domingo, 27 de abril de 2014

El farol rojo

La envidia y la avaricia llevan a seguir el camino equivocado

En la bella ciudad de Marraquech vivía un pobre pastelero que, ante la mala fortuna en su negocio, decidió partir hacia otras tierras, con la esperanza de encontrar una vida mejor. Ahmed recogió lo único que tenía, un farolillo de hojalata con cristales rojos, y emprendió su viaje.

Al cabo de varios días, llegó a un próspero valle, donde fue recibido por el jeque de aquel lugar, un hombre generoso y hospitalario. En pago por su hospitalidad, Ahmed le regaló lo único que tenía: su farolillo rojo. El jeque examinó el farol con asombro, porque en aquella ciudad no conocían el cristal, y aquello de ver la luz de una vela brillando a través de un cristal rojo le parecía un espectáculo maravilloso. ¿Cómo podría corresponder adecuadamente a aquel maravilloso obsequio, si él sólo tenía montones de oro y piedras preciosas? Al final, ofreció a Ahmed doce camellos cargados de piedras preciosas, y éste, sorprendido, volvió a Marraquech, donde se construyó un magnífico palacio rodeado de jardines.

Ahmed tenía un hermano llamado Said, que gozaba de cierta riqueza, pero que nunca había ayudado a su hermano cuando éste lo había necesitado. Envidioso por la suerte de Ahmed, fue a verle, y consiguió enterarse del origen de su sorprendente fortuna. Entonces pensó que si su hermano había conseguido toda esa riqueza a cambio de un simple farol rojo, ¿Qué no le darían a él, a cambio de un regalo realmente valioso? Así que vendió todo cuanto tenía, cargó sus pertenencias en unas mulas, y partió, siguiendo el camino que su hermano le había indicado.

Pero durante el viaje fue asaltado por una partida de ladrones, que le robaron todo, viéndose entonces Said tan pobre como en otro tiempo lo había sido Ahmed. Con todo, decidió seguir, hasta que un día llegó a su destino.

El jeque lo acogió con hospitalidad. En el momento de partir, Said le ofreció como regalo lo único que le había quedado, un viejo reloj de latón sin ningún valor. Mas en aquella ciudad tampoco se había oído hablar jamás de relojes, por lo que el jeque valoró aquel regalo mucho más que cualquier otra riqueza. Pensando sobre cómo corresponder a aquel maravilloso presente, y pensando que las joyas no significaban nada, que eran simples bagatelas, llegó a la conclusión de que sólo había en su palacio un tesoro que fuera digno de aquella incomparable máquina de medir el tiempo. Con infinito pesar, el jeque regaló a Said su objeto más preciado: el farol de cristales rojos que siempre llevaba consigo.

Ni que decir tiene que los ladrones no molestaron a Said en su camino de vuelta a Marraquech.

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