jueves, 24 de abril de 2014

Un enemigo invisible, una batalla invisible


La alegría de un mártir sobre pasa los límites del dolor, pues su alegría sobre pasa los límites del espacio y del tiempo, se centra en la vida eterna: sus cuerpos encendidos como antorchas humanas, devorados por leones, la espada atravesando sus cuerpos, entre otros tormentos constituían un espectáculo en el Coliseo Romano. La batalla era palpable, después de los sufrimientos pasajeros se encontraba la alegría eterna. Jean Guitto expresaba su admiración ante tal entrega de la vida por el Evangelio, pues afirma que, Cristo necesariamente resucito, pues era la fuerza y certeza de tal acontecimiento lo que llevaba a los cristianos a dar testimonio con la propia vida. No nos resultaría extraña la afirmación de Tomas Moro al morir en la guillotina a manos de Enrique VIII, tras defender su fe ante este: “hemos ganado la batalla”.
En la actualidad, las encarnizadas persecuciones han terminado para darle paso a las persecuciones del espíritu. El Señor lo advirtió: no teman a los que matan el cuerpo, teman más bien a los que matan el Espíritu (Cf. Mt. 10, 28). Para explicar gráficamente esto, podemos aludir a la saga de Harry Potter, en donde describe seres horribles, llamados Dementores: de gran estatura, cubiertos por una capa de color negro. Temidos porque se alimentan de la felicidad y de los recuerdos alegres, dejando solo la tristeza y la desolación. Asimismo, cuando están cerca producen un gran frío. Sus caras están ocultas por una capucha que sólo se quitan al dar el famoso “Beso del Dementor”. No tienen rostro definido pues donde se deberían de encontrar los ojos hay una especie de membrana y su boca es un orificio abierto, además de que son criaturas putrefactas y tienen la capacidad de volar, son capaces de quitar el alma de las personas gracias al nombrado “Beso del Dementor”. Este ejemplo nos lleva a describir la persecución actual: sin rostro, tan invisible y peligrosa que puede acabar con nuestra alma; es el enemigo que asecha a nuestras espaldas. Esta persecución se da a nivel intelectual, desacreditando los valores del Evangelio; en especial en las ideologías que se han encarnado en personas y estructuras reales y vacían a la persona sin que se percate. Se trata de una batalla que no se gana en la entrega de la vida biológica; sino en la astucia de descubrirles antes de asesinar el espíritu.
En este sentido, un cristiano no debe angustiarse porque parece que el ocaso del día llega o porque un ejercito enemigo tapa el sol, sino que, ha de alegrarse porque inicia una lucha en la cual ya se vislumbra el triunfo. La nueva carta post sinodal de nuestro Santo Padre, Francisco, lo expresa en ligeras y profundas lineas: nadie inicia una batalla sin antes confiar plenamente en el triunfo (Cf. EG 85). No hablamos de una batalla sin intentos fallidos, como si viajáramos sobre una carretera sin baches, mucho menos podemos decir que sea más fácil que los primeros cristianos los cuales proclamaban su fe tras el temor de las persecuciones sanguinarias contra ellos. Las persecuciones actuales son más encarnizadas, pero, seamos incisivos, el Señor lo advirtió: no teman a los que matan el cuerpo sino a los que matan el espíritu, ya que, este enemigo es el que asecha el día de hoy; no avisa por donde viene, se introduce paulatinamente sin ruidos, sin dolores; acompañado por un placentero método adormecedor como las copas de vino que adormecen la conciencia que deshinibe a la persona para actuar libertinamente sin tapujos; es un colectivo de maldad: envuelve a todos y cuando una persona en medio de todos pretende ser diferente queda adormecida por la actitud de los demás porque cuando los demás hacen el mal, por ser común entre todos, a la persona le parece normal y se adentra al circulo vicioso; en este circulo no hay regla moral, se toma lo bueno como malo y lo malo como bueno (Is. 5, 20).
Más no nos dejemos robar la esperanza, es tiempo de un nuevo martirio que devela las fuerzas ocultas del mal con la luz del Evangelio,  de Jesucristo el Señor de señores (Mt. 5,14); animo nosotros somos la luz del mundo. Animo, si no hay enemigo, no hay lucha y sino hay lucha no hay victoria (San Agustín). Como podemos ver: no es una batalla fácil, no lo es, pero tampoco será cualquier victoria, las mejores victorias son las que cuestan lagrimas, sangre, incluso la vida y cuando terminan: con la armadura destrozada, las armas agotadas y más de una herida en el corazón; cuando estas desgastantes luchas terminan, se llora a chorros, se llora desahogadamente, se llora… de alegría. Porque llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca una fuerza tan extraordinaria en nosotros, la fuerza de Dios. Tal vez  más de una vez nos vemos apretados en todo más no aplastados; apurados más no desesperados; perseguidos más no abandonados; derribados, derribados, derribados… MÁS NUNCA FUERA DE COMBATE (cf. II Cor. 4, 8-10)

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