viernes, 29 de mayo de 2015

“¡Feliz quien vela!” (Apoc 16, 15)


P. Gabriel Bunge





El hombre moderno está acostumbrado a considerar la noche sobre todo como un tiempo de justo reposo. Si, sin embargo, permanece despierto por su voluntad, es con motivo de su trabajo o por una fiesta o por cosas de ese tipo. El hombre bíblico y los padres dormían, ciertamente, como todos los hombres, sin embargo, la noche era para ellos considerada también el tiempo predilecto para la oración.

***

Cuántas veces se dice en los salmos que el orante “medita” [1] la ley de Dios no sólo de día, sino también de noche; que de noche tiende sus manos en oración a Dios [2]; que “en el corazón de la noche se levanta para alabar a Dios por sus justos decretos” [3]… Como ya hemos visto, también Cristo tenía la costumbre “de pasar la noche en oración a Dios” [4], o bien de salir “a la mañana, cuando estaba aún todo oscuro”, a un lugar desierto para orar [5].

El Señor enseña después con insistencia a sus discípulos “a velar y a orar” [6] y da también un nuevo motivo: “Vosotros no conocéis el tiempo” del retorno del Hijo del hombre [7] y, por consecuencia, debilitados por el sueño, podréis “caer en tentación” [8].

También el Apóstol, que según su mismo testimonio pasaba muchas noches en vela [9], exhorta con insistencia “a perseverar en la oración y a velar, dando gracias a Dios” [10]. Por último, pero no menos importante, a través de este velar en la oración el cristiano se diferencia de los somnolientos hijos de este mundo.

Pero vosotros, hermanos, no estéis en las tinieblas, para que aquel día [del retorno del Señor] pueda sorprenderos como un ladrón: todos vosotros en efecto sois hijos de la luz e hijos del día. ¡Nosotros no somos de la noche, ni de las tinieblas! No durmamos por lo tanto como los otros, sino que permanezcamos en vela y seamos sobrios. Los que duermen, en efecto, duermen de noche; y los que se emborrachan, se emborrachan de noche. Nosotros, en cambio, que somos del día, debemos ser sobrios… [11]

La iglesia antigua inmediatamente tomó en serio el ejemplo de Cristo y el de los apóstoles y puso en práctica sus exhortaciones. El velar es parte, en efecto, de las más antiguas costumbres de la iglesia primitiva.

Velad sobre vuestra vida. Vuestras lámparas no se apaguen [12], y no se relajen vuestras caderas [13], sino estad preparados. En efecto, no conocéis la hora en la cual nuestro Señor vendrá. [14]

El verdadero cristiano es semejante a un soldado. La oración es su “muro de la fe” y su “arma de defensa y de ataque contra el enemigo que espía por todos lados”. Por esto, él no está “jamás sin armas”.

¡De día no nos olvidemos de estar en guardia, de noche no nos olvidemos de velar! Revestíos del arma de la oración, protejamos el estandarte de nuestro caudillo y, orando, esperemos la trompeta del ángel. [15]

Este “rasgo escatológico” del esperar con ansias el retorno del Señor, de los primeros cristianos, que todavía debían poner a prueba su fe en medio de las persecuciones, a menudo sangrientas, ha pasado a aquellos “soldados de Cristo”, como se los consideraban a los antiguos monjes.

Allí se los puede ver, [mientras viven] esparcidos en los desiertos, esperar a Cristo como los hijos legítimos esperan a su padre, o como un ejército espera a su rey, o como una sierva digna espera a su dueña y liberadora.
Entre ellos no hay preocupaciones por el vestido, ni se preocupan por el alimento, sino únicamente, [por el canto] de los himnos [16], en la espera de la venida de Cristo. [17]

Teniendo a la vista este objetivo, programaban todo el curso de sus jornadas:
  
Respecto al sueño nocturno, adora por dos horas por las tarde, calculándolas por la puesta del sol [18], y, después de haber glorificado [a Dios], duerme seis horas [19]. Luego levántate para la vigilia nocturna y transcurre [en oración] las otras cuatro horas [hasta el surgir del sol]. [20]
Haz lo mismo en el verano; con un acortamiento, sin embargo, y con menos salmos, a causa de la brevedad de las noches. [21]

Para calcular el tiempo, en lugar de los relojes de precisión, evidentemente no aún disponibles, se servían del número de los versículos de los salmos que, en base a la experiencia, se podían recitar en una hora [22]. Seis horas de sueño, la mitad de la noche [23], es una cantidad del todo razonable. Es verdad, que el levantarse de noche implica un cierto esfuerzo de voluntad. No nos asombra, por tanto, que con el tiempo, el celo primitivo se haya venido a menos, también entre el clero. Por este motivo, el gran asceta Nilo de Ancira exhorta con insistencia al diácono Giordano:

Si Cristo mismo, el Señor de todas las cosas, queriendo enseñarnos a velar y a orar, “pasaba la noche en oración” [24], y también “Pablo y Silas a media noche cantaban himnos a Dios” [25] y también el profeta dice: “En el corazón de la noche me levanto para alabarte por tus justos decretos” [26]. ¡Me asombro como tú, que duermes y roncas toda la noche, no seas condenado por tu conciencia! Toma, por esto, también tú la decisión de sacudirte del sueño que conduce a la muerte y dedicarte infatigablemente a la oración y a la salmodia. [27]

El velar en oración, que nunca para los padres ha sido fácil y que ha necesitado siempre un cierto esfuerzo de voluntad, en ninguna época ha sido una simple proeza ascética con el objetivo de “vencer la naturaleza”. La naturaleza, así, maltratada, antes o después terminaría por tomarse justicia.

El hombre bíblico y los padres tenían distintos motivos para dar tanta importancia al velar en oración. Se ha ya hablado de la escatológica “espera con ansias del Señor”, que debería caracterizar, normalmente, a todo cristiano: esto confiere al tiempo una cualidad completamente nueva, dando un objetivo estable a su infinito transcurrir e imprimiendo así su impronta a toda la vida que tiende hacia este objetivo. Es bien distinto del “vivir al día” de aprovechar el tiempo como sabios” [28], sabiendo que no conocemos “el día del Señor”.

El velar produce en el orante aquella “sobriedad” que custodia al cristiano de la somnolencia y de la ebriedad de los hijos de las tinieblas. Pero la sobriedad del espíritu, que lo “hace sutil”, a diferencia del sueño que lo “vuelve burdo”, abre a aquel que vela a la visión de los misterios de Dios.

El sueño se aleja de aquel que vigila la propia grey como Jacob [29], y si incluso por un momento lo sorprende, el sueño es para él como para otro el velar. El fuego del ardor de su corazón no permite, en efecto, que se hunda en el sueño. Él, en efecto, salmodia con David y canta: “Ilumina mis ojos, para que no me duerma en la muerte” [30].

Quien ha llegado a esta medida y ha gustado su dulzura, entiende estas palabras. En efecto, un hombre así no se ha embriagado del sueño material, sino que hace uso del sueño sólo en la medida que lo necesita su naturaleza [31].

¿Qué se entiende con “esta medida” y su “dulzura”? Lo deja intuir una palabra del padre de los monjes, Antonio, que a nosotros nos ha sido transmitida por Juan Casiano, el cual, a su vez, la ha escuchado de abba Isaac:

A fin de que te des cuenta del estado de la oración verdadera, no les quiero exponer mi enseñanza, sino la del bienaventurado Antonio. De él nosotros sabemos que, a veces, permanecía parado tanto tiempo en oración que, cuando oraba en éxtasis y la luz del sol surgía, lo escuchábamos gritar con ardor de espíritu:  “¿Por qué me distraes, oh sol… únicamente por esto te levantas ahora, para sacarme del camino de la claridad de la verdadera luz?” [32]

Evagrio asegura, en efecto, que sólo con dificultad nuestro espíritu logra de día ver el mundo espiritual inteligible, porque, a la luz del sol, nuestros sentidos se distraen con las cosas que son visibles y que disipan el espíritu. De noche, sin embargo, en el tiempo de la oración este es capaz de contemplarlo, cuando se muestra a él todo irradiado de luz [33]… Evagrio mismo obtiene tal revelación del mundo espiritual, cuando de noche, mientras estaba velando, meditaba sobre el texto de uno de los profetas [34].

*

Hoy, los únicos que todavía “velan en oración”, en el sentido de que se levantan en el corazón de la noche y recitan su oración coral, son prácticamente los miembros de algunas órdenes austeras, las llamadas “órdenes contemplativas”. El ritmo de la vida moderna, dominado por el orgullo que marca minutos y segundos, con todo su stress, no es favorable a esta práctica. La vida del hombre de la antigüedad transcurría más tranquilamente. El día, entre el surgir del sol (alrededor de las 6:00 hs) y la puesta del sol (alrededor de las 18:00 hs), estaba subdivido en partes de tres horas cada una, es decir, a las 9:00, 12:00 y 15:00 hs.

“En estos últimos tiempos”, incluso la mayor parte de los miembros de las ordenes deberán contentarse con menos. Sin embargo, el ejemplo de Cristo y la regla expuesta en el texto citado arriba de la carta del recluso Juan de Gaza ayudan a entender de qué se trata y cómo, aún hoy, es posible “velar en oración”. En efecto, es difícil que el mismo Cristo haya transcurrido todas las noches en oración. Él tenía, sin embargo, la costumbre manifiesta de retirarse a orar por la tarde, después de la puesta del sol, o bien “a la mañana temprano, cuando estaba todavía completamente oscuro”, como ya hacía el orante de los salmos. Son justamente estos los tiempos que también los padres reservaban generalmente para la oración. Cada uno deberá encontrar la medida a través de la propia experiencia y con el consejo de su padre espiritual, que deberá tener en cuenta la edad, la salud y la madurez espiritual. En todo caso, es seguro una cosa: sin la fatiga del velar, ninguno consigue la “sobriedad” del espíritu que el monje Hesiquio del monte Sinaí alaba de modo tan apasionado:


Qué virtud amable y gustosa, luminosa y agradable, extraordinaria, resplandeciente y bella es la sobriedad, que es bien guiada por ti, Cristo nuestro Dios, y progresa con mucha humildad en el intelecto humano vigilante. En efecto, extiende “hasta el mar y hasta el abismo” de las contemplación sus ramas y “hasta los ríos” de los amables y divinos misterios “su polen” [35]… la sobriedad se asemeja a la escala de Jacob sobre la cual Dios se detiene y los ángeles suben… [36]


***

Gabriel Bunge
Vasi di argilla
Ed. Qiqajon
Comunità di Bose
1996. Págs. 83-89


[1] Sal 1,2

[2] Sal 76, 3; 133,2

[3] Sal 118, 62

[4] Lc 6,12

[5] Mc 1, 35.

[6] Mc 14, 38; cf. Lc 21, 36.

[7] Mc 13, 33 par.

[8] Cf. Mt 26, 41 par.

[9] 2 Cor 6,5; 11,27.

[10] Col 4,2; cf. Ef 6,18.

[11] 1 Ts 5,4 ss

[12] Cf. Mt 25, 8.

[13] Lc 12,35

[14] Didagé 16,1; Última referencia: Mt 24, 42.44

[15] Tertuliano, Oratione 29.

[16] Cf. Ef. 5, 19.

[17] HM Prol. 7.

[18] Es decir, alrededor de las horas 18:00 a las 20:00 hs.

[19] De las 20:00 a las 2:00 hs

[20] De las 2:00 a las 6:00 hs

[21] Barsanufio y Juan, Carta 146.

[22] Ibid. 147.

[23] Ibid. 158. En el desierto de Escete era normal dormir un tercio de la noche, es decir cerca de cuatro horas; cf. Vie d’ Evagre D (con nota), en Quatre ermites égytiens. D’ après les fragments coptes de l’Histoire Lausiaque, ed. G. Bunge-A. de Vogüé, Bellefontaine 1994, pp. 159s.

[24] Lc 6, 12

[25] Hechos 16, 25

[26] Sal 118, 62

[27] Nilo de Ancira, Epistolae III, 127.

[28] Ef 5, 15 s.

[29] Cf. Gen 31, 40.

[30] Sal 12, 4

[31] Barsanufio y Juan, Carta 321.

[32] Casiano, Conl. IX, 31

[33] Evagrio, KG V, 42.

[34] Vie d’ Evagre J, en Quatre ermites, p. 164.

[35] Cf. Sal 79, 12

[36] Hesiquio el Presbítero, A Teodulo. Discurso breves útiles para la salvación del alma, sobre la sobriedad y la virtud 50-51 (cf. Filocalia I, p. 240)

La amonestación del Espíritu Santo


Matta el Meskin



Amados hermanos en el Señor [1],
gracia, bendiciones y paz de Dios a vuestro espíritu.
Espero que ante el rostro de Dios gocéis todos de la paz plena y de la alegría divina, la cual es el anticipo de las cosas prometidas a los elegidos en herencia, y que seáis capaces de redimir los días en vista del tiempo que vendrá, haciendo de vosotros mismos, de vuestros cuerpos y de vuestra dignidad mantos para extender sobre el camino del Señor a fin de que camine en vosotros y sobre vosotros, y encuentre reposo en vuestras almas.

Vosotros que sois los querubines de Dios en la tierra, llevadlo en vuestros corazones y en vuestras mentes y haced arder al unísono dentro de vosotros, el celo del amor para que con el amor os volváis tronos incandescentes dignos de recibir la divinidad que arde de fuego y de amor. Por el Apocalipsis sabéis que Dios quiere personas “calientes” (cf. Apoc 3, 15-16). Sed por tanto así. El Espíritu de Dios, que hemos conocido como fuego en forma de lenguas, permanece en vuestro interior y saca las manchas de vuestros pensamientos y de vuestras palabras, para hacelas divinas en cada cosa y en todo sentido. Hacedlo por tanto vuestro, y estad dispuestos a sufrir, porque él no consuela si no después de haber amonestado. Con la misma intensidad, en efecto, con que amonesta, consuela: quien no soporta la llama ardiente de su reprensión no puede soportar el fuego impetuoso de su amor que hace al hombre extraño a sí mismo, en patente emigración de su ego.

La amonestación del Espíritu Santo no penetra el corazón que anhela el mundo -aunque sólo sea por una sola cosa-, ni en el corazón ambicioso o ni en aquel que tiene de sí un concepto más alto del que conviene tener (cf. Rm 12, 13).

La amonestación del Espíritu Santo obra e inflama solo a los partidarios de la miseria y al alma que se ha condenado a muerte esperando alcanzar la nueva resurrección.

El hombre que aspira a la amonestación del Espíritu es distinto del que aspira a la virtud. Estos son opuestos. En efecto, el primero ha postrado gozosa y espontáneamente su voluntad, se abaja con una serena espontaneidad sin reservas: se ha predispuesto a afrontarlo hasta el fondo, y el fondo es la nada, la muerte y el no ser. El segundo, por un camino torcido y oculto, se autoexalta, anhelando una elevación voluntaria a la cual está predispuesto. No obstante una aparente perseverancia en abajarse, en realidad, busca algo más elevado.

Aceptar la reprobación del Espíritu santo significa entregarse a cuanto de más doloroso le pueda suceder al ser humano: la cruz. También aquí, sin embargo, la cruz existe bajo dos formas: la primera, la cruz de Jesús, exclusivamente destinada a los justos sin mancha. Esta es gloria en la forma y en la sustancia, ya que Jesús ha sido glorificado con la cruz y la pasión porque la ha soportado por los otros. Luego, está la cruz del buen ladrón: la que respecta a nosotros, si queremos realizar hoy mismo nuestro paso al paraíso. Ésta es, en su forma y sustancia, gran humillación e ignominia, porque no la soportamos por virtud o a favor de los otros. Más bien, decimos junto al ladrón que justamente hemos sido castigados no por el pecado –porque el pecado no es expiado por ningún castigo, por más grande que sea-, sino en vistas a nuestro paso al Reino, porque éste se realiza a través de muchas tribulaciones, aun cuando sea gratuitamente recibido por la fe (cf. Hechos 14,22) [2].

Quien comprende esto, goza de la misericordia de Dios. La gracia y la integridad lo acompañan hasta perfeccionar, a través de las tribulaciones, el camino de su salvación. El que sufre de este modo y según este modelo, vive en una gran misericordia, y con la misma intensidad con la cual sufre recibe la consolación incluso hasta alegrarse en pleno dolor. La alegría en el dolor es manifestación del espíritu y de la fuerza (cf. 1 Cor 2,4). Esta es explosión, en las tinieblas del mundo, de la luz del día que la aleja. El dolor en la alegría, en efecto, es semejante a la noche que está presente durante el día, la cual sin embargo, por no tener poder, está siempre pronta a retomar el propio poder si la luz de aleja de ella.

Si el hombre cae bajo la amonestación del Espíritu Santo y se entrega a su ardiente acción, esto significa que ha necesariamente alcanzado un alto grado de humildad, una humildad verdadera, no como la de aquel que anhela la virtud. Esta es, en efecto, humildad que no busca la elevación ni la recompensa, sino que se alegra de abajarse hasta el infinito. Si el hombre se inclina a la corrección del Espíritu Santo, alcanza la verdadera obediencia y no su versión falsa. El entregarse a la corrección del Espíritu Santo infunde en el alma una sensación extremadamente sincera y que no deja duda, que en el mismo modo en el cual ésta está cercana al fuego está también próxima a la luz [3]. El Espíritu es, en efecto, fuego que primero quema y luego ilumina. Es imposible para el hombre comprender el significado de la obediencia y realizarla si no siente sincera e indudablemente que él va hacia Dios.

La obediencia no es algo con lo cual enceguecer a alguien para que camine como un ciego detrás de otro, cayendo cuando cae el otro e infringiéndose en el mismo modo en el cual se infringe el otro. Así no es. La obediencia es una nueva iluminación que se agrega a la del hombre para asegurarle un recorrido veloz y seguro, mejor de los que le están adelante.

¿No habéis leído cómo Eliseo pide y obtiene dos porciones del espíritu de Elías (cf. 2 Re 2,9)? La obediencia es un gran anhelo de una mayor iluminación que favorece el camino y en vistas al objetivo, y no un complacerse en la oscuridad, en la ceguera y proceder bajo la amenaza de un bastón.

En fin, si llegamos a la verdad de la obediencia llegamos a la verdad de la humildad. Por ambas el hombre es consolado, convencido que todo lo que lo golpea en la vida es para su bien. Cada vez que acepta la tribulación alcanza la obediencia, y cada vez que alcanza la obediencia obtiene humildad. Así crece y su crecimiento no tiene fin.

Las personas pueden encontrarse verdaderamente, incluso también llegar a la unión, solo si se abajan. No es posible, en efecto, encontrarnos en nosotros mismos. Debemos abandonar nuestro ego. Esta emigración respecto al ego es mucho más dolorosa que la emigración de cualquier tierra. Es necesario que practiquemos esta emigración, para que podamos encontrarnos en otro lugar y no hay otro lugar, fuera del ego, más que en Dios.

Dios es el gran yo en el cual el hombre encuentro al otro, consiguiendo ambos un nuevo yo semejante al de Dios. Dios es el gran yo en el cual nos encontramos cuando nos desembarazamos de nuestro egoísmo mentiroso que el mundo y el demonio han fabricado para nosotros. Los hijos de Dios no tienen más que un solo yo.

En efecto, no encontraremos paz en nuestros yo. Dios es nuestra única paz. Dios no nos es extraño. Si logramos emigrar de nosotros mismos, es sólo porque Dios nos atrae a sí. Dios nos atrae porque él mismo encuentra descanso en nosotros. Dios reposa en sus santos (cf. Is 57, 15 LXX) como reposa en sus querubines. El hombre es el trono de Dios sobre la tierra.

El reposo de Dios y el nuestro están unidos: Él sufre por nuestro sufrimiento y descansa en nuestro descanso. Si buscamos descansar fuera de Dios, Dios nos angustia, porque le agrada postrarnos con dolores a fin de que podamos encontrar un verdadero reposo y no un reposo engañoso que nos hace perecer.

Vosotros habéis aceptado ser de Dios. Sed suyos, por tanto, y no de vosotros mismos y considerad la muerte como una meta, porque esta es la puerta abierta hacia Dios. La muerte es nuestro último enemigo, porque nos separa de Dios. El Señor Jesús la ha vencido y nosotros la atravesaremos con gran serenidad, si ahora caminamos sobre este camino, porque la puerta está puesta sobre el camino y cuando la atravesaremos encontraremos a Dios. Este será el último evento del tiempo, por esto ya desde ahora es impotente con respecto a nosotros, porque no somos de este mundo ni de este tiempo, si sobre nosotros se levanta la luz de la eternidad y si hemos entrado en la sensación de la resurrección.

La tumba no retendrá al espíritu. Nosotros dejamos voluntariamente el cuerpo para que sea bautizado en el polvo de la tumba y en sus tinieblas por el segundo bautismo de la resurrección, en el cual perdemos el cuerpo de carne con todos sus miembros heridos por el pecado y tocados por Satanás. Se trata de un bautismo del tiempo (cf.  1 Cor 10, 1-2) [4]: lo nuevo no será hasta que no sea el tiempo. Cuando renazca el cuerpo nuevo, sus sentidos se abrirán a la eternidad.

Aquel que vive ahora en la sensación de la resurrección –que es verdaderamente el bautismo de la muerte y de la sepultura del Señor- podrá dejar fácilmente su cuerpo en la tumba sabiendo que la tumba es la realización de la alegría de la resurrección y la alegría del bautismo.

Nuestro espíritu participará del cortejo fúnebre de nuestros cuerpos. El espíritu no llorará por el cuerpo pero lo entregará a la tumba como el campesino entrega la semilla a la tierra.

No hablo por mí mismo y no digo simples palabras, sino que espero suscitar en vuestros corazones la conciencia de la resurrección. Vuestra vida está escondida en Cristo y porque Cristo está vivo, vosotros no moriréis. Él ha muerto una sola vez por todos, a fin de que nosotros pudiésemos para siempre vivir en él.

Nuestra vida va hacia adelante tanto en los días de alegría como en los de dolor hacia la muerte, inevitablemente. El cuerpo entrará en la tumba, pero el espíritu la atravesará y no verá ninguna tiniebla porque su luz será Cristo, que ilumina las tinieblas y las tinieblas no lo reciben.

Esté en vosotros esta nueva conciencia cristiana e ilumine vuestros corazones la verdad de la resurrección, porque si hacéis vuestra la resurrección cual obra genuina del Espíritu santo por el hombre, surgirá sobre vosotros la vida de Cristo, desaparecerán de vosotros todos los pensamientos y las suposiciones que esconden por las pasiones del cuerpo y por las impresiones del mundo, tendréis en poca consideración cada cosa. Considerareis cada cosa una pérdida y ganaréis al Espíritu Santo que os guiará a la altura de la estatura perfecta de Cristo, en santidad y verdad.

A vosotros va mi saludo y mi amor en Cristo.
Que estéis bien, en el nombre de la santísima Trinidad.

Hilvan, 3 de mayo de 1961.


Matta el Meskin
La gioia della preghiera
Ed. Qiqajon. 2012
Coumità di Bose
Págs. 99-106



[1] Carta 9, extraída de Rasa’il al-qummus Mattà al-Miskín, Monasterio de San Macario en el desierto de Escete 2007, pp. 49-54.

[2] Las palabras de Matta el Meskin no tienen que entenderse en sentido general porque se dirigen a personas específicas (en este caso, monjes), en momentos particulares y por exigencias específicas. El autor ha explicitado su visión de la cruz en otros numerosos escritos.

[3] En árabe es ineludible el juego de palabras nar (“fuego”), nur (“luz”).

[4] Aquí Matta el Meskin entiende “un paso más allá del tiempo”.

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