viernes, 28 de febrero de 2014

¿CAMBIAR?



¿Cambiar?
Autor:  Padre Ignacio Larrañaga


No se puede cambiar. Los códigos genéticos acompañan a la persona desde el nacer hasta el morir. No se puede cambiar; se puede mejorar.

Cuentan que tal persona, insoportable si las hay, luego de una recepción espectacular del Espíritu Santo, cambió completamente, tornándose en una persona encantadora. Cambió completamente; es verdad, sin embargo, no cambió nada —digo yo—. Supongamos que la tal persona, después de unos años de aquella fulgurante conversión, abandona todo trato personal con el Señor, veremos cómo vuelve a ser la insoportable de antaño y cómo comienza a soltar sapos y culebras por todas partes: ¿Cambió? No cambió nada.

Y no hace falta acudir a ejemplos ajenos. Usted (lector o lectora) y yo lo sabemos por experiencia propia. Cuando, por las razones que sea, abandonamos la vida de oración por un lapso de tiempo más o menos largo, ¡cómo nos renace el amor propio! ¡Cuánto nos cuesta perdonar! ¡De qué manera el disgusto más pequeño nos hace polvo! ¡Cómo por cualquier cosa nos ponemos impacientes, irascibles, agresivos, intolerantes, nerviosos...!

Si de cambiar pudiésemos hablar, sería en tanto en cuanto en la medida en que Jesús esté vivo y presente en mí: entonces sí; él irá suavizando las aristas, nivelando los desniveles, poniendo amor donde había egoísmo, perdón donde el instinto reclamaba venganza, suavidad donde el corazón exigía violencia.

Supongamos que esta persona nació notablemente rencorosa por una predisposición congénita de personalidad. Ante una grave ofensa surge violentamente en su corazón el impulso de la venganza. Si Jesús está vivo y vibrante en ese corazón, apagará todos los fuegos y, para cuando ese impulso salga al campo del comportamiento, será en forma de perdón y sosiego. Sólo un Jesús vivo en el corazón es capaz de esas alquimias prodigiosas.

Esta otra persona tiene, por constitución genética, una estructura psíquica fuertemente irascible, lo que llamamos una persona de muy mal genio. Ante un estímulo exterior se encienden en su interior todos los fuegos y surge impetuosamente el impulso de la furia. Si Jesús está vivo y sensible en la conciencia, él mismo tomará la iniciativa para apagar todas las llamas, y para cuando esta furia pase al campo del comportamiento, será en forma de mansedumbre, paciencia y bondad.

Este hermano es un individuo típicamente egoísta, de aquella clase de personas que se sirven de todo y no sirven a nadie; sólo preocupado de sí y despreocupado de los demás. Se presenta una oportunidad para actuar, y surge el instinto egoísta en el interior del hermano. Si Jesús está alerta en su conciencia, habrá una metamorfosis, esto es, un morir y un nacer; es decir, las energías egoístas se transformarán en energías de amor por el poder y la magia de la presencia resucitada y todopoderosa de Jesús, y para cuando el impulso egoísta siga al campo de la conducta, será sirviendo a todos y no sirviéndose de los demás, despreocupado de sí y preocupado de los demás: amor.

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