martes, 21 de marzo de 2017

El acompañamiento espiritual


 


         Siguiendo la lectura y reflexiones de Yves Raguin[1] quisiera poner por escrito unas ideas sobre la importancia del acompañamiento espiritual, tradicionalmente denominado dirección espiritual.
         Hoy, como ayer, podemos encontrar en nuestras vidas situaciones en las que se nos pide acompañar a otros que desean compartir nuestro mismo camino. Hombres o mujeres, siguiendo los pasos de los abbas y ammas del desierto, como abades y abadesas o maestros y maestras de novicios/as. Hemos de ser conscientes de que se necesitan una serie de condiciones para poder hacerlo convenientemente, aunque no es menos cierto que la gran obra la realiza el único maestro: Cristo, el Señor, siendo Él nuestro modelo a seguir en todo momento.


EL GUÍA Y SU EXPERIENCIA ESPIRITUAL

         Todo buen maestro ha de compaginar los conocimientos adquiridos sobre espiritualidad con la experiencia. Conocimiento de lo que Dios obra en mí. Hay personas con profunda experiencia espiritual, pero que son incapaces de comunicarla. Sin embargo, necesitamos comunicarnos con otros para salir de nuestra subjetividad, de nuestros puntos de vista, tan parciales en muchas ocasiones.
La experiencia se convierte en una nota esencial para el maestro espiritual. Un lenguaje que exprese el fondo de la misma experiencia personal sólo se logra con una larga paciencia. Hemos de ser conscientes de que un camino no se aprende ni se enseña. Es preciso recorrerlo con uno que lo haya recorrido ya y que pueda decir: “No temas, conozco el camino”. El maestro ha de estar vacío de sí mismo para abrirse a la experiencia de los demás, siendo consciente que no puede adquirir el sentido del progreso espiritual sino por una vuelta continua a su experiencia y a la de los otros. En las dificultades el maestro ha de dar seguridad, pues conoce el camino. Para ser un buen director hay que haber adquirido una ciencia de la vida espiritual. A menudo, el ignorante es quien no ha reflexionado nunca sobre su propia experiencia y es incapaz de ayudar a reflexionar a quien se le acerca pidiendo ayuda.
Al guía espiritual se le pide, así pues, gran riqueza de experiencia y gran capacidad de discernimiento, lo que denominamos vulgarmente “ojo clínico”, “sexto sentido”. Ha de haber recibido del Señor el don de discernimiento y sabiduría espiritual. Buena maestría humana y un sentido profundo de la acción divina.  
El maestro ha de poder despertar al discípulo al misterio de su propia vida interior, ayudándole a activar y liberar su energía, sabiendo que hace falta tiempo para conocer el designio de Dios sobre una vida. Por esto, guía y discípulo han de estar siempre a la escucha de los deseos de Dios manifestados en la existencia humana.


AYUDA PSICOLÓGICA Y ESPIRITUAL

La vivencia espiritual se vive según el temperamento y la formación. El extravertido lo hará vuelto hacia el exterior, mientras que el introvertido hacia dentro de sí mismo. El primero juzga como profundo todo aquello que le afecta y tiene como peligro valorar en demasía las cosas solamente por la intensidad emotiva. El segundo sólo puede hacer brotar su experiencia tras un largo caminar interior, y esto a veces con gran sufrimiento. Finalmente, ambos se unen en el encuentro con Dios, lugar donde se hallan verdaderamente a sí mismos.
El ser humano es un ser complejo. La ciencia sicológica nos ayuda a conocer los móviles que nos impulsan a obrar de una u otra forma y haremos bien de servirnos de ella en muchos momentos. Pero la dirección espiritual va más allá, es un acompañar a quienes buscan a Dios en el centro de su ser. Este hecho les hace sentirse movidos a obrar en consecuencia con esta llamada que brota en su existencia.
Los métodos sicológicos tienen su sitio y su papel en el itinerario interior, pero no son más que una “entrada” y un acercamiento al mundo espiritual. La gracia divina se abre camino a través de todas las capas de nuestro universo psíquico.
La ayuda espiritual tiene en cuenta objetiva y específicamente motivaciones de fe o de la relación con Dios, mientras que la puramente sicológica no hace intervenir estos motivos.
Hecha esta afirmación, hemos de señalar que este poder divino que me atrae se manifiesta en toda mi persona. Por ello, hemos de ver las diferentes dimensiones del ser humano afirmando su autonomía y armonizándolas en conjunto. Dios nos ha creado libres y no reduce a la nada nuestros mecanismos sicológicos, por lo que hemos de reconocer que lo psíquico está impregnado de lo espiritual y lo espiritual encerrado en lo psíquico.
Las reglas del discernimiento de espíritu de San Ignacio muestran cómo están entrelazadas las dos dimensiones una en la otra. Nos enseña a descubrir el mecanismo interior de la acción de los espíritus en la psicología humana. En lo más íntimo de la autonomía de mi actividad humana actúan otras fuerzas que la psicología espiritual no puede ignorar. Esto sería exponerse a no comprender lo que sucede en el corazón y en el espíritu de los que buscan a Dios. Dios actúa y el enemigo, aunque limitadamente, también ejerce su influencia en nosotros.
Ante los problemas, la oración y la fe hacen maravillas porque ofrecen motivaciones y seguridad. Pero necesitan un terreno psicológico sólido para poder apoyarse. No hay que olvidar que el ser humano encuentra su unidad y su libertad a nivel del Espíritu.
El maestro espiritual ha de conocer la interacción de lo psicológico y lo espiritual.
Bajo el efecto de algunas experiencias espirituales podemos creer que hemos llegado al final, aunque apenas hayamos más que comenzado a entrar en el misterio de Dios, quien va añadiendo a las gracias especiales que nos hace, buenas dosis de humildad.
La gracia ha de interiorizarse, de modo que se integren lo humano y lo divino. Los métodos psicológicos de exploración de lo íntimo del ser humano han preparado a gran número de cristianos para entender con más profundidad el misterio de la acción divina en el fondo de sí mismos. Por eso es ahora muy difícil ser un buen guía si no se tiene algún conocimiento de los caminos de la psicología.


INSTRUIRSE Y DEJARSE INSTRUIR

El verdadero maestro es aquél que suscita el deseo de ponerse en camino, alienta el deseo de progresar, orienta la marcha y la ilumina.
El director debe ayudar al ejercitante a tomar conciencia del dinamismo de la gracia en el fondo de su ser.
         El maestro de formación espiritual debe transmitir un conocimiento básico equilibrado que cubra los aspectos esenciales de la vida interior: psicológicos, teológicos, morales y espirituales.
         La primera fase de la dirección espiritual es instruir al discípulo, al que hemos de transmitir la tradición espiritual que por sí mismo tendría dificultad en descubrir.
         En este punto hemos de subrayar que no podemos insistir solamente en la experiencia del maestro, los conocimientos son necesarios. Hemos de hacer comprender al discípulo la necesidad de ser instruido para construir sobre roca firme.
         La docilidad y confianza en el director es esencial, de lo contrario no podrá aprovechar la enseñanza y experiencia del maestro. Dejarse instruir es escuchar y aprender para poder discernir el propio camino personal.
         La docilidad supone apertura y humildad. Pero ha de ser en actitud participativa, de modo que a través de la captación de la experiencia del maestro el discípulo se someta a la acción del Espíritu de Dios que transformará su alma.
         Hay que someterse sin reticencias a la acción de Dios bajo la conducción del maestro que nos instruye. Necesito verme haciendo yo mismo la experiencia que el maestro me propone.


LECTIO DIVINA

         Y aquí hemos de exponer el radical papel que ha de tomar en nuestra vida la Sagrada Escritura, y que viene avalado por nuestra larga tradición monástica.
         La Palabra de Dios es la que guía nuestra vida espiritual mediante un largo proceso de familiaridad. El gran guía espiritual es el Señor.
La Palabra silenciosa que penetra en el fondo del corazón se hace clara en lo que oigo o leo.
         En la Lectio leo y escucho lo que Dios quiere decirme. No tengo que buscar un objetivo preciso. Es Dios mismo quien me habla a través de su palabra y yo he de disponer mi corazón en una larga práctica de atención silenciosa y orante.
         El maestro ha de enseñar al discípulo a ponerse en contacto con la Palabra.


EL CAMINO

         Quien se encarga de una persona ha de saber escuchar, animar e iluminar, entonces dará vida. El director ha de emplear tiempo para conocer el camino recorrido por su dirigido, muy atento a la manera de conducir de Dios.
         A imagen de Cristo, el maestro revela el rostro de Dios a su discípulo. Así pues, no es el que impone sino el que guía. Esta guía la realiza a nivel interior, de modo que el discípulo tome conciencia de que camina él mismo, que es él quien toma sus decisiones, aunque guiado siempre por su maestro.
Llegado a este punto, el maestro ya no es un guía sino un compañero espiritual de ruta.
         En los caminos de Dios no sólo somos acompañados por nuestro maestro espiritual, sino también por todos aquellos que están comprometidos en la misma búsqueda. Caminamos todos juntos como discípulos de un mismo maestro: Cristo, el Señor. Nunca estamos solos en los caminos de Dios. Si no vemos ningún compañero en el horizonte, cuando nos acecha la soledad, entonces recordamos que el único compañero que no nos falta nunca es el mismo Cristo, incluso cuando se hace más ausente que presente.
         Por muy grande que sea el maestro y por muy profunda que sea su experiencia, está siempre en camino hacia el Señor. Cristo camina y acompaña a los discípulos hacia el Padre.


 COMPAÑERO DE CAMINO

         Esta actitud de acompañamiento es absolutamente necesaria para que se de un buen guía espiritual. No se trata de caminar por el discípulo sino de hacerle tomar conciencia de sus propias fuerzas y sacar de ellas el mayor partido posible.
         El maestro ha de dejar al discípulo en gran libertad. Pronto el guía y el dirigido caminarán juntos, pero acompañándose el uno al otro. Brota aquí la amistad espiritual, tan querida y objeto de diversos tratados por parte de nuestros autores cistercienses –entre quienes destaca Elredo de Rieval-.
         Ha llegado el momento en el que el discípulo puede volar por sí mismo. El maestro no sólo debe desear este paso, sino que ha de ayudarle a darlo. Puede ser necesario que el maestro someta al discípulo a una prueba que le haga consciente de su personalidad más profunda, entonces el discípulo tocará el fondo de su ser en la relación con Dios. Aquí no hay guías en el horizonte. Sólo Dios y yo.


Sor Eugenia Pablo, O.Cist.
Monasterio de San Benito, Talavera de la Reina.

[1] Raguin, Y: Maestro y discípulo, el acompañamiento espiritual, 1986

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