo de amor en el cual hace rebosar su alegría. Por esto, sea que sean jóvenes, sea que sean ancianos  en la vida monástica, reflexionen bien: si la vida monástica se ha vuelto para ustedes un lugar de amor, entonces han secretamente alcanzado el fin de vuestra llamada y de vuestra vida. “Nuestra única tarea es amar a Dios y encontrar nuestra alegría en este amor”. Pero si aún juzgan y tropiezan frente a las órdenes de vuestro guía, entonces deben examinar aún vuestra vocación y volver a ser monjes de nuevo.

La verdadera muerte al mundo es crucificarse a sí mismo: es una muerte interior que no depende del ayuno, de preceptos o de muchos actos de culto. Depende sobre todo, antes que de toda otra cosa, junto a éstas o más allá de éstas, de la negación de sí mismo, de la complacencia en la renuncia a sí mismo y del abandono  rápido, espontáneo y sin dudar de la propia voluntad. Este era el camino seguido por los padres en la instrucción a los novicios. Por la vida de Samuel el confesor, sabemos que el padre espiritual le enseñó a decir: “sí”, “con mucho gusto” y “he pecado”, todas expresiones llenas de significado. Algunos padres tenían el hábito de dar a sus discípulos ordenes absurdas, de enseñarles a no objetar o discutir, por más que las órdenes pudiesen parecerles equivocadas: la muerte a sí mismo en efecto es más importante que el éxito en cualquier tarea.

Si eres un monje joven y te alegras de tu vocación, de tu comunidad y de tu nueva vida, sabed que todos los elementos que contribuyen a la muerte a sí mismo y a la renuncia de sí, todos los elementos que ayudan a una destrucción gradual de la propia voluntad y de las pasiones  – como el soportar la injusticia, las ofensas y las burlas, la indiferencias en relación a tus deseos, el desprecio a tus ideas, de tus opiniones y de tus necesidades primarias, el soportar el sufrimiento y la enfermedad que encuentres en la vida – todo esto encienden el amor divino y alimentan su fuego. Las puertas del amor divino son abiertas de par en par para los monjes que quieren morir a sí mismos y no hacer más su propia voluntad, porque en el más allá de la muerte de sí mismo nace la fuerza del amor, porque el Señor se revela solo en los corazones de aquellos que se han abandonado a él totalmente y completamente. “Si uno quiere ser mi discípulo reniegue de sí mismo, tome su cruz y me siga”. (Mc 8, 34)

El monje que busca el rostro de Dios debe recordar que el dios del hombre natural es su propio yo. Este hombre está pronto a sacrificar a su hermano, a la familia y a Dios mismo para satisfacer sus propias pasiones y los propios deseos. Por consecuencia, cuando se emprende la vida monástica se inicia una lucha sin reservas entre el propio yo y Cristo. Antes de ser una guerra abierta, visible o tangible, ésta es una guerra no definible y espantosa, que frecuentemente uno percibe solo después de haber cometido culpas graves en la relación con Cristo. Entonces uno se da cuenta que el propio yo está realmente empeñado en una guerra contra Cristo, busca aniquilar su presencia y liberarse completamente de su persona.

El monje debe sobre todo comprender que el verdadero culto dado a Cristo significa muerte a sí mismo, porque puede haber obediencia a Cristo solo en la renuncia a la propia voluntad. Se le puede dar honor y gloria solo en un rechazo categórico a todo honor y gloria en relación al propio yo. Puede haber una auténtica alabanza a Cristo solo en el repudio de toda vanagloria y autoexaltación. El verdadero amor a Cristo puede estar solo allí donde hay odio a uno mismo, donde hay odio a la propia voluntad y a todos los placeres, comodidades, hábitos y  alegrías de la engañosa esclavitud de este mundo.

Entonces, es claro que el culto dado a Cristo consiste en la negación de sí y en el no pensar en uno desde el inicio hasta el fin. Esta muerte es total, no parcial, y es real, no aparente. Existe en efecto una muerte parcial que engaña y una muerte exterior que es falsa.

El monje debe examinar con atención el proceso de morir al propio yo, porque el yo está lleno de trampas y engaños y usa muchas artimañas desorientantes para hacer que la muerte se presente como una ilusión o de forma externa: de este modo él puede engañar sea a otro monje como a Cristo y a vivir y a ser exaltado en el lugar de éste último. El monje debe siempre estar en guardia contra el culto a sí mismo que en realidad es negación y no conocer a Cristo, cualquiera sea pues el lugar que ocupe en su vida la iglesia, la cruz, el evangelio, la oración, las postraciones, las lágrimas y el golpearse el pecho.

El yo está verdaderamente muerto cuando acepta la propia muerte abierta y secretamente. Esta condición es claramente percibida por todos. Cada uno, en efecto, se da cuenta de un monje cuyo yo está muerto no tiene en nada voluntad propia, ha abandonado toda polémica, obstinación, espíritu de contradicción, toda trampa, engaño, astucia, toda ambigüedad, murmuración y cólera. No pide más el respeto pretendido por temor  a perder la propia dignidad, porque todo es bueno, todo le trae beneficios y todas las situaciones y todas las cosas obran para su bien y su edificación. Todo esto se vuelve naturalmente transparente y claramente visible, sin afectación, ni ostentación o palabras. El modo mismo en el cual tal monje trabaja basta de por sí para proclamar la divina verdad de que él está avanzando firme y seguramente por el largo camino de la muerte a sí mismo. Distinto es el caso, si el yo rechaza el experimentar secretamente la muerte, y este comienza a dar algunos pasos por el camino del autorenunciamiento, para parecer muerto a sí mismo, aunque en realidad no lo está. Aquí el camino por el falso monaquismo se divide en tres senderos, cada uno de los cuales es un laberinto sin salida.

  1. El primer sendero falso es el que podemos llamar el gran engaño. En este estado el yo aparentemente muerto, es tan astuto y desleal para engañar a su “patrón” en el cumplimiento meticuloso de cada rito y deber de culto, en el incitarlo a esfuerzos extraordinarios, a un ascetismo severo y a otras fatigas sea en público o en privado. Sin embargo,  dado que no está muerto, le es imposible dar culto a Cristo sin algún reconocimiento humano. Así ideando todos los medios posibles para hacer notar sus empresas y sus esfuerzos, a fin de atraer respeto, honor, alabanza y afecto por parte de los otros. Cuando lo obtiene está satisfecho y multiplica sus esfuerzos, sus reglas ascéticas y las prácticas. Pero si recibe esta recompensa, pierde vigor en sus esfuerzos e intentos y su actividad y sus actos de culto disminuyen considerablemente.
Este camino engañoso es extremadamente peligroso: el alma en efecto está completamente sometida, cree dar culto a Dios, mientras en realidad da culto a su propio yo.
Hemos llamado a este sendero “el gran engaño”, porque verdaderamente quien lo recorre vive la vida entera en la ilusión de dar culto a Dios, ilusión creada por el engaño de su propio yo. Puede darse cuenta del propio estado solo si toma conciencia de las tantas clases de pecados secretos que comete contra Cristo: estos no pueden de ningún modo ser obra de un hombre verdaderamente muerto a sí mismo y que vive en el amor divino, formando un solo espíritu con Cristo.

  1. El segundo sendero falso puede ser llamado el engaño explicito. Aquí el yo no puede convencer a su patrón a hacer grandes esfuerzos y así acepta salvar solo las apariencias, contentándose solo en los cumplimientos exteriores, pero no haciendo ningún esfuerzo por empeñarse en el culto y en la lucha escondida y en los esfuerzos espirituales secretos. Este tipo de yo es manifiesto a la persona interesada, en otras palabras, éste se conoce a sí mismo, se ve a sí mismo, es consciente de sus propias infamias y condescendiente  con el engaño frente a los otros. Aquí el yo engaña solo a los otros, convenciéndoles de ser piadoso y de estar muerto al mundo, pero no engaña a su “patrón”.
Esto es el motivo por el cual lo hemos llamado el sendero del engaño explícito, mientras al primero lo hemos llamado “el gran engaño”, dado que en aquel sendero el yo engaña también a su “patrón”.
En ambas situaciones encontramos que el fin del yo que rechaza morir a su propia voluntad es el de llegar a ser honrado, glorificado y alabado por los actos de culto y las oraciones que cumple. Esto es un descarado culto de sí mismo o una usurpación del derecho exclusivo de Cristo a la gloria y al honor.

  1. El tercer sendero falso podemos llamarlo error manifiesto. Aquí el yo no puede convencerse a sí mismo a emprender cualquiera actividad o a hacer cualquier esfuerzo para dar culto al que sea, porque el yo prefiere abierta y claramente rechazar el culto, el esfuerzo espiritual y la oración. En este caso el yo no reclama honor, gloria o alabanza con un culto engañoso y al mismo tiempo no otorga ningún honor, gloria o alabanza a los otros. Llega al punto de negar la necesidad de la adoración misma y rechaza el deber que tenemos de trabajar en el camino espiritual, robando así a Dios todos los derechos que el hombre tiene que reconocerle. Aquí el rechazo del amor de Cristo y la renuncia a nuestras obligaciones de darle culto y amarlo son directas y abiertas. El yo aquí es desenmascarado ante sí mismo y ante  todos en sus errores  y lleva encima la persona y las acciones del maligno.

“Ustedes hablan duramente contra mí, dice el Señor, y todavía preguntan: ¿qué hemos dicho contra ti? Ustedes dicen: ‘Es inútil servir a Dios’ ¿y qué ganamos con observar sus mandamientos o con andar enlutados delante del Señor de los ejércitos? Por eso llamamos felices a los arrogantes: ¡prosperan los que hacen el mal; desafían a Dios, y no les pasa nada! Entonces hablaron unos a otros los que temen al Señor. El Señor prestó atención y escuchó: ante él se escribió un memorial, a favor de los que temen al Señor y respetan su Nombre. Ellos serán mi propiedad exclusiva, dice el Señor de los ejércitos, en el Día que yo preparo. Yo tendré compasión de ellos, como un hombre tiene compasión de su hijo que lo sirve. Ustedes volverán a ver la diferencia entre el justo y el impío, entre el que sirve a Dios y el que no lo sirve.” Ml 3, 13-18


En la vocación monástica no hay por tanto posibilidad de elegir entre morir o no morir a nosotros mismos: en efecto o hay muerte a sí mismo, o bien hay fracaso total de la vida monástica, que terminará con la condena y la enemistad por parte de Dios. O morimos a nosotros mismos y entonces perseveramos con Cristo y vivimos con él en el espíritu día a día, hora a hora, momento a momento, mientras su amor arde en nosotros hasta que alcancemos el cielo. O bien no morimos a nosotros mismos, preferimos ser indulgentes con nuestro yo, honrarlo, alabarlo, glorificarlo y hacerle fiesta, y entonces dirigimos todo nuestro culto, ascetismo y oración a honor del yo, alejando así para siempre al verdadero Cristo del alma. Vendrá entonces el día en el cual el monje dará cuenta de haber en vano trabajado en su vida en honor de un falso Cristo, que en realidad no era otro más que el propio yo, que adoraba y al cual rendía culto.

El auténtico monaquismo es la práctica de la muerte radical a sí mismo, buscando romper todos los caminos que conducen al propio yo, a fin de que no pueda más resurgir y revivir.

El camino de la muerte a sí mismo

Si la muerte a sí mismo fuese un proceso que cuyo cumplimiento dependiese únicamente de la voluntad personal y de la capacidad humana, sería imposible de realizar, porque el yo es más fuerte que la razón y que la voluntad y las pone a su servicio. Además el yo coincide con el hombre mismo cuando este deja vía libre a sus instintos naturales.

Pero la muerte a sí mismo en la vida con Cristo es un proceso que tiene origen en Dios: antes que nos sea pedido emprender un acto de voluntad, recibimos en anticipo la fuerza de morir a nosotros mismos. Esta fuerza es la fuerza de la cruz, es decir, de la muerte voluntaria a uno mismo. Es una gran fuerza mística, que Cristo personalmente experimentó antes que nosotros y nos transmite como un libre don de gracia. Así, por ésta nosotros podemos con Cristo morir al mundo y el mundo puede morir para nosotros mismos. Esta fuerza de Cristo, es decir, la gracia de la cruz, no nos es transmitida sola, privada de la prenda de la gloria: nos es dado, en efecto, pregustar la vida eterna, y esto es el más delicioso don de Cristo. Por esto la muerte a sí mismo y al mundo a causa del amor de Cristo tiene siempre necesidad de estos dos elementos como fundamento: la fuerza de la cruz, para hacer morir al yo fácilmente, y la pregustación de la vida eterna que es prenda de la resurrección, para consolarnos en el trabajoso proceso de la muerte del yo. La muerte a sí mismo se vuelve por esto fácil y dulce, no obstante su dificultad y aspereza, para aquellos que sin temor emprenden el camino de la renuncia radical a sí mismo y a la propia voluntad a causa y por amor de Cristo. ¿Puede esta verdad animarnos a sufrir sin temor la muerte a nosotros mismos?

Ninguno piense que la muerte del yo sea compleja, llena de misterios y grados diferentes. ¡Esto no es así! Es extremadamente simple. No es más que la determinación de la persona a entregar la vida entera en cada caso particular, el pasado junto al presente y al futuro, sin dudar, en las manos de Cristo, renunciando así para siempre a los propios deseos, como un niño confía con amor al padre lo más preciado que posee, seguro de recibir en cambio algo aún mejor. Entregamos a Cristo nuestro “yo” impuro y mundano y nuestra voluntad estúpida y loca, y en su lugar recibimos al Yo mismo y a la vida misma de Cristo, mientras él nos transporta sobre las alas de su santa voluntad.

¡Como son pues felices aquellos que han muerte a sí mismos! Quien en efecto ha muerto a sí mismo no teme perder nada en su vida, porque ya lo ha perdido todo: del yo es, por así decir, todo lo que pertenece al hombre sobre la tierra. Este no teme más ninguna muerte porque se le ha sometido deliberadamente, en lugar de debérsele someter –antes y después- a la propia voluntad.

El yo que no ha muerto pide siempre ser ensalzado por encima de los otros, especialmente de los guías y de quien tiene algunos encargos, buscando asombrar a otros con una disimulada condescendencia en las relaciones con los débiles, para ganarse la simpatía de ellos y la admiración de la gente y ser así elevado por sobre los otros. Se sirve también de la caridad, de la ofrenda de dones, de la cortesía, de la adulación y de la defensa de los oprimidos de modo de distinguirse de los otros y aparecer distinto de los injustos, negligentes, viles y malos guías: el yo lo pinta frente a los otros con estas características, de modo de hacerlo aparecer más virtuoso que ellos.

Recuerden todo esto y estén vigilantes a ustedes mismos. Examinen escrupulosamente los motivos de vuestros extraordinarios ayunos, oraciones, vigilias, y de los muchos e importantes gestos de servicios, de vuestra extraordinaria humildad o de la voluntad de ofrecerse a sí mismo totalmente. Presten bien atención de que todo esto sea sólo a causa de un verdadero y fiel amor a Cristo y no tenga como fin la gratificación personal, el ser honrado y respetado por los demás.

El yo que no está muerto busca siempre evitar las ocupaciones y las situaciones que podrían revelar su debilidad. Se detiene por esto al acercarse a tales tareas recurriendo a distintas escusas, como la falta de experiencia, por la no preparación de los hermanos o por la enfermedad. Puede también llegar a pedir un tiempo de soledad y de silencio para evitar aquellas situaciones y no dejar aparecer los propios defectos.

Cuídense pues de seguir al propio yo y de esconder sus imperfecciones, para no perder ocasión de purificar sus enfermedades, mucho más si están en los comienzos. Quien en efecto revela sus debilidades desde sus inicios adquiere en su lugar la verdadera humildad y quita para siempre del medio al orgullo. Quien en cambio esconde los propios defectos, vivirá con ellos para siempre. ¡Mejor por esto sufrir la vergüenza en esta vida que no en la otra, delante de los ángeles y de los santos!

El yo que no ha muerto no puede soportar ser despreciado, insultado, juzgado indigno o rebajado. Si dejan aún espacio a sentimientos de rencor o de amargura, en relación al modo en el cual son tratados por su padre, por un hermano, por un superior o por un inferior, ustedes se veneran todavía a ustedes mismos y el amor de Cristo no ha aún penetrado en vuestros corazones. El hombre en efecto cuyo yo ha sido crucificado con Cristo y ha muerto, no solo está contento de ser considerado indigno, de soportar insultos, burlas o injusticias, sino que incluso las desea ardientemente.

El yo que no ha muerto no puede soportar recibir órdenes o directivas por uno que le es inferior por cultura, edad o estado. Esto en efecto le parece un atentado a sus derechos, a su capacidad o a su rango. El hombre en el cual el yo ha muerto, en cambio, se considera en el último lugar, sin ningún derecho, ni capacidad, ni posición social.

El yo que no está realmente muerto a sí mismo encuentra por un lado muy fácil elegir para sí el último lugar, pero, por otro lado, no puede soportar que otros le asignen un lugar apenas inferior a aquel que él considera como su justa posición.

Este yo vive manifiestamente de modo conforme a un falso evangelio: para él en efecto el cumplimiento del mandamiento está en el servir a los propios intereses y no en la obediencia a los mandamientos de Cristo. Recordad siempre que quien elige el último lugar es probado con el fuego y que, según la palabra de Isaac el Sirio, “aquel que se humilla a sí mismo para ser honrado por los hombres, Dios lo desenmascara”.

El signo en cambio de que el yo ha muerto es su amor y su deseo por el último lugar: él no lo busca, por temor a la vanagloria, sino que espera que le sea asignado por otros.

Si el yo que no ha muerto no es honrado por los miembros de la comunidad, o es despreciado por ellos, entonces odia orar con ellos y no puede soportar estar en medio de ellos o de cantar himnos juntos y busca evitar, por cuanto le sea posible, estas situaciones. Esto revela que sus oraciones y sus himnos se dirigen a su honor y no al de Dios o al amor de Cristo. ¡Se ve así cuán falso puede ser el culto a Dios!

En cambio, para el yo que ha muerto, la comunidad es un lugar de amor, vida, alegría y alabanza a causa de la presencia del Señor. El alma que ama a los hermanos ha atravesado la muerte y ha llegado a la vida, porque el Señor está siempre presente en medio de la comunidad.

Un monje puede no lograr matar radicalmente al propio yo y ser así incapaz de encontrar el camino estrecho. Para tal persona, cuanto más aumenta su conocimiento, tanto más ardua se vuelve su salvación. Cuanto más penetra en los secretos de la virtud, sea para aquel que lee como para aquel que escucha, tanto más se vuelve incapaz de practicarla, porque su yo, que no ha sido quebrado, lo engaña contentándolo con el conocimiento, como si este pueda sustituir a sus obras. Esto sucede porque el yo sabe bien que el cumplimiento de las verdaderas obras tiene como inevitable consecuencia su muerte y ¡él no quiere morir! El yo engaña al monje y lo ilusiona, haciéndole creer que posee todas las virtudes de los santos del cual lee sus vidas y de no tener necesidad de esforzarse y de cumplir alguna cosa, porque él ya es perfecto. Apenas siente hablar de alguna virtud u obra buena piensa que es uno de los mejores en poseerla, porque el yo hace suyo todo lo que siente hablar y lo reivindica para sí. Este hombre se embriaga del amor de sí mismo, se alaba a sí mismo frente a los otros y provoca los elogios. Según él, nadie está a su altura y todos tienen capacidades inferiores a la suya. Si posee un defecto evidente, lo imputa a los otros y a las circunstancias. Si posee uno escondido, lo tiene secreto incluso hasta a su padre espiritual. Si comete un error sin ser visto, insiste  en que los otros son los culpables y si es agarrado justo en el hecho da un montón de escusas para probar su inocencia. Para él, sus pecados son leves, mientras los errores de los otros son crímenes imperdonables. Expresa pena solo para evitar críticas y pide disculpas solo para conservar su propia posición. Y poco a poco el arrepentimiento se vuelve para él una debilidad y las disculpas una vergüenza.

Si no quieres ser así, buscad desde el primer momento de la vida monástica de poner en acto, experimentar y practicar solo lo que es fuente de virtud y no las obras o los escritos de los otros. Aprended a como exponer con simplicidad vuestro yo a todo lo que puede ponerlo bajo el poder de la cruz, porque esta es la muerte voluntaria, el modo de emprender el camino de la virtud a través de la puerta de la cruz y no a través de la puerta de la razón. Buscad también poner en práctica aquello que predicas o de hablar solo de lo que han experimentado, no de aquello que han leído o de lo cual han sentido hablar. Como dice Pablo: “no nos gloriamos más allá de lo que corresponde, aprovechándonos de los trabajos ajenos” (2 Cor 10,15); “no porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismo, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios” (2 Cor 3, 5);  “si quisiera gloriarme, no sería un necio, porque diría la verdad; pero me abstengo de hacerlo, para que nadie se forme de mí una idea superior a lo que ve o me oye decir” (2 Cor 12, 6); “porque el que vale no es el que se recomienda a sí mismo, sino aquel a quien Dios recomienda” (2 Cor 11, 18).

Es posible también que un monje pierda la capacidad de hacer morir a su yo cuando está ya a mitad de camino, después de haber probado y tomado parte de los dones de Dios. Pero el deseo de conocimiento se apodera de él y él desea volverse un estudioso de los misterios del Espíritu, buscando la gloria mundana y abandonando el confortable seno de Dios y aquella simplicidad que introdujo a los pescadores de Galilea al libre don de la sabiduría del Espíritu. Tal monje se aparta del camino de la salvación después de habérsele mostrado digno y esto lo hace constantemente nostálgico del pasado y lo hace sentir día a día siempre más perdido y desorientado. Él no tiene, sin embargo, la fuerza de volver sobre sus propios pasos, porque su yo ahora se ha ensoberbecido a causa de los conocimientos alcanzados y el camino estrecho se ha en realidad vuelto para él pesado y repugnante. Las obras de penitencia de un tiempo atrás se vuelven para él amargas y ásperas porque el yo se ha hinchado a causa del saber. Así, pensar en volver sobre sus pasos se le vuelve tan difícil que le parece imposible, y además día a día se alarga el camino siempre más perverso y resbaladizo. El problema de un yo de este tipo es que se avergüenza siempre de sí mismo. Acepta fácilmente la alabanza, pero luego la vomita, cuando se acuerda de la propia debilidad y de la humildad que tenía en el pasado. Ama el honor, pero no encuentra ningún descanso en él. Las cátedras de la enseñanza le son extremadamente atractivas, pero sentarse sobre ellas es motivo inmediato de pena, a causa del amargo remordimiento por el pasado en el que era más humilde. El yo se da cuenta que la voluntad propia saca raíces y que esto constituye un insulto a la voluntad de Dios, pero el dulce fruto de la desobediencia y la belleza del árbol de la rebelión no le dejan ver sus consecuencias. Y así el yo saborea el perderse y alejarse de Dios, hasta cuando, al final, se despierta únicamente para constatar que está completamente apartado del camino, lejos del árbol de la vida y también del árbol del conocimiento.

Si pues queréis permanecer seguros hasta el final sobre el camino de la muerte a ustedes mismos, seguid el camino estrecho del arrepentimiento, hasta el día de la muerte. No sean seducidos por el saber que les hace seguros de ustedes mismos. Por el contrario, agárrense de la simplicidad, que conduce a la profunda sabiduría del espíritu. Haced de la confesión de las culpas vuestra provechosa ocupación, y no den ningún paso sobre el camino del saber estimulados por el deseo de la gloria mundana, si no se quieren precipitar, aún siendo jóvenes, en el abismo.

Existe una clase de yo que no está muerto a sí mismo el cual, cuando el conocimiento legítimo le resulta muy difícil de llevar, árido como está por la fama mundana a bajo precio, da vía libre a su dueño, induciéndolo insistentemente a volverse un ladrón al servicio del propio yo, robando para él no oro o plata, sino los dichos, las acciones y los pensamientos de los padres, tomándolos para sus libros o para sus labios y atribuyéndoselos a sí mismos, y así son alabados por cosas que no le pertenecen. Se ilusiona de dar gloria a Dios. “Pero si con mi mentira, la verdad de Dios sale ganando, para gloria suya, ¿por qué todavía voy a ser condenado como pecador? ¿O debemos hacer el mal para que resulte el bien, como algunos calumniadores nos hacen decir? ¡Estos sí merecen ser condenados!” (Rm 3, 7-8). Este yo hace infeliz a su dueño, porque, sin que él se dé cuenta, lo oprime con muchos pecados e iniquidades que no son menos graves de las que son cometidas por un delincuente común, mientras aparece ante los otros como un ministro de la virtud y un representante de la rectitud.

Vigilad pues y estad bien atentos a la mortificación  de vuestro yo. Condenándolo antes que los condenen. Privadlo de cuanto le pertenece, para que no pueda usurpar lo que pertenece a los otros. Porque si estas cosas son insoportables y reprobables para una conciencia libre, ¡cuánto más lo será para Dios!

Existe un tipo de yo tirano, astuto y engañador que domina y hace esclavo a su dueño del mismo modo en el cual un hipnotizador hace esclavo a quien está en su poder. Lo incita con continuas incitaciones a tener visiones y sueños mientras duerme, todos frutos de las maquinaciones del yo, en complicidad con sus pasiones y sus aspiraciones. Estos parecen todos fácilmente aplicables a los eventos cotidianos, y armoniosamente conectados, casi como si fuesen reales. ¡El individuo se despierta solo para creer estar volviéndose un santo durante la noche! Comienza a contar a los otros sus visiones y sus sueños altamente significativos y todos quedan asombrados por este yo, lo alaban y lo glorifican como si fuese un santo dotado de dones de iluminación, revelación y profecía. Él así se ilusiona aún más, convencido como está que todo sea verdad, mientras en realidad es todo obra de la autosugestión por medio de conceptos mentales y fantasías impuestas al ánimo débil por el ambicioso yo. Cuando el yo no logra tener bajo control a su dueño, como para satisfacer sus deseos con obras, palabras y capacidad práctica, lo obliga a usar conceptos mentales en sueños y visiones de extrema claridad, así como para realizar lo que no puede hacer en realidad por su capacidad y recursos prácticos y así como para que el yo sea glorificado de todos modos y a toda costa. Estad pues atentos y vigilantes desde el inicio. Estad en guardia contra los engañosos trucos del yo y sus ambiciones y esperanzas, porque si puede evitar la muerte no obstante vuestra vigilancia, comenzará a vivir en las visiones y en los sueños mandando a todos los talentos del alma y de la mente de que trabajen para su alabanza y glorificación como si fuera el yo sobrenatural. Solo un rechazo total tanto de las visiones como de los sueños puede impedirles avanzar por este camino. Sin embargo, para asegurar vuestro largo progresar por el camino estrecho de vuestra salvación, es posible que visiones y sueños sean concedidos a aquellos cuya estatura espiritual sea elevada y cuya salvación no corra peligros.

El yo que no está muerto odia y evita la confesión, porque la confesión lo condena y expone. Pero el yo que está muerto o está dispuesto a morir, encuentra descanso en la confesión y la busca con alegría, superando todo obstáculo, porque en la confesión es purificado y nuevamente purificado, hasta volverse inocente.

El yo que no ha sido puesto a muerte, si decide no morir y esconder los propios defectos en la confesión. Comienza entonces a volverse agresivo en relación con la confesión y con su confesor, acusándolo de ignorante, descuidado o parcial y hace de estos pretextos una barrera definitiva que le impide exponer los propios defectos.

El yo que no ha sido puesto a muerte y que ha decidido no morir no encuentra ganancia en las palabras y en los consejos del padre espiritual, aunque éste fuese allí a aconsejarlo cada día y a toda hora. Sus palabras se vuelven para él un peso insoportable. Pero el yo que ha muerto, o que está pronto a morir, con una sola palabra del padre espiritual se lanza lejos por el camino de la vida eterna y corre sin cansarse. Las palabras de reproche le son dulce como la miel.

¡Coraje, hermanos! He aquí, el Esposo que amamos pero que no podemos ver viene como un ladrón en medio de la noche para sorprendernos. Velemos pues para poder recibirlo, y feliz aquel que él encontrará vigilante.

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