martes, 29 de abril de 2014

Juan XXIII, el Papa bueno

 Juan XXIII, el llamado Papa bueno
Tengo un especial recuerdo de él, ya que fue elegido como papa en 1958, el año que ingresé en el Seminario. Y me ordené en el 1965, año que se clausuró el Concilio Vaticano II convocado por él.
Traigo aquí esta breve biografía, ya que es posible que algunos lectores no la conozcan a fondo
(Sotto il Monte, 1881 - Roma, 1963) Pontífice romano, de nombre Angelo Giuseppe Roncalli. Era el tercer hijo de los once que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola, campesinos de antiguas raíces católicas, y su infancia transcurrió en una austera y honorable pobreza. Parece que fue un niño a la vez taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló sus deseos de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que primero debía estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de Cervico, y allí lo envió.



Juan XXIII
Lo cierto es que, más tarde, el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que, en una ocasión, mientras recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma lengua, se detuvo de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa en los labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus ojos.
Por fin, a los once años ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad de los sacerdotes que formaba más que por su brillantez. En esa época comenzaría a escribir su Diario del alma, que continuó prácticamente sin interrupciones durante toda su vida y que hoy es un testimonio insustituible y fiel de sus desvelos, sus reflexiones y sus sentimientos.
En 1901, Roncalli pasó al seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito de seguir la carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de abandonarlo todo para hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar por sus escritos, no fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con hombres muy distintos de los que conocía y fue el punto de partida de algunos de sus pensamientos más profundos.
El futuro Juan XXIII celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de 1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría en él una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era al parecer un prodigio de mesura y equilibrio, uno de esos hombres justos y ponderados capaces de deslumbrar con su juicio y su sabiduría a todo ser joven y sensible, y Roncalli era ambas cosas. Tedeschi también se sintió interesado por aquel presbítero entusiasta y no dudó en nombrarlo su secretario cuando fue designado obispo de Bérgamo por el papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer cargo importante.
Dio comienzo entonces un decenio de estrecha colaboración material y espiritual entre ambos, de máxima identificación y de total entrega en común. A lo largo de esos años, Roncalli enseñó historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística, escribió varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de despachar con diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo ello bajo la inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien siempre consideró un verdadero padre espiritual.
En 1914, dos hechos desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer lugar, la muerte repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró sintiendo no sólo que él perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo perdía un hombre extraordinario y poco menos que insustituible. Además, el estallido de la Primera Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus proyectos y su formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A pesar de todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto a servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase. Fue sargento de sanidad y teniente capellán del hospital militar de Bérgamo, donde pudo contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento que aquella guerra terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.
Concluida la contienda, fue elegido para presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y pudo reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como visitador apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una especie de embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en contacto, ya como obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de religiosidad que sin duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de miras de la cual la Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado apostólico, realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando palabras de consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los estragos producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que si Atenas no fue bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello se debe a este en apariencia insignificante cura, amable y abierto, a quien no parecían interesar mayormente tales cosas.
Una vez finalizadas las hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el papa Pío XII. Se trataba de una misión delicada, pues era preciso afrontar problemas tan espinosos como el derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica francesa y los regímenes pronazis durante la guerra. Empleando como armas un tacto admirable y una voluntad conciliadora a prueba de desaliento, Roncalli logró superar las dificultades y consolidar firmes lazos de amistad con una clase política recelosa y esquiva.

En 1952, Pío XII le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la República Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia. Roncalli brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios de la Iglesia. Sin embargo, su elección como papa tras la muerte de Pío XII sorprendió a propios y extraños. No sólo eso: desde los primeros días de su pontificado, comenzó a comportarse como nadie esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne actitud que había caracterizado a sus predecesores.

Aclaración: ¿Por qué se llamó Juan XXIII? Para borrar de la lista de Papas al otro Juan XXIII cismático, que accedió al solio pontificio por maniobras políticas. El demonio fue vencido por este nuevo, y santo, Juan XXIII que casi todos conocimos.


Juan XXIII: Testamento espiritual
En el momento de presentarme ante el Señor Uno y Trino que me creó, me redimió, me quiso sacerdote y obispo suyo, me colmó de gracias sin fin, encomiendo mi pobre alma a su misericordia, le pido humildemente perdón de mis pecados y mis deficiencias, le ofrezco lo poco bueno que con su ayuda he podido hacer, aunque imperfecto y mezquino, para gloria suya, servicio de la santa Iglesia y edificación de mis hermanos, suplicándole finalmente que me acoja, como Padre bueno y piadoso, con sus santos en la bienaventurada eternidad.
Quiero profesar, una vez más, toda entera mi fe cristiana y católica, y mi pertenencia y sumisión a la santa Iglesia Apostólica y Romana, y mi perfecta devoción y obediencia a su Augusto Jefe, el Sumo Pontífice, al que tuve el gran honor de representar durante largos años en diversas regiones de Oriente y de Occidente, que me quiso finalmente en  Venecia como cardenal y Patriarca, y al que he seguido siempre con afecto sincero, sin que en ello haya influido para nada cualquier dignidad que me haya sido concedida. El sentimiento de mi poquedad y de mi nada me ha acompañado siempre manteniéndome humilde y sereno, y concediéndome la dicha de emplearme lo mejor que he podido en continuo ejercicio de obediencia y de caridad por las almas y por los intereses del reino de Jesús, mi Señor y mi Todo. A Él toda la gloria; para mí, y como mérito mío, su misericordia. Meritum meum miseratio Domini. Domine, tu omnia nosci: tu scis quia amo te. Esto sólo me basta.
Pido perdón a quienes hubiera ofendido inconscientemente; a cuantos no hubiese sido causa de edificación. Siento que no tengo que perdonar nada a nadie, porque en cuantos me conocieron y han tenido relaciones conmigo-aunque me hubiesen ofendido o despreciado o tenido, y esto con justicia, en poca estima, o me hubiesen sido motivo de aflicción- sólo reconozco hermanos y bienhechores, a los que estoy agradecido y por los que ruego y rogaré siempre.
Nacido pobre, pero de una familia honrada y humilde, siento particular alegría de morir pobre, habiendo distribuido según las diversas exigencias y circunstancias de mi vida sencilla y modesta, en servicio de los pobres y de la santa Iglesia que me ha alimentado, cuanto vino a caer en mis manos -en medida bastante limitada- durante los años de mi sacerdocio y de mi episcopado.
Apariencias de desahogo velaron a menudo ocultas espinas de congojosa pobreza y me impidieron dar siempre con la largueza que hubiera deseado. Agradezco a Dios esta gracia de la pobreza de que hice voto en mi juventud, pobreza de espíritu, como sacerdote del Sagrado Corazón, y pobreza real; y que me sostuvo para no pedir nunca nada, ni puestos, ni dinero, ni favores, nunca, ni para mí ni para mis parientes o amigos.
A mi querida familia secundum sanguinem -de la que no he recibido ninguna riqueza material- sólo puedo dejar una grande y especialísima bendición, con la invitación a conservar ese temor a Dios que me la hizo siempre tan amada, aunque sencilla y modesta, sin sentir jamás por ello sonrojo; y ése es su verdadera título de nobleza. A veces la he socorrido en sus necesidades más graves, como pobre con los pobres; pero sin sacarla de su pobreza honrada y dichosa. Pido y pediré siempre por su prosperidad, y siento la alegría de constatar también en los nuevos y vigorosos retoños la firmeza y fidelidad a la tradición religiosa de los padres, que será siempre su fortuna. Mi más ardiente deseo es que ninguno de mis parientes y allegados falte al gozo de la reunión final y eterna.
Al partir, como espero, camino del cielo, me despido, doy las gracias y bendigo a todos los que compusieron sucesivamente mi familia espiritual en Bérgamo, en Roma, en Oriente, en Francia, en Venecia, y que fueron para mí conciudadanos, bienhechores, colegas, alumnos, colaboradores, amigos y conocidos, sacerdotes y laicos, religiosos y religiosas, y de los que por disposición de la Providencia fui, aunque indigno, hermano, padre o pastor.
La bondad de que mi pobre persona fue hecha objeto por parte de cuantos encontré en mi camino hizo serena mi vida. Recuerdo bien, al enfrentarme con la muerte, a todos y a cada uno, a los que me precedieron en el último paso, a los que sobrevivirán y me seguirán. Que todos rueguen a Dios por mí. Les daré su recompensa desde el purgatorio o desde el paraíso, donde espero ser acogido, no por mis méritos, repito una vez más, sino por la misericordia de mi Señor.
A todos recuerdo y por todos rogaré. Pero en señal de admiración, de gratitud, de ternura verdaderamente singular, quiero nombrar aquí particularmente a mis queridos hijos de Venecia, los últimos que el Señor puso en torno mío, para extremo consuelo y gozo de mi vida sacerdotal. Abrazo en espíritu a todos, a todos, del clero y del laicado, sin distinción, como sin distinción los amé por pertenecer a una misma familia, objeto de una misma solicitud y amabilidad paternal y sacerdotal. Pater sancte, serva eos in nomine tuo quos dedisti mihi: ut sint unum sicut et nos (Jn 17, 11).
En la hora del adiós, o mejor, del hasta la vista, evoco también todo lo que más vale en la vida: Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio, y en el Evangelio sobre todo el Padrenuestro en el espíritu y en el corazón de Jesús, y del Evangelio la verdad y la bondad, la bondad mansa y benigna, activa y paciente, invicta y victoriosa.
Hijos míos, hermanos míos, hasta la vista. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. En el nombre de Jesús, nuestro amor; de María dulcísima, Madre suya y nuestra; de san José, mi primer y predilecto protector. En el nombre de san Pedro, de san Juan Bautista y de san Marcos; de san Lorenzo Justiniano y de san Pío X. Así sea.

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